¿Cuánta gente vive en esta ciudad?
¿Cuatro, cinco millones?
¿Cuántas posibilidades había de que dos personas te conocieran; coincidieran, hablaran de ti, se descubriera tu juego?
¿Cuántas?
¿Dos entre cuatro millones? ¿Dos entre cinco millones?
No. Seguro que pensaste que eso no sería posible.
Seguro que pensaste que eso no iba a suceder. Demasiadas combinaciones, demasiadas bolitas en el bombo, demasiada casualidad.
¿Qué cara se te debe quedar cuando descubres que alguien te ha engañado? Que todo era mentira. Mentira. Todo mentira.
¿Qué cara se te debe quedar cuando sientes que el corazón se descuelga y cae como una piedra de plomo dentro del estómago? ¿Cuándo te quedas sin respiración, el aire y el tiempo ahogado en la garganta?
¿Qué cara se te queda entonces?
¿Notarían ellas algo? ¿Se dieron cuenta?
No lo creo. No lo sé. Me da igual.
No le dije nada a Sofía. Y nunca se lo diré. Lo único que importa ahora es lo que haré cuando te vea. Lo que haré contigo. Cuando aparezcas. Cuando te tenga frente a mí.
El odio, la cólera acumulada durante días, destilándose minuto a minuto mientras te espero aquí sentada, en la butaca de esta habitación de hotel, con mi maleta vacía en el armario y un DNI falso en recepción. Sentada con la luz apagada esperando a que llegues, llames a la puerta y te deje entrar.
Te tenga frente a mí. Estemos tú y yo solos.
¿Es cierto que en la tierra quemada puede volver a brotar la vida? ¿O una vez arrasada, calcinada, ha quedado estéril para siempre, que sólo queda la muerte infinita?
Aquí sentada lo recuerdo. Ni una sola lágrima ahora. Ya lloré bastante esa noche. Y los días siguientes. Ya lloré bastante sin que tú lo supieras. Sin que ellas lo supieran. Sin que nadie lo supiera. Ahora no. Ahora te espero y recuerdo aquel viernes de hace dos semanas. Aquel viernes que iba a ser como los demás que quedábamos las tres. Un viernes cada cuatro meses para nosotras solas. Sin maridos ni niños. Solas las tres. ¿Desde cuándo? No estoy segura. Desde hace ocho años. Tal vez más. Desde que Sofía tuvo su primer hijo. Desde que notó que su vida cambió. Fue ella la que lo propuso cuando nos vimos en el cumpleaños de Alicia. Tenemos que marcar un día fijo. Un día para quedar las tres solas, salir a cenar y tomar unas copas. Solas. Sin maridos. Las tres solas, como cuando estábamos solteras.
Y así empezó todo. Un viernes cada cuatro meses. Tres viernes al año.
Y el de hace dos semanas comenzó igual que todos los anteriores. Una noche para cenar, ponernos al día y seguir alimentando nuestra vieja amistad de tantos años. Desde el colegio. La única manera de no perderla. Pasado en común, mucho presente cada una por su lado y un futuro a corto plazo sin esperar ningún cambio para bien o para mal. Quedar para hablar del trabajo, de gente que nos habíamos encontrado -¿a que no sabéis a quién vi el otro día?-, de alguna película –tienes que ir a verla-, de algún libro –ya sabes que yo no leo-, y del próximo viaje –qué envidia me das-. Cada una con su vida tan distinta. Juntando como siempre un te acuerdas con un ahora.
Sofía hablando de sus hijos. La que siempre ponía más empeño en mantener nuestras reuniones, recordando la fecha una vez al mes por correo electrónico para que no se nos olvidara, no hiciéramos planes ni pusiéramos excusas. El único día que tenía para volver a ser ella y sólo ella. Sin tener que pensar en otra cosa ni ocuparse de nada. Su día. Su noche.
Alicia y su vida de casada sin hijos. Viviendo cómodamente, sin agobios económicos y viajando varias veces al año.
Las dos teniendo a alguien que las esperaba al volver a casa.
Y yo y mi vida de soltera. Libre para hacer lo que me diese la gana. Sin suerte en el juego ni en el amor. Sin tener que discutir con nadie. Con todo el sueldo para mí y para nada especial. Sin más obligaciones que mis caprichos. Sin nadie a quien abrazarme las noches de invierno.
Cada una envidiando lo que tenía la otra. La libertad, el afecto, la compañía. Ellas pensando en lo que les faltaba, yo en lo que no tenía. Argumentos a favor y en contra. Ventajas e inconvenientes. Botellas medio llenas y medio vacías.
Lo de todos los viernes cada cuatro meses. Las tres solas. Tres veces al año.
Y fue con la segunda copa a medias cuando Sofía nos dijo que tenía que contarnos algo. Algo que le había pasado. Con la segunda copa. En ese momento en el que, con el alcohol, las palabras se atreven a salir del cascarón.
Y nos dijo que había conocido a un hombre en Internet.
Y yo me mordí la lengua.
En un foro de cocina. De esos en los que los usuarios intercambian opiniones sobre recetas. Ahí le conoció. Fueron coincidiendo en diferentes debates hasta que, sin saber cómo, pasaron a escribirse mensajes en su correo privado. A partir de ahí empezaron a hablar casi todas las noches de todo menos de cocina.
Y yo me mordí la lengua hasta hacerme sangre.
Resultó ser un hombre sensible que la escuchaba, que sabía entender sus frustraciones, su rutina devastadora, su insatisfacción, su necesidad de poder hablar con alguien que la entendiera, la consolara y animara a diario mientras su marido estaba viendo el fútbol en el canal satélite de la televisión, o dormido en el sofá, o fuera de viaje y ella entonces se tenía que encargar sola de los niños y acababa agotada y desquiciada. Y sus correos y sus palabras eran su único consuelo, su único desahogo, su único momento de verdad.
Hasta que una tarde quedaron para tomar café. Apenas un par de horas pero fue suficiente. Definitivo. Después tan sólo fue cuestión de unas semanas y varios correos a diario. Tan sólo tuvo que construir la coartada perfecta. Quedaron en un hotel y pasó lo que llevaba tiempo imaginando. Y aún repitieron un par de veces más.
Sofía. Casada y con dos hijos.
Ella que lo tenía todo. Y yo que no tenía nada. Tan sólo tus correos guardados en mi ordenador. Tus correos que leía una y otra vez mientras esperaba todas las noches a ver aparecer tu nombre en la pantalla.
Y entonces nos dijo que era un hombre sensible que le escribía unos poemas maravillosos. Y nos recitó uno de memoria Ese que empieza Quisiera decirte palabras hermosas. Ese que me dijiste que habías escrito para mí. Pensando en mí. Palabras que eran sólo para mí.
¿Qué cara se te debe quedar cuando te desgarras por dentro? ¿Cuándo notas que un cuchillo te parte en dos el corazón?
Sofía. Casada y con dos hijos.
Ella que lo tenía todo y yo que no tenía nada. Tan sólo la ilusión. La esperanza. Mi pensamiento, mi sonrisa, todo puesto en ti. Todo en ti.
Y todo era mentira. Mentiras. Todo eran mentiras.
Recuerdo que aquella noche lloré. Y que lloré las noches siguientes. Y lloré cuando al pedirte que quedáramos en algún lugar tú me diste el nombre del mismo hotel donde quedaste con Sofía y en el que estoy ahora esperándote. Recuerdo que lloré mucho entonces pero ahora no. Ahora ni una lágrima mientras estoy aquí sentada esperando a que llegues, destilando cólera, concentrando toda la rabia en mis manos.
Llamas a la puerta.
Enciendo la luz.
Quiero verte la cara.
Quiero ver qué cara se te quedará cuándo notes tu corazón parándose de golpe, el aire y el tiempo ahogándose en la garganta; contemples, con los ojos muy abiertos, mi alma abrasada en tu mirada, y aspires el olor estéril de mi pelo, mi piel y mi aliento a tierra quemada.
La magnífica fotografía es de Jose Anoro.