Podría empezar haciendo paralelismos. Citando el “Salón de pasos perdidos”, esa novela en marcha de Andrés Trapiello, los “Días sin día” de Julio José Ordovás, o el “Mapa mudo” de Hilario J. Rodríguez. Incluso pensar en toda esa gente que escribe diarios dispersos y nocturnos, balances deudores del final del día, que lleva una libreta en el bolsillo en donde anota y guarda esquirlas de espejos y jirones de piel, en todos esos diarios en internet que en realidad son llamadas de teléfono contra la soledad. Podría abrir alguna de esas cajas y mirar dentro, pero no lo haré, porque cuando cogí este libro de mis destartaladas estanterías no iba buscando nada de eso sino que, en realidad, lo que buscaba era una escalera de incendios. Jugar a desenterrar un tesoro del que yo había hecho el mapa, conocía exactamente dónde estaba escondido; sabía, por otros tesoros del mismo nombre guardados más al norte y al oeste, que dentro encontraría lo que necesitaba.
Y es que después de dos años jugando he aprendido algunos trucos. Jugar guardando un as en la manga. Saber que cuando los días aprietan y duelen, asfixian y te roban el aire, las palabras de Fernando Sanmartín serán tabla de salvación, refugio antiaéreo, bálsamo.
Porque la literatura de Fernando es dejarse mecer, acunar en sus palabras. Es ese cuchillo que espanta la tormenta. Es amuleto y conjuro. Es barrera de coral, fármaco ansiolítico, freno de emergencia.
En este libro está lo que sabía y esperaba, lo que encontré en “Viajes y novelerías”, “La infancia y sus cómplices” y en “Heridas causadas por tres rinocerontes”, las otras tres lecturas de Fernando; lo que me aguarda en otros tesoros suyos guardados a la vista, en las coordenadas verticales sin orden alfabético de mi botiquín, mi personal plan de fuga y refugio.
Porque en “Hacia la tormenta” están el plomo y el sol de los días. El papel donde quedarán mis subrayados, las exclamaciones, las marcas, la promesa de volver al decir adiós. Están las palabras donde buscarme, el sonido y el sabor, el olor y la forma. Está el yo con otro nombre mejor, el que quisiera ser, el consejo susurrado sin pretensión. La gratitud. Están las piedras con las que tropezamos en el camino, las dudas, los amigos y los gestos, los bandidos y los nombres sin iniciales. Están ella y los hijos, islotes para sobrevivir.
Está "la literatura anillada en las cosas cotidianas. Quizá porque uno vive insatisfecho, receloso de la monotonía o necesitado de hallazgos". Están los escritores admirados con nombre y apellidos. El oficio de escribir y su porqué, la forma de hacerlo, la literatura y su teatro. El mensaje en una botella que llega a nuestra orilla. La vida y sus falsificaciones, los días de lenguaje infrecuente, el cielo nublándose y abriéndose. El rostro de negrero de lo cotidiano.
El poema como ejercicio de convalecencia.
Hay párrafos que se convierten en premonitorios, en descripciones sin costuras, trajes a medida del vacío: “Hay días que tienen una respiración extraña, con ropa descosida, con olor a quemado. Hay días donde sólo cabe un rescate. Pero nadie llega. Hay días en los que suena el teléfono y una voz nos amenaza. Hay días que nos miran como un reptil, días de lavadero y de impaciencia, días en los que el alma es un iglú”
Y hay párrafos que son la escalera por la que descender y ponerse a salvo: “Perder el tren. O el autobús. O un avión. Perder unas gafas de sol. O unas llaves. O un bolígrafo. Perder la cabeza o el alma. Perder un número de teléfono. O un partido de tenis. Perder la conciencia. O el dominio sobre uno mismo. Perder el rastro de una fiera. O el equilibrio. Hay tantas pérdidas que uno, al final, sólo debe conseguir un objetivo: encontrarse.”
Y está también mi descubrimiento de la obra pictórica de Ignacio Fortún. “Otro viaje, otro argumento. Esa cura de quirófano que algunas obras tienen. Porque la pintura de Fortún permite redescubrirnos, borrar la confusión, comenzar otro viaje y acercarnos a lugares que estaban junto a nosotros”.
Y las palabras de Fernando llevándome a ese lugar, poniéndome a salvo del incendio.
Fernando Sanmartín “Hacia la tormenta”. Xordica Editorial. Zaragoza, 2005.
Para conocer la obra de Ignacio Fortún
http://www.ignaciofortun.com/
Y es que después de dos años jugando he aprendido algunos trucos. Jugar guardando un as en la manga. Saber que cuando los días aprietan y duelen, asfixian y te roban el aire, las palabras de Fernando Sanmartín serán tabla de salvación, refugio antiaéreo, bálsamo.
Porque la literatura de Fernando es dejarse mecer, acunar en sus palabras. Es ese cuchillo que espanta la tormenta. Es amuleto y conjuro. Es barrera de coral, fármaco ansiolítico, freno de emergencia.
En este libro está lo que sabía y esperaba, lo que encontré en “Viajes y novelerías”, “La infancia y sus cómplices” y en “Heridas causadas por tres rinocerontes”, las otras tres lecturas de Fernando; lo que me aguarda en otros tesoros suyos guardados a la vista, en las coordenadas verticales sin orden alfabético de mi botiquín, mi personal plan de fuga y refugio.
Porque en “Hacia la tormenta” están el plomo y el sol de los días. El papel donde quedarán mis subrayados, las exclamaciones, las marcas, la promesa de volver al decir adiós. Están las palabras donde buscarme, el sonido y el sabor, el olor y la forma. Está el yo con otro nombre mejor, el que quisiera ser, el consejo susurrado sin pretensión. La gratitud. Están las piedras con las que tropezamos en el camino, las dudas, los amigos y los gestos, los bandidos y los nombres sin iniciales. Están ella y los hijos, islotes para sobrevivir.
Está "la literatura anillada en las cosas cotidianas. Quizá porque uno vive insatisfecho, receloso de la monotonía o necesitado de hallazgos". Están los escritores admirados con nombre y apellidos. El oficio de escribir y su porqué, la forma de hacerlo, la literatura y su teatro. El mensaje en una botella que llega a nuestra orilla. La vida y sus falsificaciones, los días de lenguaje infrecuente, el cielo nublándose y abriéndose. El rostro de negrero de lo cotidiano.
El poema como ejercicio de convalecencia.
Hay párrafos que se convierten en premonitorios, en descripciones sin costuras, trajes a medida del vacío: “Hay días que tienen una respiración extraña, con ropa descosida, con olor a quemado. Hay días donde sólo cabe un rescate. Pero nadie llega. Hay días en los que suena el teléfono y una voz nos amenaza. Hay días que nos miran como un reptil, días de lavadero y de impaciencia, días en los que el alma es un iglú”
Y hay párrafos que son la escalera por la que descender y ponerse a salvo: “Perder el tren. O el autobús. O un avión. Perder unas gafas de sol. O unas llaves. O un bolígrafo. Perder la cabeza o el alma. Perder un número de teléfono. O un partido de tenis. Perder la conciencia. O el dominio sobre uno mismo. Perder el rastro de una fiera. O el equilibrio. Hay tantas pérdidas que uno, al final, sólo debe conseguir un objetivo: encontrarse.”
Y está también mi descubrimiento de la obra pictórica de Ignacio Fortún. “Otro viaje, otro argumento. Esa cura de quirófano que algunas obras tienen. Porque la pintura de Fortún permite redescubrirnos, borrar la confusión, comenzar otro viaje y acercarnos a lugares que estaban junto a nosotros”.
Y las palabras de Fernando llevándome a ese lugar, poniéndome a salvo del incendio.
Fernando Sanmartín “Hacia la tormenta”. Xordica Editorial. Zaragoza, 2005.
Para conocer la obra de Ignacio Fortún
http://www.ignaciofortun.com/