Ya se que este no es un libro de literatura, pero está aquí porque quiero mostrar mi admiración por la valentía, la voluntad y el entusiasmo de su autor. Si la envidia tiznara encontrarían mis huellas dactilares manchando todas las hojas.
Soy un tipo raro, ahora lo sé, y lo malo no es serlo, sino haber tardado demasiado tiempo en asumirlo y en mandar a la mierda el miedo al ridículo y a ser diferente. Salirse del estándar es difícil, y más cuando en tu entorno cercano -familia y amigos- no hay nadie con inquietudes similares. La única forma para ser autodidacta es tener una fuerte personalidad, y eso, en mi larga lista de cualidades que me faltan, ocupa el primer lugar. Todo hubiera sido más fácil si me hubieran apasionado los motores, el fútbol o incluso el cine. Porque, ¿a quién le dices que sientes una emoción extraña ante las fachadas antiguas, la arquitectura modernista y las viejas fotografías en blanco y negro sin que se rían de ti?
En mi barrio había una casa abandonada con una aldaba de hierro en la puerta que era una mano de mujer sujetando una manzana. Me encantaba ese llamador. A la vuelta de unas vacaciones habían derribado la casa y aquella mano fascinante había desaparecido. A partir de ese momento decidí asumir mi rareza y me dediqué a recorrer la ciudad y fotografiar puertas y aldabas. Y con las puertas vinieron las ventanas, los balcones, los detalles de las casas. Me compré un objetivo y me acerqué a las azoteas de los edificios y descubrí lo que se esconde en sus tejados. Y durante mis vacaciones me dediqué a recorrer todos los pueblos de La Litera y fotografiar sus casas, sus fachadas, sus escudos de piedra, sus puertas, sus balcones y aleros. Estaba solo y seguía pareciendo un tipo raro, pero ya no me importaba lo que pensaran de mí porque había mandado a la mierda a todos mis complejos.
Hasta que un día, curioseando en las estanterías de la librería Ibor de Barbastro, encontré este libro. Y me quedé maravillado y hundido en la miseria. Me sentí como el inventor de Barrio Sésamo, que inventa algo que ya está inventado y hace el más espantoso de los ridículos.
Contemplé las fotografías del libro. La vergüenza, la envidia y el ridículo cedieron ante la maravilla, la admiración y el esfuerzo. La victoria de otro igual de raro que yo pero que me aventajaba en decisión y audacia. Que había asumido con prontitud su pasión y se había entregado a ella sin sentir vergüenza ni importarle las miradas de extrañeza, la indiferencia y la soledad, que se había lanzado a los caminos silbando su alegría.
En este libro están guardados treinta y cinco años de vida, de pasión por buscar y encontrar, por mostrarnos lo que tenemos cerca y menospreciamos. Treinta y cinco años de caminos y miradas tranquilas para enseñarnos lo que fuimos, somos y deberíamos guardar.
En esos treinta y cinco años caben inviernos y otoños. Caben pueblos de difícil acceso y fácil despoblación. Caben pueblos asentados en las laderas y en el fondo de los valles, con sus casas dispuestas en torno a la iglesia, casas apretadas, calles estrechas y empedradas, pueblos que nacieron al abrigo de castillos arruinados. Casas fuertes, matacán, saetero y troneras. Pardinas y torres, arcos y pasos; poyos junto a la puerta donde esperar el verano.
En esos treinta y cinco años caben primaveras y estíos. Caben pueblos con calles abovedadas, plazas y soportales donde resguardarse y montar el mercado. Caben casas que buscan el sol del mediodía y que se defienden del viento dándole la espalda. Patios y portones, paredes y muros de piedra, tapial y arenisca; tejados de pizarra, de losa cerámica, loseta y teja árabe. Cornisas, terrados, azoteas y miradores, buhardillas y luceras.
Palabras que conocer para nombrar lo que podemos buscar y encontrar como branquil, callizo, rafes, tizoneras y porteras, y saber para qué sirven y porqué están ahí. Chimeneas troncocónicas, cilíndricas y prismáticas
Caben decoraciones y ornamentación, aleros, pinturas: azulete, rojo, verde y amarillo; escudos, relojes de sol, inscripciones y fechas. Capillas callejeras. Rejas, forja, balcones, puertas de medio punto y arco conopial; de una y doble hoja, gateras, forradas de latón, decoradas y tachonadas; goznes, cerraduras y picaportes, llamadores y portones de carros.
Ventanas góticas de influencia francesa, ventanucos, ventanas con festejador en el interior; galerías y solaneras, patios de entrada, suelos de canto rodado, escaleras de madera, lucernarios, puertas interiores, suelos de barro cocido en rojo y blanco y baldosa cerámica de colores.
Treinta y cinco años de días de vacaciones, de festivos y fines de semana, de mapas, de ir de pueblo en pueblo, de cámaras y objetivos, de miles y miles de fotografías que guardar en diapositivas, de archivo, de nombres, de domingos de invierno en casa clasificando y anotando, de volver años después y descubrir que aquel paso se ha hundido, que aquel viejo que nos enseño su casa murió.
Treinta y cinco años de madrugar y llegar al pueblo silbando alegría, dejar el coche en la entrada y caminar despacio por sus calles, mirándolo todo, subiendo y bajando, acercándose al detalle y alejándose para buscar la panorámica. Anotando en un cuaderno, preguntando nombres, escuchando a la gente hablar de sus casas y su pueblo.
Treinta y cinco años de pasión, emoción y vida mirando para enseñarnos a ver y amar, nombrar y admirar, mostrar y guardar, luchar para impedir que desaparezca y muera.
Casa por casa. Detalles de arquitectura rural pirenaica. Fernando Biarge y Ana Biarge. Gobierno de Aragón. Departamento de Cultura y Turismo. 2001
Soy un tipo raro, ahora lo sé, y lo malo no es serlo, sino haber tardado demasiado tiempo en asumirlo y en mandar a la mierda el miedo al ridículo y a ser diferente. Salirse del estándar es difícil, y más cuando en tu entorno cercano -familia y amigos- no hay nadie con inquietudes similares. La única forma para ser autodidacta es tener una fuerte personalidad, y eso, en mi larga lista de cualidades que me faltan, ocupa el primer lugar. Todo hubiera sido más fácil si me hubieran apasionado los motores, el fútbol o incluso el cine. Porque, ¿a quién le dices que sientes una emoción extraña ante las fachadas antiguas, la arquitectura modernista y las viejas fotografías en blanco y negro sin que se rían de ti?
En mi barrio había una casa abandonada con una aldaba de hierro en la puerta que era una mano de mujer sujetando una manzana. Me encantaba ese llamador. A la vuelta de unas vacaciones habían derribado la casa y aquella mano fascinante había desaparecido. A partir de ese momento decidí asumir mi rareza y me dediqué a recorrer la ciudad y fotografiar puertas y aldabas. Y con las puertas vinieron las ventanas, los balcones, los detalles de las casas. Me compré un objetivo y me acerqué a las azoteas de los edificios y descubrí lo que se esconde en sus tejados. Y durante mis vacaciones me dediqué a recorrer todos los pueblos de La Litera y fotografiar sus casas, sus fachadas, sus escudos de piedra, sus puertas, sus balcones y aleros. Estaba solo y seguía pareciendo un tipo raro, pero ya no me importaba lo que pensaran de mí porque había mandado a la mierda a todos mis complejos.
Hasta que un día, curioseando en las estanterías de la librería Ibor de Barbastro, encontré este libro. Y me quedé maravillado y hundido en la miseria. Me sentí como el inventor de Barrio Sésamo, que inventa algo que ya está inventado y hace el más espantoso de los ridículos.
Contemplé las fotografías del libro. La vergüenza, la envidia y el ridículo cedieron ante la maravilla, la admiración y el esfuerzo. La victoria de otro igual de raro que yo pero que me aventajaba en decisión y audacia. Que había asumido con prontitud su pasión y se había entregado a ella sin sentir vergüenza ni importarle las miradas de extrañeza, la indiferencia y la soledad, que se había lanzado a los caminos silbando su alegría.
En este libro están guardados treinta y cinco años de vida, de pasión por buscar y encontrar, por mostrarnos lo que tenemos cerca y menospreciamos. Treinta y cinco años de caminos y miradas tranquilas para enseñarnos lo que fuimos, somos y deberíamos guardar.
En esos treinta y cinco años caben inviernos y otoños. Caben pueblos de difícil acceso y fácil despoblación. Caben pueblos asentados en las laderas y en el fondo de los valles, con sus casas dispuestas en torno a la iglesia, casas apretadas, calles estrechas y empedradas, pueblos que nacieron al abrigo de castillos arruinados. Casas fuertes, matacán, saetero y troneras. Pardinas y torres, arcos y pasos; poyos junto a la puerta donde esperar el verano.
En esos treinta y cinco años caben primaveras y estíos. Caben pueblos con calles abovedadas, plazas y soportales donde resguardarse y montar el mercado. Caben casas que buscan el sol del mediodía y que se defienden del viento dándole la espalda. Patios y portones, paredes y muros de piedra, tapial y arenisca; tejados de pizarra, de losa cerámica, loseta y teja árabe. Cornisas, terrados, azoteas y miradores, buhardillas y luceras.
Palabras que conocer para nombrar lo que podemos buscar y encontrar como branquil, callizo, rafes, tizoneras y porteras, y saber para qué sirven y porqué están ahí. Chimeneas troncocónicas, cilíndricas y prismáticas
Caben decoraciones y ornamentación, aleros, pinturas: azulete, rojo, verde y amarillo; escudos, relojes de sol, inscripciones y fechas. Capillas callejeras. Rejas, forja, balcones, puertas de medio punto y arco conopial; de una y doble hoja, gateras, forradas de latón, decoradas y tachonadas; goznes, cerraduras y picaportes, llamadores y portones de carros.
Ventanas góticas de influencia francesa, ventanucos, ventanas con festejador en el interior; galerías y solaneras, patios de entrada, suelos de canto rodado, escaleras de madera, lucernarios, puertas interiores, suelos de barro cocido en rojo y blanco y baldosa cerámica de colores.
Treinta y cinco años de días de vacaciones, de festivos y fines de semana, de mapas, de ir de pueblo en pueblo, de cámaras y objetivos, de miles y miles de fotografías que guardar en diapositivas, de archivo, de nombres, de domingos de invierno en casa clasificando y anotando, de volver años después y descubrir que aquel paso se ha hundido, que aquel viejo que nos enseño su casa murió.
Treinta y cinco años de madrugar y llegar al pueblo silbando alegría, dejar el coche en la entrada y caminar despacio por sus calles, mirándolo todo, subiendo y bajando, acercándose al detalle y alejándose para buscar la panorámica. Anotando en un cuaderno, preguntando nombres, escuchando a la gente hablar de sus casas y su pueblo.
Treinta y cinco años de pasión, emoción y vida mirando para enseñarnos a ver y amar, nombrar y admirar, mostrar y guardar, luchar para impedir que desaparezca y muera.
Casa por casa. Detalles de arquitectura rural pirenaica. Fernando Biarge y Ana Biarge. Gobierno de Aragón. Departamento de Cultura y Turismo. 2001