miércoles, 5 de noviembre de 2008

Delicioso helado de tutifruti


Acabé de leer “Abierto para fantoches” y me chupé los dedos. Me gustó tanto que volví a empezar. Como un niño pide repetir el postre. Una bola de cada. Una con sabor a traición, otra invisible, otra de dulce venganza, otra de sed de justicia, otra de soledad y una última con todos los colores de la cola de un pavo real. Y por encima delicioso coco rayado.
Repetí. Lo leí dos veces, sin cansarme, igual que podemos admirar eternamente la belleza. Salí y volví a entrar, como el asesino vuelve al lugar del crimen. Lo bebí con ansia, como apuran la copa los sedientos.
Repetí. Volví a leerlo porque tengo conciencia de incrédulo y espíritu de náufrago. Lo volví a leer para creérmelo, para besar la arena de su orilla. Lo volví a leer para que sus palabras hagan más cálido este maldito invierno. Lo disfruté despacio, como se fuman el último cigarrillo los condenados.
Repetí. Repase mis notas y las emociones sentidas. Lo hice mío, como buscan el calor los huérfanos y el sol de enero los perros callejeros.
Sentí mi casa más pequeña y mi vida hecha de noches en blanco, acosado por el calor que trepa por las ventanas abiertas. Coloqué el paisaje idílico de una playa desierta en la mirilla de la puerta y recé a la buena suerte. Sentí alivio cuando mi mujer me dijo que con la extra de julio nos daría para poner aire acondicionado en casa, y cuando supe que mis vecinos no tenían intención de vender su piso. Patricia me ha enseñado que nuestra vida es corriente e incompleta y que nuestra felicidad está realquilada en la oficina de objetos perdidos. Los seres afortunados y perfectos viven en otros barrios, compran en otras tiendas y sus coches parecen de charol, los vemos en las revistas y en la televisión pensando que son pura fantasía. Pero si uno de ellos aparece en el piso de al lado, no lo dudes, cámbiate de casa, porque te arruinará la vida.
Sentí terror imaginando a una hermosa niña como un ángel pálido, de enormes ojos azules y carita inocente, ahogando a un perro en la piscina de casa. Sentí el mismo dolor desesperado de sus padres al no poder explicarme con la lógica sus juegos, cuchicheos y risas, con alguien que no estaba vivo. Sentí terror al ver a una niña tumbada en la cama, quieta como una muñeca, con las manos cruzadas sobre el pecho y los zapatos nuevos con la suela sin un arañazo. Patricia me ha enseñado que es preferible el juego a la locura, que es preferible ver fantasmas burlones que aceptar la nada y el vacío de la muerte, pero no por eso dejé de sentir un escalofrío auténtico.
Sentí alivio por encontrarme con la risa y el dulce sabor de la venganza. Me enamoré de una voz y pasé noches de miedo y obsesión imaginando que sólo hablaba para mí. Se me atragantó el desayuno con la necrológica del periódico y la tonta caída que puede convertir a tu ídolo en una gárgola. Sentí envidia de los mensajes por error en el contestador y me reí de los muertos que se quejan del traje de verano con el que les enterraron en pleno invierno, y de lo aburridos que son los lugares donde nadie fuma ni echa un trago. Me reí con el gesto de femme fatale con el que se puede derribar a un ídolo de su pedestal y después servir bien fría una venganza. Para celebrarlo sólo hace falta fumarse un cigarrillo y beberse un buen escocés con hielo.
Patricia me ha enseñado a sentir piedad de los débiles y asco de esta vida tan moderna repleta de oportunidades para que los cazadores sin conciencia se fotografíen junto a sus piezas de montería. Sentí vergüenza ajena y deseos de que la justicia exista y de que todos los hijos de puta que cortan coca con una visa oro reciban su castigo. Den con la horma de su zapato. Y rogué al destino para que la princesa de Éboli encuentre algún día a su príncipe azul, ese hombre que, sin sentir lástima ni espanto de su rostro mutilado, bese piadosamente su lágrima más amarga.
Patricia me ha enseñado a temer la fuerza del viento que se cuela por las rendijas de las puertas cerradas. A tener miedo de su ira, que todo lo arrastra y rompe. A temer a todos los nombres del viento, a todos sus colores, y a la música que silba su nombre. Temblar con el rastro frío y la desolación que deja cuando se marcha. Patricia me ha enseñado que la soledad fabrica mentiras con cuerpo de mujer y nombre de viento. Que no hay peor locura que descubrir el silencio de la ausencia.
Patricia me ha enseñado que debemos huir de las mujeres que se aburren y se quejan de que nunca les pasa nada mientras esperan a que su viejo marido fallezca y les deje en herencia toda su fortuna. Que debemos saber que el capricho del que lo tiene todo consiste en fabricarse un amante a la medida de su antojo, igual que encarga un vestido a su modista. Que su egoísmo sin límite les impide aceptar que alguna vez les tocará perder; así que el día que ya no les divierte que su juguete hable repitiendo versos de Shakespeare, lo matan con una excusa sacada del diálogo de una telenovela. Patricia me ha enseñado que el amor verdadero nunca se desdibuja, aunque haya parecido un sueño.
Delicioso helado de tutifruti. Con una bola de cada sabor y una pizca de coco rayado. Volvería a repetir ahora mismo.

“Abierto para fantoches” Patricia Esteban Erlés. XXII Premio de narrativa Santa Isabel de Aragón. Diputación de Zaragoza. 2008.

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