Mañana, miercoles 23, a las 20 horas, en la librería "Los Portadores de Sueños", C/ Blancas, 4, de Zaragoza. Sergio del Molino presenta su nuevo libro: "El restaurante favorito de Nina Hagen”, editado por Anorak Ediciones.
martes, 22 de noviembre de 2011
viernes, 18 de noviembre de 2011
El juego del diablo
La Editorial Traspiés ha cambiado el formato de su colección Vagamundos de libros ilustrados. El concepto sigue siendo el mismo, pero ahora los podemos disfrutar en un tamaño más grande. Placer multiplicado por dos en el que salimos ganando los que tenemos presbicia y en el que las ilustraciones cobran una nueva dimensión. Y como estreno de este nuevo formato un relato de Robert Louis Stevenson: “El diablo de la botella” con unas magníficas ilustraciones de Pablo Ruiz.
Y la verdad es que lo que plantea resulta una oferta tentadora: “Todo lo que se desee: amor, fama, dinero, una casa: todo será tuyo si compras esa botella. Sólo hay una cosa que el diablo no puede hacer: prolongar la vida. Y si uno muere antes de venderla, su alma arderá para siempre en el infierno”. El diablo juega con nuestras debilidades. La ambición humana es un cuento muy viejo y él lo sabe. Conoce nuestros anhelos, los más básicos y primordiales. Cada uno tiene el suyo. Y en el caso de Keawe, el protagonista de este relato, su mayor deseo era tener una casa grande y lujosa que fuera la envidia de sus vecinos y la medida de su triunfo. Así que Keawe no resiste la tentación y compra la botella.
La ventaja de esta historia es que ese pacto, esa unión con el diablo es temporal y rescindible. Y eso lo hace aún mucho más tentador. Consigues lo que quieres y luego basta con vender la botella a otro para olvidarte. Sin embargo esa falta de consecuencias la salva Stevenson con la muerte. Keawe consigue el terreno y el dinero para construirse la casa que desea gracias a la muerte de un tío suyo y de su hijo, convirtiéndose él en único heredero. Keawe sabe que si no hubiera sido por esas muertes no tendría lo que deseaba, pero lo acepta demostrando que su ambición es mayor que sus escrúpulos o dudas morales: “aunque me guste muy poco el modo en que ha llegado a mi, esta es la casa, y bien puedo tomar los bueno junto a lo malo”. Y la botella acaba en las manos de un amigo que no volverá a ver jamás.
La ambición humana es un cuento muy viejo y el amor uno inmortal. Mezclarlos, unirlos es este relato es mérito de Stevenson. Porque quizás por aquello de que todo tiene un precio, Keawe, que vivía feliz en su propiedad, conoce un día a Kokuna y se enamora de ella. Pero esa misma noche, al volver a su casa, descubre que está enfermo de lepra y eso hace imposible su amor. Desesperado, la botella resulta ser la solución perfecta, y para no perder a su amada decide salir a buscarla, comprarla de nuevo y recuperar la salud. Esa búsqueda le llevará a seguir su rastro por toda la isla, un rastro evidente: grandes casas con jardín, vehículos y ropa nueva, lujo, ostentación y apariencia. Caras de simple felicidad. Pero el precio de la botella, al haber pasado de mano en mano, se ha devaluado a un simple centavo. Eso significa que si Keawe la compra jamás podrá venderla y su alma arderá eternamente en el infierno. Pero Keawe, por conseguir el amor de Kokuna, no duda y compra la botella, librándose de la lepra y casándose con Kokuna a cambio de su propia condenación.
Y así podría haber terminado el relato, con esa moraleja; pero Stevenson no se conforma y continúa, le da un nuevo giro: Keawe hundido en la tristeza, el miedo, el dolor y el arrepentimiento por su destino que le impide ser feliz acaba confesándole todo a su mujer y ella encuentra la solución: viajar a Tahití donde tienen céntimos, una moneda más pequeña que el centavo y allí vender la botella y salvarse. Dando lugar a la tercera y última parte del relato en la que todavía Stevenson es capaz de volver a hacer girar la noria, crear otros dos finales y otras dos continuaciones más hasta el desenlace definitivo.
Es cierto que este cuento escrito en el siglo XIX resulta en algunos aspectos contemporáneo. Es cierto que en la actualidad firmamos un empeño de por vida para conseguir una casa (sea la de nuestros sueños o no), pero más que eso está la permanente insatisfacción humana. Asombrarnos, con inquietud, de que todos podríamos pedirle un deseo a esa botella. Uno, sólo uno bastaría y que después podríamos deshacernos de nuestra mala conciencia vendiéndosela a otro igual de insatisfecho que nosotros. ¿Quién no dudaría? ¿Quién sería tan estúpido de resistirse?
Es cierto que está la ambición de la felicidad, pero tal vez Stevenson quiera hacernos pensar que se trata de una felicidad que es puramente material. Advertencia que ante los ejemplos que vemos hoy en día seguramente resulte una monserga ridícula, un yogur caducado en la nevera de nuestra conciencia. O tal vez no.
Y ante ese materialismo Stevenson propone como única contrapartida el amor, ese sentimiento puro por el que seríamos capaces de cualquier sacrificio, pero también está el precio que se puede llegar a pagar por conseguirlo. Y también está la mecánica diabólica del deseo. Desear una nueva ambición cuando ya hemos conseguido lo primero que queríamos. Lo rápido que el hombre es capaz de olvidar el dolor y la angustia, lo rápido que puede volverse egoísta, el débil equilibrio en el que vivimos, lo rápido que podemos perderlo todo.
Y es todavía más cierto que existen hombres que no temen a esa condena al infierno. Porque no creen en él. Porque si ese infierno existe no puede ser peor de lo que ya han vivido en la tierra. Y al morir el último propietario, ¿qué fue de la botella? Era irrompible y el corcho no podía sacarse por lo que no se podía liberar al diablo ¿Todavía estará en algún lugar? ¿Tendrá un nuevo dueño? Stevenson no lo dice, así que esas preguntas que se quedan en el aire son lo mejor de esta historia.
“El diablo de la botella” Robert Louis Stevenson. Ilustraciones de Pablo Ruiz. 60 páginas. Vagamundos, libros ilustrados. Editorial Traspiés. Granada, 2011.
La ventaja de esta historia es que ese pacto, esa unión con el diablo es temporal y rescindible. Y eso lo hace aún mucho más tentador. Consigues lo que quieres y luego basta con vender la botella a otro para olvidarte. Sin embargo esa falta de consecuencias la salva Stevenson con la muerte. Keawe consigue el terreno y el dinero para construirse la casa que desea gracias a la muerte de un tío suyo y de su hijo, convirtiéndose él en único heredero. Keawe sabe que si no hubiera sido por esas muertes no tendría lo que deseaba, pero lo acepta demostrando que su ambición es mayor que sus escrúpulos o dudas morales: “aunque me guste muy poco el modo en que ha llegado a mi, esta es la casa, y bien puedo tomar los bueno junto a lo malo”. Y la botella acaba en las manos de un amigo que no volverá a ver jamás.
La ambición humana es un cuento muy viejo y el amor uno inmortal. Mezclarlos, unirlos es este relato es mérito de Stevenson. Porque quizás por aquello de que todo tiene un precio, Keawe, que vivía feliz en su propiedad, conoce un día a Kokuna y se enamora de ella. Pero esa misma noche, al volver a su casa, descubre que está enfermo de lepra y eso hace imposible su amor. Desesperado, la botella resulta ser la solución perfecta, y para no perder a su amada decide salir a buscarla, comprarla de nuevo y recuperar la salud. Esa búsqueda le llevará a seguir su rastro por toda la isla, un rastro evidente: grandes casas con jardín, vehículos y ropa nueva, lujo, ostentación y apariencia. Caras de simple felicidad. Pero el precio de la botella, al haber pasado de mano en mano, se ha devaluado a un simple centavo. Eso significa que si Keawe la compra jamás podrá venderla y su alma arderá eternamente en el infierno. Pero Keawe, por conseguir el amor de Kokuna, no duda y compra la botella, librándose de la lepra y casándose con Kokuna a cambio de su propia condenación.
Y así podría haber terminado el relato, con esa moraleja; pero Stevenson no se conforma y continúa, le da un nuevo giro: Keawe hundido en la tristeza, el miedo, el dolor y el arrepentimiento por su destino que le impide ser feliz acaba confesándole todo a su mujer y ella encuentra la solución: viajar a Tahití donde tienen céntimos, una moneda más pequeña que el centavo y allí vender la botella y salvarse. Dando lugar a la tercera y última parte del relato en la que todavía Stevenson es capaz de volver a hacer girar la noria, crear otros dos finales y otras dos continuaciones más hasta el desenlace definitivo.
Es cierto que este cuento escrito en el siglo XIX resulta en algunos aspectos contemporáneo. Es cierto que en la actualidad firmamos un empeño de por vida para conseguir una casa (sea la de nuestros sueños o no), pero más que eso está la permanente insatisfacción humana. Asombrarnos, con inquietud, de que todos podríamos pedirle un deseo a esa botella. Uno, sólo uno bastaría y que después podríamos deshacernos de nuestra mala conciencia vendiéndosela a otro igual de insatisfecho que nosotros. ¿Quién no dudaría? ¿Quién sería tan estúpido de resistirse?
Es cierto que está la ambición de la felicidad, pero tal vez Stevenson quiera hacernos pensar que se trata de una felicidad que es puramente material. Advertencia que ante los ejemplos que vemos hoy en día seguramente resulte una monserga ridícula, un yogur caducado en la nevera de nuestra conciencia. O tal vez no.
Y ante ese materialismo Stevenson propone como única contrapartida el amor, ese sentimiento puro por el que seríamos capaces de cualquier sacrificio, pero también está el precio que se puede llegar a pagar por conseguirlo. Y también está la mecánica diabólica del deseo. Desear una nueva ambición cuando ya hemos conseguido lo primero que queríamos. Lo rápido que el hombre es capaz de olvidar el dolor y la angustia, lo rápido que puede volverse egoísta, el débil equilibrio en el que vivimos, lo rápido que podemos perderlo todo.
Y es todavía más cierto que existen hombres que no temen a esa condena al infierno. Porque no creen en él. Porque si ese infierno existe no puede ser peor de lo que ya han vivido en la tierra. Y al morir el último propietario, ¿qué fue de la botella? Era irrompible y el corcho no podía sacarse por lo que no se podía liberar al diablo ¿Todavía estará en algún lugar? ¿Tendrá un nuevo dueño? Stevenson no lo dice, así que esas preguntas que se quedan en el aire son lo mejor de esta historia.
“El diablo de la botella” Robert Louis Stevenson. Ilustraciones de Pablo Ruiz. 60 páginas. Vagamundos, libros ilustrados. Editorial Traspiés. Granada, 2011.
lunes, 14 de noviembre de 2011
Mensaje en una botella
Resulta muy curioso. Lo de menos en esta novela breve es la historia que viene anunciando desde el principio y que aparentemente la justifica. Un libro escrito para contar en él “una historia que siendo sincero conmigo mismo no puedo aspirar a que sea creída por ninguno de los que la lea”. Una historia que hábilmente se va aplazando para mantener esa expectación y que una vez contada -prácticamente al final de la novela- apenas ocupa nueve páginas.
Y es curioso porque lo que debería ser el motivo de la génesis de la novela se convierte en una mera anécdota. Algo bonito, misterioso pero prescindible. Y en un primer momento un lector apresurado, poco atento y superficial podría considerarse estafado; que el autor le ha tomado el pelo con un cuento de las mil y una noches. Pero yo creo que esa simpleza es una trampa. Una trampa inteligente e irónica. Porque esa historia: “una experiencia probablemente paranormal, una alucinación, algo imposible de explicar con la razón” no es lo que realmente importa sino que lo verdaderamente trascendente es todo lo demás. No es el destino sino el camino. No es el final sino todo lo que pasa antes.
Porque cuando al protagonista y narrador se le envía a un islote minúsculo en mitad del océano atlántico para realizar un trabajo de campo como una manera de quitarlo de en medio: “Todo era el resultado de un catedrático y padre intentando apartar de la competición a un sujeto (a mí) con más posibilidades que su hijo en ganar la carrera por la plaza”, lo que aparentemente es un amargo destierro se convierte en un lugar providencial en el que tomar conciencia de uno mismo, un tiempo para el aprendizaje de lo que realmente importa, la mayor y la mejor de las lecciones recibidas: “La estancia en la Isla de los Pelícanos me estaba proporcionando perspectivas que de no haber venido a ella no habría sido capaz de captar por mí mismo, inmerso como estaba en la vorágine del desarrollo”.
Y tal vez no sea una novela narrativamente deslumbrante, aunque se nota desde ésta -escrita en 1998- a la última -publicada en el 2011- una evolución, una contención en el lenguaje descriptivo que en esta “Isla” José Luis todavía no tenía, sobre todo en esas naturalezas muertas, paisajes, emociones y colores con los que en ocasiones tropieza; pero en la que ya está lo fundamental de su pensamiento al que se ha mantenido fiel: “Se puede elegir voluntariamente la vida que uno quiere llevar sin tener que pasar necesariamente por el pilón de la inercia en la que nos vemos envueltos”. Ya está la rebeldía, el individualismo, el carácter propio; el desprecio por los prejuicios, la apariencia y la superficialidad.
“En el mundo insulso, rutinario, carente de personalidad, donde todo el mundo y todas las cosas son iguales entre sí… en el mundo “estandarizado y global” lo original es sinónimo de extraño, y, además, es condenable por salirse de las normas a seguir por el rebaño”. Originalidad que José Luis nos muestra a través de unos personajes estrafalarios, sentimentales y entrañables. Personajes en ocasiones de un humor surrealista y disparatado que me recordaron al genial Harpo Marx. Personajes, como el hombre esdrújulo, que son protestas explícitas de la estupidez humana contemporánea y su empobrecimiento intelectual. Personajes que en su aparente insignificancia guardan el secreto inasible de la alegría, la tristeza sincera, la integridad, el equilibrio, la inteligencia y la armonía. “Como el resto de los habitantes de la Isla de los Pelícanos había alcanzado un grado de felicidad elevado suprimiendo la mayoría de sus necesidades. Sobre todo, esas necesidades absolutamente artificiales generadas por la sociedad de consumo y que no aportan ningún placer real y verdadero sino que son simples distracciones en medio de un mar de amargura provocado por la tensión originada en la sensación de carencia de bienes materiales”. “En la isla pude constatar lo inútil que resultan la mayoría de cosas consideradas indispensables en la sociedad de consumo”.
Porque esta es la manera en la que José Luis entiende la literatura: realidad factible e imaginación, fantasía, introspección, buen humor y una necesaria reflexión; un modo de expresión, un método útil, una manera de posicionarse en el mundo. Un mensaje en una botella.
Una novela en la que nos enseña a conocer frente al miedo la diferencia entre valentía y templanza; saber ante la adversidad o la injusticia qué es el valor. Nos presenta un original código de comunicación, un sistema con tres paraguas que según el color –rojo, verde o amarillo- sirve para comunicar el estado de ánimo de cada uno; una forma sincera de eliminar la hipocresía en las relaciones entre personas. Nos habla del estoicismo ante la tragedia y el escepticismo ante el júbilo momentáneo y fugaz; de la soberbia, la vanidad y la codicia; de la prisa y la lentitud; del confort insaciable, de la explotación insostenible del planeta, del contacto y el respeto con la naturaleza. Principios, valores esenciales por encima de cualquier apropiación interesada, oportunista y demagógica.
Pensamientos en los que encuentro una reconfortante coincidencia: “Nunca el dinero me ha proporcionado satisfacciones tan elevadas que no hubiera cambiado por crecimiento personal, intelectual y moral”. Reflexiones que podría suscribir, frases para dejar subrayadas: “Coincido con aquel viejo profesor de bachillerato que decía que el 70% de una persona no está compuesta de agua sino de los libros que lee y el otro 30% de las personas que ama y a las que odia”.
Y es curioso porque lo que debería ser el motivo de la génesis de la novela se convierte en una mera anécdota. Algo bonito, misterioso pero prescindible. Y en un primer momento un lector apresurado, poco atento y superficial podría considerarse estafado; que el autor le ha tomado el pelo con un cuento de las mil y una noches. Pero yo creo que esa simpleza es una trampa. Una trampa inteligente e irónica. Porque esa historia: “una experiencia probablemente paranormal, una alucinación, algo imposible de explicar con la razón” no es lo que realmente importa sino que lo verdaderamente trascendente es todo lo demás. No es el destino sino el camino. No es el final sino todo lo que pasa antes.
Porque cuando al protagonista y narrador se le envía a un islote minúsculo en mitad del océano atlántico para realizar un trabajo de campo como una manera de quitarlo de en medio: “Todo era el resultado de un catedrático y padre intentando apartar de la competición a un sujeto (a mí) con más posibilidades que su hijo en ganar la carrera por la plaza”, lo que aparentemente es un amargo destierro se convierte en un lugar providencial en el que tomar conciencia de uno mismo, un tiempo para el aprendizaje de lo que realmente importa, la mayor y la mejor de las lecciones recibidas: “La estancia en la Isla de los Pelícanos me estaba proporcionando perspectivas que de no haber venido a ella no habría sido capaz de captar por mí mismo, inmerso como estaba en la vorágine del desarrollo”.
Y tal vez no sea una novela narrativamente deslumbrante, aunque se nota desde ésta -escrita en 1998- a la última -publicada en el 2011- una evolución, una contención en el lenguaje descriptivo que en esta “Isla” José Luis todavía no tenía, sobre todo en esas naturalezas muertas, paisajes, emociones y colores con los que en ocasiones tropieza; pero en la que ya está lo fundamental de su pensamiento al que se ha mantenido fiel: “Se puede elegir voluntariamente la vida que uno quiere llevar sin tener que pasar necesariamente por el pilón de la inercia en la que nos vemos envueltos”. Ya está la rebeldía, el individualismo, el carácter propio; el desprecio por los prejuicios, la apariencia y la superficialidad.
“En el mundo insulso, rutinario, carente de personalidad, donde todo el mundo y todas las cosas son iguales entre sí… en el mundo “estandarizado y global” lo original es sinónimo de extraño, y, además, es condenable por salirse de las normas a seguir por el rebaño”. Originalidad que José Luis nos muestra a través de unos personajes estrafalarios, sentimentales y entrañables. Personajes en ocasiones de un humor surrealista y disparatado que me recordaron al genial Harpo Marx. Personajes, como el hombre esdrújulo, que son protestas explícitas de la estupidez humana contemporánea y su empobrecimiento intelectual. Personajes que en su aparente insignificancia guardan el secreto inasible de la alegría, la tristeza sincera, la integridad, el equilibrio, la inteligencia y la armonía. “Como el resto de los habitantes de la Isla de los Pelícanos había alcanzado un grado de felicidad elevado suprimiendo la mayoría de sus necesidades. Sobre todo, esas necesidades absolutamente artificiales generadas por la sociedad de consumo y que no aportan ningún placer real y verdadero sino que son simples distracciones en medio de un mar de amargura provocado por la tensión originada en la sensación de carencia de bienes materiales”. “En la isla pude constatar lo inútil que resultan la mayoría de cosas consideradas indispensables en la sociedad de consumo”.
Porque esta es la manera en la que José Luis entiende la literatura: realidad factible e imaginación, fantasía, introspección, buen humor y una necesaria reflexión; un modo de expresión, un método útil, una manera de posicionarse en el mundo. Un mensaje en una botella.
Una novela en la que nos enseña a conocer frente al miedo la diferencia entre valentía y templanza; saber ante la adversidad o la injusticia qué es el valor. Nos presenta un original código de comunicación, un sistema con tres paraguas que según el color –rojo, verde o amarillo- sirve para comunicar el estado de ánimo de cada uno; una forma sincera de eliminar la hipocresía en las relaciones entre personas. Nos habla del estoicismo ante la tragedia y el escepticismo ante el júbilo momentáneo y fugaz; de la soberbia, la vanidad y la codicia; de la prisa y la lentitud; del confort insaciable, de la explotación insostenible del planeta, del contacto y el respeto con la naturaleza. Principios, valores esenciales por encima de cualquier apropiación interesada, oportunista y demagógica.
Pensamientos en los que encuentro una reconfortante coincidencia: “Nunca el dinero me ha proporcionado satisfacciones tan elevadas que no hubiera cambiado por crecimiento personal, intelectual y moral”. Reflexiones que podría suscribir, frases para dejar subrayadas: “Coincido con aquel viejo profesor de bachillerato que decía que el 70% de una persona no está compuesta de agua sino de los libros que lee y el otro 30% de las personas que ama y a las que odia”.
“La isla de los pelícanos”. José Luis Galar. 111 páginas. Segunda Edición. Prames. Zaragoza, 2010.
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jueves, 10 de noviembre de 2011
Triángulo escaleno
Biarge, Perales y Sierra forman un triángulo escaleno. Un triángulo cojo, de lados irregulares.
Los tres se conocieron estudiando Biblioteconomía y Documentación en la Universidad de Zaragoza, los tres se descubrieron escritores de cuentos y los tres en base a la coincidencia de esa misma inquietud formaron una sociedad literaria que ha culminado en esta publicación colectiva de sus relatos.
Una colección conjunta que por un lado es la consecución de esa ilusión compartida y de su amistad y que por otro supone su presentación, el estreno de tres nuevos autores (aragoneses los tres). Pero a partir de ahí cada uno queda expuesto en solitario ante sus virtudes y sus carencias; porque el lector, ajeno a todo lo demás, valorará a cada uno por separado y se hará inevitable el concurso, la competición entre ellos. Y el resultado es que Biarge gana con diferencia, Sierra no queda mal y Perales pierde mucho en la inevitable comparación.
Para los autores este libro será siempre un recuerdo inolvidable, pero para el lector lo único importante es adivinar el futuro basándose en el presente, en lo leído. Agradecer la fortuna de descubrir a un autor desconocido que sorprende en su debut. Un nombre nuevo que apuntar en la memoria y esperar el siguiente paso. Leer “Aún después de muerto”, el relato de Jorge Biarge, y admirarse; disfrutar, asombrarse con su talento y hablar de él sin que esto parezca una maldita operación triunfo. Porque todos sabemos las vueltas que da la vida y cómo cambia todo.
Este “Dioses comiendo moscas” está compuesto por quince relatos de los que Biarge ha escrito cinco, Perales cuatro y Sierra cinco. Y hay uno, “Phenomena”, que es colectivo. Un libro sin un género determinado sin un argumento o tema común en el que cada uno ha demostrado de lo que es capaz supongo que incluyendo lo mejor que tiene. Y ese relato colectivo aunque parte de una idea realmente interesante y capta la atención nada más empezar se pierde después en una teoría compleja mal explicada y mal resuelta convirtiéndose en un proyecto frustrado. Al igual que los relatos de Perales, desestructurados, pretenciosos en la forma y el lenguaje, narrados a trompicones, excesivamente personalistas, más pendientes del mensaje pseudopanfletario que de la narración. Sierra, con un estilo directo y visual, muestra su predilección por la ciencia ficción y ha escrito dos muy buenos relatos ambientados en un mundo futurista en el que, a pesar de los avances científicos, la robótica y los androides, los sentimientos humanos siguen siendo fundamentales. Y Biarge demuestra su polivalencia y su riqueza; sus cuentos se deslizan sin tropiezos, con una oralidad asombrosa; mezclando narración, ensayo, teología, literatura, viaje, imaginación, humor e inteligente ironía en cuatro relatos magníficos.
Las ilustraciones de Ismael Blasco son un acierto y un valor añadido, pero el editor podría haberse ahorrado menos en papel y prestar más atención a la maquetación. No habría embutido el texto como las sardinas de las latas y evitado errores y espacios en blanco que molestan en la lectura. Pequeños detalles que hacen de un libro un objeto perfecto.
“Dioses comiendo moscas” Jorge Biarge Fanlo, Sergio Perales Tobajas, Ernesto Sierra Sanz. Ilustraciones de Ismael Blasco. Grupo Editorial AJEC. 182 páginas. Granada, 2011.
Los tres se conocieron estudiando Biblioteconomía y Documentación en la Universidad de Zaragoza, los tres se descubrieron escritores de cuentos y los tres en base a la coincidencia de esa misma inquietud formaron una sociedad literaria que ha culminado en esta publicación colectiva de sus relatos.
Una colección conjunta que por un lado es la consecución de esa ilusión compartida y de su amistad y que por otro supone su presentación, el estreno de tres nuevos autores (aragoneses los tres). Pero a partir de ahí cada uno queda expuesto en solitario ante sus virtudes y sus carencias; porque el lector, ajeno a todo lo demás, valorará a cada uno por separado y se hará inevitable el concurso, la competición entre ellos. Y el resultado es que Biarge gana con diferencia, Sierra no queda mal y Perales pierde mucho en la inevitable comparación.
Para los autores este libro será siempre un recuerdo inolvidable, pero para el lector lo único importante es adivinar el futuro basándose en el presente, en lo leído. Agradecer la fortuna de descubrir a un autor desconocido que sorprende en su debut. Un nombre nuevo que apuntar en la memoria y esperar el siguiente paso. Leer “Aún después de muerto”, el relato de Jorge Biarge, y admirarse; disfrutar, asombrarse con su talento y hablar de él sin que esto parezca una maldita operación triunfo. Porque todos sabemos las vueltas que da la vida y cómo cambia todo.
Este “Dioses comiendo moscas” está compuesto por quince relatos de los que Biarge ha escrito cinco, Perales cuatro y Sierra cinco. Y hay uno, “Phenomena”, que es colectivo. Un libro sin un género determinado sin un argumento o tema común en el que cada uno ha demostrado de lo que es capaz supongo que incluyendo lo mejor que tiene. Y ese relato colectivo aunque parte de una idea realmente interesante y capta la atención nada más empezar se pierde después en una teoría compleja mal explicada y mal resuelta convirtiéndose en un proyecto frustrado. Al igual que los relatos de Perales, desestructurados, pretenciosos en la forma y el lenguaje, narrados a trompicones, excesivamente personalistas, más pendientes del mensaje pseudopanfletario que de la narración. Sierra, con un estilo directo y visual, muestra su predilección por la ciencia ficción y ha escrito dos muy buenos relatos ambientados en un mundo futurista en el que, a pesar de los avances científicos, la robótica y los androides, los sentimientos humanos siguen siendo fundamentales. Y Biarge demuestra su polivalencia y su riqueza; sus cuentos se deslizan sin tropiezos, con una oralidad asombrosa; mezclando narración, ensayo, teología, literatura, viaje, imaginación, humor e inteligente ironía en cuatro relatos magníficos.
Las ilustraciones de Ismael Blasco son un acierto y un valor añadido, pero el editor podría haberse ahorrado menos en papel y prestar más atención a la maquetación. No habría embutido el texto como las sardinas de las latas y evitado errores y espacios en blanco que molestan en la lectura. Pequeños detalles que hacen de un libro un objeto perfecto.
“Dioses comiendo moscas” Jorge Biarge Fanlo, Sergio Perales Tobajas, Ernesto Sierra Sanz. Ilustraciones de Ismael Blasco. Grupo Editorial AJEC. 182 páginas. Granada, 2011.
lunes, 7 de noviembre de 2011
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