Aunque cada día hay –afortunadamente- más
excepciones, lo normal es que la mayoría de los libros sean iguales. Me refiero
a que el interior de un libro es casi siempre el mismo; rara vez nos sorprende;
podemos desgajarlo de la carátula y lo que nos queda no será distinto de otro
cualquiera; un mar de letras, carne de soporte electrónico. Todo el trabajo de
diseño y la originalidad que los diferencia está en la tapa: la fotografía de
la portada, el lomo, las solapas y la contracubierta.
Pues este es un libro que viene a romper con esa
convencional uniformidad. Un libro en el que la tapa –sin ser anodina- es
sencilla como en un libro de bolsillo, pero que no podríamos arrancarla y
valorar como un cuerpo con vida independiente del resto porque está
perfectamente integrada en el todo. Por fin las dos partes –cara y vísceras- unidas
y haciendo la guerra juntas en lugar de cada una por su lado.
Pero además el interior no es lo previsible, no es
sólo texto. El interior es un maravilloso trabajo de maquetación y diseño de Víctor Montalbán dándole otra forma y
apariencia a la entraña, alternando diferentes tamaños de letra, páginas en
negro, gris y blanco –en las que podríamos tomar nuestras propias notas- y un
poema con los versos en vertical como gotas de lluvia. Y dentro también las
excelente fotografías en blanco y negro de María
Lanuza: panorámicas y de detalle, perspectivas, estampas, postales, miradas
y recuerdos personales de un lugar y un tiempo compartido. Víctor lo hace
encajar todo –textos y fotografías,
tipografía e imágenes- en un solo cuerpo que convierte a este libro en algo más
que un objeto plano y mil veces visto; un trabajo que hace de él algo valioso, único,
original, placentero; artístico.
Y ese sería el continente; la apariencia, el
aspecto visual, la belleza que seduce rompiendo los esquemas; pero otra cosa es
el contenido, lo literario, lo que dicen las palabras; y en eso me temo –y de
verdad que lo siento- que no está a la altura del continente.
“Estancia de investigación” son las notas que Enrique Cebrián Zazurca escribió durante los dos meses de verano
que vivió en París: “Siempre conmigo,
estos días en París, va un cuaderno Moleskine en el que voy escribiendo esto
que tú estás leyendo ahora”. Dos meses en los que, quizás por tratarse de
un viaje y un tiempo de obligación académica y no de un peregrinaje hecho a
propósito y con el único objetivo de deambular y escribir, lo literario es
residual, pasatiempo fuera de las horas de trabajo, curiosidad de turista.
Eso no quita para que las notas de esta estancia tengan, como en un juego de
similitudes y diferencias, un doble mérito o atractivo. Porque creo que lo
primero que hará cualquiera que lea este libro es lo que hice yo: acordarse de su
viaje a París y rememorar los mismos lugares que Enrique cita y vio y que alguna
de las fotografías de María nos muestran de otra manera: los puestos de los bouquinistes a la orilla del Sena, el
detalle de uno de los telescopios a los pies del Sacré Coeur y su espléndida vista panorámica difuminada, la
perspectiva desde abajo de la torre Eiffel; la plaza de La Sorbona y la de Vendôme, el barrio de Marais y su plaza des Vosgues, y el viaje nocturno en el Bateau-Mouche. “Uno debe tener la actitud y la mirada de un viajero, aunque en el
fondo, no sea más que un turista”. Y además de recordar, compartir y evocar
lo ya visto nos revelará lo nuevo, lo que no vimos y quedará pendiente para un
próximo viaje –porque a París siempre queda pendiente regresar-: el Colegio de
España, obra del arquitecto Modesto López Otero y su escultura de Orensanz, el
cementerio de Montparnasse, el museo
Rodin, el Louvre y el de Orsay –el único museo al que yo entré fue al de Mont Martre- y tal vez una excursión al Mont Saint-Michel.
Enrique no nombra algunos lugares que yo visité, y
él ha estado en algunos a los que yo no fui. Echo de menos, por ejemplo, que
cuando habla de La Closerie des Lilas, no cite a Buñuel; pero no
importa, no se trata de una competición, eso sería ridículo; “París marea, y casi asfixia, en cuanto a
referencias y evocaciones”, y cada uno tiene las suyas.
Todo viaje es una experiencia personal e íntima y
en este Enrique decide anotar en su cuaderno sus vivencias, lo que esa ciudad le
muestra y provoca; pero de las notas sobre una estancia en lugar tan especial
como París parece obligatorio que salga algo más que un par de buenos poemas y unas pocas
páginas de acertado lirismo. Y tal vez resulte injusto porque si nosotros hiciéramos
nuestro propio álbum o cuaderno de ese mismo viaje seguro que no resultaría
mejor que el de Enrique, pero si un editor decide convertir esas notas en libro
–algo que no está al alcance de cualquiera- es porque resultan excepcionales
por su calidad literaria o su personalidad, una mirada y guía singular o palabras
de sustancial belleza que son mucho más que escribir para nombrar a los amigos,
hablar de la novia, esbozos insustanciales y unas cuantas anécdotas sin importancia.
Y resulta doblemente injusto porque “Esta
ciudad es una religión” y se hace inevitable la comparación con un libro que el
propio Enrique nombra: “Siempre van,
también conmigo, los “Apuntes de París” de Fernando Sanmartín, a quien este
libro que ahora lees debe tanto, por tantas cosas. Fernando Sanmartín es uno
de los secretos más valiosos –y en eso es algo en lo que estoy
completamente de acuerdo-y mejor
guardados de Zaragoza”.
Debo reconocerle a Enrique su honestidad, el que
no haya pretendido imitar a nadie, pero es que se ha escrito –y se escribirá-
tanto a cerca de París que en mi memoria esta estancia suya quedará como un objeto de papel repleto de original
belleza inolvidable, pero literariamente insípido. París es una mujer consciente
de su belleza y con una larguísima lista de amantes que sólo lograremos conquistar
con un talento que esté a su altura. Muchos llegan a esta ciudad, pero si no
queremos ser un turista más de los millones que la visitan debemos regalarle
algo más que bisutería.
Víctor Montalbán
http://www.montalbanestudio.es/