jueves, 23 de diciembre de 2010

La Montaña Roja

Me imagino que algunos se acercarán a este “En medio de todo” buscando una segunda parte, la continuación del motín y la hoguera, la sinceridad demoledora y furiosa de aquellos días; un nuevo episodio de “El traje nuevo del emperador” y la parábola atea del templo profanado. Pero esta vez no encontrarán nada de eso porque Julio José Ordovás, por decisión propia, ha pasado de combatir contra el mundo a combatir sólo contra sí.
Me imagino que algunos ni se asomarán a este “En medio de todo” porque un diario es un depurativo que sólo sirve a su autor. Porque un diario es un auto-exorcismo, un lavado de estómago, sacar a pasear al perro del pensamiento para que se alivie, ventilar los cuartos cerrados, hacer limpieza del trastero y encender una buena fogata. Que un diario es un monólogo vanidoso y egoísta que no sirve de nada al que lo lee.
Y tal vez tengan razón, pero lo que sí se es porqué lo leí yo. Qué buscaba yo. Que he encontrado yo. Porque para los que estamos en este no oficio de leer y juntar palabras “En medio de todo” es un libro botiquín. Un libro medicamento. Un libro espejo. Que yo llegué hasta él para leer al lector; para leer al escritor; para que su compañía mitigara mi soledad y mis dudas. Para saber que hay otro parecido a mí, igual que yo, mejor que yo.
Porque “En medio de todo” es el diario de un hombre que se arrepiente y llora. Patalea, se rebela, se hunde y se reconstruye. Que habla de amor y derrota. Que me cuenta que la vida es un largo camino por etapas. Una carrera de fondo con obstáculos. Una colección de fascículos por entregas. Una broma, un mal chiste; un día brillante y soleado de primavera. Que la vida es un ayer y un presente. Un carnaval patético y sus disfraces: disfraz de gallo, de mendigo, de pistolero; de Jekyll y Hyde. Depresión, borrachera, euforia y resaca. Que un diario es el filtro del desagüe por el que se nos va la vida. Y la vida está hecha de contradicciones, cuchilladas, y luces de tormenta. Que la vida es una escorredura de días fríos, cálidos, lluviosos y templados; que es sexo, amor, dolor, lágrimas y soledad. Que escribir un diario es ser narcisista y fanfarrón y es también querer encontrarle sentido al sinsentido de vivir.
Porque yo he leído “En medio de todo” por recuperar lo que descubrí en aquellos días de furia. Por reencontrar el consuelo, la compañía del compañero de celda. Alguien que como yo boxea con su sombra y se cae y se levanta, se cae y se levanta. Que duda y se pregunta para quién escribe. Lo he leído para oír del poeta que las palabras no son oro ni son barro. Son viento. Para encontrarme con alguien que me diga que si no fuera por la sal de la literatura no habría dios que se tragara esta sopa casi siempre insípida y fría, la vida. Para leer que alguien mejor que yo siente también una desgana profunda, que se cansa de pelear y luchar para nada, de ser la suma de todas sus frustraciones. Para meterme un chute, recibir un empujón, una muleta y un puñal.
Para descubrir por él la Montaña Roja, y que escribir, seguir escribiendo es la única forma que existe para ir a esa Montaña, a ese lugar mágico sembrado de fósiles y piedras preciosas, a ese lugar al que nunca llegaré.

Julio José Ordovás. “En medio de todo”. Editorial Eclipsados. Zaragoza, 2010.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Lanzador de cuchillos


A veces no soy yo, busco un disfraz mejor.
"Valiente" Vetusta Morla.

Tengo miedo del mañana. Y del pasado mañana. De la mentira y su disfraz.
Tengo miedo del presente. Y del futuro interrogante. Imperfecto. Malcarado. Interior mal ventilado. Semisótano sin alquilar.
De este hoy tan extraño. Acertijo. Jeroglífico. Laberinto cirílico. Paisaje lunar.
Tengo miedo a mi reflejo. Cada vez más deformado. Extranjero. Invertebrado. Turbio y aquilonal.
Tengo miedo del humo. De la piedra y el cristal. Del color adulterado. Del huevo; la serpiente y la sal.
De los ojos empañados. Y los ángeles caídos. Los malditos. Los ahogados. Las heridas que no paran de sangrar.
Tengo miedo de la nada. De su filo y su corona. De la hiedra enraizada. La navaja y su imán.
Soborno. Útero. Sosiego. Punto y final.
Tengo miedo a esta tormenta. A este sólido vendaval. Desequilibrio convertido en firme lealtad.
Alambre. Horóscopo. Cuerda floja. Hogar provisional.
Tengo miedo a las palabras. Habitaciones huecas. Trampantojos. Teatro. Espuma de mar.
Mentiras piadosas. Orfanato. Paraíso artificial.
Inclusa. Vinagre. Oropel y flor de azahar
Tengo miedo a las noches. A sus fugas; venenos y atajos. A sus clarividentes borracheras. Cartón piedra. Jardín accidental.
Tengo miedo a los espejismos. A los animales enjaulados. A las puertas entreabiertas; mal cerradas. Ceniza, lodo. Ponzoña y vertedero. Pasado sin enterrar.
Tengo miedo de mi propia mano. De la empuñadura. El acero. El pulso y la armadura. La batalla y el fracaso. Molinos de viento. Arena. Barro. Polvo y cal.
Tengo miedo de este otro. Este que me mira y no se esconde. Espejo. Reflejo. Reptil. Hombre. Cazador furtivo que cada noche muda de piel y nombre.
Francotirador. Demente. Homicida delirante.
Lanzador de cuchillos y mentiras. Flores. Joyas. Y pétalos ardientes.

Fotografía de Richard Hernández Arrondo
http://www.ricardofoto.es/blog

Poema de Jorge del Frago

viernes, 17 de diciembre de 2010

Lejos de la televisión

Hubo un tiempo en el que los libros eran la única manera de viajar sin salir de casa. Después vino el cine, y luego la televisión. Y todo cambió.
Igual que la música desterró a la poesía, la imagen doméstica derrotó a la literatura de viajes. Y para ver no se necesita saber leer. Y las palabras que nos llevaban de viaje se convirtieron en un esfuerzo, en una comparación que jugaba en completa desventaja y siempre acaba perdiendo.
Pero todos viajamos alguna vez. Todos queremos huir o regresar. Descubrir, recuperar o cambiar. Unos lo hacemos cerca, a convencionales paraísos a los que podemos llegar en coche y donde hablan nuestro mismo idioma. Otros prefieren hacerlo cuanto más lejos mejor. Cambiar de hemisferio. Cambiar de cultura. Contemplar los contrastes que esconde este planeta. La otra cara de estas calles conocidas y repetidas.
Y hay otros, como Beatriz Pitarch y su madre, que no se rinden ante las barreras y las limitaciones, que no renuncian a sus ilusiones. Que no se dejan amedrentar por lo incómodo y lo difícil para conseguir contemplar y conocer la belleza. Y eso es este “Chador azul”, un reto; un viaje; una ilusión compartida.
Porque muchos se conforman con saber lo que otros les cuentan. Pero otros prefieren verlo por sus propios ojos. Y eso es este “Chador azul”, una rebelión; un deseo de contemplar lo que hemos leído en los libros de historia y de arte, hemos visto en la pantalla de la televisión.
Todos viajamos y todos repetimos los mismos gestos. Guardamos en álbumes de fotos los recuerdos de ese tiempo y viajamos con guías ilustradas; asépticas guías que nos hablan de historia y arte, de restaurantes, museos y lugares comunes. Pero estas guías no nos dejan las impresiones personales del viajero. Son manuales, no reflejos de los sentimientos ni de las personas. Son libros ilustrados e impersonales que nos ofrecen todos los datos, pero ninguna impresión.
“El chador azul” es un cuaderno, un diario personal de viaje. Y Beatriz elige el camino difícil, elige la palabra, la forma antigua, la forma personal de guardar el recuerdo.
“El chador azul” tiene la virtud que para alguien como yo, reticente a viajar a los países musulmanes, despertó en mi las ganas de conocer Irán. Seguir los pasos de Beatriz y su madre, utilizar su libro como referencia. Entender, por ella, que además de la típica belleza física de la arquitectura y paisaje de un país, están las personas que nos acompañan, las que conocemos, las que vimos por primera vez, las que nunca volveremos a ver.
Están sus carencias, sus virtudes y sus defectos. Todo por lo que resultan diferentes e iguales a nosotros. Su bondad y su maldad. Su pasado dictando el presente y su futuro por llegar.
Y están oriente y occidente. Nosotros respetando sus reglas, jugando unos días a ser uno más entre ellos, y ellos queriendo huir, escapar y ser como nosotros. Antigüedad y modernidad. Turistas y nativos. Excursionistas y cautivos. Azulejos, vidrieras, agua; música, mercado negro y fiestas privadas al anochecer.
Y están en especial las mujeres. El destino de nacer en un país sin libertad. Vivir al dictado de lo prohibido por los hombres y sus leyes. Al dictado de sus tradiciones y sus colores oscuros, de los privilegios denigrantes de sus clérigos, de la apariencia, la hipocresía y lo mal visto; su fundamentalismo religioso y policial. Un viaje de siglos en el tiempo que me hizo recordar a Las cobijadas de Vejer de la Frontera y su traje de paño negro con el que se envolvían de los pies a la cabeza y mostraban en público sólo su ojo izquierdo.
Un país de tradiciones denigrantes en el que las mujeres deben ocultarse y un libro en el que muestran su rebeldía inconformista y clandestina, su silencio y su alegría, su bondad y su risa. Un viaje para conocer a las personas y su agradecimiento; lo que hay debajo de su apariencia.

Beatriz Pitarch. “El chador azul”. Laertes ediciones. Barcelona, 2009.
http://elchadorazul.blogia.com/

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Francisco Aljama y "Cambio de planes"

Relatos sin causa

…o mejor, relatos sin causas, en plural.
Porque lo primero que Luis Borrás consigue del lector es que se pregunte por qué: por qué pasa lo que pasa. En alguno de los doce relatos que conforman este libro faltan incluso las consecuencias, es decir, los finales, para ir directamente al meollo de la cuestión, al grano. La tarea de completar los ‘antes’ y los ‘después’ la deja el autor en las manos, o mejor, en la mente del lector, que de ningún modo puede quedar indiferente.
Con una pluma incisiva, cortante, tajante, sin ambages, Borrás plantea situaciones crudas, directas, sucintas y claras; tal como él dijo en la presentación del pasado viernes, día 3: «esto es lo que hay». Y lo que hay es capaz de doblegar los más altivos cervigones, de sacudir todos los centros nerviosos constituyentes de los encéfalos más inalterables, porque nos recuerda lo frágil que es la cuerda de la vida que nos toca, por muy resistente que aquella pueda parecernos.
Sus relatos iluminan «los rincones oscuros del corazón» del lector, igual que el recuerdo vivo de la sonrisa de una mujer amada que ya no está —en el relato undécimo—. Los personajes pasan del todo a la nada, como un actor venido a menos («Pecados capitales»), en medio de una tensión medida milimétricamente que a veces provoca un estado de apnea, cuyos efectos se refuerzan por el uso de una puntuación trabada, con proliferación de comas y demás signos de puntuación, que obligan a seguir el hilo con la respiración entrecortada. Frases cortas, yuxtapuestas, son el recurso sintáctico más abundante: el pulso se acelera de repente, pero por qué; ¿por qué si todo parece tan placentero?… Cuando el lector se relaja llega el hachazo, la estocada hasta la bola, o queda la fotografía del momento de entrar a matar sin que llegue a consumarse la suerte.
¿Y los temas? Vida, amor y muerte son los tres que no pueden faltar, porque ¿acaso la gran literatura habla de algo distinto?
Si uno fuera creyente, que no es el caso, le sobrevendrían unas ganas imperiosas de rezar para que el caprichoso destino, en el que otros sí creen, no nos gaste alguna jugarreta similar a las que les toca sufrir a los personajes de Cambio de planes.
En esta tarde gris de domingo finiotoñal, que evoca la luz que física o anímicamente enmarca alguna de las piezas —los planes— que atesora el libro, pienso en la suerte que tengo por encontrarme tan bien, en casa y calentito con la calefacción encendida.
Sigue, Luis, porque me recuerdas, entre otros, a Sábato y su túnel, a Castán y su museo, y porque has conseguido que me olvidara de las acechanzas del tedio dominguero. Mientras tanto, te seguiré en tu blog, que no es poco.

…à suivre.

Francisco Aljama

sábado, 11 de diciembre de 2010

Capitanas


Ediciones Traspiés, dentro de su colección de relatos ilustrados “Vagamundos”, ha publicado este “Agua quieta” de Cristina Grande, con ilustraciones de Esperanza Campos. Estos pequeños libros de “Vagamundos” son hermosas joyas que se merecen no pasar desapercibidas entre toda esa multitud de papel descafeinado y colorista que adorna las librerías. Y lo merece porque son libros-objeto extraordinarios en el uniformado mundo editorial; libros ilustrados por los que reconozco que siento debilidad -como aquella maravillosa “Guía de hoteles inventados” de Óscar Sipán y Óscar Sanmartín- hermosas joyas que en este caso de “Agua quieta” reúne sobre el mismo papel los breves y emotivos textos de Cristina y los artísticos grabados de Esperanza. Hermoso y pequeño relicario de papel donde Cristina guarda sus recuerdos familiares junto a los dibujos nacidos de sus palabras. Blanco y negro, tinta y papel reflejándose, mirándose uno en el otro, haciéndose compañía mutuamente.
Y este “Agua quieta” tiene además para mí el valor añadido de haberme permitido descubrir a una Cristina Grande diferente a la que conocía de antes. De aquella narradora fría y cortante, áspera y dura de “Novia parapente” y “Dirección noche” a una Cristina esta vez más humana, más vulnerable, más de carne y hueso. Cristina, de casa Franco de Lanaja; Cristina, tierna y melancólica que guarda en esta hermosa joya editada en Granada los paisajes, los olores y las flores de los Monegros de Huesca. Los recuerdos de su familia y ese tiempo y esa patria irrenunciable que llamamos infancia. Esa patria con la que, incluso estando en Escocia o desterrados en un poblachón manchego, soñamos. Verde de los campos, olivos, tomillo en flor, rabanizas entre las vides, romero y ontina. Y yo, que soy un sentimental irremediable, me veo reflejado en esas largas tardes de verano, comparto con ella esos recuerdos de la casa de los abuelos. Palabras que se guardan en la falsa de la memoria; viajes de vuelta con un huerto, una despensa, cajas de fruta y botes de conservas dentro del maletero del coche. Excursiones, acónitos azules, amapolas amarillas, ríos y truchas, congostos y valles; montes grises y de superficie arrugada, como la piel de los elefantes. Fincas que se heredan y no se venden, almendros y heladas, árboles inútiles que siguen plantados para recordarnos algo. Olores de noviembre, crisantemos, membrillo, nueces con miel para merendar, castañas asadas. Partidas de cartas para pasar las interminables tardes de invierno.
“Agua quieta” es casa, es familia y recuerdos. Pero sobre todo es el recuerdo imborrable de una abuela coqueta y con sentido del humor que fumaba cigarrillos turcos, llevaba zapatos de tacón y se teñía el pelo de negro por llevar la contraria. Su muerte y su huella, el vacío palpable y doloroso de su ausencia.
Y el mañana como esas capitanas, esas extrañas plantas que después de muertas, después de rodar y rodar empujadas por el cierzo se quedan quietas y renacen, silenciosas, cuando el viento cesa.

Cristina Grande. “Agua quieta” Ediciones Traspiés. Colección Vagamundos. Granada, 2010.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Una lectura de "Cambio de planes", por María José Auría Labayen

Cambio de planes es una serie de doce relatos. Unos están teñidos por la melancolía y dejan al lector con el alma encogida. En otros se destila una ironía y una comicidad ante la que esbozamos como poco una sonrisa. Ante nuestros ojos pasa toda una galería de sentimientos familiares generados por los encuentros y los desencuentros, los engaños y los desengaños, los silencios y la palabrería, los abandonos y los reencuentros, siendo estos últimos, irremediablemente, fuentes de frustración y de dolor. Sin embargo, al lector no le está permitida una lectura complaciente, en la seguridad de pisar terreno conocido, porque los impulsos más oscuros y de consecuencias nefastas también están presentes. A veces expuestos sin tapujos y a veces intuidos, aparecen entremezclados el odio, el desprecio o la crueldad llevada al extremo, todos ellos igualmente humanos y reconocibles pero raramente reconocidos.

Las historias se suceden y se leen con gran facilidad, algo que agradecen muchos lectores como yo. Ahora bien, al llegar al final, sentí la necesidad de volver a empezar otra vez, y otra, y otra, de embarcarme en una búsqueda, adivinando más planos y más significados. Y es que cuando uno lee obras como Cambio de planes, necesita y quiere tiempo para ver, igual que los ojos que han estado en la oscuridad necesitan tiempo para adaptarse a la luz y los que han estado a la luz necesitan tiempo para descubrir las formas ocultas en la penumbra.

La luz en Cambio de planes es mucho más que una metáfora de la lectura. Es un elemento recurrente, esencial y lleno de simbolismo. El otro elemento articulador que no deja de asomarse es la palabra. En seis de los relatos el elemento principal es la luz y la ausencia de luz y en los otros seis es la palabra y su ausencia.

La luz aparece de formas diversas: radiada (la luz del sol) y absorbida (la imagen de una fotografía o de un plano televisivo, que capta la luz que emana del objeto/sujeto de la imagen); natural y eléctrica. Pero también es la luz brillante de la risa y de la sonrisa y la luz pálida de la nostalgia. La luz del espejismo o de la imagen que permanece suspendida, colgada de nuestra retina después de un fogonazo, después de la luz que hiere. Es la luz de la venganza de la protagonista ausente sobre el marido presente de “Sopa de letras” (“sí, señor, lo había hecho por joder”) y la de la venganza de la mujer abandonada en “Lo que cuenta la mano cortada” cuando reduce la imagen del marido que no volverá a una silueta, a un vacío oscuro en la fotografía y luego enciende las llamas que consumirán los recortes. A veces, los dos tipos de luz coinciden en el mismo relato, como en “Año Nuevo”, donde el cambio de la reconfortante luz de las velas por la luz del televisor es el preludio de un final inesperado.

Otro elemento articulador de los relatos es la palabra. La palabra ausente del padre que no quiere seguir hablando del pasado. La palabra esencial y desconocida: el nombre. Lo que no se puede nombrar, no existe. Lo que no se puede nombrar no se puede conocer ni poseer, de allí la angustia del que no puede hablar a la persona amada, o ni siquiera decir su nombre porque lo desconoce, o la de la víctima que grita en vano el nombre de su verdugo. El silencio que se cierne entre la madre abandonada y el hijo, en su soledad, frente a la verborrea incontenida del marido, solo, ante el enigma de una sopa de letras. La palabra comida y la palabra escrita en el informe médico.

Cambio de planes es una obra que dice más de lo que hay escrito, que sigue sugiriendo más allá del tiempo que dura su lectura, que se lee con una facilidad engañosa porque disfraza el buen hacer literario bajo un manto de aparente sencillez. Y que consigue sorprender al lector convencido de que, después de tantas palabras leídas a lo largo de su vida, poco hay que le pueda resultar nuevo.

María José Auría Labayen

miércoles, 1 de diciembre de 2010

deletreando

Llegó la hora de los valientes, de los que se atreven a sorprendernos cuando creíamos que ya estaba todo dicho, inventado, descubierto. Llegó la hora de los que apuestan por un ejercicio de acrobacia que suma locura y calidad; riesgo, originalidad, audacia. Llegó la hora de anorak y pierre d. la.
Este “Hacia el interior” es un dos por uno. Un cuatro por uno. Un mil por uno.
Por el prólogo de Miguel Ángel Albero y su poesía en prosa en donde cada letra es un disparo silencioso, principio y final de todo.
Por el diseño, maquetación y cubierta de Víctor Montalbán, donde, antes de comenzar la poesía y su transformación, ya comienza el arte y el símbolo con esa mirilla roja de rejilla estampada, atornillada al papel desde el exterior. Esa celosía de Víctor desde la que, si nos asomáramos, podríamos vislumbrar lo que hay dentro del libro. Un tragaluz al interior.
Por el texto de la contraportada de Manuel Sánchez Oms que nos enseña que la poesía de pierre d. la es un sintagma nuevo basado en los encuentros de las letras; inquietudes, juego escenográfico y teatral que nos llevará hasta André Bretón, porque “Hacia el interior” se terminó de imprimir el 28 de septiembre, en el 44º aniversario de la muerte del surrealista francés.
Por la de anorak y Sergio Navarro, que en una declaración de guerra se ha lanzado a editar libros que inspiran, que nos abrigan en una fría tarde de invierno o que nos acompañan en un viaje; libros capaces de hacernos redescubrir nuestras sensaciones y emociones. Un libro para los que comparten la devoción hacia ese objeto.
Y mil y uno por los poemas visuales de pierre d. la que dibujan de golpe la inicial en mayúscula de la sorpresa; la O, redonda y acelerada, de mi asombro; el impacto, la colisión frontal de su creatividad contra mi analfabetismo. Asomarse a este interior es descubrir en su abecedario abreviado un lenguaje poético nuevo; un continente desconocido; una nueva fórmula que me ha hecho navegar por los archipiélagos no verbales del letrismo y el futurismo, la orografía de la palabra y el caligrama, el dadaísmo, las corrientes de los Ismos de RAMÓN y sus vanguardias, la plasticidad y la abreviatura. Un descubrimiento que me ha llevado hasta Joan Brossa y su homenaje y un poema-pistola compartido. Un interior de pierre de. la con letras equilibristas, adivinanzas, dibujos que giran y escriben su nombre, zetas de la casa de zitas, letras que ruedan, letras compuestas, comas que son números, vida exclamada, signos de interrogación. Silencios acentuados y turbadores, letras que son pájaros y torres, cebo y manecillas de un reloj. Letras que se estrechan y superponen, ocultan y dicen amor. Letras que componen una imagen, una sensación, letras que se hacen objetos y al revés. Letras de vértigo, letras acribilladas, letras que son máscaras, letras que dibujan perspectivas y luz. Crucigramas, palabras escondidas, golpes de ingenio, juego, figuración. Un lenguaje artístico y plástico; visual y poético. La unión de imagen y concepto. Símbolo, poema; deletreando, deleitando, pierre d. la.

pierre d. la. “Hacia el interior”. anorak ediciones. Zaragoza, 2010.

Para conocer los poemas visuales de pierre d.la
http://boek861.blog.com.es/2010/03/18/pierre-d-poeta-visual-8198971/

lunes, 29 de noviembre de 2010

Un relato de Vanesa Pomar

La Perra

Serían las once y media doce y, después de muchos vasos de absenta, ya no estaba muy sociable así que decidí irme a casa.
Salí del bar, doblé la esquina y me fui a la placita en la que el tranvía tenía su última parada. Me senté en un muro de piedra. No sé cuánto tiempo estuve allí sentada pero de repente aparecieron. Serían unos siete u ocho perros, perros grandes y de una raza no clasificable. Andaban despacio, sin prisas, en esas horas en que la ciudad era suya. Había muchas manadas de perros vagando por la ciudad, perros sin dueño, perros que no tenían nada que hacer, perros tomando el sol, perros discutiendo, perros conversando. Dicen que un día los metieron a todos en un barco y los mandaron a una isla que está muy cerquita de la ciudad. Dicen también que los perros volvieron.
Así que allí estábamos, los perros y yo. No sé si se percataron de mi presencia pero no dieron ningún signo de ello. Estuve un buen rato mirándolos. Ése era el jefe seguro, sentado, cansado, observando al resto. Se levantó y comenzó a caminar, poco a poco los otros fueron detrás. Y yo, como no tenía nada mejor que hacer, fui detrás de ellos.
Salimos de la placita y fuimos por esa calle cuesta abajo que nunca me acuerdo de cómo se llama, la de los músicos, la que tiene la tienda de sombreros en la esquina. Uno de los perros se metió por una de las primeras bocacalles, se medio despidió del grupo, o eso creo y seguimos bajando. Yo, por supuesto, como intrusa que era, me mantenía a una distancia prudencial, había visto a esos perros pelear.
Al llegar a la torre, uno de los lugares más habituales de reunión de estas manadas, hicimos una parada. Allí estuvimos un buen rato. Sentada en una piedra, a unos 25 metros, seguí observando a los perros. El jefe seguía sentado, impasible a los jugueteos de los otros, bostezando, abstraído, mirando a ninguna parte. Sacudió la cabeza, volviendo a ocupar su puesto de líder y comenzó a caminar.
Tres de los perros se quedaron allí.
Me levanté decidida a seguir al jefe. Mi cabeza estaba tan difusa como la absenta que había bebido, me apoyé en una farola buscando el equilibrio que me faltaba, respiré hondo y seguí con mi absurda misión.
Bajamos por una paralela a la calle de los músicos, una calle estrecha, con casas viejas con ropa colgada de lado a lado de la calle, con verjas enmohecidas y cristales rotos, una calle empinada, oscura y húmeda. Aparecieron unas escaleras que yo no había visto nunca, allí nos abandonaron otros dos. Respiré hondo, quedábamos tres.
Yo ya no tenía ni idea ni de dónde estaba, ni de qué hora era, ni de qué carajo estaba haciendo. Sin capacidad de obligarme a hacer otra cosa seguí con todo aquello.
Bajamos, bajamos y bajamos más y de repente me di cuenta de que ya sólo quedábamos dos. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, el jefe y yo, yo y el jefe, recorriendo las callejas más inmundas de la ciudad.
El perro empezó a caminar más despacio, no sé si lo hacía porque ya estaba sólo, sin nadie a quien guiar más que a sí mismo o porque sabía que yo estaba ahí, lo había sabido siempre y quería ponerme las cosas claras.
Me acojoné, juro que estaba acojonadísima. De repente se paró y se sentó dándome la espalda. Yo giré para buscar un sitio en el que apoyarme y me tropecé con algo, me caí al suelo y ese algo resultó ser un montón de bolsas de basura. Me quedé quieta, levanté un poco la cabeza para ver dónde estaba el perro. Se había levantado y venía hacia mí muy despacio. Bajé la cabeza y respiré muy despacio para intentar decelerar los latidos de mi corazón, cerré los ojos y me agaché aún más, quería parecer más pequeña todavía. Al cabo de unos pocos segundos volví a abrir los ojos, el perro estaba a unos dos metros, me enseñaba los dientes y tenía las orejas echadas hacia atrás. Podía oler al animal, olía a sucio, a mojado aún estando seco. Cerré los ojos otra vez y agaché aún más la cabeza mostrándole mi nuca y así, en esa postura de absoluta sumisión me quedé un tiempo infinito. Olí su aliento, noté su húmeda nariz en mi cuello y me di cuenta de que era una perra y yo me había entrometido en su matriarcado. La perra metió su hocico por debajo de mi barbilla y levantó mi cabeza, ya podía mirarle a los ojos aunque lo evité bastante asustada aún. Me chupó una mano, no sé si porque le gustaba aquello que yo había aplastado al caerme o para quitarme el asqueroso olor que me rodeaba. Ahora yo olía peor que ella.
Me llamó a levantarme, o eso creo. Lo hice muy despacito, no quería asustarla ni provocar en ella ninguna desconfianza. Me miró mientras yo intentaba quitarme de encima la mayor cantidad de basura posible, que no fue mucha, pues la mayoría eran líquidos y cosas que se chafaban y manchaban y olían y que no se podían quitar ni agarrar. Cuando creí que estaba lista la miré y asentí con la cabeza, como indicándole que ya podíamos seguir a donde fuera que fuésemos. Esta situación hacía tiempo que había dejado de ser absurda. Era estúpida, lo sé.
Seguimos andando, a mi ya no me importaba hacia dónde nos dirigíamos, estaba feliz, me había aceptado como una perra más, me había brindado su protección y su sabiduría. Su recorrido nos llevó a las basuras más selectas, a los rincones más inimaginables. La ciudad vista por dos perras.
Estaba cansada, llevábamos varias horas callejeando, ella pareció entender mi agotamiento, se metió por una calle más estrecha todavía, cruzó una puerta sin puerta, subió unas escaleras con más agujeros que madera y aparecimos en una sala con muchas telas en el suelo, bueno, telas, trapos, ropa vieja y rota y algún que otro zapato. Se echó allí y yo me eché a su lado. Y allí, en ese ambiente nauseabundo nos quedamos dormidas.
Cuando abrí los ojos ella ya no estaba, no sé cuánto había dormido pero ya había bastante luz en la calle. Me levanté, me estiré, me olí, me di asco y salí de la habitación. Bajé las escaleras que, con la luz del día daban bastante miedo, salí a la calle, miré a los lados intentando encontrarme y la vi. Estaba sentada al sol, tranquila. Fui hacia ella, le rasqué detrás de la oreja y ella me miró. A los pocos segundos empezó a ladrar, se revolvió nerviosa, agitada, incluso agresiva. Yo no entendía nada, me di la vuelta y vi que se acercaban un par de perros. Me puse en alerta por si los recién llegados nos atacaban pero entonces comprendí que era yo la que sobraba, era a mi a quien iban dirigidos los ladridos, los rechazos. Me había dejado ser perra por una noche y nuestra relación había acabado con la luz del día. Ya no era bienvenida en su matriarcado. Tú a tu casa y yo a la mía. Y eso hice.

Texto: Vanesa Pomar
http://relatosdelatribu.blogspot.com/

Fotografía de Miguel SP

viernes, 26 de noviembre de 2010

Caballo de Troya

Quien tenga prisa o busque un simple entretenimiento inocuo que no empiece a leer esta novela. Porque “Epitafio” guarda en su interior un inclemente caballo de Troya.
“Epitafio” es aprendizaje, un camino de ida y vuelta, una dolorosa revelación.
Es rebelión, motín; naufragio y salvación.
Leer “Epitafio” no nos saldrá gratis. Porque “Epitafio” duele, como duele reconocer nuestra derrota y nuestros errores; como duelen el arrepentimiento, el espejismo y la ceguera; pagar el precio por averiguar la verdad.
Paloma González Rubio nos presenta en “Epitafio” a un tipo que un día decide dejar de se amable. Un tipo con el que rápidamente congeniaremos los heridos. Todos esos que algún día hemos querido vender nuestro pasado en una chatarrería. Un valiente, un hombre nuevo con una nueva conciencia de si mismo que una mañana decide cambiar apartando aquello que me han echado sobre los hombros y dedicar un poco de tiempo a componer exactamente lo que quiero llevarme. Un dejar de ser amable que le hará cambiar la perspectiva de la mirada, la percepción de las cosas; eliminar lo que sobra, lo accesorio; lo innecesario, lo convencional. Soltar lastre y tener un segundo despertar vacío de memoria en una transformación en la que no existía el menor deseo de conflicto o rebelión, sino sólo el propósito de un desamarre sin rumbo.
Y la historia así, reducida a lo simple, podría parecernos un viejo eco oído con anterioridad. Pero no en la voz de Paloma. Porque Paloma con su exactitud, con su absoluto dominio del lenguaje, convierte a la narración en el mecanismo preciso de una bomba de relojería. Nada en “Epitafio” es intrascendente, nada sobra, nada es inocente.
Paloma hace cirugía; abre la herida y luego, lentamente, en una cruel costura sin anestesia, va cosiendo y cerrándola. Después, al mirarnos en el espejo, veremos la cicatriz para no olvidarnos de aquel día.
Paloma abre la puerta de nuestra jaula y nos deja libres. Nos deja revolotear, desertar mientras escupimos nuestra rabia contra el pasado y arrojamos todas las piedras que nos metieron en los bolsillos para que no saliéramos volando. Paloma sabe que quizás tengamos razón. Sabe que esa es una pesada carga, pero también sabe que ese laberinto de intensa luz artificial por el que avanzamos derribando muebles y enarbolando quimeras no tiene salida. Que Ícaro voló, y fue cegado y derribado por el sol.
Porque “Epitafio” es una lección de vida real, es un bumerán; y la aventura de esa reconstrucción, de esa huída, seguirá la aplastante lógica de los corredores en un circuito: la línea de salida y la de la meta son la misma. Y nos dejará con la dolorosa revelación de lo que somos: onironautas desorientados. Porque todos los onironautas somos víctimas de una pérdida o una búsqueda irremediables.
“Epitafio” nos pone los pies en el suelo. Leer “Epitafio” es aceptar que las circunstancias y los acontecimientos imprevistos alteran, modifican, trastocan nuestros planes de reedificación. Que los demás, sus actos y sus mareas nos influyen, nos arrastran, dejan en evidencia nuestra debilidad. Que no es posible huir del entramado de las relaciones humanas, escapar de su influjo y su carga. Que nuestro margen de maniobra está acotado dentro de unos límites y ordenado por unas reglas de juego. "Epitafio" es recordarnos que podemos elegir la plaza de aparcamiento, pero siempre dentro del mapa de un parking cerrado.
“Epitafio” es un texto que muta, modifica una idea preconcebida: el desprecio por lo que tenemos más cerca, junto a nosotros. “Epitafio” es regresar y reconocer el temor a la pérdida, es encontrarnos con el reflejo sin amabilidad de nuestro menosprecio, darnos de bruces con el monstruo, el espacio en blanco que nosotros mismos habíamos creado con nuestro derribo; la tierra que nos echamos encima, el plomo de la culpa propia.
Al final, asustado, adocenado; argonauta derrotado; tan sólo quedará satisfacer el precio que hay que pagar para obtener el perdón y la indulgencia. La piedad en nuestro epitafio.

Paloma González Rubio. “Epitafio”. Ediciones de La Discreta. Madrid, 2010.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Revista Turia

MIGUEL LABORDETA ES EL GRAN PROTAGONISTA DEL NUEVO NÚMERO DE “TURIA”.

LA REVISTA LE RINDE HOMENAJE CON UN SUMARIO ESPECTACULAR REPLETO DE ESTUDIOS Y TESTIMONIOS INÉDITOS.

PUBLICA TAMBIÉN DOS AMPLIAS CONVERSACIONES CON LUIS LANDERO Y ENRIQUE VILA-MATAS, ASÍ COMO TEXTOS DE MANUEL GUTIÉRREZ ARAGÓN, LUIS ANTONIO DE VILLENA Y JESÚS FERRERO.

La revista TURIA rinde homenaje a Miguel Labordeta a través de un amplio, indispensable y sugestivo monográfico. Más de veinte autores, entre los que figuran los principales estudiosos de su obra, consiguen mostrarnos la singularidad y valía de una labor creativa que todavía no ha logrado el reconocimiento que merece en el panorama de las letras españolas. Aunque, como se subraya en las páginas de esta nueva entrega de TURIA, la suya es una poesía que mantiene su vigencia. Sigue comunicando emociones e ideas a quienes se acercan a ella, no importa que “sean éstos jóvenes o no tan jóvenes poetas o, sin más, lectores con dos dedos de frente, dotados de una acusada conciencia crítica y social y de un considerable conocimiento de la tradición literaria”.
Miguel Labordeta sigue vivo, se asegura en las páginas de TURIA. Volvemos a él y no nos defrauda. Sin duda, la poesía de Miguel Labordeta continúa teniendo mucho que decirnos y va mucho más allá de esa consideración de escritor secreto, marginal y de culto que algunos han pretendido adjudicarle injustamente. Muy al contrario, cada vez son más los que encuentran en su literatura una plasmación radical de autenticidad e independencia, un vigoroso testimonio de cosmopolitismo. No son pocos los que lo describen como el mejor poeta aragonés del siglo XX y uno de los más sobresalientes nombres propios de la poesía española de posguerra. Por todo ello, TURIA emprende ahora la tarea de redescubrir y difundir la poesía de un autor que se proclamaba ciudadano del mundo y que merece hoy una lectura atenta y cómplice. Esa tarea es la que realiza la revista, a través de un plural conjunto de artículos encaminados a comprender sus versos y a situarlos respecto de su tiempo, literario e histórico.
En cuanto a los temas aragoneses, sobresale la publicación de una cuidada semblanza de uno de los grandes poetas de Aragón, Rosendo Tello (Letux, Zaragoza, 1931) y el trabajo dedicado a redescubrir al tenor y político turolense Andrés Marín (Teruel, 1843 – Madrid, 1896), una de las mejores voces líricas del siglo.
Por lado, este nuevo número de TURIA está ilustrado por uno de los valores consolidados de la abstracción pictórica española: Charo Pradas, artista turolense residente en Barcelona.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Un poema de Maribel Hernández

Estoy cortada por la mitad,
de este a oeste.
En un repartirme sin éxito
entre cosas cotidianas,
a cambio de un corazón,
en modo estándar.
Me disuade el día,
con el rugido indiscriminado
de la luz,
huyéndole de un zarpazo
al horizonte.
Siempre en rojo. Adormecido.
Doméstico.
Idéntica a mí, una huella
–tierna todavía-
contra el camino subyacente,
elige la intemperie.
Y no sucumbe al vértigo
de mirarse,
en la profundidad de los charcos.

Poema de Maribel Hernández
http://buscadoresdepalabras.blogspot.com/
perteneciente a su poemario “Sonora”
publicado por la Editorial Eclipsados. Zaragoza, 2010.

La excelente fotografía es de Carlos Martín
http://www.flickr.com/photos/20992810@N03/

viernes, 19 de noviembre de 2010

Cosmópolis

El “Setenil” es un premio que se concede anualmente al mejor libro de cuentos publicado en España. Cada año el ganador es elegido entre una lista de diez finalistas. Y este 2010 se lo han concedido a Francisco López Serrano y a su colección “Los hábitos del azar”. Dicen que el “Setenil” es el Óscar de los libros de relatos.
Francisco no es un escritor mediático, corporativo ni patrocinado. Francisco es casi un desconocido y sus libros ganan premios. La narrativa de Francisco no es fácil, no es cómoda, no es una lectura ligera para leer en el autobús. La narrativa de Francisco requiere paciencia y atención; esfuerzo; sudor. La narrativa de Francisco es un alimento que se cuece a fuego lento y se come con cuchillo y tenedor.
“Los hábitos del azar” empiezan con una maratón campo a través y en subida. Un relato que nos obligará a buscar una docena de veces en el diccionario palabras desconocidas como calistenia. Una carrera de fondo que nos dejará sin aliento, mareados, desorientados; nos hará sentir inferiores, acomplejados de nuestra ignorancia de malos estudiantes. Y entonces odiaremos a Francisco, pensaremos en él como un repelente niño Vicente filósofo y anglosajón. Caeremos en la trampa y diremos que su narrativa es densa; dura como un caramelo de piedra; barroca y de párrafos excesivamente largos. Querremos abandonar y ser perezosos hojeadores de revistas en la sala de espera del dentista; simples lectores de folletín y photoshop. Porque Francisco escribe relatos sin atajos que no le dan una oportunidad a las palabras simples.
Pero si somos capaces de aguantar y seguir adelante disfrutaremos con su ironía y humor. Descubriremos que su estilo es serijocoso, un neologismo inventado por él para hacernos sentir toda la angustia e indecisión de un hombre entre risas y llanto. Leer un relato surrealista e hilarante con una verdad subversiva dentro. Otro en el que subyace “La novela de un literato” de Cansinos Asséns con una corte trovadoresca de poetastros funcionarios y su feria de vanidades. Otros dos que entre lo cómico y lo trágico nos hablan de la falsedad y los convencionalismos de las relaciones sociales, del rencor y el pasado; de la conciencia y el sentimiento de culpa, la pereza y sus excusas. Y un relato sin jocosidad construido con el recuerdo infantil de una cena familiar en la que se aparece la muerte con su velatorio, su retórica y sus peajes. Y por último hay en este azar, en este cosmos y su jacaranda, un lugar para el dolor sin ningún tipo de alivio. Un relato que es una putada y que narra la agonía y el fracaso. Las esperanzas destruidas, deshechas, rotas. La crueldad, la inutilidad de la vida.
Francisco es un tipo discreto que no hace mercadotecnia on line con su sombra. Francisco es un estilista que gana el Óscar de los relatos uniendo narración y lenguaje en una mayúscula y que, por dos veces, nos dice que el Exitus no es más que una forma cordial de aludir a la muerte. Un tipo que triunfa y que escribe en una pared: Omnia Somnia.

Francisco López Serrano. “Los hábitos del azar”. Renacimiento. Sevilla, 2009.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Ruido y silencio

No sabría decir cuándo llegó él ni cuándo se fue el que estaba antes. En este edificio las mudanzas caben en el maletero de un taxi y suelen hacerse los lunes por la mañana temprano. Todo lo que sé es que una tarde comencé a oír su tos de noviembre resonando en una habitación vacía al otro lado del tabique. Nunca había estado en su piso, pero sabía que era exactamente igual que el mío. La misma distribución, los mismos metros. El mismo reducido espacio vital, pequeño, gemelo; pared con pared. El mismo parquet desgastado, el mismo gotelé; el mismo paisaje desde la ventana, la misma calle de una sola dirección.
Es lo que tienen estos estudios construidos como celdas de régimen abierto. Fotocopias, simetrías, rectángulos en paralelo donde traer amantes de estraperlo y novias de pueblo los sábados de carnaval. Estrecha orilla de piedra donde acabar después de un naufragio y un pasado a medio enterrar. Un lugar para estrenar una ciudad y un contrato temporal y en donde siempre se está de paso hasta que la suerte o el viento cambien de dirección. Una comunidad sin reuniones de propietarios, tartas de bienvenida ni fiestas de despedida.
Una puerta de contrachapado, un armario empotrado en la entrada, cocina americana a la izquierda, un salón-dormitorio diáfano, un sofá-cama plegable en un rincón y tan sólo una puerta entre las cuatro paredes: la del cuarto de baño. Fuera, un estrecho pasillo de largometraje, un enmoquetado corredor de la muerte con la condena de la vida imperfecta a ambos lados del recorrido en el que unos desconocidos bien educados, al cruzarse, se intercambian saludos de falsa cortesía sin mirarse a la cara. Y dentro un lugar en el que poder compartir todos los ruidos del vecino sin ser visto: la melodía polifónica del móvil, la música de la radio y las noticias del telediario. Las conversaciones, las carcajadas, los gritos y los insultos. Los prólogos de la locura; las ventosidades, los estornudos; los gemidos de placer y las puertas al cerrarse de golpe. Anónimos. Pesadillas. Flores frescas y sueños de verano. Bilis, venenos y agua no potable. Tormentas, mar en calma. Rutinas y vidas sin nombres.
No sabía desde cuándo estaba él allí. Tan sólo que una noche oí llamar a su timbre y descubrí su sonido. Oí el crujir de los muelles de su sofá-cama al levantarse y sus siete pasos hasta su puerta. Después nada. Oí el mismo ruido que hizo mi sofá-cama y mis siete pasos hasta mi puerta y justo en ese momento oí el ruido de su interruptor de la luz al apagarse. Después el silencio. Me asomé al catalejo de la mirilla de mi puerta y descubrí la imagen borrosa y parcial de una mujer parada frente a su puerta esperando a que él la abriera. Pero él no se movió. La contemplé quieta durante un tiempo impreciso flotando en el aire turbio y empañado de aquel ojo de pez. La vi acercarse a su puerta y volver a llamar al timbre. Una llamada larga y desesperada como un mensaje en una botella. Un ruido agudo, una súplica metálica y física sin un solo fonema. Y al otro lado del tabique el silencio elocuente del que niega y aguanta la respiración como si estuviera escondido bajo el agua. Convertido en muñeco de cera sin un parpadeo y con el ojo derecho pegado a la mirilla contemplando el rostro de ella y el amor extraviado en otra guerra y en otra isla remota. En un lugar muy lejos de esta orilla de piedra donde de repente se hizo el silencio.
La ví desaparecer en un instante, justo después de que levantara el brazo en un nuevo intento de volver a llamar o en un gesto incompleto de despedida y rendición. La vi desaparecer y dejar el pasillo vacío sin el rastro de un perfume o un porvenir. Dejé de verla y entonces oí los siete pasos de él cruzar el salón-dormitorio y llegar hasta la ventana y detenerse allí. Los mismos siete pasos que di yo hasta el mismo lugar al otro lado del escuálido tabique. Se quedó quieto como yo, esperando; mirando por la ventana con la luz apagada hasta que ella apareció y la vimos de espaldas marcharse caminando calle arriba sin volver la vista atrás. Y entonces sí, sólo entonces él rompió el silencio y pude oír con toda claridad el ruido que expresa sin necesidad de palabras el dolor y la derrota humana.

La extraordinaria fotografía es de Andi.
http://andiphoto.blogspot.com/

Texto de Jorge del Frago.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Fuenteovejuna irlandesa

Pensemos en un pequeño municipio en el que nunca pasa nada. Y una mañana, en el arcén de una carretera de ese lugar anodino, aparece el cadáver de una mujer asesinada. A partir de ese momento el pueblo deja de ser lo que era y todos se preguntan: por qué y quién. Y ese es el lógico comienzo de una historia, de una investigación y unas preguntas que requieren justa respuesta. Pero son la forma y el lugar lo que hacen singular a “La mirada del bosque”. Porque es la original forma en comunidad de averiguar y descubrir al culpable de ese crimen, y es el lugar, ese pueblo tranquilo de Irlanda en el que nunca pasa nada, y todo lo que ese asesinato nos va a hacer descubrir de los que viven en él. Es la trama –el trasfondo y lo aparente- ideada por Chesús Yuste lo que hace diferente a esta novela.
Porque cuando se produce el asesinato son las fuerzas vivas –como en “La Rebotica” de Santiago Lorén- del pueblo las que se unen para resolver el crimen. Son la doctora, el cura, el alcalde, la maestra y la locutora de radio los que se unen al jefe de la policía local para ayudarle en la investigación. Son un insólito club que los miércoles se reúnen para cenar, hablar un poco de todo, cotillear y tomar una copilla y comentar entre todos las tramas de las novelas policíacas que escribe la maestra. Club de los miércoles que divaga sobre el crimen perfecto y que esta vez se enfrentará a uno de verdad, a un muerto real. Un asesinato que se resolverá precisamente así, en una curiosa mezcla entre una Fuenteovejuna irlandesa y una partida de Cluedo en la que todos juegan con la misma ficha.
Y es esa investigación la que nos va a descubrir el lugar. Lo visible y lo personal. El paisaje y lo interior. Lo típico y lo universal. Nos va a descubrir secretos de nuestros vecinos. Toda esa gente que nos rodea y de la que aparentemente creemos saberlo todo. Nos hará creer en las apariencias y caer en pistas falsas, descubrir un pasado y un hijo ilegítimo; a personajes pintorescos y corrientes, la importancia de una conversación y de lo que se ve por casualidad, estar en el sitio adecuado y en el momento justo. La trascendencia de las carambolas y los inevitables errores, el valor del coraje y la tenacidad para hacer justicia. Y un megaproyecto de ocio y juego en un condado de Irlanda que me hizo recordar a los Monegros de Aragón.
Y dejaré de lado el cursi lenguaje de revista turística de papel cuché, el nacionalismo lingüístico con sus tics y sus personajes ad hoc metidos con calzador, la grima de las siglas terroristas y sus lealtades por los viejos tiempos, un episodio calenturiento por cumplir con el canon, y la aparición de una druidesa de la antigua religión que resulta fundamental en la resolución del crimen pero que le añade a la novela un componente fantástico más propio de un cuento tradicional de hadas celtas para adultos que para una investigación científica y policial.
Dejaré de lado todo eso y me centraré en el acierto de la narración final del crimen. Del conocer el cómo, el por qué y el quién para cerrar el círculo. Del saber de esa mujer valiente que encuentra la muerte por proteger a su familia. Del brindis, la reunión final; de los agradecimientos y el reconocimiento por la aportación y la ayuda de cada uno, la implicación de todos, la amistad; el esfuerzo común para hacer justicia.

Chesús Yuste. “La mirada del bosque”. Paréntesis Editorial. Alcalá de Guadaíra (Sevilla) 2010.

sábado, 6 de noviembre de 2010

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Playa de invierno

No sé por qué sigo hablando contigo. Por qué sigo dándole vueltas a lo mismo, repitiendo cada tarde las mismas palabras; dejándolas brotar, nacer, volar moribundas entre estas cuatro paredes; caer en picado, estrellarse sin eco ni cosecha; naufragar; ahogarse en tierra de nadie, morir desangradas, febriles, ridículas y absurdas en esta playa de invierno con el sol a mi espalda.
No sé por qué, cada tarde, al volver a casa repito lo mismo. Te hablo y las envío, desnudas y engañadas, a luchar contra el frío; contra el filo afilado de los lugares vacíos; los ásperos huecos de tus huellas visibles; los universos vacantes y los metales sin calor.
No sé por qué, cada día, recurro a ellas y las convierto en condenados, despreciables animales: cucarachas, murciélagos, cigarras delirantes; hormigas ciegas, moscas contra el cristal. Por qué, cada tarde, hago escoria de su carne; migajas, cenizas, restos; súplicas infantiles; dientes de león. Deseo desarmado, aire envenenado, noria de cartón y pan a la intemperie; círculo, viento, nubosidad cerrada; desagüe, chatarra, injerto y germinación.
No sé por qué, cada tarde, sigo hablando contigo. Regreso, quemando las naves, perdiendo batallas, esperando una rendición y una respuesta bebiendo café negro con sal. No sé por qué, cada tarde, en lugar de callarme, desistir, abandonar esta playa y este hemisferio norte, sigo malgastando, apuntalando, pintando las horas en verde limón. Sigo fanático, obstinado y demente, tropezando en la misma piedra; pronunciando las mismas suicidas, gastadas palabras; repitiendo borracheras, juramentos, promesas; monóxido de carbono, resaca y marea, campana de cristal.
No sé por qué, cada tarde, sigo hablando contigo; contemplando tu rostro, severo, inmóvil y mudo; tu hoy de silencio y de agua estancada; tu ahora salado, cosido y cerrado; tu ayer sonriente de pleno verano, agua templada y metales candentes; y la luz de noviembre apuñalando, hincando los dientes, alargando tu sombra hasta sangrar.

Fotografía de Richard Hernández Arrondo
http://www.ricardofoto.es/blog

Texto de Jorge del Frago

viernes, 29 de octubre de 2010

Vivir y morir

Creo que todo libro, para no resultar inútil, debe producir una búsqueda, un descubrimiento, una reflexión, un cambio, un efecto secundario. Y Manuel Benito con su “Enajenados” me hizo buscar en los mapas un pueblo abandonado del pirineo: Llagut; buscar el rastro de un pintor de poco éxito: Jorge Mella, que antes de morir escribió unas atípicas cartas de amor a una mujer y que nunca llegó a enviar a su destinataria; buscar en el diccionario el significado de una palabra: ónfalo; y buscar al autor de un poema sin título y una verdad estremecedora: Envidio a los demás esa rara habilidad/que tienen para posponerlo todo.
Y me hizo recordar algo que ya sabía, algo que ya había visto y sentido antes: la tristeza, el intenso dolor ante cualquier casa derruida, arruinada, vacía: la imagen de la derrota y el abandono siempre por obligación, por miseria, por muerte, por destierro.
Y me enseñó que algunas vidas pueden también derrumbarse, convertirse en una huida obligada por la traición, por el abandono y la separación, por la enfermedad y el recuerdo. Que se puede vivir derrotado y vacío por dentro. Que se puede haber muerto y seguir viviendo. Que se puede morir dos veces.
Manuel me contó de la soledad que duele y es fría hasta en agosto, y de sus malos, chapuceros remedios: exorcismos a base de somníferos, hipnóticos y alcohol. Y me descubrió los nombres de poetas desconocidos: Claudio Rodríguez, José Agustín Goytisolo, Ángel González y Fonollosa. Y que sus versos son el único equipaje que puede ayudar a mantener la cordura en los días más fríos. De que es posible encontrar la esperanza en los lugares en los que sólo parece habitar la desesperación.
Manuel me habló de las muecas del destino burlándose de la lucha de los hambrientos y la voluntad de los idealistas; del obsceno espectáculo de una sociedad basada en la producción y el consumo y su vorágine hedonista. De los enajenados y sus heridas abiertas, de la locura y su lucidez recitando poesías desde la cornisa de un edificio, de que no hay mañana cuando el hoy se repite incesantemente. De la rebelión necesaria contra ese dejarse transportar alienados por la televisión e ir apagando el pensamiento. Que los sueños y su irrealidad son un lugar donde encontrar consuelo y el pasado y los recuerdos son lo único real. De que hay hombres que llegaron hasta un lugar remoto huyendo de sí mismos; hombres cazados por la vida y muertos hace tiempo a miles de kilómetros, y que se puede –recordando a Pessoa- ser otro hombre distinto sin dejar de ser el mismo.
Manuel nos habla de los derrotados. Perturbados, desequilibrados por esta jodida vida o por el amor perdido. De esos a los que siempre damos de lado por débiles y depresivos, nos asquean con su aliento de borrachos y nos espantan sus gestos de locos, sus silencios, sus miradas huidizas y asustadas. Manuel escribe sus viejas historias que se repetirán mañana y nos explica porqué están escondidos, descolocados, arrinconados; porqué huyen, en qué piedra tropezaron. Nos pide que los miremos con piedad y que en lugar de escupirles nuestros prejuicios tratemos de entender sus razones.

Manuel Benito. “Enajenados”. Sariñena Editorial. Salvador Trallero. Sariñena, Huesca, 2010.

jueves, 28 de octubre de 2010

lunes, 25 de octubre de 2010

Edición excepcional

Antes de hablar del contenido de este libro se hace necesario, obligado, totalmente ineludible hablar del continente. Hacer una presentación; apología del perímetro, el andamio, el estuche, su silueta y su carne.
Hablar del cómo, del trabajo y la voluntad del editor; de la forma, la decisión; su voluntad contracorriente, su carácter inconformista, negador de lo simple y lo habitual. De esta extraña maravilla y el papel de la buena suerte.
Antes de leer una línea se hace necesario hablar del objeto y su cuerpo, hablar de un libro como demostración, prueba, evidencia palpable; imagen, representación de un concepto, de una idea personal, un gusto, una locura, una temeridad en estos tiempos de mercaderes y baratijas de bolsillo, papel reciclado y tinta electrónica.
Hablar para empezar de sensualidad y agradecimiento, de tacto y vista, de un libro que causa asombro, placer y admiración.
Hoy nadie publica así excepto los libros de arte. Los libros de las grandes exposiciones. Libros objeto para guardar imágenes en los que el texto no es lo importante. Libros intonsos para decorar las mesas del salón, libros fotogénicos, descomunales y abultados para posar en las revistas de casas de cartón piedra.
Salvador Trallero edita un libro de relatos con las tapas duras y el lomo sin amenaza, peligro de desprendimiento y hojas sueltas. Un libro cofre del tesoro, armadura y corazón. Un libro golosina. Un libro que se abre de piernas y respira. Papel satinado, blanco, brillante y suave para guardar nada más que palabras. Una tipografía especialmente elegida, nítida y armoniosa, punto de partida de los tipos denominados modernos. Líneas, párrafos y títulos respirando. Un libro con una fotografía a modo de presentación, introducción, complemento de cada relato. Regalo generoso en tiempos de supresión de cualquier adorno que encarezca los costes de producción. Primera letra mayúscula en negrita y tres veces mayor que el tamaño del texto: estribo, tradición caligráfica, pie para iniciar la lectura.
Libro como detalle, orfebrería, devocionario, relicario de papel. Libro como muestra y botón de lo extraordinario; libro fuera de lo común. Libro idilio, ejemplo, testimonio y rebelión.
Y viéndolo, disfrutándolo, tocándolo y pensando en esta demostración de Salvador Trallero y su oficio me acordé de Raguenau, el pastelero del Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand. Pastelería de Sariñena convertida en idílica“Hospedería de poetas” pero con un final diferente. Pastelería de un pueblo de Huesca convertida en Sariñena Editorial. Y Salvador Trallero haciendo arte con la edición.

sábado, 23 de octubre de 2010

De animales y hombres

Por una vez la contraportada de un libro no busca deslumbrarnos. Por una vez utiliza palabras exactas y sencillas y nos dice, sin pretensiones, lo que hay dentro: “La geórgica es, desde que así lo estableció Virgilio, el género que busca hermosura en las cosas del campo. Este libro contiene un cuento de pastores, otro de cazadores y un relato de tema taurino. Historias de ambiente rural; faenas y paisajes en los que todavía hoy los animales son más importantes que los hombres”.
Y así lo hace. Contar una manera de vivir que a los ciudadanos se nos antoja una forma de vida extraterrestre, y que, sin embargo, para los hombres del campo no tiene nada de insólita. Contar con naturalidad lo cotidiano y lo extraordinario de unas vidas que a muchos, en estos tiempos modernos, les suena a existencia primitiva y ruda, pero que, aunque nos parezca increíble, todavía existe. Basta con recordar de dónde venimos, y que, si en lugar de estar en esta ciudad, hubiéramos decidido continuar viviendo y trabajando en el campo, lo veríamos de lo más corriente y vulgar. Seríamos lo que son ellos.
Porque Antonio Castellote y sus “Geórgicas” dejan en evidencia los estereotipos de nuestra ignorancia; lo que sabemos de esos animales que llegan al supermercado troceados y envasados en bandejas al vacío con fecha de caducidad y de los hombres que los cuidan a diario. Lo que sabemos de ovejas y buitres. Carroñeros para contemplar en los documentales de la 2 y en la exhibición del parque del Monasterio de Piedra. Animales de granja para tirarles palomitas en el zoo una vez al año. Rebaños y pastores que divisamos cerca de las carreteras y desaparecen a 140 kilómetros hora de nuestra vida apresurada.
Antonio y sus “Geórgicas” traspasando esa frontera de viejos cuentos de animales y brujas nos cuentan de perros de caza a los que sus dueños les cosen las heridas. Del "cazador que sale al campo para escuchar sus pasos sobre los terrones de tierra recién labrada y los cañutos de cebada seca. Sentir en la cara los alfilerazos de la matacabra, contemplar el horizonte como los niños dibujan las montañas". Y una oveja que se pone de parto y la cría que no sale y el pastor tiene que meter la mano dentro del útero y sacarla tirando de las patas. Y un perro pastor defendiendo al rebaño. Un mastín con los ojos arrancados a picotazos y un buitre con la cabeza cortada de un mordisco.
Antonio y sus “Geórgicas” nos enseñan multitud de palabras que se han perdido entre las calles de las ciudades, pero que en el campo todavía tienen un significado preciso. Nos enseñan un lugar y un trabajo. Faenas y paisajes. Nos muestran a los animales como esfuerzo en común y en soledad, como tema de conversación y centro de gravedad, nexo de unión, leitmotiv, presente y futuro. Y una escena narrada admirablemente que te hace sentir y saber lo que pasa sin ver nada, guiándote tan sólo por los silbidos y los gritos. Y la vida transcurriendo y formando un hilo trenzado con ellos: hombre, mujer, padre, animales y masía. Sabiduría antigua, desvelo, miedo, cuidados, angustia, amor y admiración.

Antonio Castellote. “Geórgicas”. Libros Certeza. Zaragoza, 2010.

lunes, 18 de octubre de 2010

viernes, 15 de octubre de 2010

La chica del doce

Las desventajas de irse haciendo viejo son que uno empieza a oxidarse, se pierden reflejos y tiene la sensación de estar quedándose fuera de juego, pasado de moda. Pero es que cuando el tiempo se convierte en un lugar exquisito, escaso y caro; uno se aburguesa y se sienta a degustar con tranquilidad un cocido completo y deja de comer a base de sándwiches de ensaladilla.
Y con esas limitaciones propias de la edad y el estilo de vida de las tortugas me enfrenté a Juan Luis Saldaña, multipropietario de actividad frenética, maquinista de un tranvía urbano con paradas en múltiples apeaderos y que va remolcando varios vagones cargados de experiencias musicales y periodísticas. Una locomotora con las calderas a pleno rendimiento y los manómetros a toda presión.
Saldaña, escaparatista vocacional de Zaragoza, tiene el privilegio del descaro, la imaginación y el verbo fácil y rápido; y su “Hasta agotar existencias” me ha descubierto a un vitalista gamberro. Y yo, que soy de los que no sabe que es el pop en la literatura ni que le ve el mérito artístico a colorear una lata de sopa de cebolla, me he sentido más que nunca aventurero de mesa camilla y brasero ante unos relatos inclasificables.
Lo que está claro es que Saldaña es alguien que se divierte escribiendo, le gusta provocar, disfruta y tiene mucho talento. Pero para mí a veces va demasiado rápido; y yo soy de los que cuenta hasta cien antes de escribir una línea. Maldita la gracia que me hace quedar como un viejo prematuro y cascarrabias, porque he disfrutado mucho con el humor de Saldaña, me he reído a carcajadas con sus disparates y he sonreído con su ironía y crítica inteligente. Disfrutado con su imaginación pluriempleada de tipos que pasean perros por París con zapatos de rejilla o que cantan coplas por el portero automático; con su absurdo subido a un contenedor de basura y su imagen televisiva de madres con tupperware llenos de croquetas; con sus ideas brillantes encontradas en los mensajes escritos detrás de las puertas de los aseos de los bares; con su humor rural de apariciones marianas, discípulas beatas y mésias ladrones; con su entrañable exorcismo a la muerte con una promesa a lomos de un burro; con su cuento con moraleja anti-avaricia para adultos, con su breve historia de amor con besos de purpurina; con su paseo observador de vidas cruzadas; con su golpe de efecto al utilizar como víctima de un psicokiller cañí al payaso Fofito, y con su terror de congelador.
Y reconozco que divertirse no está mal, pero creo que la literatura no es sólo una tira cómica ni una demostración de ingenio; ni me sirve eso de ampararse en la post-modernidad para convertir la narración en mera anécdota o en comida rápida. Pero me quedaría con el petardazo de la diversión, el talento del maquinista prodigio si no hubiera nada más. Me quedaría con el hombre orquesta y su habilidad para tocar varios instrumentos si no fuera por esa “Chica del doce”. Ese relato maravilloso que es una sinfonía lírica de la soledad, imágenes de lo cotidiano bajo la ventana, silencio y ruidos de ciudad y una vecina al otro lado de la calle. Horarios violados, lágrimas negras cayendo en picado como aviones de papel.
Para mí “La chica del doce”, y lo demás bombones, chispas, imaginación, cañas y risas.

Juan Luis Saldaña. “Hasta agotar existencias”. Colección voces de Margot. Editorial Comuniter. Zaragoza, 2010.

domingo, 10 de octubre de 2010

El lenguaje de las flores

Me senté a su derecha. El pasillo como frontera, barrera y precipicio. Y ella al otro lado; muy cerca; a un paso de mí. Y fue inevitable mirarla, fijarme en aquella mujer. Con el ramo de flores tumbado en su regazo y la mirada perdida al frente; fija en la carretera tras el cristal. El celofán brillando y el lazo rojo sujetando los tallos. Las flores salpicando su falda y sus manos. Su rostro mustio; triste y vencido. Sus labios cerrados, apagados y rectos. Ninguna mujer tiene ese gesto marchito, esa línea pintada en la boca llevando un ramo de flores entre las manos.
Los pies tocando el suelo de puntillas, los zapatos de diario con los tacones gastados, ametrallados de lluvias y aceras. La ropa de lunes; la piel sin retoques, color, sombras ni trucos. Más de cincuenta y menos de sesenta. Esa edad en la que se espera que la vida empiece a pagarte intereses por todo el tiempo invertido pagando sus peajes. Esa década en la que obligarte a aprender otro idioma es condenarte a vivir en el exilio del silencio, y en la que los golpes, bajos e inesperados, dejan una marca indeleble y secreta que te pudre por dentro.
Repasé el itinerario de la línea. No pasaba cerca del cementerio ni del hospital. No era uno de noviembre. Ninguna mujer tiene esa mirada ausente, esos labios de barro con un ramo de flores entre sus manos.
Tras muchos minutos aguantando inalterable las miradas y los signos de interrogación de todos los que se bajaban y subían del autobús, con un movimiento rápido torció la cabeza y le dijo algo al hombre que iba sentado a su izquierda. Se levantó y, acunando el ramo en uno de sus brazos, caminó hasta la puerta de salida; pulsó el botón de la parada y se sujetó a la barra. Él la siguió y se quedó a su lado. Ella se soltó de la barra y, en un gesto antiguo y mecánico, se agarró de su brazo. Si tuviera ganas de broma diría que vienen del juzgado de celebrar su boda; pero el perfil del rostro de él me mostraba la misma tristeza callada. La misma mirada perdida; la misma ropa de lunes y el mismo naufragio. Un hombre llevando de su brazo a una mujer con un ramo de flores y entre ellos ni el amago de una sonrisa.
El autobús se detuvo en una parada junto a la carretera. A la entrada de una urbanización antes de llegar a Ilche. Un cruce como otro cualquiera. Mientras los viajeros se subían en dirección a la ciudad para pasar una nueva noche de viernes pude verles caminar lentamente alejándose de la marquesina. Ella iba delante; él detrás, a dos pasos, con las manos en los bolsillos y mirando al suelo. Ella llegó hasta una farola y se detuvo. Cuando, dos pasos después él llegó, ella le tendió el ramo de celofán brillante y colores frescos para que lo sujetara. Él obedeció y continuó con la mirada en la punta de sus zapatos. El autobús se llenaba con el griterío y las risas de los adolescentes camino del primer viernes de septiembre. Ella sacó del bolso unos alicates y cortó las dos abrazaderas de nylon que sujetaban un ramo marchito y seco a la farola. Un viejo ramo arrasado de lluvia y soles de cuatro estaciones. De la bandolera sacó una bolsa de plástico del supermercado y metió dentro el ramo seco y las dos abrazaderas cortadas. Sin palabras le pidió al hombre el ramo nuevo y brillante y con otras dos abrazaderas lo ató firmemente a la farola. Con mimo recompuso las flores del ramo mientras se deshacía el barro de su boca en una sonrisa amarga. Él, con la puntera del zapato, le dio una patada a una piedra pequeña que había en la acera. Dos adolescentes con falda corta y labios de fresa se sentaron en los asientos que antes ocuparon ellos. Entre risas se peleaban por escribir un mensaje en el móvil. Fuera, la mujer, con la mirada perdida, buscaba la fórmula que fuera capaz de llenar un espacio vacío, la traducción de las palabras que oía en un nuevo idioma incapaz de entender. Todo el silencio que de golpe se pudría en las noches que permanecía despierta.
Él seguía mirando al suelo cuando el autobús arrancó y los perdí de vista. A una de las adolescentes se le cayó el teléfono al suelo, y la boca de la otra escupió un insulto y una amenaza de muerte.
Era un día cualquiera. Un día que para mí no significaba nada. Pero fue el día en que aprendí el lenguaje que esconden las flores.

Texto de Jorge del Frago.

La extraordinaria fotografía es de Andi.
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