jueves, 23 de diciembre de 2010

La Montaña Roja

Me imagino que algunos se acercarán a este “En medio de todo” buscando una segunda parte, la continuación del motín y la hoguera, la sinceridad demoledora y furiosa de aquellos días; un nuevo episodio de “El traje nuevo del emperador” y la parábola atea del templo profanado. Pero esta vez no encontrarán nada de eso porque Julio José Ordovás, por decisión propia, ha pasado de combatir contra el mundo a combatir sólo contra sí.
Me imagino que algunos ni se asomarán a este “En medio de todo” porque un diario es un depurativo que sólo sirve a su autor. Porque un diario es un auto-exorcismo, un lavado de estómago, sacar a pasear al perro del pensamiento para que se alivie, ventilar los cuartos cerrados, hacer limpieza del trastero y encender una buena fogata. Que un diario es un monólogo vanidoso y egoísta que no sirve de nada al que lo lee.
Y tal vez tengan razón, pero lo que sí se es porqué lo leí yo. Qué buscaba yo. Que he encontrado yo. Porque para los que estamos en este no oficio de leer y juntar palabras “En medio de todo” es un libro botiquín. Un libro medicamento. Un libro espejo. Que yo llegué hasta él para leer al lector; para leer al escritor; para que su compañía mitigara mi soledad y mis dudas. Para saber que hay otro parecido a mí, igual que yo, mejor que yo.
Porque “En medio de todo” es el diario de un hombre que se arrepiente y llora. Patalea, se rebela, se hunde y se reconstruye. Que habla de amor y derrota. Que me cuenta que la vida es un largo camino por etapas. Una carrera de fondo con obstáculos. Una colección de fascículos por entregas. Una broma, un mal chiste; un día brillante y soleado de primavera. Que la vida es un ayer y un presente. Un carnaval patético y sus disfraces: disfraz de gallo, de mendigo, de pistolero; de Jekyll y Hyde. Depresión, borrachera, euforia y resaca. Que un diario es el filtro del desagüe por el que se nos va la vida. Y la vida está hecha de contradicciones, cuchilladas, y luces de tormenta. Que la vida es una escorredura de días fríos, cálidos, lluviosos y templados; que es sexo, amor, dolor, lágrimas y soledad. Que escribir un diario es ser narcisista y fanfarrón y es también querer encontrarle sentido al sinsentido de vivir.
Porque yo he leído “En medio de todo” por recuperar lo que descubrí en aquellos días de furia. Por reencontrar el consuelo, la compañía del compañero de celda. Alguien que como yo boxea con su sombra y se cae y se levanta, se cae y se levanta. Que duda y se pregunta para quién escribe. Lo he leído para oír del poeta que las palabras no son oro ni son barro. Son viento. Para encontrarme con alguien que me diga que si no fuera por la sal de la literatura no habría dios que se tragara esta sopa casi siempre insípida y fría, la vida. Para leer que alguien mejor que yo siente también una desgana profunda, que se cansa de pelear y luchar para nada, de ser la suma de todas sus frustraciones. Para meterme un chute, recibir un empujón, una muleta y un puñal.
Para descubrir por él la Montaña Roja, y que escribir, seguir escribiendo es la única forma que existe para ir a esa Montaña, a ese lugar mágico sembrado de fósiles y piedras preciosas, a ese lugar al que nunca llegaré.

Julio José Ordovás. “En medio de todo”. Editorial Eclipsados. Zaragoza, 2010.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Lanzador de cuchillos


A veces no soy yo, busco un disfraz mejor.
"Valiente" Vetusta Morla.

Tengo miedo del mañana. Y del pasado mañana. De la mentira y su disfraz.
Tengo miedo del presente. Y del futuro interrogante. Imperfecto. Malcarado. Interior mal ventilado. Semisótano sin alquilar.
De este hoy tan extraño. Acertijo. Jeroglífico. Laberinto cirílico. Paisaje lunar.
Tengo miedo a mi reflejo. Cada vez más deformado. Extranjero. Invertebrado. Turbio y aquilonal.
Tengo miedo del humo. De la piedra y el cristal. Del color adulterado. Del huevo; la serpiente y la sal.
De los ojos empañados. Y los ángeles caídos. Los malditos. Los ahogados. Las heridas que no paran de sangrar.
Tengo miedo de la nada. De su filo y su corona. De la hiedra enraizada. La navaja y su imán.
Soborno. Útero. Sosiego. Punto y final.
Tengo miedo a esta tormenta. A este sólido vendaval. Desequilibrio convertido en firme lealtad.
Alambre. Horóscopo. Cuerda floja. Hogar provisional.
Tengo miedo a las palabras. Habitaciones huecas. Trampantojos. Teatro. Espuma de mar.
Mentiras piadosas. Orfanato. Paraíso artificial.
Inclusa. Vinagre. Oropel y flor de azahar
Tengo miedo a las noches. A sus fugas; venenos y atajos. A sus clarividentes borracheras. Cartón piedra. Jardín accidental.
Tengo miedo a los espejismos. A los animales enjaulados. A las puertas entreabiertas; mal cerradas. Ceniza, lodo. Ponzoña y vertedero. Pasado sin enterrar.
Tengo miedo de mi propia mano. De la empuñadura. El acero. El pulso y la armadura. La batalla y el fracaso. Molinos de viento. Arena. Barro. Polvo y cal.
Tengo miedo de este otro. Este que me mira y no se esconde. Espejo. Reflejo. Reptil. Hombre. Cazador furtivo que cada noche muda de piel y nombre.
Francotirador. Demente. Homicida delirante.
Lanzador de cuchillos y mentiras. Flores. Joyas. Y pétalos ardientes.

Fotografía de Richard Hernández Arrondo
http://www.ricardofoto.es/blog

Poema de Jorge del Frago

viernes, 17 de diciembre de 2010

Lejos de la televisión

Hubo un tiempo en el que los libros eran la única manera de viajar sin salir de casa. Después vino el cine, y luego la televisión. Y todo cambió.
Igual que la música desterró a la poesía, la imagen doméstica derrotó a la literatura de viajes. Y para ver no se necesita saber leer. Y las palabras que nos llevaban de viaje se convirtieron en un esfuerzo, en una comparación que jugaba en completa desventaja y siempre acaba perdiendo.
Pero todos viajamos alguna vez. Todos queremos huir o regresar. Descubrir, recuperar o cambiar. Unos lo hacemos cerca, a convencionales paraísos a los que podemos llegar en coche y donde hablan nuestro mismo idioma. Otros prefieren hacerlo cuanto más lejos mejor. Cambiar de hemisferio. Cambiar de cultura. Contemplar los contrastes que esconde este planeta. La otra cara de estas calles conocidas y repetidas.
Y hay otros, como Beatriz Pitarch y su madre, que no se rinden ante las barreras y las limitaciones, que no renuncian a sus ilusiones. Que no se dejan amedrentar por lo incómodo y lo difícil para conseguir contemplar y conocer la belleza. Y eso es este “Chador azul”, un reto; un viaje; una ilusión compartida.
Porque muchos se conforman con saber lo que otros les cuentan. Pero otros prefieren verlo por sus propios ojos. Y eso es este “Chador azul”, una rebelión; un deseo de contemplar lo que hemos leído en los libros de historia y de arte, hemos visto en la pantalla de la televisión.
Todos viajamos y todos repetimos los mismos gestos. Guardamos en álbumes de fotos los recuerdos de ese tiempo y viajamos con guías ilustradas; asépticas guías que nos hablan de historia y arte, de restaurantes, museos y lugares comunes. Pero estas guías no nos dejan las impresiones personales del viajero. Son manuales, no reflejos de los sentimientos ni de las personas. Son libros ilustrados e impersonales que nos ofrecen todos los datos, pero ninguna impresión.
“El chador azul” es un cuaderno, un diario personal de viaje. Y Beatriz elige el camino difícil, elige la palabra, la forma antigua, la forma personal de guardar el recuerdo.
“El chador azul” tiene la virtud que para alguien como yo, reticente a viajar a los países musulmanes, despertó en mi las ganas de conocer Irán. Seguir los pasos de Beatriz y su madre, utilizar su libro como referencia. Entender, por ella, que además de la típica belleza física de la arquitectura y paisaje de un país, están las personas que nos acompañan, las que conocemos, las que vimos por primera vez, las que nunca volveremos a ver.
Están sus carencias, sus virtudes y sus defectos. Todo por lo que resultan diferentes e iguales a nosotros. Su bondad y su maldad. Su pasado dictando el presente y su futuro por llegar.
Y están oriente y occidente. Nosotros respetando sus reglas, jugando unos días a ser uno más entre ellos, y ellos queriendo huir, escapar y ser como nosotros. Antigüedad y modernidad. Turistas y nativos. Excursionistas y cautivos. Azulejos, vidrieras, agua; música, mercado negro y fiestas privadas al anochecer.
Y están en especial las mujeres. El destino de nacer en un país sin libertad. Vivir al dictado de lo prohibido por los hombres y sus leyes. Al dictado de sus tradiciones y sus colores oscuros, de los privilegios denigrantes de sus clérigos, de la apariencia, la hipocresía y lo mal visto; su fundamentalismo religioso y policial. Un viaje de siglos en el tiempo que me hizo recordar a Las cobijadas de Vejer de la Frontera y su traje de paño negro con el que se envolvían de los pies a la cabeza y mostraban en público sólo su ojo izquierdo.
Un país de tradiciones denigrantes en el que las mujeres deben ocultarse y un libro en el que muestran su rebeldía inconformista y clandestina, su silencio y su alegría, su bondad y su risa. Un viaje para conocer a las personas y su agradecimiento; lo que hay debajo de su apariencia.

Beatriz Pitarch. “El chador azul”. Laertes ediciones. Barcelona, 2009.
http://elchadorazul.blogia.com/

miércoles, 15 de diciembre de 2010

Francisco Aljama y "Cambio de planes"

Relatos sin causa

…o mejor, relatos sin causas, en plural.
Porque lo primero que Luis Borrás consigue del lector es que se pregunte por qué: por qué pasa lo que pasa. En alguno de los doce relatos que conforman este libro faltan incluso las consecuencias, es decir, los finales, para ir directamente al meollo de la cuestión, al grano. La tarea de completar los ‘antes’ y los ‘después’ la deja el autor en las manos, o mejor, en la mente del lector, que de ningún modo puede quedar indiferente.
Con una pluma incisiva, cortante, tajante, sin ambages, Borrás plantea situaciones crudas, directas, sucintas y claras; tal como él dijo en la presentación del pasado viernes, día 3: «esto es lo que hay». Y lo que hay es capaz de doblegar los más altivos cervigones, de sacudir todos los centros nerviosos constituyentes de los encéfalos más inalterables, porque nos recuerda lo frágil que es la cuerda de la vida que nos toca, por muy resistente que aquella pueda parecernos.
Sus relatos iluminan «los rincones oscuros del corazón» del lector, igual que el recuerdo vivo de la sonrisa de una mujer amada que ya no está —en el relato undécimo—. Los personajes pasan del todo a la nada, como un actor venido a menos («Pecados capitales»), en medio de una tensión medida milimétricamente que a veces provoca un estado de apnea, cuyos efectos se refuerzan por el uso de una puntuación trabada, con proliferación de comas y demás signos de puntuación, que obligan a seguir el hilo con la respiración entrecortada. Frases cortas, yuxtapuestas, son el recurso sintáctico más abundante: el pulso se acelera de repente, pero por qué; ¿por qué si todo parece tan placentero?… Cuando el lector se relaja llega el hachazo, la estocada hasta la bola, o queda la fotografía del momento de entrar a matar sin que llegue a consumarse la suerte.
¿Y los temas? Vida, amor y muerte son los tres que no pueden faltar, porque ¿acaso la gran literatura habla de algo distinto?
Si uno fuera creyente, que no es el caso, le sobrevendrían unas ganas imperiosas de rezar para que el caprichoso destino, en el que otros sí creen, no nos gaste alguna jugarreta similar a las que les toca sufrir a los personajes de Cambio de planes.
En esta tarde gris de domingo finiotoñal, que evoca la luz que física o anímicamente enmarca alguna de las piezas —los planes— que atesora el libro, pienso en la suerte que tengo por encontrarme tan bien, en casa y calentito con la calefacción encendida.
Sigue, Luis, porque me recuerdas, entre otros, a Sábato y su túnel, a Castán y su museo, y porque has conseguido que me olvidara de las acechanzas del tedio dominguero. Mientras tanto, te seguiré en tu blog, que no es poco.

…à suivre.

Francisco Aljama

sábado, 11 de diciembre de 2010

Capitanas


Ediciones Traspiés, dentro de su colección de relatos ilustrados “Vagamundos”, ha publicado este “Agua quieta” de Cristina Grande, con ilustraciones de Esperanza Campos. Estos pequeños libros de “Vagamundos” son hermosas joyas que se merecen no pasar desapercibidas entre toda esa multitud de papel descafeinado y colorista que adorna las librerías. Y lo merece porque son libros-objeto extraordinarios en el uniformado mundo editorial; libros ilustrados por los que reconozco que siento debilidad -como aquella maravillosa “Guía de hoteles inventados” de Óscar Sipán y Óscar Sanmartín- hermosas joyas que en este caso de “Agua quieta” reúne sobre el mismo papel los breves y emotivos textos de Cristina y los artísticos grabados de Esperanza. Hermoso y pequeño relicario de papel donde Cristina guarda sus recuerdos familiares junto a los dibujos nacidos de sus palabras. Blanco y negro, tinta y papel reflejándose, mirándose uno en el otro, haciéndose compañía mutuamente.
Y este “Agua quieta” tiene además para mí el valor añadido de haberme permitido descubrir a una Cristina Grande diferente a la que conocía de antes. De aquella narradora fría y cortante, áspera y dura de “Novia parapente” y “Dirección noche” a una Cristina esta vez más humana, más vulnerable, más de carne y hueso. Cristina, de casa Franco de Lanaja; Cristina, tierna y melancólica que guarda en esta hermosa joya editada en Granada los paisajes, los olores y las flores de los Monegros de Huesca. Los recuerdos de su familia y ese tiempo y esa patria irrenunciable que llamamos infancia. Esa patria con la que, incluso estando en Escocia o desterrados en un poblachón manchego, soñamos. Verde de los campos, olivos, tomillo en flor, rabanizas entre las vides, romero y ontina. Y yo, que soy un sentimental irremediable, me veo reflejado en esas largas tardes de verano, comparto con ella esos recuerdos de la casa de los abuelos. Palabras que se guardan en la falsa de la memoria; viajes de vuelta con un huerto, una despensa, cajas de fruta y botes de conservas dentro del maletero del coche. Excursiones, acónitos azules, amapolas amarillas, ríos y truchas, congostos y valles; montes grises y de superficie arrugada, como la piel de los elefantes. Fincas que se heredan y no se venden, almendros y heladas, árboles inútiles que siguen plantados para recordarnos algo. Olores de noviembre, crisantemos, membrillo, nueces con miel para merendar, castañas asadas. Partidas de cartas para pasar las interminables tardes de invierno.
“Agua quieta” es casa, es familia y recuerdos. Pero sobre todo es el recuerdo imborrable de una abuela coqueta y con sentido del humor que fumaba cigarrillos turcos, llevaba zapatos de tacón y se teñía el pelo de negro por llevar la contraria. Su muerte y su huella, el vacío palpable y doloroso de su ausencia.
Y el mañana como esas capitanas, esas extrañas plantas que después de muertas, después de rodar y rodar empujadas por el cierzo se quedan quietas y renacen, silenciosas, cuando el viento cesa.

Cristina Grande. “Agua quieta” Ediciones Traspiés. Colección Vagamundos. Granada, 2010.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Una lectura de "Cambio de planes", por María José Auría Labayen

Cambio de planes es una serie de doce relatos. Unos están teñidos por la melancolía y dejan al lector con el alma encogida. En otros se destila una ironía y una comicidad ante la que esbozamos como poco una sonrisa. Ante nuestros ojos pasa toda una galería de sentimientos familiares generados por los encuentros y los desencuentros, los engaños y los desengaños, los silencios y la palabrería, los abandonos y los reencuentros, siendo estos últimos, irremediablemente, fuentes de frustración y de dolor. Sin embargo, al lector no le está permitida una lectura complaciente, en la seguridad de pisar terreno conocido, porque los impulsos más oscuros y de consecuencias nefastas también están presentes. A veces expuestos sin tapujos y a veces intuidos, aparecen entremezclados el odio, el desprecio o la crueldad llevada al extremo, todos ellos igualmente humanos y reconocibles pero raramente reconocidos.

Las historias se suceden y se leen con gran facilidad, algo que agradecen muchos lectores como yo. Ahora bien, al llegar al final, sentí la necesidad de volver a empezar otra vez, y otra, y otra, de embarcarme en una búsqueda, adivinando más planos y más significados. Y es que cuando uno lee obras como Cambio de planes, necesita y quiere tiempo para ver, igual que los ojos que han estado en la oscuridad necesitan tiempo para adaptarse a la luz y los que han estado a la luz necesitan tiempo para descubrir las formas ocultas en la penumbra.

La luz en Cambio de planes es mucho más que una metáfora de la lectura. Es un elemento recurrente, esencial y lleno de simbolismo. El otro elemento articulador que no deja de asomarse es la palabra. En seis de los relatos el elemento principal es la luz y la ausencia de luz y en los otros seis es la palabra y su ausencia.

La luz aparece de formas diversas: radiada (la luz del sol) y absorbida (la imagen de una fotografía o de un plano televisivo, que capta la luz que emana del objeto/sujeto de la imagen); natural y eléctrica. Pero también es la luz brillante de la risa y de la sonrisa y la luz pálida de la nostalgia. La luz del espejismo o de la imagen que permanece suspendida, colgada de nuestra retina después de un fogonazo, después de la luz que hiere. Es la luz de la venganza de la protagonista ausente sobre el marido presente de “Sopa de letras” (“sí, señor, lo había hecho por joder”) y la de la venganza de la mujer abandonada en “Lo que cuenta la mano cortada” cuando reduce la imagen del marido que no volverá a una silueta, a un vacío oscuro en la fotografía y luego enciende las llamas que consumirán los recortes. A veces, los dos tipos de luz coinciden en el mismo relato, como en “Año Nuevo”, donde el cambio de la reconfortante luz de las velas por la luz del televisor es el preludio de un final inesperado.

Otro elemento articulador de los relatos es la palabra. La palabra ausente del padre que no quiere seguir hablando del pasado. La palabra esencial y desconocida: el nombre. Lo que no se puede nombrar, no existe. Lo que no se puede nombrar no se puede conocer ni poseer, de allí la angustia del que no puede hablar a la persona amada, o ni siquiera decir su nombre porque lo desconoce, o la de la víctima que grita en vano el nombre de su verdugo. El silencio que se cierne entre la madre abandonada y el hijo, en su soledad, frente a la verborrea incontenida del marido, solo, ante el enigma de una sopa de letras. La palabra comida y la palabra escrita en el informe médico.

Cambio de planes es una obra que dice más de lo que hay escrito, que sigue sugiriendo más allá del tiempo que dura su lectura, que se lee con una facilidad engañosa porque disfraza el buen hacer literario bajo un manto de aparente sencillez. Y que consigue sorprender al lector convencido de que, después de tantas palabras leídas a lo largo de su vida, poco hay que le pueda resultar nuevo.

María José Auría Labayen

miércoles, 1 de diciembre de 2010

deletreando

Llegó la hora de los valientes, de los que se atreven a sorprendernos cuando creíamos que ya estaba todo dicho, inventado, descubierto. Llegó la hora de los que apuestan por un ejercicio de acrobacia que suma locura y calidad; riesgo, originalidad, audacia. Llegó la hora de anorak y pierre d. la.
Este “Hacia el interior” es un dos por uno. Un cuatro por uno. Un mil por uno.
Por el prólogo de Miguel Ángel Albero y su poesía en prosa en donde cada letra es un disparo silencioso, principio y final de todo.
Por el diseño, maquetación y cubierta de Víctor Montalbán, donde, antes de comenzar la poesía y su transformación, ya comienza el arte y el símbolo con esa mirilla roja de rejilla estampada, atornillada al papel desde el exterior. Esa celosía de Víctor desde la que, si nos asomáramos, podríamos vislumbrar lo que hay dentro del libro. Un tragaluz al interior.
Por el texto de la contraportada de Manuel Sánchez Oms que nos enseña que la poesía de pierre d. la es un sintagma nuevo basado en los encuentros de las letras; inquietudes, juego escenográfico y teatral que nos llevará hasta André Bretón, porque “Hacia el interior” se terminó de imprimir el 28 de septiembre, en el 44º aniversario de la muerte del surrealista francés.
Por la de anorak y Sergio Navarro, que en una declaración de guerra se ha lanzado a editar libros que inspiran, que nos abrigan en una fría tarde de invierno o que nos acompañan en un viaje; libros capaces de hacernos redescubrir nuestras sensaciones y emociones. Un libro para los que comparten la devoción hacia ese objeto.
Y mil y uno por los poemas visuales de pierre d. la que dibujan de golpe la inicial en mayúscula de la sorpresa; la O, redonda y acelerada, de mi asombro; el impacto, la colisión frontal de su creatividad contra mi analfabetismo. Asomarse a este interior es descubrir en su abecedario abreviado un lenguaje poético nuevo; un continente desconocido; una nueva fórmula que me ha hecho navegar por los archipiélagos no verbales del letrismo y el futurismo, la orografía de la palabra y el caligrama, el dadaísmo, las corrientes de los Ismos de RAMÓN y sus vanguardias, la plasticidad y la abreviatura. Un descubrimiento que me ha llevado hasta Joan Brossa y su homenaje y un poema-pistola compartido. Un interior de pierre de. la con letras equilibristas, adivinanzas, dibujos que giran y escriben su nombre, zetas de la casa de zitas, letras que ruedan, letras compuestas, comas que son números, vida exclamada, signos de interrogación. Silencios acentuados y turbadores, letras que son pájaros y torres, cebo y manecillas de un reloj. Letras que se estrechan y superponen, ocultan y dicen amor. Letras que componen una imagen, una sensación, letras que se hacen objetos y al revés. Letras de vértigo, letras acribilladas, letras que son máscaras, letras que dibujan perspectivas y luz. Crucigramas, palabras escondidas, golpes de ingenio, juego, figuración. Un lenguaje artístico y plástico; visual y poético. La unión de imagen y concepto. Símbolo, poema; deletreando, deleitando, pierre d. la.

pierre d. la. “Hacia el interior”. anorak ediciones. Zaragoza, 2010.

Para conocer los poemas visuales de pierre d.la
http://boek861.blog.com.es/2010/03/18/pierre-d-poeta-visual-8198971/