sábado, 27 de diciembre de 2008

Ese difícil ejercicio que es vivir


Cuando en marzo del año pasado falleció el filósofo francés Jean Baudrillard, apareció en prensa una semblanza sobre su vida y obra con este titular: Moriremos si es que hemos nacido.
Esa reflexión me impresionó tanto que me dio miedo pensar sobre ella, así que, para librarme de la destrucción de su eco, escondí aquella hoja en el fondo de una montaña de papel que hay sobre mi mesa, igual que el culpable entierra su mala conciencia.
Cuando leí el título del libro de Carlos Manzano, “Vivir para nada”, me acordé de aquella frase demoledora de Baudrillard. Y sentí miedo, pero, empujado por un presentimiento, comencé a leer.
Y a punto estuve de abandonar, porque ya, desde la segunda página, empezaron a dolerme los golpes de la novela de Carlos: vivimos vidas insignificantes; vivimos con resignación; vivimos para nada, para morirse solamente.
Tragué saliva y seguí adelante, y me encontré viviendo los años de bachillerato: la edad en la que descubrimos la vida. Tiempo de complejos y palabras torpes, en el que las derrotas son indelebles y los tímidos envidian a los valientes. Tiempo de guapos y feos, ganadores y perdedores, en el que el amor duele como ningún otro sentimiento y el sexo es un misterio que te hace temblar. Tiempo en el que se forjan las leyendas, se admira la originalidad y la trasgresión y a todo lo que se salía de lo convencional.
Y me encontré frente al valiente que decide romper con todo y se marcha a Londres con lo puesto, sin planes y sin dinero, a cumplir su sueño de estudiar en una escuela de cine. Una fabulosa aventura, una auténtica proeza para esa edad. Y comprendí que desde ese día se le admirara, porque él se atrevió a decidir su propio destino mientras que nosotros elegimos quedarnos en tierra. Comprendí que a partir de entonces sería el símbolo de nuestra rebeldía frustrada, nuestro referente vital, el mito de la liberación individual.
Y pensé en esa obsesión humana, inevitable y destructiva, de desear siempre lo que no se tiene, de querer ser lo contrario a lo que se es, y de nuestra irresistible tendencia a idealizar las cosas.
La vida es un ejercicio caótico, es un largo camino, pedregoso y duro. Y Carlos Manzano, en este “Vivir para nada”, nos lo ha enseñado a la perfección, con toda su crudeza, con toda su verdad.
Con situaciones y personajes tan cercanos y reales que provocan nuestra admiración y envidia, nuestro odio y desprecio, nuestra indignación y enfado, hasta el punto de parecer tan auténticos que desearíamos golpearles, participar, meternos dentro de la novela y hacerles reaccionar, cambiar su destino y agonía, esa inútil resignación en la que viven, hacerles ver su fortuna, que dejen de sentirse desdichados, abandonar su obsesión autodestructiva.
Carlos nos muestra que la vida es un camino marcado por el pasado imperfecto. Un duro camino hecho de arrepentimientos, cobardías, dudas y preguntas. Un tiempo largo de obsesiones y amores tristes, ideales hermosos, días que pasan, sueños que se pierden, fidelidades eternas; traiciones que provocan la muerte, golpes de buena suerte, viajes y lugares para guardar en la memoria, responsabilidades, egoísmos, fracasos, ilusiones rotas y pensiones baratas en ciudades que huelen a mar.
Que cuando termine ese verano que creíamos eterno aparecerá la vida con todas sus contradicciones, la cruda realidad, la escasez, el fracaso, el peaje de la libertad.
Al final, Carlos nos enseña que la vida, tarde o temprano, se cobra todas las deudas pendientes, que necesitaremos destruirnos, vivir todo lo que no vivimos a tiempo para comprender y volver a empezar. Saber lo que queremos y lo que no.
Y entonces necesitaremos que todo nuestro dolor tenga una respuesta, nuestra vida una utilidad, que encontremos el sentido, el objetivo, la razón por la que vivir, entregar nuestra vida.
Carlos, en este “Vivir para nada”, nos ha enseñado una respuesta, pero hay otras, hay muchas, lo que debemos hacer es buscar y elegir cada uno la nuestra. Que ese caótico, difícil e imperfecto ejercicio que supone vivir es lucha y empeño, es sufrir y reflexionar, admirar y perdonar, tener ambiciones y deseos, comprender que lo más necesario es conocernos a nosotros mismos.
Busque la hoja del periódico entre ese montón de papeles que, amarilleando, acumulan polvo sobre mi mesa. La encontré. Volví a leer la frase de Baudrillard. Doblé la hoja en tres mitades y la guardé dentro del libro de Carlos. La recordé por última vez: Moriremos si es que hemos nacido. Ahora ya no le tengo miedo.
Carlos Manzano, “Vivir para nada”, Mira Editores, Zaragoza, 2007

viernes, 19 de diciembre de 2008

Otro texto de Óscar Sipán


MONTAÑEROS

Mi padre desapareció en la ascensión al Nanga Parbat, veinte años atrás. He sentido una emoción y una furia incontrolable al encontrarlo en una grieta de la cara norte, sin una arruga, más joven que yo.

Creo que voy a matarle.

Oscar Sipán

lunes, 15 de diciembre de 2008

Caja de música

Lara se presenta y once años nos separan. Mientras yo, cada día, en ese tiempo nublado y lento, he pintado mi caricatura en el espejo, ella ha conseguido encender todas las hogueras.
Lara se levanta y yo busco su mirada. Soy un perro callejero, un pedigüeño de consuelos. Lara me ve y yo no me atrevo. Me avergüenzo y me marcho, arrastrando el barro de mis zapatos. Pero no he venido hasta aquí para hablar de mis huesos apaleados, sino de ella y de su caja de música. Porque en aquella tarde de poesía y renuncia, me llevé su retrato y su nombre, su palabra manchando el blanco impuro, la melodía surgida del fuego de sus manos.
Cierro las ventanas. Me quedaré aquí. Fuera hace frío y el viento se lleva las hojas muertas. El aliento de Lara calentará este lugar, desesperadamente vacío y hondo.
Abro la caja de música y su sonido me trae el dolor de las ausencias, la rabia y los secretos sin palabras, la ruina de los lugares a los que no desearías volver; el olor de los jardines abandonados y los cuerpos cercanos; y los sueños y todas las verdades que piden la huida; porque huir, siempre sirve de algo. Me descubre el ruido que hacen las ventanas al abrirse, la vida está ahí fuera, disfrazada de carnaval, sal y descubre el precio del amor y de la vida, pero ten en cuenta –me dice- que si regresas no volverás intacto.
Su melodía me obligará a fijarme mañana en los rostros de los desconocidos, a recordar la forma de sus cuerpos y a intentar adivinar sus pensamientos ocultos tras la mirada. La vida es mucho más de lo que vemos. Lara lo sabe. En lo cotidiano hay muchas palabras encerradas, entre nuestros pasos hay mucho silencio, muchos sentimientos ahogados. Lara los saca fuera, los hace audibles. Nos esforzamos cada día en mentirnos con estribillos alegres, pero nuestros pensamientos tienen sabor agridulce; escuecen, acarician y duelen. Lara nos enseña que nuestro equilibrio es un delicado cristal que manejamos sin cuidado entre nuestras manos.
La oiremos hablar de nuestras vidas contradictorias, de buscar la cordura perdida de nuestros pensamientos, la palabra y la verdad nunca pronunciada. El pensamiento se hace música, verbo, poesía, amor, sexo, confusión y esperanza. Oiremos la respiración agitada del miedo y el deseo, cavaremos con nuestras manos un agujero para esconder el tiempo y desenterraremos un interrogante; veremos nuestra cara desencajada de los lunes y sabremos que el sol quema la piel blanca y fría. Descubriremos el valor de las llaves en las cerraduras y que hay caminos que no llevan a ninguna parte; nos dolerá el amor y nos arrepentiremos de formular una pregunta. Oiremos contar de una vida con la que no se sabe qué hacer; de los ojos que guardan la noche, de una boca que se hace agua, una mudanza y una caja, de las azoteas, los tendederos y una tarde de lluvia en noviembre. Los años pasan hacia atrás, como dándole cuerda al tiempo, y el cuerpo de la mujer que amamos se hace visible frente nuestros ojos cansados. Todo lo que vino después de ese amor fue inútil. La luz se va y las sábanas se quedan frías, las ciudades soñadas son nombres imposibles y lo único real son los escalones que llevan hasta nuestra casa.
Dormirá, morirá la tarde de este último viernes con la melodía de su caja de música. Fuera hace frío. Me quedaré aquí, junto al fuego, consolado en su calor, abrigado en su refugio.
Lara Moreno “Cuatro veces fuego” Tropo Editores. Zaragoza, 2008

viernes, 12 de diciembre de 2008

Un texto de Óscar Sipán



MI BRAZO FANTASMA

Desde que perdí el brazo izquierdo en un accidente de moto su presencia es más real. Resentido con el mundo por su nueva condición de fantasma, mi brazo se ha vuelto retorcido y caprichoso: exige tocar la guitarra dos horas al día, hacerse un tatuaje de un Cristo yacente y golpear al guardia que nos multó; me amenaza con un dolor intenso si no secuestro a la vecina del quinto que tanto nos gusta.

Óscar Sipán

jueves, 4 de diciembre de 2008

La vida frente a todo

Todos estos relatos son fragmentos de vida. Injusta, breve, cruel y desesperada vida. Pero siempre latiendo, siempre imparable, arrolladora; venciendo siempre a todo.
En estas “Esquirlas del espejo”, Miguel Carcasona nos cuenta cómo una tarde de lluvia podemos reencontrarnos con un rostro conocido, y descubrir, en su mirada perdida, que ya no sabe quién fue. De cómo responde la vida frente al infortunio, muestra su fastidio ante la enfermedad y se despide con brevedad e indiferencia. Pero también nos cuenta que, junto a la compasión por la vida vacía, aparece una fotografía en blanco y negro, y tus ojos ven lo que otros ignoran. Que la vida permanece en lo que otros guardaron, y escrito en un verso está, tu recuerdo imborrable.
Nos enseña a ver la vida con los ojos de un niño. El sentimiento de sorpresa e indiferencia que produce un desconocido que llega de Francia en un autobús. De que la vida está en la calle, jugando con los amigos, en lugar de escuchar la cháchara de los mayores. Que la vida de otros nos fastidiará porque nos perderemos el un, dos, tres en la tele, la película del sábado y el partido del domingo, y, sobre todo, porque nos quitará nuestra cama. Que nuestra vida no son sus recuerdos, ni su pasado guardado en la caja de las fotografías, con rostros y nombres que no conocemos. Que cuando se marche y nos deje un recuerdo, el tiempo, la vida madura, nos hará comprender algunas cosas, y arrepentirnos de que se marchara sin escucharle.
Nos enseña la vida enfrentada al destino. Una batalla siempre perdida. La crueldad de perder el amor que nos llegó por carta, de perder la felicidad, después de saborearla y sentirla. El viaje, el regreso al lugar conocido con las palabras del amor antiguo, el arrepentimiento y el recuerdo. La despiadada burla del destino oculto en una bomba sin estallar. No existirá dolor más inhumano, pero ese manantial de vida seguirá fluyendo.
Que una sola vez en treinta años basta para destruir una vida. Que una tarde basta para recordar cuando surgió el amor y como ahora ese recuerdo te produce un asco infinito. El presente destruido con el anonimato de un adulterio y el futuro escrito en el nombre de una enfermedad que asegura una muerte lenta y dolorosa. La desgracia ajena, esa que siempre veíamos indiferentes, ahora nos toca vivirla en carne propia.
La vida sólo da su verdadera medida al enfrentarse a la muerte. A las campanas que tocan a muerto. La muerte que se viste con camisa blanca y traje para ir de boda y tú le recuerdas vivo, conduciendo el tractor y cantando juntos una ranchera. No quieres verle muerto, no quieres llevarte ese recuerdo contigo. Y la muerte pasa envuelta en una sábana que transparenta la silueta del cuerpo y tú te acuerdas de las canciones oídas en ese casete traído de contrabando, cantando al amor con la ventana abierta. Y la víspera de la muerte, entre convulsiones de dolor y la extremaunción rechazada, recuerdas las lágrimas de tu madre. Y tú te ibas a jugar a una faja de rastrojo con tus primos y pensabas en tu primer amor hecho sólo de miradas. Y ves el velatorio en casa, con los hombres que aguantarán despiertos toda la noche, ayudados por el porrón de vino y alguna torta. Y tú jugabas partidos de fútbol en una era, con unas porterías hechas con dos piedras. Y recordarás el último beso a tu padre moribundo y el entierro con sus corrillos de hombres: jóvenes, viejos y forasteros, y te acordarás de tu primera borrachera, de la feria, las casetas, las atracciones y los churros rellenos. Y el funeral de tu padre fue multitudinario y tú sabrás que después tocará reorganizar la casa vacía, devolver los muebles a su lugar, engañarse con la rutina, jugar, montar en bicicleta, vivir el amor imposible, sentir la furia y las lágrimas.
Carcasona nos cuenta que los herederos que abandonan la tierra para buscar un jornal seguro en otro lugar saben que su destino es la muerte. Saben donde vendrá, la forma y el motivo. Saben que su muerte será la venganza de esa tierra por haberla dejado yerma o en arriendo. El castigo por no querer vivir de ella.
Al final, la vida se convertirá en un recuerdo con el que el presente tropieza. El recuerdo de una guerra, un abuelo, socarrón y sabio, en la bancada de una plaza, un amigo al que perdimos de vista, un pasado que otros conocerán en el futuro, una huida, una bomba sin estallar, un destino cruel, un exilio y un silencio de muerte. Una pérdida, un dolor, la palabra para guardar el recuerdo. Y la vida, arrolladora, que sigue latiendo en otros, en nosotros mismos, enfrentándose a todo, venciendo siempre.
Miguel Carcasona, “Esquirlas del espejo”, XX Premio de Narrativa Santa Isabel de Aragón. Diputación Provincial de Zaragoza, 2006.

martes, 25 de noviembre de 2008

De muertos y vivos

Ahora que en Saravillo se está celebrando el doscientos aniversario del nacimiento de Mosén Bruno Fierro, quiero aprovechar la ocasión para recuperar el libro homónimo de José Llampayas que fue reeditado por La Val de Onsera en el año dos mil.
Tal y como nos cuenta Juan Domínguez Lasierra en el prólogo, Mosén Bruno Fierro fue un personaje real que José Llampayas convirtió en tema literario al recoger las historias que de él contaba el pueblo y que lo convirtieron en una auténtica leyenda inmortal.
En 1924 y dentro de la colección Argensola dirigida por José García Mercadal publicaba Llampayas su “Mosén Bruno Fierro (Cuadros del Alto Aragón)” donde junto a anécdotas referentes al popular cura de Saravillo se incluían cuentos, bocetos, aguafuertes y crónicas de tema aragonés.
Las cantelas sobre Mosén Bruno Fierro –el último gran baturro con sotana- se contaban a la antigua: en las noches de invierno, frente a las llamas del hogar, donde crujían las castañas y el jarro de vino pasaba de mano en mano. Los montañeses reían recordando su figura y sus hazañas. Y es que, Mosén Bruno, era un cura zumbón y de pelo en pecho que desafiaba al poder, gastaba bromas y robaba cerdos. Era socarrón, tenía tratos con contrabandistas y encerraba a los carabineros en la torre de la iglesia para que no le molestaran. Tocaba a misa desde la cama, tirando de una soga, y llevaba siempre de báculo una recia cachiporra.
El mérito de Mosén Bruno consistió en ser igual de fuerte que los pastores que habitaban el pirineo. Ser uno de ellos. Y así contaban de él que no tenía rival en el juego de la pelota, tiraba la barra con igual destreza y era gran cazador y aficionado a la pesca.
De todas sus historias mi preferida es la que cuenta cuando ayudó a dos liberales a cruzar la frontera haciendo de espolique en una marcha nocturna en medio de una tremenda borrasca. Uno de ellos resultó ser el general Prim. Dos años después el general presidía el Gobierno, y un hermano de Mosén Bruno estaba condenado a muerte. El cura de Saravillo bajó en una almadía hasta Monzón, allí cogió la posta hasta Zaragoza y luego la diligencia a Madrid. Entro de un empujón en el despacho de Prim y consiguió que el general en persona le acompañara hasta el Ministerio de Guerra para liberar a su hermano.
Pero en el libro de Llampayas junto a las cantelas de Mosén Bruno están también los cuentos de “Aquella tierra cuyo nombre es un baldón: hosca, sombría, rota, hendida, cavada por los torrentes, erizada de altísimos peñascales, y sumida en este hondo silencio de los páramos, elocuente sólo para místicos, pastores y águilas” Las narraciones de Llampayas nos cuentan cómo el paisaje se trasformó con la tala de encinas y pinos para la construcción naval y con las demoliciones y obras para las centrales eléctricas. Nos habla de cómo “Los antiguos caudillos huyeron para adueñarse del llano. Las empresas vinieron al negocio de los bosques y las minas y la tierra quedó para los humildes. Lucha de siglos contra los elementos naturales que exigen sobriedad, trabajo sin medida y amor al terruño” Los protagonistas de sus historias son labradores, canteros, arrieros, carboneros, pastores, cazadores y leñadores.
Las mujeres pobres y su destino de sirvientas. Noches de ronda sin mozos en el pueblo. La tacha de la novia que se arregla con una buena dote. Casas sin herencia, hijos varones emigrados a Barcelona, Francia y América.
Y su vida que se ve alterada por reuniones de espiritistas, maleficios, adivinos y conjuros. Brujos, como Satanás, el pastor, que maldecía los montes para ahuyentar a los cazadores. Y sus costumbres y tradiciones: fiestas de San Pablo y San Antón, bailes con gaita, sayas redondas y calzón corto. Trajes típicos y hogueras anuales.
Y en toda su obra la denuncia del daño que hacían la superstición y la ignorancia; el duro destino de los montañeses, su lucha por la supervivencia en una tierra dura y fría; sus necesidades y abandono, olvidados monte arriba, demasiado lejos y por caminos demasiado estrechos; su alma simple y humana, sus desamores y derrotas, sus sueños, siempre con la mirada bajando el río, hacia la tierra llana.
Y siempre unido a todas esas historias el inmenso amor que sintió Llampayas por estas tierras y sus habitantes, y el eterno recuerdo y admiración por Joaquín Costa.
Pero en realidad para lo que yo quería aprovechar este doscientos aniversario y todo este recuerdo de montañeses y leyendas es para hablar de un hombre vivo, para reconocer el admirable trabajo y la extraordinaria dedicación, pasional y vital, de José María Pisa con el mundo del libro. José María Pisa fue uno de los fundadores de la desaparecida Guara Editorial y en 1993 fundó la editorial gastronómica La Val de Onsera con la que en el año dos mil editó este libro de Llampayas y en la que ha publicado además a otros de autores aragoneses olvidados, cómo Luis López Allué o Manuel Bescós.
José María Pisa es de la misma estirpe, gasta el mismo ánimo y valor que Mosén Bruno Fierro y el mismo espíritu romántico y amoroso que José Llampayas. En este tiempo -perezoso y audiovisual- que nos ha tocado vivir, lo suyo es extravagancia, chifladura, amor insensato y generoso, hazaña extraordinaria, proeza, gesta de loco enamorado. Su labor editorial, su entrega y ejemplo, se merecen celebrar un banquete, un brindis de homenaje, una larga sobremesa y una noche inolvidable de cantelas y anécdotas frente a las llamas del hogar, pasando el jarro de vino de mano en mano.

"Mosén Bruno Fierro". José Llampayas. La Val de Onsera. Huesca, 2000

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Písame, seré feliz bajo tus tacones


¿Podrían en una zapatería regalar un libro por la compra de un par de zapatos? Podrían si el libro fuera “Piel de lagarta” de Angélica Morales.
Podrían si fuera por comprar unos zapatos mágicos con los que un niño pudiera dejar atrás su cautiverio y volar desnudo por la ciudad arrojando bombas cómicas. Si fuera por comprar unas sandalias beige para una bailarina tuerta; o unos zapatos de caramelo para un hombre con pies de humo blanco. Si fuera por comprar unos mocasines color canela para un hombre que morirá doce horas antes del fin del mundo; o por comprar unos zapatos naranjas de tacto delicioso que hacen el pie más pequeño, como de bailarina turca, y que son ideales para ir a un velatorio. O por comprar unos zapatitos de gamuza azul para un ángel que anda en tratos con el demonio.
Podrían regalarlo si fuera por comprar cualquier modelo que sirviera para ponerle nombre a un piropo o un insulto. Si fueran unos botines blancos de caballero o unos zapatos de tacón con los que realizar un sacrificio.
Angélica nos deja en evidencia ante nosotros mismos. Derriba los diques, las barreras y las puertas cerradas. Muestra nuestros pensamientos sin trampas ni engaños; nuestros actos, en crudo, completos, sin cortes ni trucos. Angélica levanta las alfombras, y mira lo que se esconde bajo nuestras camas. Y después, con una fascinante prosa poética y unas metáforas perfectas, cuenta nuestros secretos y nuestros delirios sin ahorrarse una coma ni un puntapié.
Encuentro cierta afinidad con la literatura creativa de Óscar Sipán. Pero Angélica no copia, ella ha creado su propio territorio. Hay obsesiones deliciosas, imágenes que se repiten entre toda clase de zapatos: mujeres barbudas, hombres con sombreros de copa, un sofá de escay, pastelitos, y trajes de rayas y rombos.
Entre todos mi preferido es “Ni gota”. Y es que cada uno tenemos nuestras debilidades y una de las mías es la de los espectáculos feriantes. Me gustaría por una noche ser ese maestro de ceremonias y, vestido con una chaqueta de lentejuelas, presentar a todos esos fabulosos artistas: sirenas barbudas, chimpancés exquisitos que toman te a las cinco en punto, siamesas unidas por los tobillos que desean emprender caminos diferentes, golondrinas que jamás regresan, chinos que desmenuzan cuentos, guapos que matan, feos que enamoran y verdugos que decapitan penas por un módico precio.
El cuento “Un viaje por tus zapatos” resulta extremadamente inquietante, porque a su protagonista le pasa lo que alguna vez he imaginado: llegar por equivocación a la consulta de un psiquiatra especializado en esquizofrenia. ¿Quién se resiste a una historia con ese inicio? Mi subconsciente me llevó hasta “Alicia en el país de las maravillas”, pero Angélica ha convertido esas aventuras subterráneas en viajes por ascensores y escaleras de un edifico de 55 plantas en donde podremos conocer el piso de la dejadez, el del caos, el de los conflictos y el de las dudas, que está justo entre el piso 45 y el 44. Por sus pasillos veremos desfilar a personajes absurdos y mágicos: madres magas y barbudas, un hombre que se llama Plácido Malo, señoras obesas que comen pastelitos, Santa Rita, una familia circense, Teodoro Sí No y su mujer Lorito Loreto.
En esta “Piel de lagarta” la muerte viste gabán azul y calza unos botines blancos y puntiagudos, como de gato callejero. Si un hombre vestido así se sienta a tu lado, encontrarás esa misma tarde tu propia esquela en el periódico.
El único relato en el que no aparecen unos zapatos es el de un sueño en el desierto cabalgando a lomos de un camello, porque los camellos, ya se sabe, es el único animal que no usa zapatos.
Angélica destruye nuestra virilidad en un solo poema en prosa. King Kong era en realidad el muñeco de una mujer con sandalias de tacón fino. Incluso en los supermercados hace poesía con la lista de la compra y la voz de la megafonía anunciando las ofertas del día. La música la ponen las monedas de la caja registradora y el argumento un pisotón sin querer.
Hay crítica social, fetichismo, teatro falso y el monólogo de un hombre tramposo y cobarde. Hay una comedia en verso de un solo acto, un presumido derrotado y una deslenguada tímida y hambrienta. Un requiebro, un regate, un gol en propia meta, un pellizco y una sonrisa maliciosa.
Los penitentes de una procesión caminan descalzos y un hombre sigue a una mujer de peineta y mantilla, medias de cristal y zapatos puntiagudos perversamente femeninos. A veces sería mejor no descubrir el rostro de la ilusión, ni el tono de su voz, ni su lenguaje ordinario. La ilusión resulta más hermosa caminando de espaldas, muda, y sin rostro.
En “Piel de lagarta” está la música de un poema en prosa con la que bailan las mujeres sin suerte, los hombres cobardes y los salvajes; y el destino, que se merece un escupitajo por donde pisa.
He dejado el libro tan sobado, tan repleto de alucinadas anotaciones que me tendré que comprar otro y regalarle este a mi psiquiatra. Le escribiré esta dedicatoria verídica: písame, seré feliz bajo los tacones de tus zapatos.
“Piel de lagarta” Angélica Morales. Libros Certeza. Zaragoza, 2007

jueves, 13 de noviembre de 2008

El lado oscuro


Al acabar sentí perplejidad, impotencia y dolor. Sentí lástima. Rabia y lástima. Quise comprender. Y la pregunta que más me repetía era ¿por qué? Busqué la causa, el motivo, la razón por la que el dolor se adueña de tu cabeza y te hace buscar el olvido respirando dentro de una bolsa llena de cola. ¿Por qué?
Pensé en la fatalidad, en el destino, en la mala suerte. Pensé en un encefalograma en el que aparece cierto tipo de locura, en dibujar a toda tu familia menos a tu padre, en antecedentes familiares, en maneras de autoafirmarse y precoces edades del pavo. Pero me sentí mal jugando a ser psicólogo infantil, hablando de trastorno bipolar y brote sicótico con las palabras prestadas de una serie de televisión, me sentí ridículo pensando en todo ese rollo freudiano de matar al padre.
Es posible que no se trate de entender. Que no necesariamente tiene que haber un porqué. Que todo depende del lugar que elegimos. Ya lo dice en un determinado momento: “La vida a veces no se sabe cómo entenderla. A unos les da por un lado y a otros por otro” Y entonces me dio por acordarme de La guerra de las galaxias y el lado oscuro de la fuerza.
Recordé ese tiempo de la infancia en donde aparecen nuestros complejos, la crueldad y la burla. Gordo, cuatro ojos, pies planos, enano... Apenas empezamos a vivir y los cazadores madrugan y tiran con postas de sal. La veda ha comenzado. Nos defendemos dibujando un círculo, haciendo pandilla y aparentando no tener miedo. Somos mediocres, intrascendentes; somos carne de cañón. En ese tiempo descubriremos los lugares del mundo en los que nunca entraremos. Los clubes de los que nunca seremos socios, como el grupo de los del fútbol. Los triunfadores del colegio, los elegidos para la gloria. Quisimos jugar al fútbol pero le dimos una patada al suelo en lugar de darle a la pelota. Aquello tuvo gracia, fue jodidamente patético. Ahora toca buscar tu sitio y ni siquiera tienes una linterna a mano. Todo es extraño e imperfecto. Y el maldito manual de instrucciones está escrito en chino.
Dentro de “Dibujos animados” está mi primera memoria. Los mismos recuerdos compartidos: los compañeros de clase, los motes del colegio, un descampado donde jugar, la primera comunión, el manual de los Jóvenes Castores, una serie de televisión, Uri Geller, Los Hombres de Harrelson, una academia de inglés, postular el día del domund para faltar a clase y viajar gratis en el autobús, el campamento de verano, los primeros desnudos de la revista Interviú, los bollos y los cromos de fútbol. Tan sólo eché de menos a Mazinger Z.
Y sobre todo, descubrir a alguien que, igual que yo, deseaba que Coyote diera caza a ese presumido de Correcaminos y se lo papeara de una puta vez. Correcaminos era un personaje odioso. Siempre tenía suerte. Y Coyote todo lo contrario.
Ahí se acaban todas las coincidencias. Me temo que yo elegí –sin saber ahora ni el cómo ni el porqué- el lado luminoso, y que otros se sintieron atraídos por el lado contrario. Quizás todo sea cuestión de buena suerte, y de la mala puntería de los cazadores.
A partir de ahí viene el viaje al lado oscuro. Dibujar moros que matan cristianos. Reconocer que algo falla. Ponerse del lado de los perdedores de la historia.
Esnifar cola para olvidarse del mundo y de uno mismo. Esnifar para olvidarse hasta de tu nombre y estar en ningún sitio. Esnifar para librarte del pasado, mandar al infierno todos los recuerdos. Saber que estamos solos incluso en nuestros sentimientos.
Ir al canódromo con los amigos y ganar dinero apostando para comprar cola y beber cerveza.
Ver a tu padre como un hombre sin suerte. Un perdedor, un fracasado, un inútil.
Sufrir una paliza de los macarras del barrio, un golpe con la culata de la escopeta, pedir que les des algo y no saber qué es. El hospital, una pomada para los hematomas y una aspirina para el dolor.
Un padre policía que tiene una pistola en casa con la que podrías disparar a alguien, matarle o dejarle cojo. Coger la pistola y ponértela en la cabeza y hacerte una foto con la polaroid.
Bajar a casa de una vecina coja con la que ver películas de cine-exín. Nunca hablaba, y sus ojos se hacían cada día más blancos. Descubrirte una tarde con las manos en su cuello, estrangulándola. Y tu madre que te miraba sin entender nada. Como aquel día que tiraste el hámster por el balcón.
Un padre muerto al que despreciar, unos amigos, un 124 color mierda y un accidente. Encontrar en todo eso un color amarillo. Un recuerdo amarillo, una cicatriz abierta y el nombre de un amigo que se suicidó.
Esnifar cola para no hablar, no ver, mirarse dentro y ver un agujero blanco. Un hermano que se va de casa, un padre expedientado ocho meses sin trabajo y sueldo que habla como un dibujo animado, un teléfono arrancado, una madre que no dice nada y cose para ganar algo de dinero, una hermana metida dentro de una caja de cartón.
Ya se que no debería sentir lástima ni hacerme preguntas. Que no debo buscar las razones. Las cosas suceden así. Pero en algún lugar del camino la vida se vuelve un paisaje frío e inhóspito. Los fantasmas nos hacen compañía y en lugar de echarles a patadas les tiramos migas de pan, como si fueran las palomas de la plaza. Ya se que no debería sentir tristeza, pero la siento.
Félix Romeo “Dibujos animados” Editorial Anagrama. Barcelona. 2001.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Delicioso helado de tutifruti


Acabé de leer “Abierto para fantoches” y me chupé los dedos. Me gustó tanto que volví a empezar. Como un niño pide repetir el postre. Una bola de cada. Una con sabor a traición, otra invisible, otra de dulce venganza, otra de sed de justicia, otra de soledad y una última con todos los colores de la cola de un pavo real. Y por encima delicioso coco rayado.
Repetí. Lo leí dos veces, sin cansarme, igual que podemos admirar eternamente la belleza. Salí y volví a entrar, como el asesino vuelve al lugar del crimen. Lo bebí con ansia, como apuran la copa los sedientos.
Repetí. Volví a leerlo porque tengo conciencia de incrédulo y espíritu de náufrago. Lo volví a leer para creérmelo, para besar la arena de su orilla. Lo volví a leer para que sus palabras hagan más cálido este maldito invierno. Lo disfruté despacio, como se fuman el último cigarrillo los condenados.
Repetí. Repase mis notas y las emociones sentidas. Lo hice mío, como buscan el calor los huérfanos y el sol de enero los perros callejeros.
Sentí mi casa más pequeña y mi vida hecha de noches en blanco, acosado por el calor que trepa por las ventanas abiertas. Coloqué el paisaje idílico de una playa desierta en la mirilla de la puerta y recé a la buena suerte. Sentí alivio cuando mi mujer me dijo que con la extra de julio nos daría para poner aire acondicionado en casa, y cuando supe que mis vecinos no tenían intención de vender su piso. Patricia me ha enseñado que nuestra vida es corriente e incompleta y que nuestra felicidad está realquilada en la oficina de objetos perdidos. Los seres afortunados y perfectos viven en otros barrios, compran en otras tiendas y sus coches parecen de charol, los vemos en las revistas y en la televisión pensando que son pura fantasía. Pero si uno de ellos aparece en el piso de al lado, no lo dudes, cámbiate de casa, porque te arruinará la vida.
Sentí terror imaginando a una hermosa niña como un ángel pálido, de enormes ojos azules y carita inocente, ahogando a un perro en la piscina de casa. Sentí el mismo dolor desesperado de sus padres al no poder explicarme con la lógica sus juegos, cuchicheos y risas, con alguien que no estaba vivo. Sentí terror al ver a una niña tumbada en la cama, quieta como una muñeca, con las manos cruzadas sobre el pecho y los zapatos nuevos con la suela sin un arañazo. Patricia me ha enseñado que es preferible el juego a la locura, que es preferible ver fantasmas burlones que aceptar la nada y el vacío de la muerte, pero no por eso dejé de sentir un escalofrío auténtico.
Sentí alivio por encontrarme con la risa y el dulce sabor de la venganza. Me enamoré de una voz y pasé noches de miedo y obsesión imaginando que sólo hablaba para mí. Se me atragantó el desayuno con la necrológica del periódico y la tonta caída que puede convertir a tu ídolo en una gárgola. Sentí envidia de los mensajes por error en el contestador y me reí de los muertos que se quejan del traje de verano con el que les enterraron en pleno invierno, y de lo aburridos que son los lugares donde nadie fuma ni echa un trago. Me reí con el gesto de femme fatale con el que se puede derribar a un ídolo de su pedestal y después servir bien fría una venganza. Para celebrarlo sólo hace falta fumarse un cigarrillo y beberse un buen escocés con hielo.
Patricia me ha enseñado a sentir piedad de los débiles y asco de esta vida tan moderna repleta de oportunidades para que los cazadores sin conciencia se fotografíen junto a sus piezas de montería. Sentí vergüenza ajena y deseos de que la justicia exista y de que todos los hijos de puta que cortan coca con una visa oro reciban su castigo. Den con la horma de su zapato. Y rogué al destino para que la princesa de Éboli encuentre algún día a su príncipe azul, ese hombre que, sin sentir lástima ni espanto de su rostro mutilado, bese piadosamente su lágrima más amarga.
Patricia me ha enseñado a temer la fuerza del viento que se cuela por las rendijas de las puertas cerradas. A tener miedo de su ira, que todo lo arrastra y rompe. A temer a todos los nombres del viento, a todos sus colores, y a la música que silba su nombre. Temblar con el rastro frío y la desolación que deja cuando se marcha. Patricia me ha enseñado que la soledad fabrica mentiras con cuerpo de mujer y nombre de viento. Que no hay peor locura que descubrir el silencio de la ausencia.
Patricia me ha enseñado que debemos huir de las mujeres que se aburren y se quejan de que nunca les pasa nada mientras esperan a que su viejo marido fallezca y les deje en herencia toda su fortuna. Que debemos saber que el capricho del que lo tiene todo consiste en fabricarse un amante a la medida de su antojo, igual que encarga un vestido a su modista. Que su egoísmo sin límite les impide aceptar que alguna vez les tocará perder; así que el día que ya no les divierte que su juguete hable repitiendo versos de Shakespeare, lo matan con una excusa sacada del diálogo de una telenovela. Patricia me ha enseñado que el amor verdadero nunca se desdibuja, aunque haya parecido un sueño.
Delicioso helado de tutifruti. Con una bola de cada sabor y una pizca de coco rayado. Volvería a repetir ahora mismo.

“Abierto para fantoches” Patricia Esteban Erlés. XXII Premio de narrativa Santa Isabel de Aragón. Diputación de Zaragoza. 2008.

viernes, 31 de octubre de 2008

Un reloj y lo demás


El título y la portada hacen a un libro visible. “Vísperas de nada” es un título poético y atrayente, pero yo me lo compré por la fotografía de la portada. Me hubiera dado igual el título.
Me lo compré sin saber nada del autor ni del contenido, sin carta de recomendación ni bendición apostólica. Lo compré porqué me quedé fascinado por esa imagen, por ese reloj que deja el pasado en blanco.
Nunca me había enfrentado a nada igual. No soy capaz de explicarlo. Las palabras me parecen completamente inútiles. Tan sólo la mirada sirve. Ese reloj es una metáfora visual demoledora. La perfecta representación en una imagen de lo que significa el tiempo en nuestra vida. Una cuenta atrás. A las nueve menos veinte todo se acabará. Un día 13. Seguramente martes.

Lo demás; lo que estaba dentro; vino después, al abrir el libro.

Me gustan los libros de relatos cortos. Mi madre diría que es porque soy un vago, y seguramente tenga razón, pero a mí me gustan porque pasan muchas cosas distintas en muy poco tiempo. Como los anuncios de la televisión.
Con estas “Vísperas de nada” de Miguel Ángel Ordovás tuve la sensación de estar haciendo zapping en casa en lugar de estar leyendo un libro. La literatura se convirtió en cine y estuve viendo películas dentro del libro. En cada canal ponían una diferente. Ventajas de la televisión de relato corto.
Primero fue una de cine negro. Al viejo estilo. Un asesino a sueldo vuelve a la ciudad de la que tuvo que huir. En esa ciudad que la muerte arrancó de su memoria se reencuentra con su pasado y con un amigo mezquino y cobarde que le encarga un trabajo. Las cosas han cambiado mucho. Su nombre es otro y ya no bebe ni brinda por los viejos tiempos. Su rostro impasible está repleto de ángulos rectos. Su vocabulario tiene muy pocas palabras. Pero el amor es una tormenta imprevisible que se desliza entre los pasos de baile y las notas de una buena orquesta. El mañana ya no importa después de que el amor de veras haya perdonado todos nuestros errores. Siempre quedará una canción que nunca olvidaremos.
Después vi una película en cinemascope. Me acordé de “El coloso en llamas”. El escenario era una ciudad encerrada en el anillo de fuego de un incendio que avanza devorándolo todo. El fuego ha dividido en dos a la ciudad. Un hombre está atrapado sin escapatoria. En su huida se presenta en el lugar inadecuado y se convierte en testigo molesto de un asesinato. La buena suerte cae dos veces del cielo. Al terminar, mi ropa olía a humo y cenizas, y me dolía el hombro de cargar con un muerto.
La siguiente fue un clásico de ciencia ficción en blanco y negro. Llegué con un comisario y un juez hasta un laboratorio subterráneo y secreto, con puertas que se abrían con tarjetas electrónicas y científicos con gruesas gafas de concha. Me enseñaron una máquina que conseguía hacer hablar a los muertos, y a los asesinos, arrepentirse de no haberles cortado la lengua.
Cambié de canal y vi una película americana moderna. La breve historia de un gángster salvaje. Su vida dura un solo día en el que le da tiempo a madrugar para golpear con su cinturón a una mujer, patear a un perro, perdonarle la vida a un recepcionista y a un camarero, recibir el encargo de acabar con la competencia desleal, darle una paliza por estrecha a la rubia-starlett que se beneficia su jefe, golpear en el hígado a un borracho, entrar en una casa con un 45 en cada mano y probar el sabor del plomo al salir al porche después de un trabajo bien hecho. El mundo es un lugar lleno de trampas y hay tipos que entran en el infierno por la puerta grande.
La siguiente me hizo cómplice de un pirómano. Y es que si lo necesitara mentiría para ofrecerle una coartada. Dos antiguos compañeros de estudios se encuentran después de muchos años. Uno resulta ser un ganador y el otro un perdedor. Uno triunfa y el otro sobrevive. El motivo es lo de menos. Tan sólo es la gota que colma el vaso. Le hice compañía en el coche mientras esperaba, fumando, sin hablar. Sabiendo lo que iba a hacer, comprendiéndole. Estaba allí para evitar que se rajara, por mí y por todos los perdedores del mundo. Vigilé mientras él apalancaba la puerta, comprobé que no se había dejado ningún rincón sin empapar, le dejé mi caja de cerillas. Me sentí feliz en esa tarde de domingo, con el olor a papel y vanidad calcinada.
En otro canal dieron una película española que convirtió una anécdota en algo entrañable. El destino puede venir escrito con tinta invisible en un requerimiento de la agencia tributaria para revisar nuestra declaración de la renta. Y puede además avisarnos con el pitido de un arco detector de metales. Podemos vaciar nuestros bolsillos de todo lo aparente, podemos desesperarnos sin saber dónde está la respuesta, podemos pensar incluso en conspiraciones y en vigilantes que quieren reírse de nosotros viéndonos con los pantalones en los tobillos. Al final resulta que llevamos metido en el cuerpo un pequeño trozo de metal y que aquella carta y esa comedia nos salvarán la vida. Aprendí que toda la amargura, todas las ocasiones perdidas, todo lo que callamos y el amor que no fue, todas nuestras derrotas y sinsabores nos dejan una huella que se cristaliza dentro de nuestro corazón.
Y ese maldito reloj sigue avanzando, dejando el pasado en blanco, empeñado en su cuenta atrás. Todavía nos queda tiempo. Hasta las nueve menos veinte. Un día 13. Seguramente martes.
“Vísperas de nada” Miguel Ángel Ordovás. Libros Certeza. Zaragoza 2007.

viernes, 24 de octubre de 2008

El ojo de un remolino


Anoche un desconocido me dejó un mensaje en el contestador. Un hombre con acento extranjero me decía: No entiendo porqué te parece tan extraordinario. Tan sólo es un escritor de frases geniales. Un tipo ocurrente, original; pero ese libro no tiene ni pies ni cabeza, es una boutade.
Recordé una de las frases del libro: Los hambrientos rabiaban con el aroma de los guisos que nunca probarían.
Me fui a trabajar y me olvidé del asunto.
Al mediodía, antes de ir al bar a tomar café, compré el periódico en la gasolinera. Hoy es jueves. Me guardo el cuadernillo literario y tiro el resto a una papelera. En el suplemento venía un artículo sobre el libro: “…su literatura recuerda al teatro del absurdo, es un ejercicio arriesgado al que debemos reconocerle la novedad de intentar trasladarlo a la literatura, pero es fallido por intangible…, es imaginativo y original, pero me temo que se queda en un estiloso ejercicio de pirotecnia...”
Pensé que se había quedado en la superficie. Como si el agua fuera una pista de patinaje, un cuerpo opaco y sólido. Sin hacer el esfuerzo para ver lo que hay debajo; ir más allá. Muchas veces he leído en las solapas y contraportadas de los libros citar al universo creativo de un escritor como su mejor virtud. Pues bien, Óscar Sipán lo ha creado. Me lo presentó en “Rompiendo corazones con los dientes” y tuvo su continuación en “Guía de hoteles inventados”.
En “Leyendario” ese universo conocido de hoteles y cafés decadentes, galgos, duelos a pistola, ciencias ocultas y manicomios se conserva y expande, aumenta su nómina con nuevos elementos: reliquias, amuletos, pozos de los deseos y una fábrica de espejos. Nuevos personajes: el hombre con branquias, un cantante de zarzuela aquejado de una crisis aguda de hipo y Barber el gato que precede a la muerte. Nuevas imágenes: prostitutas con un colchón sujeto a la espalda y la casa de la crueldad. Y, enroscados en su sombra, los animales mitológicos surgidos del agua: el pez cueva, el Saburuko, o Skrenta, híbrido de pez, hombre y escualo.
Mientras unos se entretienen en pintar bodegones, Óscar rompe el hielo de los estanques congelados. Cada uno elige sus propias terapias, sus magos favoritos. Yo acudo a los libros de Óscar cuando el día amenaza ruina. Recordé otra de las frases del libro: escribir es colocar una bomba en la realidad y con los pedazos contar historias.
Cuando volvía a casa la policía disolvía las colas en las librerías y los agentes del gobierno regalan entradas para el fútbol y vales descuento para comprar televisores.
En el buzón encontré una carta de La Academia de Historia Natural y Ciencias Exactas en la que me indicaba que el libro “Leyendario” de Óscar Sipán había sido incluido en la lista de libros perniciosos por inexactitudes y falsedades. Pensé que a diferencia del aire, el agua oculta lo que vive en su interior. Una puerta mágica tras la que puede vivir todo lo que queramos imaginar. Recordé otra frase del libro: La gente necesita desesperadamente volver a creer en milagros y prodigios.
Enciendo la radio. Un hombre ha llamado a la emisora para quejarse de su vecino escritor. Dice que escribe por las noches y que el ruido del teclado del ordenador no le deja dormir.
En la radio el locutor aprovecha la queja para recordar entre risas la anécdota aquella del escritor que fue sorprendido por la policía quitando la antena de su tejado durante el toque de queda. Fue detenido y llevado al juzgado de guardia y al vaciar sus bolsillos lo único que llevaba encima era una libreta con las páginas en blanco. El fiscal lo acusó de actos subversivos y le condenaron a prisión incomunicada para evitar el contagio.
Llamé a la emisora. Me identifiqué con mi verdadero nombre y apellidos. Dije que eso era mentira, y que lo sabía porque yo estaba allí. Dije que aquel escritor no llevaba ninguna libreta y que al vaciar sus bolsillos aparecieron un boleto de apuestas del canódromo, la factura de una sombrerería, el recorte de una noticia del diario local, una caja de cerillas de un hotel, un retrato de Zelda Zonk, una tarjeta de Sindulfo García –inventor- comunicándole su nueva dirección en Rávena y el éxito de sus inventos, un billete usado del tranvía, un papel con la anotación KNO3+S+C y un dibujo en tinta china con la marca O.S.
Ya saben la verdad –les dije-.
Colgué el teléfono y apagué la radio.
Recordé otra de las frases del libro: Los grillos cantan la misma canción sin letra de todas las noches.
Sé que esta noche vendrán a por mí. Los estoy esperando con las luces encendidas. Conozco los cargos. Me acusarán de no respetar el toque de queda y de hacer metaliteratura.
“Leyendario. Criaturas de agua”. Escrito por Óscar Sipán e ilustrado por Óscar Sanmartín. Tropo Editores. Zaragoza 2007.

martes, 21 de octubre de 2008

Pequeña joya ilustrada


(Sobre la edición de "Leyendario" y los dibujos de Óscar Sanmartín)


Lo tengo sobre la mesa. Acaricio la portada, los bordes erosionados de la sobrecubierta, las esquinas rotas. No soy un bibliómano; tan sólo un viejo sentimental. Es una herencia; como todos los libros antiguos que hay en mi casa; supervivientes de mudanzas, pleitos y naufragios. Están todos en una habitación oculta tras una puerta falsa, a salvo de la codicia de los anticuarios y sus perros de presa, comisionistas sin escrúpulos que se cuelan en las casas disfrazados de agentes de seguros interesados en inventariar el contenido de un continente. Conozco bien sus métodos.
En el interior del libro, guardada como una mariposa de papel marchito, hay una hoja de un diario de provincias, la noticia que cuenta que este libro de Tropo Editores recibió del Gobierno de Aragón el premio al mejor libro editado en 2007.
Ahora hace cien años.
Junto a la noticia hay una fotografía en la que se ve a un hombre sentado en el borde de un turbio canal sujetado una caña de pescar con el hilo sumergido en el agua. A su lado otro hombre sonríe y sostiene una red y un arpón. Junto a ellos un galgo atigrado observa la escena. Por detrás una nota manuscrita: Con O.S. a la caza del Saburuko. Canal Imperial. Zaragoza 2008.
Sobre la guarda de la tapa, delante y detrás, el ex-libris de su anterior propietario, el nombre con letra gótica en los bordes: Jeremías Barés Fayón, y en el centro el dibujo a carboncillo de la cabeza de un dragón atravesada por una lanza. En el margen derecho la firma del autor: O.S.
Los libros ilustrados son especiales. Los coleccionistas lo saben. Los mercaderes de papel, también. Por eso mandan a sus perros a cazar por los rincones de las casas más viejas de esta ciudad.
Este ejemplar mío de “Leyendario” conserva la sobrecubierta original con el magnifico dibujo de la portada, el mejor de la serie: la bestia correosa y elástica con el tranvía nº 5 enroscada en la cola, como si fuera una lengua tragando una píldora. Lo corriente y lo fantástico. La simbiosis perfecta que existe en este libro entre texto y dibujo.
La sobrecubierta protege el dibujo de las tapas. Una greca de sabor antiguo: un hombre barbado, peces y frutas. Los detalles que le hacen especial. Una pieza delicada de amor y orfebrería. Las guardas en papel color burdeos, las dos hojas de cortesía o respeto, la acertada elección del papel estucado de 180 gramos, pensada para aguantar el viento del tiempo. Un hermoso trabajo artístico.
Dicen que es un libro buscado en las librerías de viejo. Un libro raro, agotado. Los coleccionistas lo tienen bien guardado, expuesto en vitrinas blindadas. Los ingenuos y los advenedizos lo buscan por las estanterías más oscuras; preguntan por él, sueñan con su hallazgo. Pero es inútil. No está. Si aparece alguno no se pone a la venta. El librero sabe que hay clientes interesados. Les llamará por teléfono y se relamerá como un gato glotón al decirles el precio. Lo venderá con la tienda cerrada. En secreto. Con un hombre armado guardándole la espalda.
Miro el mío. Soy afortunado.
Los dibujos conocidos de Óscar Sanmartín, mil veces vistos: el hombre con un tentáculo en lugar de cabeza, que recuerda a Gregorio Samsa.
El retrato del hombre con branquias, con la cabeza oculta en una escafandra de agua dulce, y a la vuelta, como la otra cara de una moneda, su cuerpo desnudo, su cabeza convertida por el desamor en una raíz seca.
Un velero varado sobre el lomo cuarteado de la luna.
El pez cueva y su inquietante interior oscuro.
El Saburuko, dragón sin rostro y ladrón de barcas, llevando a cuestas su caparazón, como una tortuga tímida.
Una torre sobre una ola de piedra.
Una criatura palmípeda intentando alcanzar un cubo de agua, y su grito y su lamento, tensando su brazo.
El extraño animal, mezcla de lucio, escualo y atleta griego, atrapado en el hilo que destapó su anonimato.
La caja del fluido garcía devolviendo la vida a unas ancas de rana y el Anacronópete, aeronave de hierro para viajar en el tiempo. El sueño de Enrique Gaspar hecho realidad.
El exterminador y su lanzallamas, flautista de Hamelin convertido en buzo de cloaca.
Un cofre vacío vigilado por una estrella de mar, la auténtica leyenda del dorado.
Los ataúdes de plomo y su vuelo al olvido.
Un calamar con piernas, la sirena incompleta que nadie amará en su monstruosidad deforme y su fracaso.
La caja del feriante ambulante, con ruedas y saeteras para que los hombres puedan admirarse de la extrañeza enjaulada.
La pierna disecada de una sirena, capricho caro de un coleccionista, que no es más que el trabajo de carpintería de un escenógrafo.
Y el último, el más inquietante, el cuerpo de un hombre sin rostro y sin brazos, con aletas en lugar de pies, volando sentado en una silla.
Las criaturas surgidas del agua, la imaginación y lo inaudito se vuelven corpóreas, posibles y reales en los dibujos. El color del papel, la técnica escogida, como de grabado antiguo, envejecen el dibujo y aumentan el misterio de su imagen, como si estuviéramos ante el descubrimiento de un secreto.
Eso me recuerda aquella leyenda susurrada en las húmedas trastiendas de las librerías de viejo. Hablaban de unos aguafuertes sin firma, pero atribuidos a un dibujante y modelista de Zaragoza, que desaparecieron de la biblioteca secreta de un anciano que fue encontrado muerto en su casa, ahogado en la bañera, con una extraña alga metida en la boca.
"Leyendario. Criaturas de agua". Escrito por Óscar Sipán e ilustrado por Óscar Sanmartín. Tropo Editores. Zaragoza 2007.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Cabalgando de nuevo


Las películas del oeste nunca fueron para mí un argumento para jugar. Un paisaje desértico, polvoriento y caluroso, puebluchos de mala muerte, rebaños de vacas y tipos montados a caballo. Yo soy un niño de ciudad que creció viendo la televisión y que jugaba a “Los hombres de Harrelson” y a “Starsky y Hutch”.
Pero en “Vivo o muerto” están los diez relatos de un mundo propio. Están las diez historias que nos cuentan ese tiempo de la memoria cuando el mundo del oeste americano llegó a nuestro paisaje y se volvió real. Un mundo de aventuras y pistoleros con el que los niños soñaban al salir del cine, cabalgando sobre caballos invisibles y disparando con pistolas de madera. Los huertos eran bancos para atracar, en el pueblo peleaban dos bandas, y ver un colt auténtico podía ser la mayor de las aventuras y el motivo para caer en una trampa.
Un mundo real que los adultos tuvieron la oportunidad de vivir para morir sin decir una frase, la excusa para abandonar el pueblo y trabajar en el cine de extra, beber whisky y cambiarse el nombre. Convertirse en lo que no eran.
Cuando el viento cambió y las caravanas se fueron, los niños mudaron de juego pero los adultos se cayeron de golpe del sueño. Los Estudios donde se inventaba el oeste cerraron, y les quitaron sus sombreros y sus pistolas. Ya no tendrían que morir bien, ahora tendrían que vivir trabajando de albañiles o vendiendo chicles y tabaco en un cine. Pasó su juventud, se gastaron el dinero y se bebieron todas las noches entre sonrisas y partidas de cartas. Ahora sienten lástima de sí mismos y cuentan a los camareros películas del oeste.
En ese mundo de “Vivo o Muerto” había también directores de cine. Profesionales despreciados por sus compañeros porque consideraban a esos spaghetti-westerns productos de serie B; un burdo espectáculo de entretenimiento que resulta hoy patéticamente cómico y repetitivo.
Ese mundo era la pasión y el motivo para vivir de un pastelero que al cerrar el negocio se convertía en Frank Logan, se encerraba en la cocina después de cenar, sacaba el estuche de la Olivetti y se ponía a escribir novelas del oeste. Historias de sangre y polvareda.
Los actores eran rubios, con ojos azules y de nombre americano, pero que resultaban ser italianos. Como el pelo y los ojos de una belleza que duele entrevista en un cine de verano por donde revoloteaban los murciélagos. Un tiempo para jugar a los cow-boys y descubrir que el amor es un dolor triste y dulce que oprime el pecho.
Las actrices sufrían mal de amores, se sentían cansadas y desdichadas y sentían ganas de huir mientras su belleza las convertía en mitos eróticos ante el espectáculo de sus piernas desnudas y la insinuación de que no llevaban nada bajo un poncho de lana.
Los actores americanos, estrellas y canallas, conquistaban a las mujeres de los pueblos donde llegaban con su acento extranjero y sus gafas de espejo. Ellas caían enamoradas de esos falsos pistoleros de mano zurda que les prometían volver pero que no cumplían sus promesas. Penélopes españolas a las que la espera y el engaño volvía locas. Hijos bastardos del falso amor, rubios en un pueblo de rostros sucios que se vengarán del mundo, su farsa, y sus burlas, disparándoles por la espalda.
En “Vivo o muerto” también está una genuina historia del oeste con todos los ingredientes imprescindibles: una mina de oro abandonada, un pistolero malherido, un hombre llamado Cuervo, una moneda, la avaricia que desencadena la muerte, los malvados, la chica, la huida, un tesoro escondido en un cementerio indio y unas serpientes venenosas.
Los caballos eran alquilados, los pueblos solo eran fachada, pero estas películas fueron la luz para un tiempo triste con olor a cerrado, el pasaporte de los hombres libres. Cuando su caravana llegaba a un pueblo lo transformaba todo. El paisaje, la mirada, la locura de una mentira que se vuelve realidad. Dejaba su huella de muerte, la historia que nunca se olvida y de la que nadie quiere hablar.
Hace mucho tiempo que se fueron, pero algunos dicen que en Los Monegros, las noches de luna nueva, se escucha el aullido de los coyotes.
“Vivo o muerto. Cuentos del Spaghetti-Western” Varios Autores. Tropo Editores. Zaragoza 2008.

viernes, 10 de octubre de 2008

La última partida


Los juegos de cartas siempre me han producido indiferencia. Desconozco sus virtudes y no comprendo sus emociones. Ni tan siquiera sé jugar al guiñote. Pero lo que sí conozco –y bien- es la niebla. Lo que significa vivir dentro de ella.
La niebla puede ser invisible o hacerse evidente. Cuando es invisible resulta peligrosa, vive en nuestras entrañas y no la vemos. Cuando se hace evidente es demasiado tarde. Estás perdido, desorientado, y no ves la salida. Muchos viven y mueren atrapados por ella. Pero también algunos consiguen salir.
Esta es la historia de un hombre afortunado que consiguió salir de esa maldita niebla. Salvarse. Escapar. El resto es magia. Misterio. Leyenda. Y un final que no voy a desvelar y que les aseguro no va a dejar indiferente a nadie.
Hay mucha vida en esta novela. Hay personajes y humanidad. Un padre separado, una ex mujer y una hija adolescente en la edad del pavo. Hay amor, timidez y dudas, y un secreto que guardar. Hay lugares conocidos, casas vacías, bares y ríos; y hay ciudades y filosofías por descubrir. Hay desencantos, supervivencia, madres y vecinas, abuelos y palomas, amistades y borracheras. Sueños envueltos en niebla. Hay un perro guardián llamado Arcángel. Hay juego, avaricia y orgullo. Hay aventura, misterio, azafatas, vagabundos y sombras. Hay muerte, miedo, una huida, llamadas telefónicas y un viaje en barco. Hay objetos, una navaja de afeitar, pasaportes falsos y naipes con alma. Hay preguntas, un destino y un beso sincero.
Pero, sobre todo, hay dos citas fundamentales. La primera es que “La verdadera felicidad consiste en conocer las propias capacidades y ser capaz de expandirlas. Conocerse a uno mismo y trabajar por mejorar. Pero hay un problema, eso cuesta esfuerzo y dolor”. Y la segunda es que hay que “creer en una victoria. Si te preocupa perder, perderás”.
Un jugador profesional de póquer recibe el encargo de jugar una partida. Acepta el trabajo porque puede ganar dinero suficiente para retirarse definitivamente. Se trata de un perdedor, un derrotado, un viejo maestro que sobrevive a base de oficio, habilidad y un par de trucos. Ese trabajo es para él la partida final, su última oportunidad para redimirse, romper con el pasado, recuperar la dignidad. Encontrar la salida. Salvarse. Jugar esa partida para ganarla.
Esa última oportunidad le llevará a comprender que nuestro peor enemigo somos nosotros mismos. A conocer el dolor y vencerle. A beberse todas las botellas del mini-bar de la habitación de un hotel y dejar que el dolor te hable. La vida de un jugador: partidas, noche, ausencia, silencio. Y el precio que hay que pagar: soledad, camas vacías, alcohol, adulterios. Un matrimonio roto. Puertas que se cierran. Abandonos. Y la consecuencia: vacío y ansiedad. Cometer un acto desesperado. Destruirse. Dejarse ganar la partida que le hubiera otorgado la inmortalidad. La renuncia. La derrota en la final de la serie mundial de póquer.
Descubre también que hay algo más que puede salvarte. Un sentimiento poderoso: el amor. La emoción de las primeras citas, los nervios, volver a tener veinte años. Vencer el miedo a defraudar al amor, el miedo a no saber qué pasará, qué hacer. Encontrar la esperanza y la calma del amor compartido. El sueño en los brazos de otro. El tacto de su piel. La vida que queda. La sonrisa que deja el amor.
Todos tenemos nuestro lugar guardado en el mundo. Unos lo encuentran, otros no lo hacen nunca. Algunos tienen la magia de su lado. Esta historia nos hace creer que a los luchadores les llega su recompensa. Que los que creen en el amor, lo encuentran. Lo importante es saber quién eres aunque viajes con pasaporte falso. Que la vida es como arrimarse a un cerezo japonés en primavera.
Todos mereceríamos que esa maldita niebla se deshiciera, nos permitiera encontrar nuestra alma, nos dejara volver a encontrar el amor que creíamos perdido. Todos mereceríamos tener suerte. Conocer la magia de nuestro destino, la razón de estar en este mundo. Todos deberíamos tener la oportunidad de jugar esa partida y ganarla. La suerte de recuperar tu alma.
Esta historia es como prender una cerilla. Rascas y la llama surge despacio, después, coge velocidad, crece imparable hasta que llega al máximo: azul, negra y amarilla; triangular y afilada. Deslumbra. Durante un instante mantiene la esperanza de su luz ante tus ojos, después se apaga. Queda un diminuto rescoldo que parece infinito y un humo azul que pretende ser llama. Parece algo simple e inútil, pero la cerilla prendió, dio luz, iluminó, y su calor consiguió disipar la niebla.
Mario de los Santos. “Cuando tu rostro era niebla”. Onagro Ediciones. Zaragoza 2008.

miércoles, 1 de octubre de 2008

El lado derecho de la cama

Al terminar el libro barajé varias teorías. Una primera hablaba de esa cosa de enseñar divirtiendo. Dejar en evidencia todas nuestras miserias humanas y descojonarnos un rato. La risa como terapia. Abandonar el alcohol y empezar a comer sano y hacer algo de deporte. ¿…? Dejé ese camino y bajé a la nevera a por una cerveza bien fría. Encendí otro pitillo. Me horrorizan las monsergas y los talleres municipales.
La segunda me llevó a pensar que sólo eran realidad el primer y el último capítulo del libro. El uno y el doce. El resto es una fabulosa alucinación. Las verdades del loco y el borracho. Un cerebro parlante metido en una quesera. Una novela de ciencia ficción.
La tercera me producía inquietud, terror y desconfianza. Los informáticos y los científicos siempre me han parecido sujetos peligrosos. Todo resultaba demasiado real, factible, una predicción de futuro. El visionario; otra vez el loco diciendo las verdades, la pesadilla. Y es que de verdad creo que a la gente le encantaría cambiar de cuerpo, que lo harían si pudieran. Resetear su memoria, poner el contador a cero, olvidar, vivir sin dolor. Tirar a la basura su conciencia y tener un holograma en el salón, una realidad virtual que alquilar por horas para hacerles compañía y desenchufarla cuando moleste o aburra.
La cuarta me llevó al examen de conciencia, a borrar el historial de las páginas web que he visitado y a pensar que yo no soy mejor que ellos, que a mí también me gustaría comprarme el cuerpo del hombre más deseado del planeta, decir lo que me diese la gana, dejar de ser un don nadie invisible, volver tarde a casa y no tener que dar explicaciones. Vivir sin pedir disculpas.
Esto empezaba a ser un juego peligroso. A lo mejor era buena idea quemar el libro e irme a ver la tele.
La quinta fueron las comparaciones odiosas. El veneno metido en el cuerpo. ¿A quién mataría para cambiar mi vida? Salieron varios nombres. Imaginé mi vida sin esas personas. Sentí el alivio de una nueva vida, la euforia… y la culpa persiguiéndome siempre. Y las malditas consecuencias de nuestros actos, el odio, la venganza, y la imposibilidad de retroceder, ese programa de deshacer que no se ha inventado, esa tecla que no existe.
La sexta me trajo la aventura, la emoción inverosímil de vivir en el cuerpo perfecto de una mujer hermosa, sentirme deseada y poderosa. Y sentí vergüenza de mí mismo, me convertí en un perro que olisquea el culo a sus semejantes, me sentí culpable de mis miradas lascivas, de mi última erección.
Quise sentir el amor intenso de los paseos por el parque bajo la lluvia, la fuerza del amor que supera cualquier obstáculo. Quise que alguien me salvara, abandonara todo por mí, arruinara su vida. Quise huir, hacer lo que me diese la gana. Pero descubrí que la felicidad se acaba y llega el arrepentimiento, que lo perfecto es aburrido.
Quise ser un millonario elegante, cínico y nihilista. Quise ser escritor y borracho... y tuve que reconocer que siempre es demasiado tarde para algo. Resignarme a vivir, aceptar que el libre albedrío no existe. Que no es posible una vida sin miserias, que los recuerdos nos persiguen. Que la mejor realidad es la ficción.
Solicité un curso por correspondencia para aprender a leer entre líneas, descubrir el mensaje que se oculta en esta historia, y me mandaron un espejo de mano, un kit de maquillaje y una pistola cargada. Esa noche soñé que estaba tumbado en el sofá de casa sin hacer nada, mirando el techo. Entonces entraban dos hombres en el salón. Uno iba disfrazado de payaso, el otro era Luis Buñuel. El payaso me golpeaba con un garrote mientras gritaba: ¡Despierta! Buñuel se reía y grababa la escena con una cámara de súper ocho.
La séptima me hizo pensar en un secuestro. Un espíritu burlón que decía ser mi conciencia venía a buscarme a casa y me llevaba entre carcajadas y a toda leche de un lugar a otro. Una noria. Una montaña rusa. Un hospital. Una cárcel. Soy la felicidad, la verdad, la mentira y el sueño. Me decía. Hijo de puta. Tanto viaje para al final devolverme al mismo sitio. Al mismo bar, al mismo trabajo, a la misma rutina.
La última es siempre la suma de todas las anteriores. La teoría ecléctica. El mogollón. Todos los ingredientes agitándose en la coctelera. Me dio por pensar en mí, en mis contradicciones, en el reflejo de mi propia vida, en la culpabilidad, la insatisfacción humana, la contradicción permanente en que vivimos. La felicidad momentánea. El hurto.
No hay remedio. Tan sólo lucha.
Por lo menos sentí alivio al comprobar que duermo en el lado derecho de la cama. Algo es algo.
Mariano Gistaín. “La mala conciencia” Editorial Anagrama. Barcelona 1997.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Búsqueda


Lo primero que sentí fue envidia. Y de la mala. La misma que sientes cada 22 de diciembre viendo el telediario.
Irse a París a estudiar literatura a la universidad de la Sorbona. Vivir en un piso con vistas al Sacré Coeur y con una chimenea tapada reutilizada como baúl de vino y tabaco. Aunque sea un quinto sin ascensor. Qué envidia.
Pero estoy harto de tanta queja y tanto arrepentimiento que no sirven de nada. Este año también habrá un 22 de diciembre y tampoco seré yo el que salga en el telediario bebiendo a morro de una botella de cava. Así que decidí irme a París y volver a tener veinte años, subir hasta un quinto sin ascensor y disfrutar de las vistas, recorrer la ciudad en bicicleta y frecuentar las calles por donde no pasan los turistas.
Al principio lo entendí como un diario de noventa y ocho entregas, y pensé en el esfuerzo, en la voluntad de escribir, en querer algo y proponérselo. En la constancia. Pensé en esos días en los que llegas a casa derrotado o borracho y en lugar de lavarte los dientes y meterte en la cama a dormir la mona te pones a escribir unas líneas. O que al día siguiente, entre clase y clase, con el segundo café de la mañana, aprovechas el tiempo para guardar la vida en un papel. Escribir telegramas que no enviaremos a nadie.
La inmensa mayoría iniciamos un proyecto, empezamos con ilusión, pero me temo que, como esos deseos para el nuevo año que requieren esfuerzo y constancia, no sobrevive a la primera excusa. Cambiamos el romántico quinto sin ascensor por un bajo con jardín. Sin embargo, Aloma se lo propuso y lo consiguió. Aloma estudia literatura pero tiene claro que quiere ser actriz. Aloma escribió un diario sin pretender hacer literatura. Contar las cosas que hacía, las cosas que le pasaban, las personas que conocía. Hablar de sexo y amigas, de tu novio y de ilusiones, de bicicletas, calles, películas, profesores, música, cigarrillos, teatro de vanguardia, dudas y una inmensa ciudad de novela. El estilo es lo de menos. Parece escrito con prisa. Sin detalles. Seco al paladar. Pero acabas acostumbrándote al sabor. Y te das cuenta de que el estilo no es lo importante, que cada uno tenemos el nuestro, nuestra forma de contar las cosas. Unos hablan mucho, otros poco o lo justo. Unos son serios, parecen enfadados cuando no lo están, otros –como yo- son charlatanes y excesivos.
Pero me di cuenta que era algo más que un diario. Que no era sólo eso.
Pensé en cómo era mi vida con veinte años, en el último año de la Facultad. Una vida echa de madrugadas, fiestas, borracheras, risas e inconsciencia. El futuro era algo que te hacia encogerte de hombros. La vida de Aloma se parece a la mía, fiestas, conciertos gratis con cerveza barata, profesores cretinos, viajar y dormir en un coche… pero hay algo completamente distinto, algo esencial. Ella sabe lo que quiere y vive la vida de sus veinte años sin miedo.
Tiene suerte, es verdad. Suerte de vivir un amor así, de contar con la compañía, la complicidad de un amor así. Tiene suerte de unos padres que la apoyan y no mirarán su vocación como un fracaso, que respetarán sus decisiones. Que viajarán hasta París para verla actuar en una obra de teatro sin texto ni argumento y no le harán ningún reproche.
Pero al final me di cuenta de que “París tres” es en realidad una búsqueda. Que la vida se trata de eso: buscar. Irse a vivir a otra ciudad y buscar tu sitio. No arrepentirse. Viajar sin mapa. Asombrarse. Recorrer una ciudad y acordarse de una novela. Querer ser actriz y buscar en el tablón de anuncios de la facultad. No tener miedo y decir que sí. Hacer de taquillera en lugar de actriz. Sobrevivir a la estafa y a los desengaños y no perder la ilusión. Hablar con un desconocido. Sonreír y guiñar un ojo. Saber que ser contradictorio te hace humano. Salir a la calle con un bocadillo y una cámara de fotos. Comprarse abrigos de segunda mano. Madrugar los sábados para buscar a Milan Kundera cerca de Notre Dame y no encontrarle. Recordar que tu madre te dijo que el que tropieza y no se cae, adelanta.
Saber que un domingo de octubre llega el final, y entonces, toca sonreír y seguir buscando.


Aloma Rodríguez “París tres” Xordica Editorial. Zaragoza 2007.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Trastes viejos


Al ver este libro pensé que, además de ser un tipo raro, era también un hombre sin suerte. Y es que en mi familia no hay nadie interesado por las antigüedades. Trastes viejos, los llama mi padre.
En su casa nueva se conservan algunas cosas que mi madre salvó de la quema y la venta: un relieve en escayola de la Última Cena, sillas impares, un pequeño aparato de radio, cacharros de barro: cántaros, pucheros y jarras, una lechera de aluminio, una huevera de alambre, caracoleras y cestas de mimbre, una tumbilla con una pata rota, y una enorme tinaja con tape de madera. Es todo el inventario de un tiempo pasado y sus trastes.
Pero para los que somos de padres de pueblo en este libro hay objetos que hemos visto en las casas de nuestros abuelos antes de que los vendieran, regalaran o tiraran al hacerse una casa nueva. Recuerdo esas celosías de madera encima del batiente de la puerta, esas camas con cabecero y pie de madera tallada, las colchas tejidas y las sábanas bordadas, las mesillas de noche con su mármol blanco, un arca de madera y un gran armario ropero con espejo, una cómoda de madera negra, un perchero donde mi abuelo dejaba el gancho y un lavabo de patas con espejo. Una casa de paredes sencillas, con un aparador empotrado donde guardar la vajilla, un comedor de mesa y sillas de patas torneadas, un Sagrado Corazón de Jesús, cromos del Ángel de la Guarda y un suelo de baldosas hidráulicas de colores. Todo eso recuerdo haberlo visto y también sé que ya no lo volveré a ver.
Recuerdo que un día me enteré que mi padre había quemado dos reclinatorios en el corral de la casa vieja porque tenían carcoma. Y recuerdo que entonces me supo mal, pero ahora, viendo este libro, creo entender por qué lo hizo, y por qué para él son sólo trastes viejos.
Y es que en estas fotografías se ven viejas casas de habitantes viejos: espejos sin marco, suelos de baldosas rotas, paredes desconchadas, camas cortas e incómodas, tapetes de ganchillo, mesillas donde guardar el orinal, alcobas cerradas con cortinas, retretes con un agujero sobre el corral, bacines, bidés y lavabos de agua en una jarra. Casas sin calefacción, luz eléctrica, agua corriente y baño. Salas que se calientan con braseros, salamandras y estufas, se iluminan con candiles de aceite, candelabros y quinqués de petróleo, camas heladas que templar con botellas de agua caliente.
Un tiempo de miseria que olvidar, una vida de incomodidades que afortunadamente desapareció, trastes que tirar cuando llego la luz eléctrica y el agua corriente. Trastes que dejaron de ser útiles y que ya no servían, trastes que nos recordaban una época que queremos olvidar.
Pero lo que da la verdadera dimensión de un tiempo que afortunadamente no volverá son las imágenes de la cocina de las casas. Una cocina que era a la vez comedor, sala de estar, lugar de reunión y tertulia. La representación emblemática de los hogares del Pirineo que desapareció al bajar sus pastores a la tierra llana y no tener ya que dormir en las cadieras de la cocina junto al hogar para no tener frío. Fregaderas de piedra, cocinas negras, pucheros y ollas colgadas sobre el fuego, cocinas de hierro y carbón, espederas cubiertas con papel de periódico donde se colgaban los utensilios de cocina. Hogares donde penchar embutidos y ajos; pilas de piedra para guardar el aceite, tinajas para el agua, cántaros para traer el agua de boca de la fuente, arcas de madera donde guardar el pan y el grano.
Hoy esas arcas han desaparecido y las cadieras se han bajado a los patios para decorar y no para dormir ni comer en ellas.
Y está también el trabajo doméstico de las mujeres: enristrar cebollas, cardar e hilar la lana y tejer las prendas: medias y calcetines, refajos y camisetas para el frío invernal. Lino y cáñamo: camisas blancas, ropa de cama y toallas. Viejas tejiendo al sol; ganchillo para cubiertas de cama, paños para cubrir cántaros, bordados para manteles y servilletas, prendas para el ajuar.
Amasar el pan y hornearlo una vez por semana y guardarlo en una caja. La matacía como rito colectivo y fiesta familiar, casas donde se fabricaba el jabón con sebo. Alimentos puestos a secar y en conserva. Licores y aguardientes. Fabricación casera de quesos y mantequillas.
Y por último la colada: una vez al mes y a mano en el río o en el lavadero.
Me gustan los trastes viejos, me gustan los relojes venidos de Francia, las historias que guardan en sus horas pasadas, me gustan los suelos de baldosas rojas y blancas, las grandes camas de hierro, las hornacinas y sus santos, las cadieras en los patios y las fotos en blanco y negro, los gramófonos, los cortinajes y las arquimesas. Pero después de ver este libro entiendo que si hubiera vivido en la época en la que tenían un uso todos esos trastes, esas cocinas negras, esos orinales y esas camas frías, ahora tampoco me gustarían.

“De puertas adentro. El hogar y el trabajo doméstico en el AltoAragón”. Fernando Biarge y Ana Biarge. Gobierno de Aragón. 2002.

martes, 16 de septiembre de 2008

Sardinas con espinas


No tengo ni idea de teorías literarias. No podría adscribir la narrativa de Manuel Vilas a ningún movimiento, grupo o estilo, decir que lo suyo es pop-art literario, vanguardia surrealista o novela del subconsciente. Ni falta que hace.
Manuel es el único capaz de advertirnos de lo peligroso y destructivo que es saber lo que piensan los demás de nosotros. Sabe que la muerte es una escapatoria para no tener que seguir fingiendo y que si en el futuro existe la posibilidad de resucitar a los muertos no se les ocurra contar con él. Manuel es el único que sabe que dentro de nosotros viven al menos dos tipos a la vez; tal vez más.
Manuel es el único capaz de viajar a la fotosfera del sol, y de recordar y olvidar al mismo tiempo. Vivir una doble vida. Soñar con robarle la maleta a Max Brod cuando se quedó dormido en el tren al escapar de Praga; tocar la cama de hierro donde durmió Kafka y acariciar el pelo peinado con laca de Nino Bravo. El único en comer sardinas con espinas y de vivir en un mundo deshabitado y sufrir un insomnio feliz.
De hablar del loco, el majareta, de los heridos, los que tiemblan o dudan y de la rara voluntad de darse muerte de Víctor Mira. De tener un amigo como Sergio Gaspar que ha creado un arca para salvar a los escritores que se ahogan en este interminable naufragio.
Al terminar de leer “España” pensé en todos los sinónimos de loco y en las canciones de amor que salvan a un hombre del suicidio. Pensé en alucinógenos, en el delirio y el dolor, en la velocidad, en que los números son infinitos y en la mala suerte de vivir sin saber para qué. Pensé en todos esos días, esas noches enteras de borrachera y euforia, en ese ayer que ha quedado en nada. En ese miedo a vivir, a escribir un poema, en la juventud ciega y cobarde.
Le doy las gracias por consolarnos a los fracasados, a los muertos que se creen vivos, a todos los que somos inútiles para vivir esta vida de palabras y sentimientos prefabricados. Le doy las gracias por hablarnos de Luciano Gracia, poeta atormentado en vida y recompensado después de su muerte. Quiero creer que es verdad lo que cuenta. Quiero creer en ese maravilloso sueño aunque suceda en un lugar que no existe.
Pensé en esos poetas vagabundos que recorren los bares de nuestra ciudad con sus poemas escritos que regalan a cambio de una moneda. Del asco que la mayoría de la gente siente por ellos –vagos les llaman- y de cómo se marchan con las manos vacías pero con una sonrisa en la cara y justo antes de salir se paran en la puerta del bar y se tiran un sonoro pedo. Pensé en esos locos poetas, delirantes, de extraños versos y hermosas palabras. Del temblor ahogado que nos produce su extraña felicidad.
Pensé en los sobres sorpresa de la tómbola, paradeta ambulante de la suerte. En las tarjetas de rasca y gana de los supermercados y en ese mensaje que se repite siempre: Sigue jugando.
Pensé en cómo nos apartábamos de los excéntricos y nos reíamos de los feos. Y ahora siento vergüenza. Pensé en lo ridículo que parecería hablándole a Manuel de experiencias vitales, viajes, lecturas y enseñándole mi álbum de fotos.
Quizás se apiadaría de mí y me hablaría de ese hermoso esplendor en la hierba que él conoce y de su historia de la literatura española contemporánea, de todos los cursis que se creen geniales y de los no-cursis que mueren duramente y no creen en la resurrección.
A todo el mundo no tiene porqué gustarle la literatura de Manuel Vilas. Leyendo a Manuel imagino a un hombre salir en pelotas a la calle y pasearse tranquilamente por los Porches de Galicia un domingo al mediodía, y le veo encogerse de hombros ante el asombro y el escándalo de la gente.
Voy a proponerles algo: ¿se imaginan poder escribir lo que les apetezca? ¿Escribir con total libertad y encontrar un editor que se lo publique? Parece fácil, pero no lo es. No se trata sólo de poner lo que te de la gana. Hay algo más. Y si no, hagan la prueba. Yo ya lo he hecho. Mientras Manuel es capaz de escribir “España” yo de lo único que soy capaz es de estar en mi casa con el culo pajarero y escribir folio y cuarto. Así es la vida.


Manuel Vilas. “España” DVD Ediciones. Barcelona 2008

lunes, 11 de agosto de 2008

Treinta y cinco años de vida


Ya se que este no es un libro de literatura, pero está aquí porque quiero mostrar mi admiración por la valentía, la voluntad y el entusiasmo de su autor. Si la envidia tiznara encontrarían mis huellas dactilares manchando todas las hojas.
Soy un tipo raro, ahora lo sé, y lo malo no es serlo, sino haber tardado demasiado tiempo en asumirlo y en mandar a la mierda el miedo al ridículo y a ser diferente. Salirse del estándar es difícil, y más cuando en tu entorno cercano -familia y amigos- no hay nadie con inquietudes similares. La única forma para ser autodidacta es tener una fuerte personalidad, y eso, en mi larga lista de cualidades que me faltan, ocupa el primer lugar. Todo hubiera sido más fácil si me hubieran apasionado los motores, el fútbol o incluso el cine. Porque, ¿a quién le dices que sientes una emoción extraña ante las fachadas antiguas, la arquitectura modernista y las viejas fotografías en blanco y negro sin que se rían de ti?
En mi barrio había una casa abandonada con una aldaba de hierro en la puerta que era una mano de mujer sujetando una manzana. Me encantaba ese llamador. A la vuelta de unas vacaciones habían derribado la casa y aquella mano fascinante había desaparecido. A partir de ese momento decidí asumir mi rareza y me dediqué a recorrer la ciudad y fotografiar puertas y aldabas. Y con las puertas vinieron las ventanas, los balcones, los detalles de las casas. Me compré un objetivo y me acerqué a las azoteas de los edificios y descubrí lo que se esconde en sus tejados. Y durante mis vacaciones me dediqué a recorrer todos los pueblos de La Litera y fotografiar sus casas, sus fachadas, sus escudos de piedra, sus puertas, sus balcones y aleros. Estaba solo y seguía pareciendo un tipo raro, pero ya no me importaba lo que pensaran de mí porque había mandado a la mierda a todos mis complejos.
Hasta que un día, curioseando en las estanterías de la librería Ibor de Barbastro, encontré este libro. Y me quedé maravillado y hundido en la miseria. Me sentí como el inventor de Barrio Sésamo, que inventa algo que ya está inventado y hace el más espantoso de los ridículos.
Contemplé las fotografías del libro. La vergüenza, la envidia y el ridículo cedieron ante la maravilla, la admiración y el esfuerzo. La victoria de otro igual de raro que yo pero que me aventajaba en decisión y audacia. Que había asumido con prontitud su pasión y se había entregado a ella sin sentir vergüenza ni importarle las miradas de extrañeza, la indiferencia y la soledad, que se había lanzado a los caminos silbando su alegría.
En este libro están guardados treinta y cinco años de vida, de pasión por buscar y encontrar, por mostrarnos lo que tenemos cerca y menospreciamos. Treinta y cinco años de caminos y miradas tranquilas para enseñarnos lo que fuimos, somos y deberíamos guardar.
En esos treinta y cinco años caben inviernos y otoños. Caben pueblos de difícil acceso y fácil despoblación. Caben pueblos asentados en las laderas y en el fondo de los valles, con sus casas dispuestas en torno a la iglesia, casas apretadas, calles estrechas y empedradas, pueblos que nacieron al abrigo de castillos arruinados. Casas fuertes, matacán, saetero y troneras. Pardinas y torres, arcos y pasos; poyos junto a la puerta donde esperar el verano.
En esos treinta y cinco años caben primaveras y estíos. Caben pueblos con calles abovedadas, plazas y soportales donde resguardarse y montar el mercado. Caben casas que buscan el sol del mediodía y que se defienden del viento dándole la espalda. Patios y portones, paredes y muros de piedra, tapial y arenisca; tejados de pizarra, de losa cerámica, loseta y teja árabe. Cornisas, terrados, azoteas y miradores, buhardillas y luceras.
Palabras que conocer para nombrar lo que podemos buscar y encontrar como branquil, callizo, rafes, tizoneras y porteras, y saber para qué sirven y porqué están ahí. Chimeneas troncocónicas, cilíndricas y prismáticas
Caben decoraciones y ornamentación, aleros, pinturas: azulete, rojo, verde y amarillo; escudos, relojes de sol, inscripciones y fechas. Capillas callejeras. Rejas, forja, balcones, puertas de medio punto y arco conopial; de una y doble hoja, gateras, forradas de latón, decoradas y tachonadas; goznes, cerraduras y picaportes, llamadores y portones de carros.
Ventanas góticas de influencia francesa, ventanucos, ventanas con festejador en el interior; galerías y solaneras, patios de entrada, suelos de canto rodado, escaleras de madera, lucernarios, puertas interiores, suelos de barro cocido en rojo y blanco y baldosa cerámica de colores.
Treinta y cinco años de días de vacaciones, de festivos y fines de semana, de mapas, de ir de pueblo en pueblo, de cámaras y objetivos, de miles y miles de fotografías que guardar en diapositivas, de archivo, de nombres, de domingos de invierno en casa clasificando y anotando, de volver años después y descubrir que aquel paso se ha hundido, que aquel viejo que nos enseño su casa murió.
Treinta y cinco años de madrugar y llegar al pueblo silbando alegría, dejar el coche en la entrada y caminar despacio por sus calles, mirándolo todo, subiendo y bajando, acercándose al detalle y alejándose para buscar la panorámica. Anotando en un cuaderno, preguntando nombres, escuchando a la gente hablar de sus casas y su pueblo.
Treinta y cinco años de pasión, emoción y vida mirando para enseñarnos a ver y amar, nombrar y admirar, mostrar y guardar, luchar para impedir que desaparezca y muera.

Casa por casa. Detalles de arquitectura rural pirenaica. Fernando Biarge y Ana Biarge. Gobierno de Aragón. Departamento de Cultura y Turismo. 2001

jueves, 7 de agosto de 2008

Artefacto explosivo


En un primer momento había pensado inventar mi propia historia usando como percutor esta "Guía de hoteles inventados".
Se me ocurrieron varias ideas, como hacer una falsa guía turística de tres ciudades concéntricas basándome en el cuaderno de viaje de Ludovic Sindone. Los hoteles donde alojarse y los lugares que visitar siguiendo los pasos de ese hombre inventado. Pero luego recordé que Ludovic tenía una pistola y que sabía golpear con la habilidad de una grulla. Y tuve miedo de provocar su ira. O que quizás ahora, viejo y débil, si descubría mi falsa guía contratara a los abogados más despiadados de Croatan para que presentaran contra mi una demanda por plagio en la que solicitaran se me realizara una lobotomía sin anestesia.
Incluso pensé en escribir la historia de un libro encontrado por casualidad en una librería de viejo de Blonembun por el que un hombre misterioso me ofrecía una suma fabulosa que me permitiera una jubilación anticipada (el sueño de todo perdedor) algo que tuviera que ver con un sobre amarillo en una caja de caudales y un informe con nombre italiano. Pero recordé que Ludovic era un ex agente de los servicios secretos y que mantendría, a pesar de su vejez, contactos y recordaría números de teléfono que empiezan por 555, por lo que a lo mejor vendrían a visitarme unos tipos con el pelo untado en gomina que me machacarían con un martillo, uno a uno, los dedos de mi mano derecha.
Así que desistí de la historia y pensé en que todas las mañanas me levanto pensando en el druida Panorámix y su poción mágica. Que me gustaría que tuviera una página web donde poder realizar pedidos contra reembolso de su famosa poción y cada mañana beberme una monodosis de su bebedizo que me hiciera afrontar mi jornada laboral alegre y eufórico. Vivir sin cansancio, sin depresiones, muriendo de día y viviendo de noche. Pero se lo advierto a los incautos, no busquéis la página del Druida porque no existe. Su poción mágica es un camelo, como los crecepelos de los charlatanes.
Ante semejante decepción probé con terapias alternativas: complejos vitamínicos, viales bebibles de jalea real, ginseng en cápsulas, sobredosis de cafeína… cualquier cosa que me permitiera mantenerme despierto y leer unas horas en lugar de quedarme dormido frente al televisor. Estuve tentado con probar medicinas ilegales recordando aquellas historias que se contaban en la facultad de anfetaminas y noches de víspera sin dormir, pero desistí porque tuve miedo al bajón y, sobre todo, a las terroríficas terapias de grupo.
Pero por una vez he tenido suerte. Y hablo en serio. Porque buscaba algo para beber y resulta que la respuesta estaba escrita. Que esa pócima mágica se hallaba en las páginas de un libro y que el druida vive y tiene nombre y apellidos. He visto incluso su fotografía en el Diario. He tenido la suerte de encontrarme con un artefacto explosivo hecho de palabras, imaginación, creatividad y talento que estimula, incita, despierta la vida, desafía al sueño, el miedo y la muerte. Analgésico, antídoto, estimulante y antidepresivo en un solo producto.
Algunos encuentran el estilo de Óscar surrealista y desmesurado. Yo lo encuentro imaginativo y provocador. No hay que hacerles caso a los envidiosos, mientras su alma viaja en un vagón de tercera, Óscar inventa hoteles magníficos que resisten a los terremotos y las termitas.
Me gustan sus misterios inexplicados, como la caja de Belle de jour, ese informe Malatesta o esos telegramas que hacen huir por la puerta de servicio.
Me gustan sus personajes fantásticos: los lanzadores de cuchillos y los falsificadores de firmas.
Me gusta que reconozca a sus amigos y los coloque en sus historias: Carlos Castán, Amador de los Santos y O.S. escritor e ilustrador de tratados demoníacos. Que recuerde a Ramón Acín y su boleto de lotería premiado.
Me gustan los hoteles decimonónicos, recargados de lujo, mármoles y tapices, chimeneas, mascarones de barcos y arañas de cristal y muebles con nombres en francés. Hoteles con habitaciones donde se celebran sesiones de espiritismo y con servicio de disfraces y salas de lectura y del cronófono.
Me gustan las ciudades con puentes y jardines botánicos. Las ciudades con refugios para guarecerse de la lluvia y bulevares en los que el viento vuela los sombreros. Me gustan los hombres que viajan con pasaporte falso, los pelícanos de piedra, los limpiabotas que cuentan fabulosas historias, los ataúdes que vuelan y los duelos al amanecer. Los amores que vuelven, los labios de carmín, los restaurantes donde beber absenta etiquetada y las despedidas sin falsas esperanzas.
Me gustan los artefactos explosivos hechos de papel, los detonantes, la pólvora y la nitroglicerina, los bebedizos milagrosos, los hechiceros, los trileros, la fantasía, el abracadabra y los curanderos. Las capillas paganas, los exvotos hechos de corazones averiados y los museos de celebridades.
Su imaginación resucita a los muertos y hace que dejemos de ser almas de purgatorio mientras viajamos entre sus páginas.
No, esta vez no escribiré ningún plagio, ni el mal cuento de un cleptómano ciego. Esta vez tiraré con fuerza de la anilla y sujetaré la granada entre mis manos. La explosión me devolverá a la vida.

Guía de hoteles inventados. Textos de Óscar Sipán. Ilustraciones de Óscar Sanmartín. IX Edición de los Premios de Cuentos Ilustrados. Diputación de Badajoz. 2006.