jueves, 27 de enero de 2011

Aladas palabras

No sé para los demás, pero al menos para mí, hay en estos deliciosos artículos de Irene Vallejo una parte pública y otra privada. Una parte evidente, palpable y reveladora que será común para la gran mayoría, y otra completamente personal, particular e íntima.
La parte pública es el asombro de sus exhumaciones; la acertada resurrección de viejos nombres olvidados; la conversión del mármol de los museos y de los libros cerrados en palabras útiles y vivas.
La plena vigencia, validez, eficacia y utilidad de unos diálogos escritos en griego y latín hace más de dos mil años. Enseñanzas y reflexiones de antiguos filósofos, poetas, escritores y dramaturgos que siguen dando respuesta a dudas, cuestiones y circunstancias del eterno presente.
Consejos, argumentos, novelas, mitos, leyendas y fábulas. Séneca, Aristóteles, Diógenes, Esopo y Platón. Ovidio, Antífone, Homero y Arquíloco. La vida apresurada y los días alciónicos y efímeros. El dolor y las aladas palabras. El azar, el ocio, el amor, la cólera, la risa y el olvido. La impaciencia, la realidad, la muerte y la felicidad. La guerra, el deseo y la ambición. La contradicción humana y nuestra perpetua insatisfacción.
La constatación de que, veinte siglos después, seguimos dando vueltas en la misma noria; que lo único que hemos hecho en todo este tiempo ha sido sustituir a los que han ido cayendo, enterrarlos, olvidarlos y ocupar su lugar sin echar la vista atrás.
Y esa parte evidente y común es también la sorpresa del descubrimiento de nombres cercanos; nombres de los que sentir un orgullo pequeño e inmenso: Marcial, el poeta de Bíbilis, y su vida en la Roma del siglo I, su ironía y humor, su emigración y retorno, su obra, su triunfo, su desventura y olvido. Descubrir que el motivo por el que celebramos el año nuevo el uno de enero esta en Mara, un pueblo de Zaragoza, allí donde estuvo la ciudad celtíbera de Segeda; y que la lucha por el poder en Roma libró una de sus batallas en Mequinenza. El redescubrimiento de Baltasar Gracián, su criticón y el oráculo manual: su guía del vivir inteligente y su coincidencia con Séneca.
Descubrir la etimología, el origen de algunas palabras como tertuliano, sibarita y calendario; y que los pirineos tienen nombre de mujer.
Y la parte personal, íntima y particular que tiene su causa en la amena sabiduría de Irene y en mi propio pasado. En la forma de transmitir y compartir su conocimiento, en el privilegio y la suerte de su palabra. Irene me ha reconciliado con mis letras puras con latín, griego y la común filosofía. Tres materias de las que un mal maestro me hizo renegar hace muchos años; sentir por ellas antipatía, animadversión, cerrar los libros, enterrar aquel tiempo en un inútil y frío museo. Tres materias con las que Irene, igual que Quintiliano, aquel maestro de Calahorra que hace dos mil años triunfó en Roma, me ha demostrado con talento, ingenio y atrayente erudición el valor inmortal de aquellos hombres; sus mitos, leyendas, poemas, argumentos y reflexiones para despejar las dudas del presente. Que no es la materia sino quién y cómo la enseña para que despierte nuestro interés y admiración.

Irene Vallejo. “El pasado que te espera” Anorak Ediciones. Zaragoza, 2010.
http://anorakediciones.wordpress.com/

martes, 25 de enero de 2011

Rubén Sancho y "Cambio de planes"

Hace un tiempo escribí que el relato corto era el onanismo del escritor, por la satisfacción inmediata de la creación plasmada, y mantengo la afirmación tras leer con entusiasmo la excelente colección de relatos “Cambio de planes”, del escritor Luis Borrás, la cuál te deja insatisfecho como la buena amante, no por su falta de intención, sino por la brevedad del placer.
Borrás juega con el azar y los infortunios que éste puede ocasionar, aprovechando cualquier arista de la realidad para darle una vuelta de tuerca y ofrecer al lector una visión diferente, acompañándole en una reflexión sobre la misma volatilidad de la vida, que ahora es, pero dentro de un minuto puede ser.
Sus relatos comparten elementos de vitalidad reiterada y sus personajes no vacilan a la hora de cambiar su vida, a la hora de cambiar sus planes, unas veces con la voluntad como bandera y otras con las circunstancias abrumando a su capacidad de acción.
No se excede, Luis Borrás, en el acompañamiento de la historia, deja volar la imaginación del lector y permite finales abiertos con múltiples interpretaciones, más de las causas que de los efectos, lo que ayuda a la compenetración existencial entre el que escribe y el que lee.
Una compenetración que llega a su punto más sublime con “Mariona”, la mejor historia de “Cambio de planes”, compilación del devenir de la vida a través de una inoportuna fotografía tomada a destiempo.
Como digo en el primer párrafo, tras leer los doce relatos que componen “Cambio de planes” uno se queda a la expectativa ante los nuevos trabajos de Luis Borrás, historias que tengo la certeza de que ya perviven en su mente y sólo necesitan el caudal técnico del negro sobre blanco.

Rubén Sancho es Redactor Jefe del Diario online “El Librepensador”
www.ellibrepensador.com

viernes, 21 de enero de 2011

Doble personalidad

Esta balada es una novela desconcertante. Una narración contradictoria. Una novela de doble personalidad.
Esta balada no es una novela complaciente. No es una lectura fácil. No es cómoda. No es asequible. No es una canción de verano ni un éxito para olvidar. Es compleja y minuciosa, asombrosa y extraña, terrenal y fantástica, aterradora, inmisericorde y brutal.
Esta balada es una novela dura, agotadora, enmarañada y laberíntica. Como escuchar el mismo idioma pero hablado con un acento con el que cuesta comprender.
Es una novela intrincada, esforzada; una novela con una estructura sorprendente y original. Es un ejercicio de gramática y filosofía, retórica y teología, imaginación y creatividad. Es la fidelidad de Damián a un estilo, a su peculiar y personal manera de narrar.
Esta balada es una superposición de lo antiguo y lo moderno, lo primitivo y lo primario, el latín con el inglés, lo simple y lo complejo, lo público y lo oculto, la apariencia y el engaño. El hombre convertido en animal herido, trastornado por el arrepentimiento y la soledad.
Esta balada es una novela de contrastes. De prosa brillante, descriptiva, irónica, deslumbrante y detallista por momentos. Una balada en la que Damián es cartógrafo, geólogo, botánico y escenógrafo. Es excursionista, psicólogo, guionista y retratista de un paraje agreste, claustrofóbico, laberinto físico y mental.
La innegable capacidad de Damián para construir esta balada que es un espejismo, una trampa, una pesadilla. Un espejo y su falso reflejo, el cebo, el cepo y su mordedura. Una primera parte que se bifurca en dos caminos paralelos en la que creeremos conocer y distinguir con claridad el bien y el mal. La cordura y la locura. Y una extraña alquimia, una disolución progresiva de esa cordura hasta un brusco despertar en la segunda parte con el que descubriremos el engaño y la verdad; el dolor y su implosión retardada, la locura y su ajuar, el delirio y la enajenación humana, su olor, su escenario y su final.
Y hay una parte de la prosa de esta balada que resulta embarullada, espinosa y árida. Porque darle texto y voz a la locura; recrearla, es un mérito descomunal, un agotador esfuerzo del narrador que sin embargo se ve recompensado con la desafectación. Porque ese lenguaje críptico, inescrutable, de cortocircuito; deviene en extrañamiento, mareo y aturdimiento.
Quizás se trate de inocularnos el terror a través de su confusión, de su desvarío y alucinación irracional. Quizás ese lenguaje confuso y mareante sea la fórmula por escrito más adecuada para huir de la evidencia del terror visual, pero su dificultad lastra la narración, le hace arrastrarse, reptar con dificultad, perder ritmo, tropezar. Mostrarse, por odiosa comparación a esa segunda parte de cuchillada y dolorosa revelación, como la cara pegajosa y espesa de esta sorprendente y estremecedora balada sentimental.

Damián Torrijos. “La balada del trampero sentimental”. 10º Premio de novela Casino de Mieres. KRK Ediciones. Oviedo, 2010.

sábado, 15 de enero de 2011

jueves, 13 de enero de 2011

Canela y regaliz

Me temo que será un acto reflejo, pero resulta inevitable durante toda esta huida pensar en la familia que me ha tocado en suerte. En que, por simple comparación, debo sentirme afortunado con mi premio en ese aleatorio sorteo. Porque en esta huida una hija tiene una madre que duele, un padre desaparecido y una hermana con alma de plástico.
Se hace inevitable convertirse en cómplice voluntario de esa hija; despreciar, mezclando risas y espanto, a esa madre castrada y a esa hermana egocéntricas, avariciosas, materialistas, frívolas y egoístas de modo superlativo; y echar de menos a ese padre de mirada amable, de océano tropical, en la que a ella le gustaba zambullirse. Odiar intensamente a esa madre ante tanto desapego e indiferencia por una de sus hijas; aguantar las lágrimas viéndola incapacitada, estéril para el cariño; y sonreír complacido con ese final novelesco y feliz.
Se hace fácil caer en el exceso, en el folletín, en lo grotesco y lo exagerado. Se hace fácil hasta que uno piensa seriamente en esos programas de televisión en los que seres humanos se convierten en caricaturas, en los que se prostituyen sin pudor ni decencia por cifras de seis ceros y quince minutos de fama; en esas muñecas hinchadas de silicona y estulticia. Esa ficción de verdulería y mercadillo que se hace tristemente real. Y entonces dejamos de pensar en lo excesivo y empieza a doler tanta triste realidad.
Se hace fácil caer en el recurso de la falsa compasión y el escepticismo ante tanto abandono agravado además por el impuesto directo de una enfermedad, hasta que se hacen evidentes la soledad, la ausencia y el desamparo en una habitación de hospital. Se hace fácil pensar en el melodrama forzado, en la tendencia del actor a sobreactuar interpretando su autodestrucción si no fuera por el vacío de la nada, la total incapacidad de los vivos y la desoladora falta de los únicos que nos dieron su cariño. Frialdad que es pura herida.
Se hace inevitable pensar en un ajuste de cuentas, en una biografía camuflada entre líneas. En ciudades que existen con el nombre al revés y en casas abandonadas de la niñez. Hasta que el dolor me obliga a callar. Huida del mundo marcha atrás. Lluvia de febrero eterno.
Y ahora algunos relatos cortos de “Amar en martes” cobran un sentido especial, me parecen un prefacio, un sabroso aperitivo que preparaba esta “Huida del cangrejo”. Aquel universo personal e intransferible, aquel tiempo de mujeres de “Casas solas”, “Rosas robadas” y “El llanto de abril”. Sabores e ingredientes servidos entonces por separado y ahora todos juntos en un delicioso puchero cocido a fuego lento. En largometraje y cinemascope.
Angélica Morales ha sumado y multiplicado en esta novela el bagaje, el poso, los argumentos de algunos de sus relatos más emotivos. Amplificando el sonido, aumentando la onda expansiva, subiendo el volumen, alargando la velada; elevando una nueva planta sobre los antiguos cimientos; encajando como luces de neón sus deslumbrantes metáforas, su estilo inconfundible, adornado de olores y colores. Pajaritas de papel, canela y regaliz.

Angélica Morales. “La huída del cangrejo”. Mira Editores. Zaragoza, 2010.

lunes, 10 de enero de 2011

Escenografía vertical

Lo más evidente de “Una gota de ámbar” es la originalidad de su estructura narrativa, de su planteamiento y desarrollo, su escenografía, su puesta en escena en forma de teatro vertical, de cortometrajes encadenados, cajas chinas, crucigramas, rompecabezas.
Emilio Gavilanes, como también hizo después Ana García Bergua en su magnífico “Edificio”, nos enseña por dentro el mismo lugar del que tan sólo vemos la fachada, la parte de fuera, su aspecto exterior. Ese escenario a la vuelta de la esquina, frente a nuestra ventana, al otro lado de la calle; ese edificio en el que vivimos y que guarda nuestra vida entre sus paredes, ventanas y puertas.
Y “Una gota de ámbar” comienza y nos sitúa en “una noche fría y despejada. La luna, inmensa, se eleva sobre la ciudad. Un hombre joven camina junto al edificio”. Un hombre anónimo que hace de presentador, de guía, de prólogo; y el lector mirando desde la ventana hacia la calle, butaca y escenario, observando al hombre, observando el barrio, el edificio, el paisaje exterior, las ventanas, las luces encendidas y apagadas, la vida que sabemos que hay dentro y no vemos; que apenas intuimos tras las cortinas cerradas. Y en la siguiente escena pero en el mismo lugar “Un hombre abre la puerta del portal y entra” y con él entramos nosotros, le seguimos, vamos detrás de él y nos cruzamos en las escaleras con “un joven que lleva una bolsa de basura en la mano”, llegamos a la puerta de su casa y entramos en otro piso, en otro escenario pero dentro del mismo edificio.
Y una vez dentro la capacidad y el mérito de Emilio Gavilanes para descubrirnos el interior, saltar de un piso a otro con cada escena, presentarnos a las personas que los habitan, verles, saber lo que hacen, escucharles. La original estructura narrativa desarrollada con maestría por Gavilanes en ese teatro de escenarios múltiples, en ese subir, bajar, entrar en todas partes, recrear de forma distinta cada espacio, cada decorado, cada conversación.
Ese edifico que Gavilanes corta como una tarta, la parte por la mitad y nos permite ver su relleno de bizcocho y palabras. Esa casa de muñecas con bisagras en la fachada que Gavilanes abre para nosotros y nos deja ver el interior, sus muebles a escala real y sus marionetas sin hilos; 13, rue del percebe de Francisco Ibañez con personajes corrientes que podemos ser cualquiera de nosotros o nuestros vecinos. Escenografía vertical que recorremos como un testigo invisible saltando de un lugar a otro, de una vida a otra y todas las escenas unidas por un mismo final: un ruido en el edificio que interrumpe todas las conversaciones, que todos oyen y por el que todos corren hacia la ventana para averiguar qué es lo que ha pasado. Cerca, al lado; quizás dentro, quizás junto al edificio.
La capacidad de Gavilanes para crear multitud de personajes, vecinos de un mismo escenario colectivo e individual, diálogos, pensamientos; comedia, drama, filosofía existencial; amor, desprecio, ignorancia, soledad; familia, falsedad, generaciones, lágrimas, secretos y risas; vidas ajenas que suceden a diario detrás de los tabiques; al otro lado, tras las puertas, dentro de la propia casa: en la cocina, en el salón, en el dormitorio; con las luces encendidas o apagadas, oyendo la radio y frente al televisor. Historias de ida y vuelta, capítulos, versiones de cada uno de los protagonistas, lo que oímos, lo que dicen, lo que callamos; lo que escribimos y recordamos; ellos y nosotros; lo corriente, lo vulgar, lo extraño, lo desconocido, la cordura, la renuncia y la rendición.
Un largometraje compuesto por múltiples cortometrajes. La suma de minutos cortos en cada piso, en cada habitación, con cada puerta que se cierra y con cada ventana que se abre. La vida al mismo tiempo, la vida distinta en cada lugar, vecinos en el mismo edificio viviendo cada uno su propia batalla, su propia guerra, su derrota personal; unos junto a otros separados y desconocidos, y un estruendo con el que todo se acaba y descubrimos todo lo que ignoramos de nuestros semejantes.

Emilio Gavilanes. “Una gota de ámbar”. Ediciones de La Discreta. Madrid, 2007.

jueves, 6 de enero de 2011

Sobre la frente y los días

Yhablabas así, decías estas cosas. Y tú eras así, una niña boba sumando palabras, una niña escribiendo el diario de un tiempo que ahora es pasado; poemas y prosa de dos otoños y ocho años; tú y él en cinco partes, tú y cuatro meses, tú y un epílogo para llegar al final y decir basta hasta que tropiece de nuevo el alma. Y yo, ahora, leyendo tu diario y el recuerdo de lo que fuiste, de todo lo que callaste y sentiste; de ti entera, rota, herida y secreta. Y así fue y así lo escribiste, y así lo leo yo ahora, y tú lanzándolo al aire, expulsándolo, arrojándolo, arrancándolo; desclavándolo lentamente, en pasos breves, miradas hondas; poemas y prosas de ocho años y cinco partes. Y tú escribiéndolo y yo leyendo ahora tu “Diario de invierno”, tú y un hombre sin nombre, el recuento de noches y días de ausencia, soledad, viento y lluvia. Escribiendo un diario para confesar tu tormento; utilizando las palabras como hilo, yodo, venda y desinfectante. Costra y cicatriz de aquellos días de otoño en los que tenías que escribir para convencerte, para decirle que no a la tristeza. Para mentir y conocer la verdad, vivir el dolor como una planta que regar cada día.
Y tú escribiendo un diario, describiendo el lugar que habitabas cuando estabas sola. Paisajes helados de un invierno adelantado, impuntual y categórico. El deseo de olvidar y curarte y él que se empeñaba en no marcharse, en quedarse y alimentarse de tu intensa debilidad. Y tú escribiendo y yo recordando, releyendo, recorriendo viejos paisajes dibujados en tus palabras. Otros días míos de soledad, frío, viento y lluvia. Palabras tuyas y sentimientos míos; compartidos al detalle; palabras ajenas que tomar prestadas verso a verso; noches y días, meses; estaciones de mentira y risa. Palabras ajenas para adivinar sin adivinanzas, presentir entre líneas, renglones y murmullos. Sentir la sombra, su amenaza; su cuchillo obstinado ir y venir, aparecer y desaparecer; ser, irse, volver, regresar. De verme en tus palabras cuando yo jugaba a ser otro igual de falso, con la misma verdad, igual silencio.
Y tú escribiendo un diario y yo leyendo ahora despacio tus palabras. Meciéndome en su acompasada y misteriosa exactitud. Uno por fuera otro por dentro. Palabras para recordar su nombre y dos apellidos, su rostro de frente y perfil, su cuerpo entero. Palabras para devolverme un ayer hecho de lugar y viento, ciudad; abreviaturas, prefijos y acentos. Y tú escribiendo poemas y prosas de pura belleza y yo reconociendo el origen y el fin del tiempo. Repitiendo a escondidas los arañazos de los otoños, los espejos y sus mordeduras.
Y tú y yo cambiando, dejando pasar lentos los años, dejando que otros con sus palabras nos vayan abriendo el camino, cerrando las puertas, borrando las huellas; otro viento y otro tiempo limando las puntas de acero, deshaciendo las piedras. Tú escribiendo y yo reconociendo que todo termina y todo queda. Tú y yo reconociendo que una mañana se hace necesario decir basta, escribir un epílogo, evitar ser devorado, permanecer en pie hasta que tropiece de nuevo el alma. Recitar el invierno, sentir tus palabras sobre la frente y los días.

María Pérez Collados. “Diario de un invierno”. Ediciones Nuevos Rumbos. Zaragoza, 2010.