Lo dejaré claro nada más empezar, Carlos Parrilla es amigo mío. Uno de los mejores, de esos que se cuentan con los dedos de una mano. Una noche me llama y me dice que ha quedado finalista en un premio literario y le van a publicar una novela. Su primera novela. Y yo sentí una sincera alegría. Por él y por todos mis compañeros que jugamos a este pilla-pilla, a este escondite demencial con las palabras.
Y recordé nuestras conversaciones, nuestros temores y dudas acerca de este espejismo imperfecto que es la literatura. Y al leer su novela imagino el descubrimiento que hizo surgir la idea, el largo proceso que la hizo crecer y madurar, la mano invisible que dio cuerda al reloj y puso en marcha sus mecanismos. Las claves personales que hay dentro de esta casa, la sombra que reconozco entre líneas. Y a la vez lo leo sin reconocerlo, asombrado con su talento y creación. Su capacidad en la larga distancia recién descubierta.
Y así trazo dos imágenes enfrentadas. El objeto y su reflejo. El papel y la imaginación. El porqué, la obsesión y la necesidad de la creación. La de un hombre que crea una criatura mecánica capaz de expresar sentimientos y la de otro hombre -mi amigo- capaz de crear otra criatura surgida de su ingenio. El artesano, el orfebre, el escritor.
“La casa del autómata” es la historia de un encargo, un deber, una amistad, un reto y una herida por la que respira la verdad. Una historia escrita con estilo y acento que transporta al siglo XVIII como una máquina del tiempo. Si acaso me perdí entre los laberintos de sus explicaciones mecánicas. Tan sólo en esos momentos le pedí al amigo que abreviara, pasara rápido hasta un nuevo punto en el que volviera a escucharlo con interés.
Pero muy por encima de esos laberintos mecánicos Carlos tiene el talento para hacernos sentir la calma y la humedad, el calor y el frío, la enfermedad y el silencio. Nos traslada a un tiempo perdido en el que desaparecen todas las urgencias del presente. La vida se transforma y surgen otras unidades de medida y valor, otras formas de expresión. El tiempo, la palabra y la escritura recobran su trascendencia y el amor toda su primacía. Y nos habla de ciertas cosas que no han cambiado en dos siglos y que nunca cambiarán: la vanidad humana, la envidia y la soledad, los prejuicios, la ignorancia, la miseria, las diferencias sociales y los ecos devastadores de la guerra. Y otras cosas que, por suerte, permanecerán siempre: la amistad, el dolor de las despedidas, la comprensión y el recuerdo.
Carlos Parrilla nos enseña la capacidad que tiene el hombre de transformar, crear y destruir. Hacer surgir de algo inanimado algo que refleje la vida. El valor que encierra un objeto: un muñeco de madera y alambre o unos pliegos de papel encuadernados. De los secretos que están detrás de algunos actos que juzgamos extravíos. La duda de si somos todos, en cierta manera, autómatas. Y la certeza de que los sentimientos son lo único que nos diferencia de las máquinas y la necesidad de recordarlo y dejarlo por escrito.
Y recordé nuestras conversaciones, nuestros temores y dudas acerca de este espejismo imperfecto que es la literatura. Y al leer su novela imagino el descubrimiento que hizo surgir la idea, el largo proceso que la hizo crecer y madurar, la mano invisible que dio cuerda al reloj y puso en marcha sus mecanismos. Las claves personales que hay dentro de esta casa, la sombra que reconozco entre líneas. Y a la vez lo leo sin reconocerlo, asombrado con su talento y creación. Su capacidad en la larga distancia recién descubierta.
Y así trazo dos imágenes enfrentadas. El objeto y su reflejo. El papel y la imaginación. El porqué, la obsesión y la necesidad de la creación. La de un hombre que crea una criatura mecánica capaz de expresar sentimientos y la de otro hombre -mi amigo- capaz de crear otra criatura surgida de su ingenio. El artesano, el orfebre, el escritor.
“La casa del autómata” es la historia de un encargo, un deber, una amistad, un reto y una herida por la que respira la verdad. Una historia escrita con estilo y acento que transporta al siglo XVIII como una máquina del tiempo. Si acaso me perdí entre los laberintos de sus explicaciones mecánicas. Tan sólo en esos momentos le pedí al amigo que abreviara, pasara rápido hasta un nuevo punto en el que volviera a escucharlo con interés.
Pero muy por encima de esos laberintos mecánicos Carlos tiene el talento para hacernos sentir la calma y la humedad, el calor y el frío, la enfermedad y el silencio. Nos traslada a un tiempo perdido en el que desaparecen todas las urgencias del presente. La vida se transforma y surgen otras unidades de medida y valor, otras formas de expresión. El tiempo, la palabra y la escritura recobran su trascendencia y el amor toda su primacía. Y nos habla de ciertas cosas que no han cambiado en dos siglos y que nunca cambiarán: la vanidad humana, la envidia y la soledad, los prejuicios, la ignorancia, la miseria, las diferencias sociales y los ecos devastadores de la guerra. Y otras cosas que, por suerte, permanecerán siempre: la amistad, el dolor de las despedidas, la comprensión y el recuerdo.
Carlos Parrilla nos enseña la capacidad que tiene el hombre de transformar, crear y destruir. Hacer surgir de algo inanimado algo que refleje la vida. El valor que encierra un objeto: un muñeco de madera y alambre o unos pliegos de papel encuadernados. De los secretos que están detrás de algunos actos que juzgamos extravíos. La duda de si somos todos, en cierta manera, autómatas. Y la certeza de que los sentimientos son lo único que nos diferencia de las máquinas y la necesidad de recordarlo y dejarlo por escrito.
Carlos Parrilla Alcaide. “La casa del autómata”. Junta de Castilla y León, 2009.