viernes, 29 de octubre de 2010

Vivir y morir

Creo que todo libro, para no resultar inútil, debe producir una búsqueda, un descubrimiento, una reflexión, un cambio, un efecto secundario. Y Manuel Benito con su “Enajenados” me hizo buscar en los mapas un pueblo abandonado del pirineo: Llagut; buscar el rastro de un pintor de poco éxito: Jorge Mella, que antes de morir escribió unas atípicas cartas de amor a una mujer y que nunca llegó a enviar a su destinataria; buscar en el diccionario el significado de una palabra: ónfalo; y buscar al autor de un poema sin título y una verdad estremecedora: Envidio a los demás esa rara habilidad/que tienen para posponerlo todo.
Y me hizo recordar algo que ya sabía, algo que ya había visto y sentido antes: la tristeza, el intenso dolor ante cualquier casa derruida, arruinada, vacía: la imagen de la derrota y el abandono siempre por obligación, por miseria, por muerte, por destierro.
Y me enseñó que algunas vidas pueden también derrumbarse, convertirse en una huida obligada por la traición, por el abandono y la separación, por la enfermedad y el recuerdo. Que se puede vivir derrotado y vacío por dentro. Que se puede haber muerto y seguir viviendo. Que se puede morir dos veces.
Manuel me contó de la soledad que duele y es fría hasta en agosto, y de sus malos, chapuceros remedios: exorcismos a base de somníferos, hipnóticos y alcohol. Y me descubrió los nombres de poetas desconocidos: Claudio Rodríguez, José Agustín Goytisolo, Ángel González y Fonollosa. Y que sus versos son el único equipaje que puede ayudar a mantener la cordura en los días más fríos. De que es posible encontrar la esperanza en los lugares en los que sólo parece habitar la desesperación.
Manuel me habló de las muecas del destino burlándose de la lucha de los hambrientos y la voluntad de los idealistas; del obsceno espectáculo de una sociedad basada en la producción y el consumo y su vorágine hedonista. De los enajenados y sus heridas abiertas, de la locura y su lucidez recitando poesías desde la cornisa de un edificio, de que no hay mañana cuando el hoy se repite incesantemente. De la rebelión necesaria contra ese dejarse transportar alienados por la televisión e ir apagando el pensamiento. Que los sueños y su irrealidad son un lugar donde encontrar consuelo y el pasado y los recuerdos son lo único real. De que hay hombres que llegaron hasta un lugar remoto huyendo de sí mismos; hombres cazados por la vida y muertos hace tiempo a miles de kilómetros, y que se puede –recordando a Pessoa- ser otro hombre distinto sin dejar de ser el mismo.
Manuel nos habla de los derrotados. Perturbados, desequilibrados por esta jodida vida o por el amor perdido. De esos a los que siempre damos de lado por débiles y depresivos, nos asquean con su aliento de borrachos y nos espantan sus gestos de locos, sus silencios, sus miradas huidizas y asustadas. Manuel escribe sus viejas historias que se repetirán mañana y nos explica porqué están escondidos, descolocados, arrinconados; porqué huyen, en qué piedra tropezaron. Nos pide que los miremos con piedad y que en lugar de escupirles nuestros prejuicios tratemos de entender sus razones.

Manuel Benito. “Enajenados”. Sariñena Editorial. Salvador Trallero. Sariñena, Huesca, 2010.

jueves, 28 de octubre de 2010

lunes, 25 de octubre de 2010

Edición excepcional

Antes de hablar del contenido de este libro se hace necesario, obligado, totalmente ineludible hablar del continente. Hacer una presentación; apología del perímetro, el andamio, el estuche, su silueta y su carne.
Hablar del cómo, del trabajo y la voluntad del editor; de la forma, la decisión; su voluntad contracorriente, su carácter inconformista, negador de lo simple y lo habitual. De esta extraña maravilla y el papel de la buena suerte.
Antes de leer una línea se hace necesario hablar del objeto y su cuerpo, hablar de un libro como demostración, prueba, evidencia palpable; imagen, representación de un concepto, de una idea personal, un gusto, una locura, una temeridad en estos tiempos de mercaderes y baratijas de bolsillo, papel reciclado y tinta electrónica.
Hablar para empezar de sensualidad y agradecimiento, de tacto y vista, de un libro que causa asombro, placer y admiración.
Hoy nadie publica así excepto los libros de arte. Los libros de las grandes exposiciones. Libros objeto para guardar imágenes en los que el texto no es lo importante. Libros intonsos para decorar las mesas del salón, libros fotogénicos, descomunales y abultados para posar en las revistas de casas de cartón piedra.
Salvador Trallero edita un libro de relatos con las tapas duras y el lomo sin amenaza, peligro de desprendimiento y hojas sueltas. Un libro cofre del tesoro, armadura y corazón. Un libro golosina. Un libro que se abre de piernas y respira. Papel satinado, blanco, brillante y suave para guardar nada más que palabras. Una tipografía especialmente elegida, nítida y armoniosa, punto de partida de los tipos denominados modernos. Líneas, párrafos y títulos respirando. Un libro con una fotografía a modo de presentación, introducción, complemento de cada relato. Regalo generoso en tiempos de supresión de cualquier adorno que encarezca los costes de producción. Primera letra mayúscula en negrita y tres veces mayor que el tamaño del texto: estribo, tradición caligráfica, pie para iniciar la lectura.
Libro como detalle, orfebrería, devocionario, relicario de papel. Libro como muestra y botón de lo extraordinario; libro fuera de lo común. Libro idilio, ejemplo, testimonio y rebelión.
Y viéndolo, disfrutándolo, tocándolo y pensando en esta demostración de Salvador Trallero y su oficio me acordé de Raguenau, el pastelero del Cyrano de Bergerac de Edmond Rostand. Pastelería de Sariñena convertida en idílica“Hospedería de poetas” pero con un final diferente. Pastelería de un pueblo de Huesca convertida en Sariñena Editorial. Y Salvador Trallero haciendo arte con la edición.

sábado, 23 de octubre de 2010

De animales y hombres

Por una vez la contraportada de un libro no busca deslumbrarnos. Por una vez utiliza palabras exactas y sencillas y nos dice, sin pretensiones, lo que hay dentro: “La geórgica es, desde que así lo estableció Virgilio, el género que busca hermosura en las cosas del campo. Este libro contiene un cuento de pastores, otro de cazadores y un relato de tema taurino. Historias de ambiente rural; faenas y paisajes en los que todavía hoy los animales son más importantes que los hombres”.
Y así lo hace. Contar una manera de vivir que a los ciudadanos se nos antoja una forma de vida extraterrestre, y que, sin embargo, para los hombres del campo no tiene nada de insólita. Contar con naturalidad lo cotidiano y lo extraordinario de unas vidas que a muchos, en estos tiempos modernos, les suena a existencia primitiva y ruda, pero que, aunque nos parezca increíble, todavía existe. Basta con recordar de dónde venimos, y que, si en lugar de estar en esta ciudad, hubiéramos decidido continuar viviendo y trabajando en el campo, lo veríamos de lo más corriente y vulgar. Seríamos lo que son ellos.
Porque Antonio Castellote y sus “Geórgicas” dejan en evidencia los estereotipos de nuestra ignorancia; lo que sabemos de esos animales que llegan al supermercado troceados y envasados en bandejas al vacío con fecha de caducidad y de los hombres que los cuidan a diario. Lo que sabemos de ovejas y buitres. Carroñeros para contemplar en los documentales de la 2 y en la exhibición del parque del Monasterio de Piedra. Animales de granja para tirarles palomitas en el zoo una vez al año. Rebaños y pastores que divisamos cerca de las carreteras y desaparecen a 140 kilómetros hora de nuestra vida apresurada.
Antonio y sus “Geórgicas” traspasando esa frontera de viejos cuentos de animales y brujas nos cuentan de perros de caza a los que sus dueños les cosen las heridas. Del "cazador que sale al campo para escuchar sus pasos sobre los terrones de tierra recién labrada y los cañutos de cebada seca. Sentir en la cara los alfilerazos de la matacabra, contemplar el horizonte como los niños dibujan las montañas". Y una oveja que se pone de parto y la cría que no sale y el pastor tiene que meter la mano dentro del útero y sacarla tirando de las patas. Y un perro pastor defendiendo al rebaño. Un mastín con los ojos arrancados a picotazos y un buitre con la cabeza cortada de un mordisco.
Antonio y sus “Geórgicas” nos enseñan multitud de palabras que se han perdido entre las calles de las ciudades, pero que en el campo todavía tienen un significado preciso. Nos enseñan un lugar y un trabajo. Faenas y paisajes. Nos muestran a los animales como esfuerzo en común y en soledad, como tema de conversación y centro de gravedad, nexo de unión, leitmotiv, presente y futuro. Y una escena narrada admirablemente que te hace sentir y saber lo que pasa sin ver nada, guiándote tan sólo por los silbidos y los gritos. Y la vida transcurriendo y formando un hilo trenzado con ellos: hombre, mujer, padre, animales y masía. Sabiduría antigua, desvelo, miedo, cuidados, angustia, amor y admiración.

Antonio Castellote. “Geórgicas”. Libros Certeza. Zaragoza, 2010.

lunes, 18 de octubre de 2010

viernes, 15 de octubre de 2010

La chica del doce

Las desventajas de irse haciendo viejo son que uno empieza a oxidarse, se pierden reflejos y tiene la sensación de estar quedándose fuera de juego, pasado de moda. Pero es que cuando el tiempo se convierte en un lugar exquisito, escaso y caro; uno se aburguesa y se sienta a degustar con tranquilidad un cocido completo y deja de comer a base de sándwiches de ensaladilla.
Y con esas limitaciones propias de la edad y el estilo de vida de las tortugas me enfrenté a Juan Luis Saldaña, multipropietario de actividad frenética, maquinista de un tranvía urbano con paradas en múltiples apeaderos y que va remolcando varios vagones cargados de experiencias musicales y periodísticas. Una locomotora con las calderas a pleno rendimiento y los manómetros a toda presión.
Saldaña, escaparatista vocacional de Zaragoza, tiene el privilegio del descaro, la imaginación y el verbo fácil y rápido; y su “Hasta agotar existencias” me ha descubierto a un vitalista gamberro. Y yo, que soy de los que no sabe que es el pop en la literatura ni que le ve el mérito artístico a colorear una lata de sopa de cebolla, me he sentido más que nunca aventurero de mesa camilla y brasero ante unos relatos inclasificables.
Lo que está claro es que Saldaña es alguien que se divierte escribiendo, le gusta provocar, disfruta y tiene mucho talento. Pero para mí a veces va demasiado rápido; y yo soy de los que cuenta hasta cien antes de escribir una línea. Maldita la gracia que me hace quedar como un viejo prematuro y cascarrabias, porque he disfrutado mucho con el humor de Saldaña, me he reído a carcajadas con sus disparates y he sonreído con su ironía y crítica inteligente. Disfrutado con su imaginación pluriempleada de tipos que pasean perros por París con zapatos de rejilla o que cantan coplas por el portero automático; con su absurdo subido a un contenedor de basura y su imagen televisiva de madres con tupperware llenos de croquetas; con sus ideas brillantes encontradas en los mensajes escritos detrás de las puertas de los aseos de los bares; con su humor rural de apariciones marianas, discípulas beatas y mésias ladrones; con su entrañable exorcismo a la muerte con una promesa a lomos de un burro; con su cuento con moraleja anti-avaricia para adultos, con su breve historia de amor con besos de purpurina; con su paseo observador de vidas cruzadas; con su golpe de efecto al utilizar como víctima de un psicokiller cañí al payaso Fofito, y con su terror de congelador.
Y reconozco que divertirse no está mal, pero creo que la literatura no es sólo una tira cómica ni una demostración de ingenio; ni me sirve eso de ampararse en la post-modernidad para convertir la narración en mera anécdota o en comida rápida. Pero me quedaría con el petardazo de la diversión, el talento del maquinista prodigio si no hubiera nada más. Me quedaría con el hombre orquesta y su habilidad para tocar varios instrumentos si no fuera por esa “Chica del doce”. Ese relato maravilloso que es una sinfonía lírica de la soledad, imágenes de lo cotidiano bajo la ventana, silencio y ruidos de ciudad y una vecina al otro lado de la calle. Horarios violados, lágrimas negras cayendo en picado como aviones de papel.
Para mí “La chica del doce”, y lo demás bombones, chispas, imaginación, cañas y risas.

Juan Luis Saldaña. “Hasta agotar existencias”. Colección voces de Margot. Editorial Comuniter. Zaragoza, 2010.

domingo, 10 de octubre de 2010

El lenguaje de las flores

Me senté a su derecha. El pasillo como frontera, barrera y precipicio. Y ella al otro lado; muy cerca; a un paso de mí. Y fue inevitable mirarla, fijarme en aquella mujer. Con el ramo de flores tumbado en su regazo y la mirada perdida al frente; fija en la carretera tras el cristal. El celofán brillando y el lazo rojo sujetando los tallos. Las flores salpicando su falda y sus manos. Su rostro mustio; triste y vencido. Sus labios cerrados, apagados y rectos. Ninguna mujer tiene ese gesto marchito, esa línea pintada en la boca llevando un ramo de flores entre las manos.
Los pies tocando el suelo de puntillas, los zapatos de diario con los tacones gastados, ametrallados de lluvias y aceras. La ropa de lunes; la piel sin retoques, color, sombras ni trucos. Más de cincuenta y menos de sesenta. Esa edad en la que se espera que la vida empiece a pagarte intereses por todo el tiempo invertido pagando sus peajes. Esa década en la que obligarte a aprender otro idioma es condenarte a vivir en el exilio del silencio, y en la que los golpes, bajos e inesperados, dejan una marca indeleble y secreta que te pudre por dentro.
Repasé el itinerario de la línea. No pasaba cerca del cementerio ni del hospital. No era uno de noviembre. Ninguna mujer tiene esa mirada ausente, esos labios de barro con un ramo de flores entre sus manos.
Tras muchos minutos aguantando inalterable las miradas y los signos de interrogación de todos los que se bajaban y subían del autobús, con un movimiento rápido torció la cabeza y le dijo algo al hombre que iba sentado a su izquierda. Se levantó y, acunando el ramo en uno de sus brazos, caminó hasta la puerta de salida; pulsó el botón de la parada y se sujetó a la barra. Él la siguió y se quedó a su lado. Ella se soltó de la barra y, en un gesto antiguo y mecánico, se agarró de su brazo. Si tuviera ganas de broma diría que vienen del juzgado de celebrar su boda; pero el perfil del rostro de él me mostraba la misma tristeza callada. La misma mirada perdida; la misma ropa de lunes y el mismo naufragio. Un hombre llevando de su brazo a una mujer con un ramo de flores y entre ellos ni el amago de una sonrisa.
El autobús se detuvo en una parada junto a la carretera. A la entrada de una urbanización antes de llegar a Ilche. Un cruce como otro cualquiera. Mientras los viajeros se subían en dirección a la ciudad para pasar una nueva noche de viernes pude verles caminar lentamente alejándose de la marquesina. Ella iba delante; él detrás, a dos pasos, con las manos en los bolsillos y mirando al suelo. Ella llegó hasta una farola y se detuvo. Cuando, dos pasos después él llegó, ella le tendió el ramo de celofán brillante y colores frescos para que lo sujetara. Él obedeció y continuó con la mirada en la punta de sus zapatos. El autobús se llenaba con el griterío y las risas de los adolescentes camino del primer viernes de septiembre. Ella sacó del bolso unos alicates y cortó las dos abrazaderas de nylon que sujetaban un ramo marchito y seco a la farola. Un viejo ramo arrasado de lluvia y soles de cuatro estaciones. De la bandolera sacó una bolsa de plástico del supermercado y metió dentro el ramo seco y las dos abrazaderas cortadas. Sin palabras le pidió al hombre el ramo nuevo y brillante y con otras dos abrazaderas lo ató firmemente a la farola. Con mimo recompuso las flores del ramo mientras se deshacía el barro de su boca en una sonrisa amarga. Él, con la puntera del zapato, le dio una patada a una piedra pequeña que había en la acera. Dos adolescentes con falda corta y labios de fresa se sentaron en los asientos que antes ocuparon ellos. Entre risas se peleaban por escribir un mensaje en el móvil. Fuera, la mujer, con la mirada perdida, buscaba la fórmula que fuera capaz de llenar un espacio vacío, la traducción de las palabras que oía en un nuevo idioma incapaz de entender. Todo el silencio que de golpe se pudría en las noches que permanecía despierta.
Él seguía mirando al suelo cuando el autobús arrancó y los perdí de vista. A una de las adolescentes se le cayó el teléfono al suelo, y la boca de la otra escupió un insulto y una amenaza de muerte.
Era un día cualquiera. Un día que para mí no significaba nada. Pero fue el día en que aprendí el lenguaje que esconden las flores.

Texto de Jorge del Frago.

La extraordinaria fotografía es de Andi.
http://andiphoto.blogspot.com/

viernes, 8 de octubre de 2010

Romance de cobardía

“Escrito con luna blanca” es una novela con multitud de referencias: La España negra de Gutiérrez Solana y Darío de Regoyos con sus misas en latín, sus procesiones y rogativas mezcladas con el humor Made in Spain de Rafael Azcona y García Berlanga. Las crónicas de un pueblo aragonés de Jesús Moncada y los titiriteros de “El viaje a ninguna parte” de Fernán-Gómez. Y el realismo rural naturalista de principios del siglo XX de Ortega Munilla con la reflexión filosófica y existencial del "Camino de perfección" de Baroja. Todos, de alguna manera, están dentro; mezclados, no agitados; evocados y diferentes. Referencias que no la convierten en copia o imitación sino que aparecen como reminiscencia y compañía, que sitúan a esta luna blanca y a Juan Carlos Soriano junto a todos ellos, incluidos en esa lista y a su misma altura; como transbordo, continuación de esa línea prodigiosa. Porque esta luna blanca es un cuadro original y personal de un pueblo de Teruel batido por el cierzo que nos hará disfrutar a carcajadas con su humor; compadecernos ante su miseria, la miseria moral de los ricos y la que mataba de hambre a los pobres; y rebelarnos ante la tragedia de una muerte injusta que será para siempre un tumor en la memoria. Emocionarnos con su historia de amor no correspondido, su soledad de flores de papel y locura asomándose al balcón. Sonreír con tesoros escondidos, espectros de generales cubanos que se aparecen en la cambra, entierros accidentados y muertos que sacan la lengua. Temblar con la visión premonitoria por el ojo de una cerradura de un animal que anuncia la muerte un día de lluvia. Gris sobre negro y lo blanco salpicado de barro. Luna blanca sobre los tejados de un pueblo del Maestrazgo, tejados de un rojo doliente, amasados con sangre de labradores que tenían el silencio por pecado y llevaban en la resignación su penitencia.
Pero esta luna blanca es, fundamentalmente, un viaje de vuelta. Y esos viajes son siempre un reencuentro con el pasado y sus abismos. Camino de vuelta y tiempo en blanco para recordar toda una vida dejada atrás. Desde el día en que nos fuimos. Desde el día en que todo se perdió y comenzamos a ser otro. Presente imperfecto, pasado ideal; comparaciones odiosas, hirientes; porque el pasado sólo vuelve si mejora lo presente.
Esta luna blanca es el retorno de un bastardo con tratamiento de Ilustrísimo Señor. Es lo que esconde la apariencia, la historia de un perdedor que ha triunfado en la política. Y es el dolor personal que producen la conciencia y el remordimiento. Un romance de vergüenza y cobardía. Un ajuste de cuentas con uno mismo. El drama de un hombre que reconoce que en el momento decisivo le faltó coraje ante la vida y le sobró egoísmo, valor para salvar a un amigo. Porque la carrera política es un oficio al que hay que echarle tragaderas. Cada quien alcanza su meta, y sólo los sentimentales se quedan por el camino. No haber hecho nada para evitar que se ajusticiara a un inocente. Dar por bueno que no importa que el inocente pague por el culpable. Que ese es el precio del orden.
Esta luna blanca es el recuento de todos los pasos en falso, el inventario de los errores cometidos, de todo lo que no hicimos. Volver la vista atrás y tener la sensación de no haber tomado las decisiones por uno mismo, dejarse llevar, dejar que otros decidieran por nosotros y obedecer. Es un viaje de vuelta y encontrar un tiempo y unas ilusiones perdidas por el camino. Es buscarse a sí mismo y encontrarse solo y sin coherencia; sin pasado, presente ni amor propio. Es regresar para descubrir que ha llegado el momento de romper con todas las conjugaciones del tiempo y volver a empezar.

Juan Carlos Soriano. “Escrito con luna blanca”. Prames, Zaragoza. 3ª edición, septiembre de 2005.

lunes, 4 de octubre de 2010

Cambio de planes


Libros Certeza, dentro de su Colección Cantela, acaba de publicar mi primera colección de relatos: "Cambio de planes"

Os copio un relato breve que está entre los doce que componen el libro.

ODIÁNDOME
"Perseguido por el recuerdo de ayer sería capaz de disparar a mi sombra, asesinar al cobarde que vive dentro de mí. Le odio con todas mis fuerzas.
Pienso en la noche de ayer y me cubro el rostro con las manos vacías, aguantándome las lágrimas, sintiendo asco y vergüenza de mí mismo. Conozco muy bien esta sensación, este dolor. La rabia ocupándolo todo.
No dejo de repetirme que no tenía que haber ido. Me insulto, me llamo idiota, estúpido, infeliz. Gilipollas. Pero la tentación de volver a verte fue más fuerte que todo. Más fuerte que la sensatez y la cordura, más fuerte que asumir la verdad, conocerme, saber que no sería capaz, que no me atrevería, que todo volvería a repetirse, sería igual que cuando tenía dieciocho años. Preferí engañarme, mentirme mil veces con tal de volver a verte.
Los puños cerrados sobre los párpados, apretando hasta hacerme daño. Tu nombre quemándome. Tu nombre ardiendo en la oscuridad de mis ojos cerrados.
Un antiguo compañero consigue mi número por la guía de teléfonos. Una fiesta, me dice; el reencuentro diez años después del último curso del instituto.
Y lo primero que pensé fue en tu nombre. Lo único que no había olvidado de aquel tiempo lejano. Tu herida viviendo dentro de mí.
Tuve quince días para inventarme una excusa, huir, esconderme, mentir. Hubiera bastado con un simple no.
Pero fui incapaz de renunciar a volver a verte.
Y ayer, mientras me miraba en el espejo antes de salir, quise creer que había cambiado, que esa noche me atrevería por fin, y que entre sonrisas y vapores de alcohol, te diría al oído todo lo que en diez años no había dejado de sentir ni un solo día por ti.
Y al llegar a la fiesta, entre reencuentros, abrazos y besos, te busqué deseando que no estuvieras; te busqué pidiendo que nadie te hubiera encontrado, que hubieras desaparecido para empezar a olvidarte.
Entre gritos, risotadas, falsa alegría y palabras cordiales te busqué desesperadamente. Te busqué deseando que tu belleza la hubiera destruido el tiempo, que tu sonrisa se hubiera vuelto de cartón piedra.
Y al verte mi corazón se paró. Al volver a verte mis pies se volvieron barro y mi valor silencio. Y en aquel momento supe que todo sería igual que aquel doce de julio de 1998. Igual que el último día que te vi. Aquella fiesta de fin de curso diez años atrás. Las mismas canciones sonando de fondo. La misma rabia, el mismo asco y vergüenza de mí mismo. La verdad imposible.
Te acercaste al grupo donde estaba y me saludaste con el roce imperceptible de tus labios y tu perfume. Con tu belleza intacta y tu sonrisa envenenando mis ojos. Escondí mis manos en los bolsillos para que no las vieras temblar. Escondí la mirada para que no descubrieras mi emoción quemándome las entrañas y el miedo cosiendo a dentelladas mi boca. Y mientras hablabas con los demás, en lugar de morir enredado en tu cuello y tus labios, me quedé mirando al suelo incapaz de alcanzar tu rostro.
Y volví a quedarme igual que diez años atrás; sin atreverme a mirarte ni hablarte al oído; con la mirada fija en tus zapatos de fiesta; odiándome con todas mis fuerzas".

Por si a alguien le interesa me han dicho que lo han visto en:

Librería París. Paseo Fernando el Católico, 24 Dpdo
libreria@libreriaparis.com
Tel 976 55 44 22 Zaragoza. España.