miércoles, 14 de mayo de 2008

Pirineos, tristes montes


Pirineos, tristes montes” es el título de un libro de Severino Pallaruelo que se editó por vez primera en 1990. Recientemente la editorial Xórdica ha tenido el tremendo acierto de recuperarlo publicándolo dentro de su colección carrachinas, decisión de la que nos alegramos porque, sin lugar a dudas, los relatos de Pallaruelo es otra de esas lecturas que es absolutamente imprescindible.
Busco en mis destartaladas estanterías el pequeño libro de Pallaruelo y al abrirlo y releer sus páginas inolvidables surge de inmediato el reencuentro desgarrador con las historias de esos tristes montes nuestros, y, sobre todo, la dura realidad de la vida de los montañeses. Historias que nos hablan de esas maestras, mujeres –casi niñas- de capital o ciudad de la tierra llana que llegaron a las remotas aldeas de los pirineos a lomos de una burra, vestidas con un abrigo de paño fino y zapatos de tacón para encontrase con unas calles cubiertas de estiércol, casas sin baño ni agua corriente, sábanas de cáñamo que se lavaban cada año y orinales bajo las camas.
Historias iguales de familias que vivían de la ganadería y de miserables cultivos que arrancaban a los estrechos bancales de las laderas de las montañas. Cabras, ovejas, vacas, cerdos, gallinas y conejos y huertecillos de patatas y hortalizas para una vida de ir tirando. Montañeses de corazones duros, pastores trashumantes que pasaban con sus ovejas el verano en la montaña y el invierno en la tierra baja mientras en el pueblo quedaban mujeres, ancianos y niños. Mujeres que tuvieron la mala suerte de ser hijas únicas en una tierra de hombres, padres que las despreciaban porque quería estudiar. ¿Estudiar, para qué? lo que tenían que hacer era dar la pastura a los cerdos, regar las patatas del huerto y llevar la comida a los hombres al campo. Aldeanas que no sabían leer y que se marchaban a servir a Barcelona o que acaban trabajando de putas para cancelar la hipoteca de la casa.
Feria de San Martín, con tratantes de caballerías y cerdos, un charlatán de Zaragoza que vendía mantas, un jorobado que cantaba romances y un vajillero. Orquestas que tocan en remolques, aldeanos que acudían al baile oliendo a cuadra y Varón-Dandy.
Internados de los que se recuerdan maletas de cartón. Seminarios de redención para los hijos del gañán, el pastor y el campesino pobre, que venían de casas con puertas que dejan pasar el viento y ventanas sin cristales.
Aragoneses de la emigración a Francia, hombres con harapos y hambre ancestral. Montes que separaban las dos vertientes. A un lado, las piedras ásperas y la pobreza de España, al otro, la abundante, rica y bondadosa campiña francesa donde el arado no tropezaba con las piedras. Aragoneses que se pasaban en Francia cuatro o cinco meses talando árboles y viviendo en chozas para luego volver a casa con algo de dinero, un reloj y hasta una absurda e inútil bicicleta. Montañeses que encontraron la muerte arrollados por una ventisca al intentar cruzar esa frontera demasiado tarde.
Viajes de ocho horas de ida y ocho de vuelta con dos burros para cargar nieve que llevar a los ingenieros de las obras de la hidroeléctrica para que pudieran tomarse un café helado. Viejos oficios desaparecidos, como los de las navatas que navegando sobre los maderos por el Cinca, el Segre y el Ebro, llegaban a Tortosa tras diez días de viaje sin saber nadar.
Yo, que soy un iluso y un sentimental, le regalaría este libro de Pallaruelo a todos aquellos que suben por vez primera hasta estos montes. A todos los que llegan a sus aldeas para vivir un fin de semana de pintoresco turismo rural. A los esquiadores, que ven pasar los pueblos desde las ventanillas de su todo terreno. A los domingueros, que entran en el bar del pueblo y hacen chistes del frío. A los veraneantes, que recorren sus estrechas veredas por deporte y bajan sus ríos como una emocionante aventura. A los turistas, esos buscadores de idílicas estampas que grabar con la cámara digital, que pasean por sus calles con sus botas de travesía y sus forros polares y ven, sin sentir nada, a los viejos sentados en la puerta de casa.
No quiero menospreciarlos ni pedirles que no vengan, solo pretendo que sean más sabios, que conozcan lo cara que estaba la vida y lo barata y fácil que era la muerte en estos montes, porque así, conociendo el amargo pasado de su paisaje disfrutarán mucho más de este presente amable y privilegiado. Porque estoy seguro que después de leer las historias que cuenta Pallaruelo cambiaría su forma de vivirlo, de sentir el frío y caminar por sus veredas; que se verían hombres ridículos ante esos viejos montañeses que les sonríen socarrones y desdentados; que sentirían una profunda tristeza al contemplar cada aldea arruinada, sus casas derrumbadas llenas de ortigas y su cementerio abandonado con lápidas sin nombre. Que al cerrar el libro, el viaje y también ellos ya no serán los mismos.

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