Perseguido por el recuerdo de ayer sería capaz de disparar a mi sombra, asesinar al cobarde que vive dentro de mí. Le odio con todas mis fuerzas.
Pienso en la noche de ayer y me cubro el rostro con las manos vacías, aguantándome las lágrimas, sintiendo asco y vergüenza de mi mismo. Conozco muy bien ésta sensación, éste dolor. La rabia ocupándolo todo.
No dejo de repetirme que no tenía que haber ido. Me insulto, me llamo idiota, estúpido, infeliz. Gilipollas. Pero la tentación de volver a verte fue más fuerte que todo. Más fuerte que la sensatez y la cordura, más fuerte que asumir la verdad, conocerme, saber que no sería capaz, que no me atrevería, que todo volviera a repetirse, sería igual que cuando tenía dieciocho años. Preferí engañarme, mentirme mil veces con tal de volver a verte.
Los puños cerrados sobre los ojos, apretando hasta hacerme daño. Tu nombre quemándome. Tu nombre ardiendo en la oscuridad de mis ojos cerrados.
Un antiguo compañero consigue mi número por la guía de teléfonos. Una fiesta, me dice; el reencuentro diez años después del último curso del instituto.
Y lo primero que pensé fue en tu nombre. Lo único que no había olvidado de aquel tiempo lejano. Tu herida viviendo dentro de mí.
Tuve quince días para inventarme una excusa, huir, esconderme, mentir. Hubiera bastado con un simple no.
Pero fui incapaz de renunciar a volver a verte.
Y ayer, mientras me miraba en el espejo antes de salir, quise creer que había cambiado, que esa noche me atrevería por fin, y que entre sonrisas y vapores de alcohol, te diría al oído todo lo que en diez años no había dejado de sentir por ti ni un solo día.
Y al llegar a la fiesta, entre reencuentros, abrazos y besos, te busque deseando que no estuvieras; te busqué pidiendo que nadie te hubiera encontrado, que hubieras desaparecido para empezar a olvidarte.
Entre gritos, risotadas, falsa alegría y palabras cordiales te busqué desesperadamente. Te busqué deseando que tu belleza la hubiera destruido el tiempo, que tu sonrisa se hubiera vuelto de cartón piedra.
Y al verte mi corazón se paró. Al volver a verte mis pies se volvieron barro y mi valor silencio. Y en aquel momento supe que todo sería igual que aquel doce de julio de 1998. Igual que el último día que te vi. Aquella fiesta de fin de curso diez años atrás. Las mismas canciones sonando de fondo. La misma rabia, el mismo asco y vergüenza de mi mismo. La verdad imposible.
Te acercaste al grupo donde estaba y me saludaste con el roce imperceptible de tus labios y tu perfume. Con tu belleza intacta y tu sonrisa envenenando mis ojos. Escondí mis manos en los bolsillos para que no las vieras temblar. Escondí la mirada para que no descubrieras mi emoción quemándome las entrañas, y el miedo cosiendo a dentelladas mi boca. Y mientras hablabas con los demás, en lugar de morir enredado en tu cuello y tus labios, me quedé mirando al suelo, incapaz de alcanzar tu rostro.
Y volví a quedarme igual que diez años atrás; sin atreverme a mirarte ni hablarte al oído; con la mirada fija en tus zapatos de fiesta; odiándome con todas mis fuerzas.
Pienso en la noche de ayer y me cubro el rostro con las manos vacías, aguantándome las lágrimas, sintiendo asco y vergüenza de mi mismo. Conozco muy bien ésta sensación, éste dolor. La rabia ocupándolo todo.
No dejo de repetirme que no tenía que haber ido. Me insulto, me llamo idiota, estúpido, infeliz. Gilipollas. Pero la tentación de volver a verte fue más fuerte que todo. Más fuerte que la sensatez y la cordura, más fuerte que asumir la verdad, conocerme, saber que no sería capaz, que no me atrevería, que todo volviera a repetirse, sería igual que cuando tenía dieciocho años. Preferí engañarme, mentirme mil veces con tal de volver a verte.
Los puños cerrados sobre los ojos, apretando hasta hacerme daño. Tu nombre quemándome. Tu nombre ardiendo en la oscuridad de mis ojos cerrados.
Un antiguo compañero consigue mi número por la guía de teléfonos. Una fiesta, me dice; el reencuentro diez años después del último curso del instituto.
Y lo primero que pensé fue en tu nombre. Lo único que no había olvidado de aquel tiempo lejano. Tu herida viviendo dentro de mí.
Tuve quince días para inventarme una excusa, huir, esconderme, mentir. Hubiera bastado con un simple no.
Pero fui incapaz de renunciar a volver a verte.
Y ayer, mientras me miraba en el espejo antes de salir, quise creer que había cambiado, que esa noche me atrevería por fin, y que entre sonrisas y vapores de alcohol, te diría al oído todo lo que en diez años no había dejado de sentir por ti ni un solo día.
Y al llegar a la fiesta, entre reencuentros, abrazos y besos, te busque deseando que no estuvieras; te busqué pidiendo que nadie te hubiera encontrado, que hubieras desaparecido para empezar a olvidarte.
Entre gritos, risotadas, falsa alegría y palabras cordiales te busqué desesperadamente. Te busqué deseando que tu belleza la hubiera destruido el tiempo, que tu sonrisa se hubiera vuelto de cartón piedra.
Y al verte mi corazón se paró. Al volver a verte mis pies se volvieron barro y mi valor silencio. Y en aquel momento supe que todo sería igual que aquel doce de julio de 1998. Igual que el último día que te vi. Aquella fiesta de fin de curso diez años atrás. Las mismas canciones sonando de fondo. La misma rabia, el mismo asco y vergüenza de mi mismo. La verdad imposible.
Te acercaste al grupo donde estaba y me saludaste con el roce imperceptible de tus labios y tu perfume. Con tu belleza intacta y tu sonrisa envenenando mis ojos. Escondí mis manos en los bolsillos para que no las vieras temblar. Escondí la mirada para que no descubrieras mi emoción quemándome las entrañas, y el miedo cosiendo a dentelladas mi boca. Y mientras hablabas con los demás, en lugar de morir enredado en tu cuello y tus labios, me quedé mirando al suelo, incapaz de alcanzar tu rostro.
Y volví a quedarme igual que diez años atrás; sin atreverme a mirarte ni hablarte al oído; con la mirada fija en tus zapatos de fiesta; odiándome con todas mis fuerzas.
Texto de Jorge del Frago
Fotografía de Ana Cordero
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