lunes, 22 de septiembre de 2008

Búsqueda


Lo primero que sentí fue envidia. Y de la mala. La misma que sientes cada 22 de diciembre viendo el telediario.
Irse a París a estudiar literatura a la universidad de la Sorbona. Vivir en un piso con vistas al Sacré Coeur y con una chimenea tapada reutilizada como baúl de vino y tabaco. Aunque sea un quinto sin ascensor. Qué envidia.
Pero estoy harto de tanta queja y tanto arrepentimiento que no sirven de nada. Este año también habrá un 22 de diciembre y tampoco seré yo el que salga en el telediario bebiendo a morro de una botella de cava. Así que decidí irme a París y volver a tener veinte años, subir hasta un quinto sin ascensor y disfrutar de las vistas, recorrer la ciudad en bicicleta y frecuentar las calles por donde no pasan los turistas.
Al principio lo entendí como un diario de noventa y ocho entregas, y pensé en el esfuerzo, en la voluntad de escribir, en querer algo y proponérselo. En la constancia. Pensé en esos días en los que llegas a casa derrotado o borracho y en lugar de lavarte los dientes y meterte en la cama a dormir la mona te pones a escribir unas líneas. O que al día siguiente, entre clase y clase, con el segundo café de la mañana, aprovechas el tiempo para guardar la vida en un papel. Escribir telegramas que no enviaremos a nadie.
La inmensa mayoría iniciamos un proyecto, empezamos con ilusión, pero me temo que, como esos deseos para el nuevo año que requieren esfuerzo y constancia, no sobrevive a la primera excusa. Cambiamos el romántico quinto sin ascensor por un bajo con jardín. Sin embargo, Aloma se lo propuso y lo consiguió. Aloma estudia literatura pero tiene claro que quiere ser actriz. Aloma escribió un diario sin pretender hacer literatura. Contar las cosas que hacía, las cosas que le pasaban, las personas que conocía. Hablar de sexo y amigas, de tu novio y de ilusiones, de bicicletas, calles, películas, profesores, música, cigarrillos, teatro de vanguardia, dudas y una inmensa ciudad de novela. El estilo es lo de menos. Parece escrito con prisa. Sin detalles. Seco al paladar. Pero acabas acostumbrándote al sabor. Y te das cuenta de que el estilo no es lo importante, que cada uno tenemos el nuestro, nuestra forma de contar las cosas. Unos hablan mucho, otros poco o lo justo. Unos son serios, parecen enfadados cuando no lo están, otros –como yo- son charlatanes y excesivos.
Pero me di cuenta que era algo más que un diario. Que no era sólo eso.
Pensé en cómo era mi vida con veinte años, en el último año de la Facultad. Una vida echa de madrugadas, fiestas, borracheras, risas e inconsciencia. El futuro era algo que te hacia encogerte de hombros. La vida de Aloma se parece a la mía, fiestas, conciertos gratis con cerveza barata, profesores cretinos, viajar y dormir en un coche… pero hay algo completamente distinto, algo esencial. Ella sabe lo que quiere y vive la vida de sus veinte años sin miedo.
Tiene suerte, es verdad. Suerte de vivir un amor así, de contar con la compañía, la complicidad de un amor así. Tiene suerte de unos padres que la apoyan y no mirarán su vocación como un fracaso, que respetarán sus decisiones. Que viajarán hasta París para verla actuar en una obra de teatro sin texto ni argumento y no le harán ningún reproche.
Pero al final me di cuenta de que “París tres” es en realidad una búsqueda. Que la vida se trata de eso: buscar. Irse a vivir a otra ciudad y buscar tu sitio. No arrepentirse. Viajar sin mapa. Asombrarse. Recorrer una ciudad y acordarse de una novela. Querer ser actriz y buscar en el tablón de anuncios de la facultad. No tener miedo y decir que sí. Hacer de taquillera en lugar de actriz. Sobrevivir a la estafa y a los desengaños y no perder la ilusión. Hablar con un desconocido. Sonreír y guiñar un ojo. Saber que ser contradictorio te hace humano. Salir a la calle con un bocadillo y una cámara de fotos. Comprarse abrigos de segunda mano. Madrugar los sábados para buscar a Milan Kundera cerca de Notre Dame y no encontrarle. Recordar que tu madre te dijo que el que tropieza y no se cae, adelanta.
Saber que un domingo de octubre llega el final, y entonces, toca sonreír y seguir buscando.


Aloma Rodríguez “París tres” Xordica Editorial. Zaragoza 2007.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Trastes viejos


Al ver este libro pensé que, además de ser un tipo raro, era también un hombre sin suerte. Y es que en mi familia no hay nadie interesado por las antigüedades. Trastes viejos, los llama mi padre.
En su casa nueva se conservan algunas cosas que mi madre salvó de la quema y la venta: un relieve en escayola de la Última Cena, sillas impares, un pequeño aparato de radio, cacharros de barro: cántaros, pucheros y jarras, una lechera de aluminio, una huevera de alambre, caracoleras y cestas de mimbre, una tumbilla con una pata rota, y una enorme tinaja con tape de madera. Es todo el inventario de un tiempo pasado y sus trastes.
Pero para los que somos de padres de pueblo en este libro hay objetos que hemos visto en las casas de nuestros abuelos antes de que los vendieran, regalaran o tiraran al hacerse una casa nueva. Recuerdo esas celosías de madera encima del batiente de la puerta, esas camas con cabecero y pie de madera tallada, las colchas tejidas y las sábanas bordadas, las mesillas de noche con su mármol blanco, un arca de madera y un gran armario ropero con espejo, una cómoda de madera negra, un perchero donde mi abuelo dejaba el gancho y un lavabo de patas con espejo. Una casa de paredes sencillas, con un aparador empotrado donde guardar la vajilla, un comedor de mesa y sillas de patas torneadas, un Sagrado Corazón de Jesús, cromos del Ángel de la Guarda y un suelo de baldosas hidráulicas de colores. Todo eso recuerdo haberlo visto y también sé que ya no lo volveré a ver.
Recuerdo que un día me enteré que mi padre había quemado dos reclinatorios en el corral de la casa vieja porque tenían carcoma. Y recuerdo que entonces me supo mal, pero ahora, viendo este libro, creo entender por qué lo hizo, y por qué para él son sólo trastes viejos.
Y es que en estas fotografías se ven viejas casas de habitantes viejos: espejos sin marco, suelos de baldosas rotas, paredes desconchadas, camas cortas e incómodas, tapetes de ganchillo, mesillas donde guardar el orinal, alcobas cerradas con cortinas, retretes con un agujero sobre el corral, bacines, bidés y lavabos de agua en una jarra. Casas sin calefacción, luz eléctrica, agua corriente y baño. Salas que se calientan con braseros, salamandras y estufas, se iluminan con candiles de aceite, candelabros y quinqués de petróleo, camas heladas que templar con botellas de agua caliente.
Un tiempo de miseria que olvidar, una vida de incomodidades que afortunadamente desapareció, trastes que tirar cuando llego la luz eléctrica y el agua corriente. Trastes que dejaron de ser útiles y que ya no servían, trastes que nos recordaban una época que queremos olvidar.
Pero lo que da la verdadera dimensión de un tiempo que afortunadamente no volverá son las imágenes de la cocina de las casas. Una cocina que era a la vez comedor, sala de estar, lugar de reunión y tertulia. La representación emblemática de los hogares del Pirineo que desapareció al bajar sus pastores a la tierra llana y no tener ya que dormir en las cadieras de la cocina junto al hogar para no tener frío. Fregaderas de piedra, cocinas negras, pucheros y ollas colgadas sobre el fuego, cocinas de hierro y carbón, espederas cubiertas con papel de periódico donde se colgaban los utensilios de cocina. Hogares donde penchar embutidos y ajos; pilas de piedra para guardar el aceite, tinajas para el agua, cántaros para traer el agua de boca de la fuente, arcas de madera donde guardar el pan y el grano.
Hoy esas arcas han desaparecido y las cadieras se han bajado a los patios para decorar y no para dormir ni comer en ellas.
Y está también el trabajo doméstico de las mujeres: enristrar cebollas, cardar e hilar la lana y tejer las prendas: medias y calcetines, refajos y camisetas para el frío invernal. Lino y cáñamo: camisas blancas, ropa de cama y toallas. Viejas tejiendo al sol; ganchillo para cubiertas de cama, paños para cubrir cántaros, bordados para manteles y servilletas, prendas para el ajuar.
Amasar el pan y hornearlo una vez por semana y guardarlo en una caja. La matacía como rito colectivo y fiesta familiar, casas donde se fabricaba el jabón con sebo. Alimentos puestos a secar y en conserva. Licores y aguardientes. Fabricación casera de quesos y mantequillas.
Y por último la colada: una vez al mes y a mano en el río o en el lavadero.
Me gustan los trastes viejos, me gustan los relojes venidos de Francia, las historias que guardan en sus horas pasadas, me gustan los suelos de baldosas rojas y blancas, las grandes camas de hierro, las hornacinas y sus santos, las cadieras en los patios y las fotos en blanco y negro, los gramófonos, los cortinajes y las arquimesas. Pero después de ver este libro entiendo que si hubiera vivido en la época en la que tenían un uso todos esos trastes, esas cocinas negras, esos orinales y esas camas frías, ahora tampoco me gustarían.

“De puertas adentro. El hogar y el trabajo doméstico en el AltoAragón”. Fernando Biarge y Ana Biarge. Gobierno de Aragón. 2002.

martes, 16 de septiembre de 2008

Sardinas con espinas


No tengo ni idea de teorías literarias. No podría adscribir la narrativa de Manuel Vilas a ningún movimiento, grupo o estilo, decir que lo suyo es pop-art literario, vanguardia surrealista o novela del subconsciente. Ni falta que hace.
Manuel es el único capaz de advertirnos de lo peligroso y destructivo que es saber lo que piensan los demás de nosotros. Sabe que la muerte es una escapatoria para no tener que seguir fingiendo y que si en el futuro existe la posibilidad de resucitar a los muertos no se les ocurra contar con él. Manuel es el único que sabe que dentro de nosotros viven al menos dos tipos a la vez; tal vez más.
Manuel es el único capaz de viajar a la fotosfera del sol, y de recordar y olvidar al mismo tiempo. Vivir una doble vida. Soñar con robarle la maleta a Max Brod cuando se quedó dormido en el tren al escapar de Praga; tocar la cama de hierro donde durmió Kafka y acariciar el pelo peinado con laca de Nino Bravo. El único en comer sardinas con espinas y de vivir en un mundo deshabitado y sufrir un insomnio feliz.
De hablar del loco, el majareta, de los heridos, los que tiemblan o dudan y de la rara voluntad de darse muerte de Víctor Mira. De tener un amigo como Sergio Gaspar que ha creado un arca para salvar a los escritores que se ahogan en este interminable naufragio.
Al terminar de leer “España” pensé en todos los sinónimos de loco y en las canciones de amor que salvan a un hombre del suicidio. Pensé en alucinógenos, en el delirio y el dolor, en la velocidad, en que los números son infinitos y en la mala suerte de vivir sin saber para qué. Pensé en todos esos días, esas noches enteras de borrachera y euforia, en ese ayer que ha quedado en nada. En ese miedo a vivir, a escribir un poema, en la juventud ciega y cobarde.
Le doy las gracias por consolarnos a los fracasados, a los muertos que se creen vivos, a todos los que somos inútiles para vivir esta vida de palabras y sentimientos prefabricados. Le doy las gracias por hablarnos de Luciano Gracia, poeta atormentado en vida y recompensado después de su muerte. Quiero creer que es verdad lo que cuenta. Quiero creer en ese maravilloso sueño aunque suceda en un lugar que no existe.
Pensé en esos poetas vagabundos que recorren los bares de nuestra ciudad con sus poemas escritos que regalan a cambio de una moneda. Del asco que la mayoría de la gente siente por ellos –vagos les llaman- y de cómo se marchan con las manos vacías pero con una sonrisa en la cara y justo antes de salir se paran en la puerta del bar y se tiran un sonoro pedo. Pensé en esos locos poetas, delirantes, de extraños versos y hermosas palabras. Del temblor ahogado que nos produce su extraña felicidad.
Pensé en los sobres sorpresa de la tómbola, paradeta ambulante de la suerte. En las tarjetas de rasca y gana de los supermercados y en ese mensaje que se repite siempre: Sigue jugando.
Pensé en cómo nos apartábamos de los excéntricos y nos reíamos de los feos. Y ahora siento vergüenza. Pensé en lo ridículo que parecería hablándole a Manuel de experiencias vitales, viajes, lecturas y enseñándole mi álbum de fotos.
Quizás se apiadaría de mí y me hablaría de ese hermoso esplendor en la hierba que él conoce y de su historia de la literatura española contemporánea, de todos los cursis que se creen geniales y de los no-cursis que mueren duramente y no creen en la resurrección.
A todo el mundo no tiene porqué gustarle la literatura de Manuel Vilas. Leyendo a Manuel imagino a un hombre salir en pelotas a la calle y pasearse tranquilamente por los Porches de Galicia un domingo al mediodía, y le veo encogerse de hombros ante el asombro y el escándalo de la gente.
Voy a proponerles algo: ¿se imaginan poder escribir lo que les apetezca? ¿Escribir con total libertad y encontrar un editor que se lo publique? Parece fácil, pero no lo es. No se trata sólo de poner lo que te de la gana. Hay algo más. Y si no, hagan la prueba. Yo ya lo he hecho. Mientras Manuel es capaz de escribir “España” yo de lo único que soy capaz es de estar en mi casa con el culo pajarero y escribir folio y cuarto. Así es la vida.


Manuel Vilas. “España” DVD Ediciones. Barcelona 2008