jueves, 26 de febrero de 2009

Odiándome

Perseguido por el recuerdo de ayer sería capaz de disparar a mi sombra, asesinar al cobarde que vive dentro de mí. Le odio con todas mis fuerzas.
Pienso en la noche de ayer y me cubro el rostro con las manos vacías, aguantándome las lágrimas, sintiendo asco y vergüenza de mi mismo. Conozco muy bien ésta sensación, éste dolor. La rabia ocupándolo todo.
No dejo de repetirme que no tenía que haber ido. Me insulto, me llamo idiota, estúpido, infeliz. Gilipollas. Pero la tentación de volver a verte fue más fuerte que todo. Más fuerte que la sensatez y la cordura, más fuerte que asumir la verdad, conocerme, saber que no sería capaz, que no me atrevería, que todo volviera a repetirse, sería igual que cuando tenía dieciocho años. Preferí engañarme, mentirme mil veces con tal de volver a verte.
Los puños cerrados sobre los ojos, apretando hasta hacerme daño. Tu nombre quemándome. Tu nombre ardiendo en la oscuridad de mis ojos cerrados.
Un antiguo compañero consigue mi número por la guía de teléfonos. Una fiesta, me dice; el reencuentro diez años después del último curso del instituto.
Y lo primero que pensé fue en tu nombre. Lo único que no había olvidado de aquel tiempo lejano. Tu herida viviendo dentro de mí.
Tuve quince días para inventarme una excusa, huir, esconderme, mentir. Hubiera bastado con un simple no.
Pero fui incapaz de renunciar a volver a verte.
Y ayer, mientras me miraba en el espejo antes de salir, quise creer que había cambiado, que esa noche me atrevería por fin, y que entre sonrisas y vapores de alcohol, te diría al oído todo lo que en diez años no había dejado de sentir por ti ni un solo día.
Y al llegar a la fiesta, entre reencuentros, abrazos y besos, te busque deseando que no estuvieras; te busqué pidiendo que nadie te hubiera encontrado, que hubieras desaparecido para empezar a olvidarte.
Entre gritos, risotadas, falsa alegría y palabras cordiales te busqué desesperadamente. Te busqué deseando que tu belleza la hubiera destruido el tiempo, que tu sonrisa se hubiera vuelto de cartón piedra.
Y al verte mi corazón se paró. Al volver a verte mis pies se volvieron barro y mi valor silencio. Y en aquel momento supe que todo sería igual que aquel doce de julio de 1998. Igual que el último día que te vi. Aquella fiesta de fin de curso diez años atrás. Las mismas canciones sonando de fondo. La misma rabia, el mismo asco y vergüenza de mi mismo. La verdad imposible.
Te acercaste al grupo donde estaba y me saludaste con el roce imperceptible de tus labios y tu perfume. Con tu belleza intacta y tu sonrisa envenenando mis ojos. Escondí mis manos en los bolsillos para que no las vieras temblar. Escondí la mirada para que no descubrieras mi emoción quemándome las entrañas, y el miedo cosiendo a dentelladas mi boca. Y mientras hablabas con los demás, en lugar de morir enredado en tu cuello y tus labios, me quedé mirando al suelo, incapaz de alcanzar tu rostro.
Y volví a quedarme igual que diez años atrás; sin atreverme a mirarte ni hablarte al oído; con la mirada fija en tus zapatos de fiesta; odiándome con todas mis fuerzas.

Texto de Jorge del Frago

Fotografía de Ana Cordero
Podeís conocer más de su extraordinario trabajo en http://www.fuxxion.com/

miércoles, 25 de febrero de 2009

Orwell y el futuro

Decía George Orwell que sólo había un modo de hacer dinero escribiendo: casándote con la hija de tu editor.

Los tiempos cambian: ahora tienes que casarte con la hija de tu distribuidor.

Óscar Sipán

domingo, 22 de febrero de 2009

Conversaciones con Mariano


A Pepo Montserrat (in memoriam)

Las primeras conversaciones con Mariano tuvieron lugar en la finca de Movera, paseando por la granja, en una escena –que todavía hoy existe en formato 8mm- casi Buñuelesca, con ovejas incluidas y retazos de Orwell, con más personajes y yo, en el papel de “la soldadesca”, atento a cualquier desmán de la manada. Por aquel entonces, hablábamos en el cuarto de los juguetes, enorme nave repleta de ellos, que con el paso de los años pareció empequeñecer para romper las dimensiones que sólo tus ojos de infante te dan; y recuerdo también una mesa de corte medieval y platos de barro al uso, cerca de la chimenea.

Luego vinieron más conversaciones, muchas, esta vez en la calle Costa, entre Teatro leído, música de Hindemith a todo volumen (“como debe ser”) y lápices de colores en cajas repletas de tonalidades. Por aquella época -los tiempos se desdibujan- también conversaríamos en el escenario del Teatro Principal, en la “Oficina de horizonte” de Labordeta, Miguel, o en torno a la “Ensalada”, y en el local de ensayos del antiguo Teatro Fleta, el que recuerdo con más cariño, quizá por la fascinación de conocer a Fernando de Aragón disfrazado de Mariano, o a mi padre de Colón, ¿o era al revés, como en aquel otro cuento de Caperucita?…

Y también hubo tiempo para los libros de “Mercenarios” y crónicas periodísticas sobre extraños acontecimientos a raíz de la “Muerte accidental de un anarquista”. Y mucha pintura. La de Mariano. Y Cine y Televisión, e incluso con el paso de los años teatro en “deuvedé”, fíjese usted, ¡quién nos lo iba a decir!

También existieron conversaciones teñidas de tragedia griega, como la que se desarrolló en Reus, con aquel contrapeso que se desprendió de vaya usted a saber dónde y acabó a escasos centímetros de un Mariano con suerte. No he olvidado esa escena, y me consta que el protagonista tampoco lo ha hecho. Ya pasó. Y también pasó Reus.

Y en la vuelta a Aragón -entre Huesca y Zaragoza-, conversamos entre cameos, a sus órdenes, cuando yo jugaba a ser el figurante Romerales, pueblo entero, o aspirante a paje 1º.... Tiempos de giras y montajes de escenografías en honor a Enrique IV (¡¡¡mastodónticas y pesadas escenografías, Mariano!!!), y entre unas y otras, el Real Zaragoza, algo de Medea…. y Casa Emilio, siempre Casa Emilio (comidas, cenas y nocheviejas).

Hace poco, o algo, conversamos de nuevo. Oí su voz después de su recuperación, y volví a verlo de nuevo en el Concierto de Quilapayún, en Zaragoza. Y habrá más lugares para el encuentro, y conversaciones, claro que sí…y con suerte, volverá a llamarme marsupial, como en aquel ya lejano 1966.

Pero existen otras conversaciones, éstas con apellidos, Cariñena-Castro, y otros protagonistas, Antón. Y repite Mariano, en el papel de primer actor. Y aquí lo mejor; están editadas, y si me lo permites, debes leerlas. No todos los días se tiene la oportunidad de descubrir a un “hombre total”.

http://www.centrodramaticoaragon.com/web/documentacion/detallepublicacion.asp?idma=es&id=6

Texto de Sigfrido González.
Fotografía/composición: Juego fotográfico de espejos sobre la portada original* del libro “Conversaciones con Mariano Cariñena” (Antón Castro) y fotografías de archivo personal propio, obra de Sigfrido González

*Fotografía de portada (José Miguel Marco). Composición de Ángel Lalinde

jueves, 19 de febrero de 2009

Miro su casa


Miro su casa y recuerdo.
Imagino lo que mis ojos no vieron.
Miro su casa y recuerdo los largos veranos de la infancia. Los juegos en la placeta, por la noche, después de la cena. Sin cansarnos nunca. Las bicicletas, las escaleras de la iglesia, las salamanquesas en las paredes y los abuelos en las sillas a la puerta de casa. Los patios abiertos y oscuros.
Miro la plaza y recuerdo a dos de sus hijos, sus nombres inolvidables, compañeros de juegos perdidos. Y recuerdo que salía a la puerta y les llamaba para irse a dormir. Y recuerdo que ellos le pedían un poco más de tiempo y lo llamaban padre y trataban de usted.
Miro su casa y recuerdo las escaleras estrechas para subir siempre a la carrera. La galería de la cocina con la ropa tendida al sol, y el corral, las portaladas de madera, el tractor y el remolque.
Miro su casa y recuerdo nuestro parentesco, abuelos que eran primos hermanos. Mi abuelo Antonio y el tío Ramón. Abuelos que también han muerto, que ya no están.
Intento recordar su rostro y no puedo, pero miro su casa y recuerdo aquel seiscientos marrón con el que íbamos a la torre de Cuquet. El tío Ramón delante, y nosotros tres detrás.
Y ahora recuerdo Cuquet y le recuerdo a él. Y ya no sé si todo aquello existe, si todavía sigue en pie o se vendió hace tiempo. Y recuerdo aquellos veraneos de un niño de ciudad que jugaba en una granja de cerdos. Jugaba a darles de comer, a cargar por la noche los camiones del matadero. Jugaba regando el huerto, y comía la fruta caliente y madura de los árboles. Un niño de la capital que se bañaba en calzoncillos en la balsa del agua para la granja y navegaba sobre la cámara de un neumático viejo. Los pies llenos de barro y la ropa sucia al volver a casa.
Ni tan siquiera recuerdo su nombre y ahora miro su casa y lo imagino colgado de la viga de la granja, en el pasillo, con la escalera caída a sus pies, detenido el balanceo de la muerte.
Miro su casa y pienso en la extrañeza de su mujer por la tardanza, la cena quedándose fría, la sospecha quizás, el presentimiento y el miedo.
Y siento el golpe, el corazón subiendo hasta la boca de su hijo mayor al encontrárselo colgado. El gruñido de los cerdos, el olor y el calor. El cuello roto, la barbilla en el pecho, los pies en el aire.
Miro su casa e imagino al hijo cortando la soga. Cargar su cuerpo sobre el hombro y dejarlo en el suelo. Deshacer el nudo y tocar su rostro frío, buscar inútilmente el corazón latiendo en el pecho.
Miro su casa e imagino la carrera, el viaje de vuelta, abrir la puerta y encontrarse a su madre en el patio, esperando. Y mirarla y tener que decírselo, contarle lo que sus ojos habían encontrado, tocado sus manos.
Miro su casa y escucho las lágrimas de aquel día. Y todas las lágrimas que vinieron después.
Miro su casa, con las ventanas cerradas y las luces apagadas, y pienso en la misma pregunta que se repitió durante meses, noches y despertares.
Miro su casa y pienso en todo lo que no sé. En todo lo que no comprendo.
Miro su casa y la placeta vacía. Las escaleras de la iglesia, el reloj de la torre, la farola encendida en la pared. El silencio de esta noche.
No hay abuelos sentados a la puerta de casa ni sillas recogidas en el patio.
No hay griterío, bicicletas, ni piedras volando contra las salamanquesas. No hay nadie al que llamar padre ni tratarle de usted, pedirle que nos deje quedarnos un rato más, jugando en la plaza.

Texto de Jorge del Frago
Fotografía de Asier Alkorta un joven y magnífico fotógrafo de Zaragoza.
Podeis ver más fotografías suyas en http://www.flickr.com/photos/27926333@N00/

martes, 17 de febrero de 2009

Luz de tinta

Pensé que sería fácil, que me iba a salir gratis. Pensé que la había olvidado, que ya no formaba parte de mí. Un vagón desenganchado y en vía muerta.
Pero me equivoqué.
Pensé que sería como otras veces, un juego, la emoción y la mentira del espontáneo, los cinco minutos de fama sin citar a Warhol.
Pero me equivoqué.
Lo tenía todo previsto. Durante la pausa de media hora de la mañana me sentaría en un rincón del bar y me leería el libro. El cigarrillo y la pose, el mármol manchado de café, el ruido del televisor y las máquinas tragaperras. Calculé que me bastarían tres mañanas. Luego buscaría las palabras en mi repertorio de aficionado y hablaría de poesía sin temblarme el pulso. Saldría indemne y ciego.
Pero me equivoqué.
Después del poema “Principio” tuve que huir del ruido y de este cielo sucio. Este cielo caído en el suelo. Tuve que huir para encontrar el silencio, tuve que encerrarme, matarme, quemar todos mis miedos y volver a sentir, entre mis manos, aquello que creía perdido. Después de “Principio” me aguanté las lágrimas, maldije al cuchillo de sus palabras y retorné a un tiempo lejano. No, ya no sería posible pasar sus páginas sin que me afectara, hablar con la sangre fría de un animal muerto.
Y volví a empezar de nuevo.
“Nocturno (un prólogo)”, el primer poema, es una declaración. Una renuncia a lo que hay fuera, a esa noche que devora las horas flotando en media rodaja de limón. “Un tiempo libre” comienza con un cuento cantado “Alrededor del sol”, y a partir de ahí, la primera luz, la “Albada”, el despertar. Luz que sorprende, vida que se despereza.
Y ese “Principio” para levantar la cabeza y agradecer la vida. Y un sol “Como un niño”, tocándolo todo, colmando el espacio y los objetos.
Amaneceres junto al mar. La vida pasando entre el azul y el suelo. Y salir a recibirla, cada mañana, con los ojos abiertos y el pelo mojado. Un poema para jugar con un “Sol descalzo”. Una luz que es una lágrima en el suelo y una brasa. Una llama que incendia. Una luz que muerde alegremente. Días que se escapan en “Un hilo”.
“Un puente de tinta” hacia “El pasado”, paisaje recobrado de la infancia. Una “Canción” con un pedazo de sol apretado en la mano. Una carta de Rilke, unos versos de Juan Ramón Jiménez, y quizás, en “Simple”, el recuerdo a Sergio Algora y su corazón traidor. “Un puente de tinta” que llevará hasta un nombre de mujer, secreto y repetido, mano y sonrisa que todo lo sabe y conoce.
Me descubrí respirando en su brevedad infinita. Recuperando el aliento y el tiempo. Me alimenté en el eco detenido de sus versos. Fogonazo de luz, silencio, breve palabra llenándolo todo.
Sol y mar, luz de tinta, tiempo blanco para tomar aire y volver a sentir, entre sus versos, el temblor de un día perdido. Sol y mar, y luz, y al final los versos de Juan en su “Desobediencia”: Aquí me quedo/firme/dejándome llevar.

Juan Marqués. “Un tiempo libre”. Editorial Comares, La veleta. Granada, 2008.

domingo, 15 de febrero de 2009

Carne humana


Acudió a la consulta a primera hora de la mañana pidiendo que le pusieran unos hierros en los dientes.
-Usted no necesita correctores- le dijo el dentista después de examinarle.
-Sí que los necesito. Esta noche tengo una invitada para cenar y a mi me gusta la carne poco hecha.
Texto Jorge del Frago
Fotografía Maite Pérez Pueyo

jueves, 12 de febrero de 2009

A solas

Seguramente las claves para poder apreciar “Cielo nocturno” sean generacionales. Que los que vivieron toda esa época de infancia sin televisión y universidad de pantalón de campana y canción protesta pueden identificarse plenamente con ella, leer entre líneas, rememorar, descubrir semejanzas y compartir sentimientos. Para los que alcanzamos la mayoría de edad a finales de los ochenta todo eso nos queda lejano. Pero con lo que si podemos identificarnos es con esos momentos decisivos en la vida de cualquiera de nosotros. El paso del colegio a la universidad. El final de una etapa y el comienzo de otra, los cambios radicales que se producen en esos años.
En “Cielo nocturno” hay dos tiempos distintos. Uno lento y profundo, marcado por el silencio y la disciplina del colegio; y otro, el de la universidad, rápido y decisivo, pleno de estrenos, golpes, heridas, descubrimientos, pérdidas y cambios.
El colegio de este “Cielo nocturno” es un lugar al que su protagonista, por clase social, no pertenece. Un lugar en el que estaba en desventaja, de prestado, fuera de sitio. Descubrimos a una niña callada y observadora, con un silencio poblado de fantasías, con la imaginación como refugio y escondite.
Soledad Puértolas nos enseña que ese tiempo del colegio es también un tiempo de ida y vuelta. El de los recuerdos y los reencuentros. El pasado que vuelve trasformado en unas antiguas compañeras de clase con las que compartimos aperitivos, caminos de vuelta a casa y una fiesta con nuestros primeros zapatos de tacón, y con las que, años después, no tenemos nada en común. Un tiempo irrecuperable, un jardín desaparecido, caminos y destinos distintos, palabras y recuerdos que ya no sirven.
En “Cielo nocturno” el tiempo de la universidad es el momento y lugar en el que aparece una nueva conciencia para huir de la monotonía familiar, del colegio y sus horas de silencio, rezos, secretos y sermones. Tiempo en el que surgen las inevitables diferencias con nuestros padres. Tiempo y edad para descubrir el amor y el placer en interminables tardes de miércoles en la habitación de un caserón misterioso, vacío y poblado de criadas. Y es también el tiempo para que el amor acabe. Otra generación, otras causas, otro escenario, pero las mismas piedras en el camino, iguales motivos de felicidad y dolor por los que todos hemos pasado.
“Cielo nocturno” es también la historia de una caída. Una depresión, un romperse por dentro. Perder el amor, la confianza y la ilusión. Perder el tiempo de la seguridad, el lugar en el mundo. Sentirse vacío y desorientado. Caer y levantarse.
Es el recorrido por un tiempo en el que todo se transforma, camina hacia delante y atrás, vuelve y se marcha, vive y muere: la familia, la infancia, el amor, las ilusiones.
Es una historia de otra generación distinta en lo aparente, pero igual en lo esencial: dolor propio, melancolía, cambios, recuerdos, amores perdidos, nostalgias y muerte. Una historia individual hecha de unos sentimientos comunes que mañana volverán a repetirse: buscar el propio camino, contemplar el pasado con asombro y distancia, interpretar los sueños y entender el presente, confiar en el futuro incierto.
La necesidad de estar a solas con nosotros mismos para comprender.

Soledad Puértolas. “Cielo nocturno”. Editorial Anagrama. Barcelona, 2008

miércoles, 11 de febrero de 2009

Un deseo solamente

Para José Antonio Lozano

No le parecía justo. Ellos eran tres y sólo podía pedir uno. Pero el rubio se lo había dejado bien claro. Esa era la oferta. Sólo un deseo.
Y se había quedado sentado en el otro extremo del sofá, quieto como una figura de cera, mirándole fijamente, esperando su respuesta.
El castaño curioseaba por todo el salón. Acariciaba el lomo de los viejos libros de las estanterías, le daba la vuelta a las figuritas de porcelana, buscaba la firma de los cuadros y sopesaba los marcos y los candelabros de plata.
El negro se había sentado en el sofá pequeño y hojeaba una revista de moda con sus manos enguantadas. A sus pies una enorme bolsa de lona vacía.
-Una cosa, sólo una- susurraba él, mientras trataba de decidirse.
Miró al rubio. Se estaba sacudiendo el confeti pegado en el armiño de la capa. Los diminutos trozos de papel caían sobre la alfombra. Eran de todos los colores: rojo, azul, verde, blanco.
Trató de concentrarse. Una cosa, un solo deseo…
El castaño sacó una cajetilla de tabaco y encendió un cigarrillo. Cogió un cenicero de la estantería y se sentó en el sillón orejero, frente a él. Cruzó las piernas y se puso a mirarle con descaro. Llevaba unos botines negros con cremallera, de tacón cubano. Extraño calzado para un rey.
Desvió la mirada para poder pensar. Una cosa, un solo deseo…
El negro se había puesto a hacer una torre con los trozos de guirlache de la bandeja de los dulces. Los iba poniendo con cuidado uno encima de otro, había puesto ya cuatro, cinco, seis trozos. Estuvo por contarle el truco que él utilizaba de pequeño para conseguir que la torre no se derrumbara: chupar bien chupaos los trozos de guirlache para que se pegaran uno con otro.
Oyó un carraspeo. Miró al rubio. Con gesto de impaciencia le señalaba la esfera de su dorado reloj de pulsera.
-Está bien, está bien- dijo él. Si es que me estáis distrayendo. Así no puedo pensar. Y cerró los ojos para concentrarse. Una cosa, un solo deseo…. piensa, piensa.
-Ya lo sé- dijo en voz alta.
Y al abrir los ojos se habían marchado.

Texto de Jorge del Frago

Fotografía de Sigfrido González.

Podéis disfrutar de más imágenes de este fotógrafo aragonés en su galería http://www.flickr.com/photos/sifro/
Y también, como curiosidad, pasaros por este sitio
http://sigfrido-sifro.blogspot.com/

viernes, 6 de febrero de 2009

Año nuevo, vida nueva

Aquellas nocheviejas me las sabía de memoria. Todos los años lo mismo. Antes de empezar a cenar brindaríamos solemnemente por estar juntos un año más. Después, a la luz de las velas y el arrullo de las conversaciones banales, cenaríamos en paz y armonía, cumpliendo la estricta norma de mi madre que impedía hablar de política o religión en la mesa. Algún cotilleo sobre gente conocida, alguna desgracia ajena para sentirnos afortunados y la típica lista de deseos para el nuevo año. Todo envuelto en un celofán de cortesía y sonrisas amables. Yo, en toda la cena, no descubrí ninguna palabra con doble sentido, ningún juego de miradas indiscretas, ni una sonrisa de más. Todo se desarrolló según el guión habitual, satisfactoriamente convencional.
Al acabar la cena nos sentamos en el salón frente al televisor. Los platos de postre estaban preparados con las doce uvas. El cava en el cubo con hielo. Las seis copas alineadas en formación de dos en fondo sobre el centro de la mesa.
Me lo sabía de memoria. Tomaríamos las uvas apoyados en el pie derecho, mi madre se atragantaría en la séptima, mi hermana perdería la cuenta y yo volvería a tener la sensación de mordisquear granos de arena. Al final, todavía masticando, nos daríamos dos besos felicitándonos el año, mi padre serviría el cava, y en pie, brindaríamos por un próspero y feliz año nuevo. Después nos sentaríamos a ver la televisión y comer dulces navideños sin apenas dirigirnos la palabra. Escondiendo los bostezos hasta la hora de irnos. Me lo sabía de memoria.
Por eso nos sorprendió tanto cuando mi padre se levantó y se puso a bailar frente al televisor. Aquello no lo había hecho nunca. Nos quedamos con la boca abierta. Bailaba con una enorme sonrisa en la cara y con un brillo fluorescente en la mirada. A mi hermana y a mí nos entró la risa floja. Resultaba ridículo. Al acabar la canción levantó su copa y dijo aquello de: año nuevo, vida nueva. Y entonces cogió a mi mujer de la mano y la sacó a bailar. No me lo esperaba. Me volvió a sorprender. Bailaban mirándose a los ojos, los dos con la misma sonrisa excesiva, la misma expresión de absoluta felicidad. Pero todavía nos sorprendió más a todos cuando, al acabar la canción, se quedaron de pie frente a nosotros, enlazados por la cintura, y sin borrar aquella estúpida sonrisa de su cara mi padre nos dijo que estaban enamorados. Sin decir nada más, cogidos de la mano, se marcharon juntos del salón.
Al salir de casa cerraron la puerta con cuidado, como si no quisieran hacer ruido para no despertarnos.


Texto de Jorge del Frago
Fotografía de Ana Cordero
Podeís conocer más de su extraordinario trabajo en http://www.fuxxion.com/

jueves, 5 de febrero de 2009

Desasosiego

Juego con desventaja. Como un palillo contra un sable. Pasión contra filosofía. Emoción contra teoría. Voy a hablar de un libro utilizando la intuición y con la seguridad de no saber nada y no ser nadie.
Y es que “Brindis” no me ha gustado, me ha resultado inexpresiva, lineal, totalmente prescindible. La dejaría abandonada en un rincón y me olvidaría de su existencia. Pero luego me di cuenta de que al pensar en ella me producía un fuerte desasosiego. Se puso a escarbar dentro de mí. Presentí ésta ciudad repleta de personas confundidas, anodinas y resignadas; personas iguales que yo. Una ciudad abarrotada de televisores encendidos, periódicos deportivos, serrín y colillas. Risas huecas y oro falso.
El desasosiego que sentía me hizo pensar en lo contradictorio de ese rechazo. ¿Si no me había gustado, por qué me inquietaba?
Ismael Grasa ha escrito sin adornos estilísticos la vida de un tipo desesperante, confuso y apático, una historia que no resulta, en ningún momento, atrayente o sugestiva. Pero entonces pensé que, tal vez, lo que me producía ese rechazo no era su estilo narrativo, sino que, en realidad, ese sentimiento lo provocaba el carácter del protagonista de la novela.
Y tuve que reconocer que, repasando mi propia vida, me sentí en muchos momentos identificado con él, y que eso fue, precisamente, lo que me producía una terrible inquietud. Con “Brindis” viaje a ese tiempo de B.U.P y C.O.U cuando el adjetivo que mejor me definía era el de pardillo. Las chicas eran un deseo inalcanzable y lo mío era una barbilla llena de granos y palabras tartamudas. Los morreos se los llevaban otros. Y también me hizo recordar a todos esos amigos que se tragó ese tiempo lejano. Nada de todo aquello brilla hoy con fuerza.
Y llegué a la Facultad a estudiar una carrera que no me gustaba, y que terminé llevado por la inercia y la resignación del cobarde. Y pasé por todos esos trabajos temporales que me recordaron los días de lluvia siendo mensajero, las noches poniendo copas y la publicidad en los buzones. Y toda esa gente que pasó por mi vida y a la que nunca he vuelto a ver. La angustia de no tener las ideas claras, desear algo y no saber el qué. Los relatos y los poemas rotos, la euforia y las lágrimas, los viajes que nunca hice, las ocasiones perdidas, el ridículo, la confusión y el miedo a mirar atrás. La vida convertida en una huida hacia delante con el falso consuelo de hacer pasar el tiempo perdido por experiencia y aprendizaje. Y darte cuenta de que al final, tras muchos tumbos, eres como una capitana que el viento lleva de un lugar a otro y que, un buen día, se queda enganchada en un rincón templado, a salvo de las tormentas.
Todo resulta descarnado, real, doloroso, lacerante, conocido. “Brindis” provoca inquietud y preguntas: ¿qué es el fracaso?, ¿quién es un fracasado?, ¿en qué cruce nos equivocamos?, ¿cuál fue aquella oportunidad que dejamos pasar?
Pero, por encima de todo, “Brindis” me ha confirmado que la única pregunta que necesita obligatoriamente una respuesta es ésta: saber lo que se quiere. Saberlo marca la diferencia entre algo y nada.
Y ahora, que cada uno saque sus propias conclusiones.

Ismael Grasa. “Brindis”. Xordica Editorial. Zaragoza, 2008

RECITAL de POESÍA en ZARAGOZA


RECITAL de POESÍA en ZARAGOZA
ALBERTO GARCÍA-TERESA
llevará a cabo el
recital de presentación de
Hay que comerse el mundo a dentelladas (Ed. Baile del Sol)
Contará con la participación de David Jasso
7 de febrero. 18 h.
Pequeño Teatro de Libros
c/ Silvestre Pérez, 21
Barrio de Las Fuentes
[http://teatrodelibros.blogspot.com]
-------Entrada libre

HAY QUE COMERSE EL MUNDO A DENTELLADAS

Hay que comerse el mundo a dentelladas.

Hay que sacar los dientes, pulirlos,
clavarlos con ahínco y rabia.

Hay que comerse la vida a dentelladas;

con mordiscos secos, intensos,
de puro y reluciente hueso.
Con bocados de corazón hambriento.

Hay que defender el mundo a dentelladas.

Hay que danzar entre rechinar de espadas;
de espadas a pecho descubierto.
Hay que vivir en permanente guardia,
defendiendo la vida cuerpo a cuerpo,
defendiendo la vida cara a cara.

Hay que descubrir la vida a dentelladas.

Hay que desenterrar estrellas de la arena,
hay que dibujar trazos de arco iris con los dedos
machados por la rutina, el trabajo y el tedio.
Hay que apartar niebla de las cabezas
con gritos de silencio y de conciencia.

Hay que sumergirse en el mundo a dentelladas.

Hay que escurrirse de las sombras sonoramente,
con estruendo de ideas y palabras.
Hay que escurrirse sonoramente
con redobles de actos y pasiones,
con puños de carcajadas.

Hay que atacar la vida a dentelladas;

caminar en la penumbra precaria,
caminar frente al poder y las pirañas.
No ceder terreno nunca al terror y la ignorancia.
Levantar la vista ácida hacia el mañana.

Hay que acariciar la vida a dentelladas;

arrebatarles el tiempo robado cada jornada,
esparcir abrazos entre timbres y pagas,
regalar ternura y devolver pedradas.

Hay que comerse el mundo a dentelladas.

Hay que comerse el mundo a dentelladas.

(Alberto García-Teresa)

martes, 3 de febrero de 2009

El escritor secreto


El final perfecto de todo escritor secreto es el seudónimo en la lápida.
Óscar Sipán

domingo, 1 de febrero de 2009

Cruce


La había visto muchas veces. En realidad, la perseguía siempre con la mirada. Pero justo aquel día, en aquel cruce, no la vio.
La había visto muchos días en la ciudad. Se había cruzado con ella en la plaza, en la calle, en el parque, a la salida del cine. La había visto y la había mirado, sin decirle nunca nada. Pero aquella mañana la vio y no le dio tiempo a esquivarla. Fue tan sólo un segundo. Nunca el tiempo fue tan corto.
Muchos días, al verla, se imaginaba el calor de sus palabras. Pero aquel día sólo oyó el golpe, y vio, fugaz, en un vuelo, su cuerpo golpeándose contra el coche y desaparecer.
Una tarde coincidió con ella. Durante un breve instante, en el quiosco, comprando el periódico. Aspiró el perfume de su pelo castaño y sus miradas se cruzaron otra vez. Su boca cerrada, sin atreverse, sus manos inútiles para retenerla. Aquella tarde se arrepintió, pero nunca cómo ésta mañana, cuando detuvo el coche y oyó los gritos de la gente.
El sol abrasando, como aquella tarde de primavera blanca, cuando se encontraron en el parque. Ella iba con una amiga, él, solo, con las manos en los bolsillos. Le palpitó fuerte el corazón al verla. Sus miradas se cruzaron, pero siguieron caminando sin detenerse. Cuando pasó se volvió hacia ella y encontró sus ojos abiertos, mirándole, y en su sonrisa la esperanza.
-Soy un idiota-. Recuerda que dijo.
Se juró a si mismo que la próxima vez que la viera le diría hola, buscaría con hambre su sonrisa, el calor de sus palabras y la mirada completa. Dejaría de esperar y soñarla. La próxima vez sería la última que no le dijera nada.
Y ahora su cuerpo está tumbado en mitad de la calle. Sin moverse. Con el rostro pálido y los ojos cerrados. El olor de su pelo perdido entre la sangre. Sus ojos ya no miran, no pueden verle.
Y ahora toca su rostro y llora. Nunca la había tenido tan cerca. Y ahora sus manos están frías y sus labios sin sonrisa.
Y hoy ha vuelto a verla, cruzarse con ella, pero hoy tampoco le salen las palabras, tampoco hoy es capaz de decirle nada, tan sólo ahogarse en el más triste de los llantos.

Texto de Jorge del Frago.
Fotografía de Óscar Garrido Serra

Podeis disfrutar de sus magníficas fotografías en http://www.garridoserra.com/