miércoles, 29 de abril de 2009

Mon ange


Para José María y José Antonio, porque son los bastones
en los que me apoyo para caminar.
Para José Manuel, por hacerse visible.
Y para Angélica, ella ya sabe porqué.



La voz de Manuel, el de casa Ubé, sonó como un trueno: -¡Está nevando!-. Todos en el café dejaron la partida y se asomaron a las ventanas y a la puerta para verlo. Durante un instante guardaron silencio. Después se pusieron a discutir sobre cuándo fue la última vez que nevó en el pueblo. No se ponían de acuerdo. Todos tenían alguna anécdota que contar, alguna vieja historia que hablaba de nieve y pretérito.
Me levanto y me marcho. Les dejo con su alegría de niños, su mala memoria y sus batallitas de gallos. Yo sí que recuerdo cuando fue la última vez que vi nevar. Me acuerdo perfectamente. Hace seis años, y fue muy lejos de aquí.
Camino rápido de vuelta a casa. Quiero llegar cuanto antes. Quiero dejar de verla. Los críos han salido a la calle a jugar, a dejar que la nieve les caiga encima. Su alegría resuena en todas partes pero a mi esta nieve me duele. Me duelen la nieve y el recuerdo que trae enredado en su silencio.
Llego a casa y me encierro en el cuarto. Bajo la persiana y me quedo a oscuras. No quiero verla, no quiero recordar. Estoy seco pero siento mi ropa mojada. No tengo frío pero me tapo con la manta. Todo mi cuerpo tiembla.
La nieve me ha traído el paso, la vuelta de Francia en pleno invierno. Sierra Custodia, la salvaje ventisca al pasar la Brecha, caminar sin sentir las manos ni los pies. Todavía no sé cómo llegué vivo a Tellerda. Como conseguí cruzar el puerto en pleno diciembre.
Pero la nieve me ha traído sobre todo su rostro y mi dolor. Me ha devuelto su sonrisa y mi huida. Saber que a pesar de tanta tierra que he puesto por en medio y de todo el tiempo pasado no he conseguido olvidarla. Que sigue siendo la dueña de mi corazón.
Cierro los ojos. Arreau. Su nombre regresa a mi boca. Arreau. Allí llegué con los demás el año que cumplí diecisiete. Uno más entre los montañeses del otro lado que cada octubre llegaban a pie hasta allí para buscar trabajo hasta la primavera. De leñadores, granjeros, en la cantera o en el taller. De lo que fuera. Cinco meses en Arreau y una mañana para encontrarla por primera vez. Cinco meses trabajando en la serrería para llevar dinero a casa y todos los días para buscarla, verla en el paseo de la Rue Grande, en la Courbère, junto al río, y cada domingo soleado su sonrisa en la Place du Foirail. Cinco meses para conocer al amor de mi vida. A mi ángel.
Y cinco meses también para verlos a ellos. Eran dos, Antoine y Joseph, dos pastores de Lançon, un pueblo cercano. Todas las tardes la buscaban. Igual que yo. Todos los domingos salían a su encuentro. Igual que hacía yo. Y cuando daban con ella se acercaban y le hablaban, y yo la veía reírse con las cosas que le contaban, con sus bromas y gracietas. Como yo nunca hice. Como el sueño que nunca se hizo realidad.
Porque todo lo que pude decirle, cada vez que me cruzaba con ella, era ese Bonne après-mide, mademoiselle, con mi torpe y mal francés.
Cinco meses repitiendo aquel Bonne après-mide, mademoiselle, y contemplando su maravillosa sonrisa. Cinco meses para amarla y odiarme, querer decirle todo lo que sentía por ella y no poder. Cinco meses para pensar en ella todos los días y para odiar a aquellos dos pastores que la hacían reír. Cinco meses para soñar con ella y una última noche para llorar en silencio jurando que al otoño siguiente volvería a Arreau. Volvería a verla.
Al llegar a Tellerda busqué a don Eduardo, el maestro del pueblo, y le pedí que me enseñara francés. Todas las noches, durante siete meses, acudí a su casa para recitar verbos, hablar arrastrando las erres y aprender vocabulario y gramática mientras soñaba con volver a verla. Acercarme hasta ella y decirle lo que sentía.
Y al año siguiente, para mediados de otoño, los dos días de camino hasta Arreau. Y un domingo soleado, en la Place du Foirail, de nuevo encontré su rostro y mi corazón estalló de júbilo, pero también encontré junto a ella aquellos dos tipos de Lançon haciéndola reír con sus gracietas, hablándola como yo nunca podría hacerlo. Ellos con sus bromas y yo con mis frases memorizadas, con mis torpes frases de mal y tembloroso acento. Con todo mi amor guardado en la memoria.
La primera noche que el vino me hizo agarrar con rabia el mango de la navaja y con el calor del último trago llegué hasta la puerta de la casa donde dormían dispuesto a clavarles su filo una y mil veces, cortarles la garganta y arrancarles la lengua, supe que tenía que marcharme. Antes de volverme loco. Antes de convertirme en un asesino.
Esa misma noche, sin esperar al alba, comencé a caminar hacia el puerto, de vuelta a casa, de vuelta a Tellerda. El segundo día de camino, en Aragnouet, comenzó a nevar. Y ya no paró. No recuerdo haber cruzado La Breca, no recuerdo el refugio de Góriz, no recuerdo sierra Custodia, tan sólo recuerdo la nieve cayendo sin parar, la humedad, el frío horrible, la ventisca en la cara, los pies y las manos doloridos. Tan sólo recuerdo que quería alejarme, alejarme, alejarme... y no volver a verla jamás.
No sé cómo conseguí llegar vivo al pueblo. Cómo no me quedé en el camino, enterrado bajo la nieve.
Cuando recuperé las fuerzas recogí lo poco que tenía y marché a tierra llana, a los Monegros, huyendo de ella y su recuerdo. A los Monegros, donde nunca nieva.
Hasta hoy. Seis años para hacerme viejo y para saber que nunca sentiré el amor como lo sentí entonces.
Hasta esta tarde en la que he vuelto a ver su rostro, su sonrisa, y he vuelto a pronunciar la frase que le hubiera dicho al tenerla junto a mí: Tu es mon ange, la maîtresse de mon coeur.


La magnífica fotografía, realizada con un filtro de luz ultravioleta, es de Antonio Goya
http://www.flickr.com/photos/tonigoya/


Para leer otras versiones de esta historia:

Angélica Morales http://angelicamorales.wordpress.com/

José Antonio Lozano http://jalozadas.blogspot.com/

José María Morales http://unodetellerda.blogspot.com/

martes, 28 de abril de 2009

Otra vez tú


Anoche
otra vez
despierto,
otra vez
queriendo,
nacer en ti.

Anoche
otra vez tú,
otra vez
llamándote,
otra vez
dejándome,
la vida en ti.

Anoche
otra vez más
la súplica,
el alma, quebrada
los ojos, maltrechos
y un hilo pendiente
en el eco de tu voz.

Poema de Jorge del Frago.


La magnífica fotografía es de Jose Anoro.
Os recomiendo visitar su galería en
http://www.flickr.com/photos/photosintesis/

lunes, 20 de abril de 2009

La cosecha de tu fruto


Pertenezco
a la mentira,
enredada en tu nombre.

A la cosecha
de tu fruto,
nocturno
amargo
y difícil.

Me refugio
en las espinas de tu nido,
en la ardiente locura
de tu escarpado regazo.

Me siento a salvo
perdido
roto
desmadejado,
arrastrado hasta donde quiera llevarme
el viento insaciable de tu capricho.


Poema de Jorge del Frago.

La magnífica Fotografía es de Antonio Goya

viernes, 17 de abril de 2009

"Papeles dispersos" de Carlos Castán.

Óscar Sipán me ha enviado este correo anunciándome la próxima publicación en Tropo de un nuevo libro de Carlos Castán. Además del anticipo de la portada contiene un texto del propio Castán en el que cuenta sus motivos para escribir.
Aquí os lo dejo, con mi enorme agradecimiento para Óscar y mi conocida admiración por Castán.




"Últimamente, quizá porque la gente me las plantea, me he visto obligado a hacerme una serie de preguntas que, hasta la fecha, creo que sabiamente, había venido pasando por alto. Preguntas como "por qué escribo?" o "por qué escribo lo que escribo" o "por qué escribo lo que escribo como lo escribo".
Y más que respuestas, lo que me viene a la mente (en el caso, por ejemplo, de "por qué escribo"...) es una serie de imágenes que creo que de alguna manera tienen que ver con eso, aunque quizá no. Y me viene a la cabeza un Machado para siempre sin Leonor, con los zapatos rotos y llevando casi a cuestas a una anciana agonizante que es su madre, cruzando la frontera por los Pirineos sólo para morir juntos pocos días después bajo un sol de la infancia, y veo a mi madre leyéndonos historias de los mares del Sur, por la noche, fragmentos de libros que durante el día escondía, nunca he sabido dónde, no fuéramos a hacer trampa y leer el final, y también me vienen a la memoria los cementerios de París y los últimos minutos de la vida de Pessoa pidiendo papel y lápiz a una enfermera para escribir "yo no sé lo que pasará mañana". Y un paquete de Gauloises sin filtro en una mesa de mármol del madrileño café de Lyon y una lluvia sin consuelo vista a través de un cristal en el que se reflejan a su vez montones de libros desordenados.
Y veo también a una chica del instituto que se llamaba Yolanda García Bravo, la cual apenas conseguí que me mirara porque siempre, displicentemente, leía un libro que tenía entre las manos y recuerdo haber pensado "algún día yo seré ese libro y no querrás mirar al universo porque estarás conmigo".
Y escribo por todo eso. Y porque no encontré mejor manera de conocerme que alejarme de mí, inventar historias. En aquella época se estilaba bastante lo de llevar un diario en el que se supone que había que ir anotando las pequeñas tristes cosas que a uno le iban sucediendo, que en aquellos años solían ser invariablemente granos, chicas que miran hacia otro lado, torpes deseos y ridículos fracasos. Yo pensé que, puestos a escribir una vida, nada impedía que esa vida no fuera exactamente la mía, podía caer tranquilamente en la vieja tentación de ser otro porque, al fin y al cabo, lo importante de las cosas es cómo se cuentan de la misma manera que una vida contada es siempre infinitamente superior a una vida vivida: más hermosa y, sobre todo, más llevadera. Así podría tener otros problemas con otras mujeres, distinto miedo a monstruos diferentes (Quizá sea éste el motivo de que en el libro abunde la primera persona y los escritos con forma de diario o correspondencia).
Y no sé, supongo que en algún momento elegí convertirme en un ser seriamente enfermo que, bajo el lema "siempre en precario" miraría vivir, rebuscaría bajo la superficie de las cosas, otros planos, otras dimensiones, algo más que la nada bajo el doblez: ir poco a poco descubriendo una historia que dormía desde antiguo enredada en su maraña. Y comencé a escribir una monumental y genial novela de novelas que bajo el título de "De lenguajes y destinos" recogería en su globalidad la vida, el sentido de la historia, cada pliegue de la condición humana. El problema es que siempre escribía la página de en medio, es decir, faltaban 300 folios por delante y otros 300 por detrás. Escribiendo esa página central de la voluminosa obra me sentía libre. No tenía que perder tiempo en la presentación de personajes o la justificación de situaciones (que se supone habrían quedado perfectamente explicados en las páginas precedentes) ni preocuparme por la resolución coherente de lo que narraba (cosa que se iría aclarando a lo largo de las 300 páginas restantes que, por supuesto, nunca completé). Así iba anotando mis cosas, mis obsesiones más cotidianas y las de las decenas de personas que podría haber sido de no haber sido yo. Mis carpetas estaban llenas de hojas así, totalmente inconexas, en cuya cabecera había escrito notas como 113- H / Legajo VI para darme importancia si alguien en casa o en clase las descubría, aunque en realidad esos tristes folios estaban más solos que yo mismo.
Y empecé a escribir sobre eso, sobre la soledad radical desde la que nos enfrentamos a los demás y al mundo y a nosotros mismos, y de la imposibilidad de satisfacer nuestros deseos, Apolo y Luis Cernuda, los sueños convertidos en polvorientas hojas de laurel.
Frente al academicismo de los estudios de Filosofía, los relatos eran un claro espacio de libertad, dolor de línea clara, en contraposición a lo que se me proponía. Y preferí "Las manos sucias" a "El ser y la nada", "La caída" a los "Carnets" y "La prosa del mundo" a la "Fenomenología de la percepción". Como Tete Montoliu, que amaba a Mozart pero no quiso enterrarse vivo bajo la losa de sus partituras.
Y escribir se convertía en un refugio donde -a cambio de parte de mi tiempo y de mi sangre- podía, por un lado, dar al miedo, a la angustia y al desconsuelo la dimensión trivial de la ficción y, por otro, obtenía licencia para mentir o para llegar a la verdad a través de mil sucias mentiras: mentir y ser valiente, mentir y la vida ser menos escasa, mentir y rebelarse contra el sinfín de humillaciones, Machado enfermo cruzando la frontera, orines sobre la tumba de Baudelaire, Yolanda G. Bravo sin levantar sus dulces ojos del libro, la policía en los pasillos de la facultad, o M. Duras bebiendo a manos llenas un gran vaso de leche.
Y continúo escribiendo porque hay historias que quiero leer y no encuentro por la sencilla razón de que nadie las ha escrito todavía, y porque la sensación es como encontrar el libro que mi madre escondía durante el día y transformar -como un poderoso Dios- a mi conveniencia los finales de esas historias que entonces me hacían sufrir, e inventar lenguajes y destinos y revolver las entrañas de algún desconocido que me lee al tiempo que lucha contra su insomnio en mitad de una noche distinta de la mía, que de esta manera se convierte en mi noche, la noche de mi soledad y mis palabras. Quizá, si me leéis, estáis sufriendo con sangrante injusticia el castigo que, en realidad, yo reservaba sólo para Yolanda García Bravo".
PAPELES DISPERSOS
Carlos Castán
Tropo Editores. Libro de bolsillo. 166 páginas. 10 euros.

miércoles, 15 de abril de 2009

La verdad

Hay un momento clave en la novela cuando el protagonista, dolorido y consternado, reconoce que su mente “…se ha enredado en un absurdo entresijo acerca de mí mismo, de la verdad, la muerte, el pasado y el destino, sin llegar a ningún sitio...”.
Es un resumen preciso y exacto del contenido de “Sombras de lo cotidiano”: la mirada interior, la búsqueda de la verdad y la indagación acerca de la muerte, el pasado y el destino. Todos temas habituales en la literatura de Carlos Manzano. Y es que Carlos no es de los que se quedan mirando el reflejo de la superficie. Él mete la cabeza dentro del agua. Hasta el fondo, hasta lo más profundo.
Aunque hay algo en lo que no estoy de acuerdo con el protagonista: no creo que el viaje haya sido absurdo y ni mucho menos que no lleve a ningún sitio. Lo que pasa es que la caída, el golpe que recibe, es demasiado fuerte.
Imaginad a un hombre que, cansado de hacer solitarios, se pone a hacer un castillo de naipes. No es un simple juego, en el anverso de cada carta hay diferentes imágenes de su vida que representan algo: la soledad, el fracaso, el amor roto, un anhelo, una motivación, un viaje, una mujer, una pregunta, un espejo roto, una borrachera y una coartada para vivir.
Va colocando con cuidado una carta encima de otra, construyendo la torre en delicado equilibrio. Encontrando el sentido, colocando cada carta en su lugar. Pero la última es de plomo y al colocarla en el vértice el castillo se derrumba. Tanto esfuerzo para nada. Un fraude, una mentira.
Pero reducir “Sombras de lo cotidiano” a un simple engaño, a un estrepitoso derribo, no es justo. Porque la historia encerrada en esta novela es simple pero profunda.
Simple; porque así es la verdad. La cruda realidad. La inesperada y vulgar verdad de la vida: envidia, avaricia, ira, violencia y odio. Sórdida, sin artificios ni fantasía.
Profunda; porque Carlos nos trae la voz del pensamiento de un hombre. Un viaje al interior, un monólogo, una salvaje y dolorosa introspección. La conciencia que vive dentro de nosotros.
Profunda; porque retrata la desesperada búsqueda de una excusa, un argumento, un hecho en el que inspirarnos, una esperanza a la que agarrarnos para salir a flote.
Profunda; porque con el extravagante encuentro con una mujer se entrecruza el doloroso recuerdo de otra, el tumor maligno de un adiós que hay que extirpar. El placer y el dolor.
Profunda; porque nos habla del error de mentirse a uno mismo, del egoísmo, las estrategias que utilizamos para protegernos. Los andamios para tapar nuestra soledad. La farsa que nos hemos creado para no mostrarnos como seres heridos, indefensos y débiles.
Profunda; porque Carlos nos enfrenta a nuestra propia derrota, a caer dominados por esa parte demente e irracional que vive dentro de nosotros y que nos esforzamos por mantener a raya. Porque plantea los motivos de la existencia humana. Busca el significado a ese sinsentido descomunal que significa la vida. La necesidad de resolver las incógnitas, las preguntas que necesitan respuestas. Volverse loco de pensar, buscar una razón que explique nuestros actos.
Y profunda porque también es un tratado sobre cómo escribir y qué significa una novela. Qué debe tener dentro. Y eso es lo que Carlos Manzano nos ofrece en “Sombras de lo cotidiano”: rigor estético y lingüístico, realismo y esfuerzo intelectual.
Al final, las tres citas del principio no son porque sí. Tres citas extraídas de tres libros que el protagonista de la novela se compra. La verdad siempre es otra. La verdad resulta ser la triste realidad, pero el viaje no ha sido en vano.


Carlos Manzano “Sombras de lo cotidiano” Mira Editores. Zaragoza, 2008.

martes, 14 de abril de 2009

Marchas militares


Las marchas militares en la radio sólo podían significar dos cosas: o el ejército había tomado el poder o mientras dormía los gustos del público habían cambiado.

Deseé el golpe de estado.


Óscar Sipán

domingo, 12 de abril de 2009

El peso de la nada


El peso de la nada
son
los días estrictos
las horas rectas
las mañanas

obedientes
y disciplinadas.

El peso de la nada
son
las tardes huidas
los pasaportes robados
las noches repletas

de humo
y cenizas.


Poema de Jorge del Frago

Fotografía de Vicente Guerrero
Pertenece a su magnífica colección de fotografías de Venecia.

viernes, 10 de abril de 2009

La plenitud de tu boca


Tendría
que poner orden
en este lugar.
Barrer
los rincones oscuros.
Abrir
las ventanas
vaciar
los ceniceros
de la memoria
y la sal.
Debería
romper los espejos
y dejarme llevar.

Ahogarme

en la plenitud
de tu boca.

Poema de Jorge del Frago

Fotografía de Daniela Liska.
http://www.flickr.com/photos/daniela_liska/

miércoles, 8 de abril de 2009

La vida larga


¡¡¡Ratón, lo hemos conseguido, el experimento ha sido un éxito: vivirás un 40 % más!!!

El ratón mira al científico y luego la siniestra rueda oxidada, la amalgama de papeles amarillentos, los barrotes de la jaula, y se echa a llorar.


Óscar Sipán

domingo, 5 de abril de 2009

Fiebre


Esta fiebre
falsa y ardiente.

Estas mañanas
de un otoño
áspero
oscuro
y asesino.

Este miedo
a todo.

Estas manos frías.
Esta náusea.

Este perdonarme
a mi mismo.

Ese mañana
que no llega.

Este hoy
incómodo
doloroso
real y mío.


Poema de Jorge del Frago

Fotografía de Jose Juan Adan.
Forma parte de su magnífica serie de fotografías negras.

sábado, 4 de abril de 2009

Memoria de los días oblicuos

“Hay libros que uno desearía no haber escrito nunca”. Así empieza “Heridas causadas por tres rinocerontes” de Fernando Sanmartín. Y tiene razón.
Porque este es un libro escrito desde el sufrimiento y la fiebre. Un libro escrito junto a un hijo enfermo. Un niño con la cabeza sin pelo. El rostro que no desearías ver.
Unos días oblicuos, de niebla y ceniza, en donde los recuerdos de un pasado sin dolor se enfrentan a un presente convertido en un abismo. Un hijo con un gotero en el brazo, un niño con un pijama azul que juega en una habitación sin balcón. El lugar donde no quisieras estar.
Una enfermedad que es un desgarro. Una traición, un desorden. Un padre metido en un sótano sombrío. Un hijo en un hospital, y la casa vacía, oscura sin él. Su habitación convertida en el rectángulo perfecto de la soledad.
Un futuro incierto, sin respuesta, sin afirmaciones. Una vida convertida en el capricho del destino. Un tal vez. Días de viento para un equilibrista sin pértiga.
Hasta que un día el niño regresa a casa. Y su risa es una nueva luz. Y la rutina algo que alimenta. La vida vuelve a ser como antes. Y sufrir la enfermedad y la desesperación ha servido para ganar la conciencia, comprender que la vida es un boceto, un alquiler.
Vivir con la sensación de ser un indultado, vivir un nuevo día que ya no conseguirá descosernos, doblarnos. Y el presente se convierte en un nuevo cumpleaños de esperanza. Días de tregua, sin agujas, sin fluorescentes blancos, sin la frente ardiendo. Sin ese vivir a trompicones, sin noches sin dormir, sin el insomnio de la desdicha, el rostro cansado, ojeras y monólogos.
Y la vida que recupera su forma, y el hijo vuelve a jugar al fútbol. Y el presente es una excursión, unos días en las montañas, una tarde en el parque de atracciones que no es una mentira, su sonrisa saltando en las camas elásticas. Un niño que vuelve a subirse a un columpio y a jugar en el tobogán. Los días tristes que se marchan por el desagüe del olvido.
Y la historia de ese montañero que desapareció cuando descendía de la tercera montaña más alta del planeta cobra un sentido especial. Aquel montañero que regresó vivo después de dos noches perdido en el hielo. La historia de un superviviente.
“Hay libros que uno desearía no haber escrito nunca”. Y tiene razón. Ojala no hubiera tenido que hacerlo, porque Fernando lo hizo cuando a su hijo, antes de cumplir cuatro años, le diagnosticaron una leucemia. Un alud que le sepultó y del que, afortunadamente, los dos salieron vivos.
Te diré que, impregnado en tu rabia y sufrimiento, he llorado contigo. Y que he pensado en mi fortuna, que no está a salvo de la enfermedad, el infortunio, la pesadilla y el corazón roto.
Te daría las gracias por haberlo escrito, por toda su poesía que habla del dolor, la conciencia, la esperanza, la felicidad, el conocimiento. Por toda la amistad agradecida que hay en sus páginas.
Pero en lugar de eso te diré que me alegro. Que me alegro mucho de ese final, del dolor fosilizado en una carpeta olvidada, de ese regreso a la vida. Por los dos. Por tu hijo. Por ti.

Fernando Sanmartín “Heridas causadas por tres rinocerontes” Xordica Editorial. Zaragoza, 2008. 
Dibujos de la portada de Jorge Sanmartín.

jueves, 2 de abril de 2009

El muro de Berlín


Lo preparamos durante meses, reuniéndonos en la trastienda del Café Köln. Cuando un “Vopo” detuvo a Helmut en la estación de tren de Friedrichstrabe estuvimos a punto de abandonar. Pero no lo hicimos y el túnel fue creciendo con nuestro miedo, como un cachorro de Leonberger mamando de una rata.

Todo salió mal.

Teníamos tan idealizado el Muro de Berlín que no nos dimos cuenta que al otro lado se encontraba la Muralla China.


Óscar Sipán