Mucha gente prefiere la literatura que les haga
olvidar lo que son. Literatura que los lleve lejos. Y los entiendo; pero yo
prefiero la literatura que, aunque duela o resulte cruel, pueda verme reflejado
en las esquirlas de su espejo; historias que suceden en los lugares que conozco
y contemplo a diario; unas calles más allá; al doblar la esquina. Y este breve –brevísimo-
e intenso texto de Miguel Carcasona es de esa clase de literatura, porque habla
de gente corriente –que puede ser cualquiera de nosotros- y de un lugar que
conocemos: “Vivo en una urbanización del
extrarradio, en una acumulación de sesenta casas dispuestas como un ejército en
cerrada formación de avance: diez casas por fila, seis filas de casas. Con la
particularidad de que es un ejército de siameses unidos por la espalda”. Un
paisaje reconocible para muchos. Un lugar reconocible para mí porque yo vivo
–con algunas diferencias- en un lugar así.
Aquellas ciudades dormitorio que surgieron a finales
de los sesenta se han convertido en barrios integrados en la ciudad, y el
centro antiguo en un lugar alejado para ir de turismo o manifestación. Los nuevos
extrarradios del siglo XXI son islas de cemento y ladrillo que han brotado en
los pueblos cercanos; rodeadas de autopistas, campos de cultivo abandonados y cañadas
sin ovejas, murallas que guardan parques de árboles raquíticos, jardines
japoneses, piscinas de plástico y barbacoas domingueras. Campo abierto de
puertas cerradas en el que nunca pasa nada apasionante; tan sólo nuestra vida vulgar
y moliente.
Carcasona
nos muestra el lado feo y desolador de ese lugar, ese del que nunca nos
hablaron los vendedores que vivían lejos de allí: el páramo como frontera, la
uniformidad impersonal, las líneas rectas, la distancia y el aislamiento. Pero eso
no quita para que algunos no le vean su lado bueno. Se trata de gustos. Todo
tiene sus ventajas e inconvenientes y nada es perfecto. Unos lo buscan a
propósito y consiguen adaptarse sin problemas; otros no tanto, pero se resignan
y agarran a sus aspectos positivos.
El retrato que se hace de ese lugar en “Todos los
perros aúllan” es devastador y subjetivo, pero se trata de mostrarnos un
escenario en el que lo realmente importante está en la historia que cuenta. Si
fuera una historia feliz o cómica saldría su lado fotogénico y no su perfil
malo. Llegar hasta allí es una elección, la de los nuevos emigrantes que
abandonan el centro de la ciudad buscando espacio abierto sin ruido y
contaminación y se convierten en sus habitantes. “Clara opinaba que los cuarenta y cinco metros del piso alquilado donde
vivíamos, en la primera planta de una avenida con tráfico excesivo, no eran el
mejor entorno para el desarrollo de nuestro hijo. Buscábamos espacio saludable
para él y espacio, a secas, para nosotros, y combinar superficie amplia con
precio asequible solo era viable en el extrarradio”. Razones y argumentos
comunes a la mayoría si se hiciera una encuesta puerta por puerta. Y los
entiendo. Pero el texto de Carcasona no se trata sólo de sacar a la luz los
defectos de ese paisaje impersonal y desolador sino en que a veces cambiar un
lugar imperfecto por otro puede hacerse con muy buena intención pero puede
convertirse en un error. Y que lo realmente grave y calamitoso es el
persistir en ese error por las consecuencias que eso conlleva. El orgullo y el autoengaño,
el no querer reconocer que te has equivocado, la falta de comunicación y
sinceridad, el no saber rectificar a tiempo; el callarte y dejarte llevar por
la inercia de lo cotidiano, permitir que el cansancio se apodere de ti y acabe
aniquilándote, hacerte odiar el lugar en el que vives. Lo que antes era virtud
ahora es un defecto insalvable.
Y la maestría de Carcasona está en mostrarnos todo
eso con muy poco. En resumir, concentrar años de carcoma y podredumbre en un
par de hechos cruciales; en unas cuantas postales, imágenes decisivas: el asco
de una rata muerta; la invasión de las hormigas que se cuelan por las grietas;
la crueldad de ver morir a tu mascota envenenada.
Pero además de todo eso Carcasona también deja en
evidencia la desorientación y fragilidad de los padres modernos y sus hijos
cibernautas. Sus nuevas formas de divertirse y relacionarse y comunicarse con
los demás. Comportamiento en el que también caemos los padres y los adultos y
que nos deja sin argumentos ni fuerza moral para decir no. Realidad virtual que
nos separa y aísla a cada uno en su cuarto delante de una pantalla y la puerta
cerrada. Soledad que acaba llevándonos a visitar de noche los polígonos
industriales y a compartir quince minutos en el asiento de atrás con una falsa
hada madrina.
Es triste y cruel. Pero debemos darle las gracias
a Miguel por mostrarnos algo de nosotros mismos que tenemos muy cerca y de
lo que huimos sin movernos en realidad del mismo sitio, persistiendo en el
error.
Miguel
Carcasona. “Todos los perros aúllan”. 43 páginas. Instituto de Estudios
Altoaragoneses. Huesca, 2012.