Reseña publicada en la revista "Culturamas", el miércoles 31 de julio de 2013.
Ramón Acín es un autor reconocido en Aragón y tal
vez poco conocido en el resto de España. Ha publicado libros de relatos,
dietarios, novelas y ensayo literario en diferentes editoriales y ahora Traspiés,
la editorial de Granada, dentro de su colección “Breves” al cuidado de Miguel
Á. Cáliz, publica este “Abrir la puerta”;
una colección de once relatos que Acín ha subtitulado: (Innombrables, apócrifos y curiosidades). El origen de esta
colección lo imagino como el reconocimiento a su larga trayectoria como
escritor al concederle el editor, sin cortapisas ni enmiendas, completa libertad
para publicar el libro que Acín ha querido. Y amparándose en esa libertad ha
reunido once textos eclécticos que en ocasiones son relatos –más o menos- estrictos
y en otras adquieren la forma de ensayo histórico o erudito, carta pública o
desmentido anónimo, artículo periodístico, “curiosidad”,
y en mayor medida biografía real o “apócrifa”.
De esos once textos a mí me parecen realmente
excelentes cuatro: “Cioconda, la
radiante”, “Héroes inmolados”, “Del entierro de Estanis, el abacero” y “Amores locos”. Y para mí lo son porque
en esos cuatro Acín, sin renunciar a su personalidad, se dedica más a narrar una
historia que a la alquimia literaria. Mención aparte merece el último: “Y, al final, como todos, él dijo guau”,
un cuento que es un trampantojo, un habilidoso juego en el que nos engaña desde
el principio haciéndonos creer otra cosa de la que realmente es. Yo empecé a
sospechar algo cuando descubrí la primera pista, y reconozco que me divertí
buscando referencias en Google y en la Wikipedia.
Un relato ingenioso en el que demuestra su gran sabiduría sin
llegar a empachar.
Porque es precisamente cuando esa sabiduría se
convierte en excesiva erudición narrada de una forma abstrusa cuando se produce
la indigestión. Supongo que sucede porque a veces los escritores cometen el
error de convertirse en catedráticos dando una conferencia y se olvidan de que
delante no tienen a un pequeño auditorio de licenciados pelotas que esperan
convertirse en doctores -y que se romperán las manos aplaudiéndole aunque no
hayan entendido nada- sino a simples lectores. Yo soy un pobre mortal que sacó
un cinco en la selectividad y estudió la carrera equivocada, un lector que espera
de un relato otra cosa que no sea una soporífera conferencia o un laberinto en
el que internarse buscando al Minotauro. Ya estoy mayor para caer en complejos
de inferioridad y callarme por no querer pasar por un ignorante con el paladar
atrofiado. No voy a buscarle los tres pies al gato; si un escritor quiere
convertirse en el repelente niño Vicente allá él, su ombligo y sus experimentos
literarios con gaseosa. Y no lo entiendo más que nada porque Acín es capaz de
escribir un excelente relato en claroscuro como “Amores locos” cargado de lirismo trágico sin caer en el empandullo
farragoso de “El santo bebedor” o “Defensa del maestro o discurso sobre
desiertos en la selva humana”. En “Petite
mort la mueca de Tánatos” insiste en esa tonalidad y acento enredador, pero
deja destellos de un personaje y un escenario atrayentes sin caer del todo en
lo enmarañado y su embriaguez, pero sin librarse del todo de él. Y al
contrario, en “Lobo Solitario”, resulta
transparente y claro, pero más que un relato lo veo como una reflexión sobre “el sufrimiento gozoso” de la mitomanía.
Lo mismo sucede en “Un espacio llamado
ocaso” y “Make-up, make-up, make-up”
que más que relatos se tratan de un irónico artículo de opinión o de un
panfleto político en clave.
Me gustaría que un autor me diera una explicación
convincente de por qué a veces se empeñan en querer marear al lector. No quiero
pensar que pretenden hacerle creer que es un idiota que no entiende la alta
literatura; más bien quiero imaginar que a veces sin maldad, pero con evidentes
perjuicios para nuestra búsqueda del placer, se les va la pinza y las manos por demostrar que no son simples
buhoneros o cuentistas. Y me encantaría entenderlo porque Acín en “Amores locos” consigue ese equilibrio necesario
y difícil entre belleza y misterio, sofisticación, extrañeza y sentimiento que
no resulta incómodo ni necesita –para apreciarlo-de un doctorado en filosofía
clásica o literatura comparada.
Y lo mismo sucede con esos otros tres relatos
extraordinarios que pueden considerarse falsas biografías auténticas; la
semblanza apócrifa o no -eso da igual- de unos personajes perfectamente
posibles, personas que formaron parte de la Historia (con H) con su particular y minúscula
historia (con h), ninguno –como nosotros- tendrá su entrada en las
enciclopedias, ni en las de papel ni en las electrónicas. Acín recupera en “Cioconda, la radiante” a Luisa que “con apenas diecisiete añitos huyó de
Sobrepuerto. Con una mano delante y otra detrás. Y sin embargo, seis meses
después ya reinaba en el Paralelo, y toda la bohemia noche tras noche se rendía
a sus pies, a la par que hacía babear a los más noctívagos de la rancia
burguesía catalana”. Esa historia es apenas un par de apuntes biográficos,
pero no necesita más, cuenta lo imprescindible y le añade un interesante
paralelismo que no resulta –esta vez- elucubración pedante. En “Héroes inmolados” parte del suicidio de
un hombre desde lo más alto de una torre de Caracas para, a través de una
investigación periodística -con todo lo que eso tiene de verdad y oportunismo- recrear
la vida de un anarquista aragonés exiliado en Venezuela después de la Guerra Civil. Y en “Del entierro de Estanis, el abacero”
–que es sin lugar a dudas mi favorito- cuenta la historia de un pastor de
Monteflorite que llega a Tortosa como almadiero, su amor y su tienda, su muerte
absurda y el porqué quería que su ataúd fuera de pino; un relato que está a la
altura de los mejores de Jesús Moncada. ¿Por qué no puede ser siempre así? Ya
se que no es lo mismo ser uno que otro, pero yo prefiero mucho más al narrador
que al erudito. Con uno disfruto, el otro me resulta cargante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario