sábado, 10 de julio de 2010

Complicada inteligencia

Empecé a leer “Albeta” con las referencias del “Pedro Saputo” de Braulio Foz y “El país de García” de José Vicente Torrente Secorún. Y es que Albeta, pastor pobre de Torrelapaja, y de inteligencia excepcional, decide abandonar su pueblo y lanzarse a la aventura de conocer mundo. Recorre a pie los pueblos del Somontano del Moncayo hasta llegar a Zaragoza y su viaje se hace descubrimiento, éxito, diálogo y guía de peregrino. Tarazona, el Monasterio de Veruela, y Vera. Bécquer y su huella indeleble y la Ínsula de Barataria quijotesca en Alcalá de Ebro. Pero ahí se acabaron las similitudes de partida. En su camino de ida, vuelta, punto final y destierro hay mucho más que un simple viaje.
“Albeta” es la rebelión de los humildes con inteligencia contra su único destino posible en aquella época y lugar: el seminario. “Albeta” es un retrato desolador y cierto de la sociedad aragonesa de las primeras décadas del siglo XX. Pueblo y ciudad. Pobreza y riqueza. Atraso y prosperidad. Y sus conferencias sobre la higiene ante un auditorio que sólo se lavan cuando llueve me hicieron recordar “Spanish Village”, la serie de fotografías que W. Eugene Smith hizo en Deleitosa (Cáceres) en el año 1950 y a “Las Hurdes” de Buñuel.
Pero lo más sorprendente fue que “Albeta” me hizo cambiar de opinión respecto a la superdotación intelectual. Hasta ayer siempre había pensado que sería una suerte tener una inteligencia extraordinaria y, sin embargo, “Albeta” me enseña que tener un coeficiente por encima de 130 tiene más inconvenientes que ventajas, es más una desgracia que una suerte. Tu inteligencia te permite hablar de todo por referencias, por haberlo leído en los libros. Conoce la fría teoría de las enciclopedias pero no el sentimiento de la experiencia. Y me recordó a “El indomable Hill Hunting” de Gus Van Sant. “Albeta” acaba devorado por la fama, se convierte en una atracción de feria, un Mesías que iba seguido por una corte de admiradores, rodeado de mujeres, niños y ancianos que querían verlo de cerca y tocarlo y que lo escuchaban como a un oráculo. Y esa responsabilidad, ese temor a defraudarlos, le llevan al agotamiento mental y físico, le hacen renunciar a ese papel para recuperar su libertad y querer vivir con la única aspiración de ser un simple pastelero, un artesano del chocolate.
“Albeta” resulta una narración desigual, con una primera parte extensa y profusa y una segunda que se acorta y precipita. Y entonces surge la inevitable referencia de la trilogía “La forja de un rebelde” de Arturo Barea.
Pero lo más difícil de “Albeta” está precisamente en su peculiaridad. En esa extraña forma de expresarse entre gongorina y quevedesca que le hace más cursi que el tío Rana y le convierte a su pesar en un insoportable pedante. Se hace antipático, atormentado, soporífero y complicado, y tan sólo le salvan su alma poética, su insobornable honradez y el ser fiel a sí mismo, a su origen y conciencia.
Pero al final sorprende su ingenuidad y simpleza en un personaje de tanta inteligencia cayendo en la política y en su discurso esteriotipado en lugar de mantener la independencia y el escepticismo.

“Albeta”. Miguel Ángel Marín. Mira Editores. Zaragoza, 2009.

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