Serían las once y media doce y, después de muchos vasos de absenta, ya no estaba muy sociable así que decidí irme a casa.
Salí del bar, doblé la esquina y me fui a la placita en la que el tranvía tenía su última parada. Me senté en un muro de piedra. No sé cuánto tiempo estuve allí sentada pero de repente aparecieron. Serían unos siete u ocho perros, perros grandes y de una raza no clasificable. Andaban despacio, sin prisas, en esas horas en que la ciudad era suya. Había muchas manadas de perros vagando por la ciudad, perros sin dueño, perros que no tenían nada que hacer, perros tomando el sol, perros discutiendo, perros conversando. Dicen que un día los metieron a todos en un barco y los mandaron a una isla que está muy cerquita de la ciudad. Dicen también que los perros volvieron.
Así que allí estábamos, los perros y yo. No sé si se percataron de mi presencia pero no dieron ningún signo de ello. Estuve un buen rato mirándolos. Ése era el jefe seguro, sentado, cansado, observando al resto. Se levantó y comenzó a caminar, poco a poco los otros fueron detrás. Y yo, como no tenía nada mejor que hacer, fui detrás de ellos.
Salimos de la placita y fuimos por esa calle cuesta abajo que nunca me acuerdo de cómo se llama, la de los músicos, la que tiene la tienda de sombreros en la esquina. Uno de los perros se metió por una de las primeras bocacalles, se medio despidió del grupo, o eso creo y seguimos bajando. Yo, por supuesto, como intrusa que era, me mantenía a una distancia prudencial, había visto a esos perros pelear.
Al llegar a la torre, uno de los lugares más habituales de reunión de estas manadas, hicimos una parada. Allí estuvimos un buen rato. Sentada en una piedra, a unos 25 metros, seguí observando a los perros. El jefe seguía sentado, impasible a los jugueteos de los otros, bostezando, abstraído, mirando a ninguna parte. Sacudió la cabeza, volviendo a ocupar su puesto de líder y comenzó a caminar.
Tres de los perros se quedaron allí.
Me levanté decidida a seguir al jefe. Mi cabeza estaba tan difusa como la absenta que había bebido, me apoyé en una farola buscando el equilibrio que me faltaba, respiré hondo y seguí con mi absurda misión.
Bajamos por una paralela a la calle de los músicos, una calle estrecha, con casas viejas con ropa colgada de lado a lado de la calle, con verjas enmohecidas y cristales rotos, una calle empinada, oscura y húmeda. Aparecieron unas escaleras que yo no había visto nunca, allí nos abandonaron otros dos. Respiré hondo, quedábamos tres.
Yo ya no tenía ni idea ni de dónde estaba, ni de qué hora era, ni de qué carajo estaba haciendo. Sin capacidad de obligarme a hacer otra cosa seguí con todo aquello.
Bajamos, bajamos y bajamos más y de repente me di cuenta de que ya sólo quedábamos dos. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, el jefe y yo, yo y el jefe, recorriendo las callejas más inmundas de la ciudad.
El perro empezó a caminar más despacio, no sé si lo hacía porque ya estaba sólo, sin nadie a quien guiar más que a sí mismo o porque sabía que yo estaba ahí, lo había sabido siempre y quería ponerme las cosas claras.
Me acojoné, juro que estaba acojonadísima. De repente se paró y se sentó dándome la espalda. Yo giré para buscar un sitio en el que apoyarme y me tropecé con algo, me caí al suelo y ese algo resultó ser un montón de bolsas de basura. Me quedé quieta, levanté un poco la cabeza para ver dónde estaba el perro. Se había levantado y venía hacia mí muy despacio. Bajé la cabeza y respiré muy despacio para intentar decelerar los latidos de mi corazón, cerré los ojos y me agaché aún más, quería parecer más pequeña todavía. Al cabo de unos pocos segundos volví a abrir los ojos, el perro estaba a unos dos metros, me enseñaba los dientes y tenía las orejas echadas hacia atrás. Podía oler al animal, olía a sucio, a mojado aún estando seco. Cerré los ojos otra vez y agaché aún más la cabeza mostrándole mi nuca y así, en esa postura de absoluta sumisión me quedé un tiempo infinito. Olí su aliento, noté su húmeda nariz en mi cuello y me di cuenta de que era una perra y yo me había entrometido en su matriarcado. La perra metió su hocico por debajo de mi barbilla y levantó mi cabeza, ya podía mirarle a los ojos aunque lo evité bastante asustada aún. Me chupó una mano, no sé si porque le gustaba aquello que yo había aplastado al caerme o para quitarme el asqueroso olor que me rodeaba. Ahora yo olía peor que ella.
Me llamó a levantarme, o eso creo. Lo hice muy despacito, no quería asustarla ni provocar en ella ninguna desconfianza. Me miró mientras yo intentaba quitarme de encima la mayor cantidad de basura posible, que no fue mucha, pues la mayoría eran líquidos y cosas que se chafaban y manchaban y olían y que no se podían quitar ni agarrar. Cuando creí que estaba lista la miré y asentí con la cabeza, como indicándole que ya podíamos seguir a donde fuera que fuésemos. Esta situación hacía tiempo que había dejado de ser absurda. Era estúpida, lo sé.
Seguimos andando, a mi ya no me importaba hacia dónde nos dirigíamos, estaba feliz, me había aceptado como una perra más, me había brindado su protección y su sabiduría. Su recorrido nos llevó a las basuras más selectas, a los rincones más inimaginables. La ciudad vista por dos perras.
Estaba cansada, llevábamos varias horas callejeando, ella pareció entender mi agotamiento, se metió por una calle más estrecha todavía, cruzó una puerta sin puerta, subió unas escaleras con más agujeros que madera y aparecimos en una sala con muchas telas en el suelo, bueno, telas, trapos, ropa vieja y rota y algún que otro zapato. Se echó allí y yo me eché a su lado. Y allí, en ese ambiente nauseabundo nos quedamos dormidas.
Cuando abrí los ojos ella ya no estaba, no sé cuánto había dormido pero ya había bastante luz en la calle. Me levanté, me estiré, me olí, me di asco y salí de la habitación. Bajé las escaleras que, con la luz del día daban bastante miedo, salí a la calle, miré a los lados intentando encontrarme y la vi. Estaba sentada al sol, tranquila. Fui hacia ella, le rasqué detrás de la oreja y ella me miró. A los pocos segundos empezó a ladrar, se revolvió nerviosa, agitada, incluso agresiva. Yo no entendía nada, me di la vuelta y vi que se acercaban un par de perros. Me puse en alerta por si los recién llegados nos atacaban pero entonces comprendí que era yo la que sobraba, era a mi a quien iban dirigidos los ladridos, los rechazos. Me había dejado ser perra por una noche y nuestra relación había acabado con la luz del día. Ya no era bienvenida en su matriarcado. Tú a tu casa y yo a la mía. Y eso hice.
Texto: Vanesa Pomar
http://relatosdelatribu.blogspot.com/
Fotografía de Miguel SP
Salí del bar, doblé la esquina y me fui a la placita en la que el tranvía tenía su última parada. Me senté en un muro de piedra. No sé cuánto tiempo estuve allí sentada pero de repente aparecieron. Serían unos siete u ocho perros, perros grandes y de una raza no clasificable. Andaban despacio, sin prisas, en esas horas en que la ciudad era suya. Había muchas manadas de perros vagando por la ciudad, perros sin dueño, perros que no tenían nada que hacer, perros tomando el sol, perros discutiendo, perros conversando. Dicen que un día los metieron a todos en un barco y los mandaron a una isla que está muy cerquita de la ciudad. Dicen también que los perros volvieron.
Así que allí estábamos, los perros y yo. No sé si se percataron de mi presencia pero no dieron ningún signo de ello. Estuve un buen rato mirándolos. Ése era el jefe seguro, sentado, cansado, observando al resto. Se levantó y comenzó a caminar, poco a poco los otros fueron detrás. Y yo, como no tenía nada mejor que hacer, fui detrás de ellos.
Salimos de la placita y fuimos por esa calle cuesta abajo que nunca me acuerdo de cómo se llama, la de los músicos, la que tiene la tienda de sombreros en la esquina. Uno de los perros se metió por una de las primeras bocacalles, se medio despidió del grupo, o eso creo y seguimos bajando. Yo, por supuesto, como intrusa que era, me mantenía a una distancia prudencial, había visto a esos perros pelear.
Al llegar a la torre, uno de los lugares más habituales de reunión de estas manadas, hicimos una parada. Allí estuvimos un buen rato. Sentada en una piedra, a unos 25 metros, seguí observando a los perros. El jefe seguía sentado, impasible a los jugueteos de los otros, bostezando, abstraído, mirando a ninguna parte. Sacudió la cabeza, volviendo a ocupar su puesto de líder y comenzó a caminar.
Tres de los perros se quedaron allí.
Me levanté decidida a seguir al jefe. Mi cabeza estaba tan difusa como la absenta que había bebido, me apoyé en una farola buscando el equilibrio que me faltaba, respiré hondo y seguí con mi absurda misión.
Bajamos por una paralela a la calle de los músicos, una calle estrecha, con casas viejas con ropa colgada de lado a lado de la calle, con verjas enmohecidas y cristales rotos, una calle empinada, oscura y húmeda. Aparecieron unas escaleras que yo no había visto nunca, allí nos abandonaron otros dos. Respiré hondo, quedábamos tres.
Yo ya no tenía ni idea ni de dónde estaba, ni de qué hora era, ni de qué carajo estaba haciendo. Sin capacidad de obligarme a hacer otra cosa seguí con todo aquello.
Bajamos, bajamos y bajamos más y de repente me di cuenta de que ya sólo quedábamos dos. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, el jefe y yo, yo y el jefe, recorriendo las callejas más inmundas de la ciudad.
El perro empezó a caminar más despacio, no sé si lo hacía porque ya estaba sólo, sin nadie a quien guiar más que a sí mismo o porque sabía que yo estaba ahí, lo había sabido siempre y quería ponerme las cosas claras.
Me acojoné, juro que estaba acojonadísima. De repente se paró y se sentó dándome la espalda. Yo giré para buscar un sitio en el que apoyarme y me tropecé con algo, me caí al suelo y ese algo resultó ser un montón de bolsas de basura. Me quedé quieta, levanté un poco la cabeza para ver dónde estaba el perro. Se había levantado y venía hacia mí muy despacio. Bajé la cabeza y respiré muy despacio para intentar decelerar los latidos de mi corazón, cerré los ojos y me agaché aún más, quería parecer más pequeña todavía. Al cabo de unos pocos segundos volví a abrir los ojos, el perro estaba a unos dos metros, me enseñaba los dientes y tenía las orejas echadas hacia atrás. Podía oler al animal, olía a sucio, a mojado aún estando seco. Cerré los ojos otra vez y agaché aún más la cabeza mostrándole mi nuca y así, en esa postura de absoluta sumisión me quedé un tiempo infinito. Olí su aliento, noté su húmeda nariz en mi cuello y me di cuenta de que era una perra y yo me había entrometido en su matriarcado. La perra metió su hocico por debajo de mi barbilla y levantó mi cabeza, ya podía mirarle a los ojos aunque lo evité bastante asustada aún. Me chupó una mano, no sé si porque le gustaba aquello que yo había aplastado al caerme o para quitarme el asqueroso olor que me rodeaba. Ahora yo olía peor que ella.
Me llamó a levantarme, o eso creo. Lo hice muy despacito, no quería asustarla ni provocar en ella ninguna desconfianza. Me miró mientras yo intentaba quitarme de encima la mayor cantidad de basura posible, que no fue mucha, pues la mayoría eran líquidos y cosas que se chafaban y manchaban y olían y que no se podían quitar ni agarrar. Cuando creí que estaba lista la miré y asentí con la cabeza, como indicándole que ya podíamos seguir a donde fuera que fuésemos. Esta situación hacía tiempo que había dejado de ser absurda. Era estúpida, lo sé.
Seguimos andando, a mi ya no me importaba hacia dónde nos dirigíamos, estaba feliz, me había aceptado como una perra más, me había brindado su protección y su sabiduría. Su recorrido nos llevó a las basuras más selectas, a los rincones más inimaginables. La ciudad vista por dos perras.
Estaba cansada, llevábamos varias horas callejeando, ella pareció entender mi agotamiento, se metió por una calle más estrecha todavía, cruzó una puerta sin puerta, subió unas escaleras con más agujeros que madera y aparecimos en una sala con muchas telas en el suelo, bueno, telas, trapos, ropa vieja y rota y algún que otro zapato. Se echó allí y yo me eché a su lado. Y allí, en ese ambiente nauseabundo nos quedamos dormidas.
Cuando abrí los ojos ella ya no estaba, no sé cuánto había dormido pero ya había bastante luz en la calle. Me levanté, me estiré, me olí, me di asco y salí de la habitación. Bajé las escaleras que, con la luz del día daban bastante miedo, salí a la calle, miré a los lados intentando encontrarme y la vi. Estaba sentada al sol, tranquila. Fui hacia ella, le rasqué detrás de la oreja y ella me miró. A los pocos segundos empezó a ladrar, se revolvió nerviosa, agitada, incluso agresiva. Yo no entendía nada, me di la vuelta y vi que se acercaban un par de perros. Me puse en alerta por si los recién llegados nos atacaban pero entonces comprendí que era yo la que sobraba, era a mi a quien iban dirigidos los ladridos, los rechazos. Me había dejado ser perra por una noche y nuestra relación había acabado con la luz del día. Ya no era bienvenida en su matriarcado. Tú a tu casa y yo a la mía. Y eso hice.
Texto: Vanesa Pomar
http://relatosdelatribu.blogspot.com/
Fotografía de Miguel SP