Yo no tengo ningún tatuaje, y, sinceramente, me llevaría un disgustazo si alguno de mis hijos se pusiera uno. Sí, soy un carca. ¿Qué pasa? Mi experiencia más cercana son las calcomanías que salían en los chicles bazooka. Los tatuajes eran cosa de marineros, legionarios y gente que había estado en la cárcel Y este ensayo de Salillas viene a explicarme porqué pensaba eso. Lo de ahora es más un criterio estético y antifutbolístico.
Rafael Salillas que nació en Angüés (Huesca) en 1854 es uno de esos personajes desconocidos y olvidados que merece la pena recuperarse. Médico, periodista, profesor del Ateneo de Madrid, creador y director de la Escuela de Criminología y Diputado, publicó una veintena de libros y fue precursor, pionero y divulgador de la antropología criminal en España. En 1908 publicó este ensayo: “El tatuaje”, que aunque no es un libro de lectura cómoda aporta sin embargo datos históricos y realmente curiosos sobre el origen y evolución del tatuaje. Lo primero que hay que tener en cuenta para no perder la perspectiva es cuándo se escribió este ensayo. No se trata del tatuaje ahora sino de quién y porqué se tatuaba en el siglo XIX y principios del XX en Francia, Italia y España. Y en aquella época y en esos países, tatuarse era –con algunas excepciones- propio de marineros, delincuentes y presos. Por eso resulta tan jugoso el exotismo de un diplomático español que se había tatuado en Japón, descubrir que la alta aristocracia inglesa se tatuaba con gusto y el episodio de ese profesor Williams, un tatuador de los EEUU que se exhibía con su mujer -también tatuada- en un teatro de Londres y que en una entrevista a un periódico británico afirmaba que “el tatuaje se está haciendo una de las artes más hermosas y uno de los anhelos más en moda”.
Lo mejor de este ensayo está en comprobar que a parte de esa extravagancia; de que fuera signo de pertenencia a un gremio, a un cuerpo del ejército o profesión de fe; que se hicieran por imitación; fueran propios de un colectivo marginal y carcelario; que algunos de sus dibujos fueran divertidamente pornográficos, “Lo que se hace en el tatuaje se hace en el anillo, en el medallón, en la estampa, en la corteza de un árbol, en las paredes, en los bancos, en los espejos de los restaurantes con el diamante de los anillos”. Los tatuajes podían ser Cristos y vírgenes; lemas políticos escritos en la piel: “Viva la anarquía”; de protesta, juramentos y anagramas de venganza; lemas delirantes: “Viva el vino” o fatalistas: “Hijo de la desventura”. Pero sobre todo los tatuajes eran una cicatriz, una forma de memoria; souvenir, recuerdo imperecedero. Los tatuajes de un hombre podían representar su biografía: la herida, los lugares en los que había estado, el símbolo, las amistades o la traición, las desgracias, las aficiones, la fe religiosa. Eran formas mnemotécnicas, la manera de no olvidar. Eran la expresión, la forma de grabar un sentimiento, y, sobre todos los demás, el del amor, la pasión amorosa. Corazones atravesados de puñales y flechas, simples iniciales, el nombre e incluso el apellido de la mujer amada. “Carmen piensa en Vicente y yo no te olvido año 1901”. Grabado con tres alfileres sujetos a un palito y con tinta china.
Rafael Salillas que nació en Angüés (Huesca) en 1854 es uno de esos personajes desconocidos y olvidados que merece la pena recuperarse. Médico, periodista, profesor del Ateneo de Madrid, creador y director de la Escuela de Criminología y Diputado, publicó una veintena de libros y fue precursor, pionero y divulgador de la antropología criminal en España. En 1908 publicó este ensayo: “El tatuaje”, que aunque no es un libro de lectura cómoda aporta sin embargo datos históricos y realmente curiosos sobre el origen y evolución del tatuaje. Lo primero que hay que tener en cuenta para no perder la perspectiva es cuándo se escribió este ensayo. No se trata del tatuaje ahora sino de quién y porqué se tatuaba en el siglo XIX y principios del XX en Francia, Italia y España. Y en aquella época y en esos países, tatuarse era –con algunas excepciones- propio de marineros, delincuentes y presos. Por eso resulta tan jugoso el exotismo de un diplomático español que se había tatuado en Japón, descubrir que la alta aristocracia inglesa se tatuaba con gusto y el episodio de ese profesor Williams, un tatuador de los EEUU que se exhibía con su mujer -también tatuada- en un teatro de Londres y que en una entrevista a un periódico británico afirmaba que “el tatuaje se está haciendo una de las artes más hermosas y uno de los anhelos más en moda”.
Lo mejor de este ensayo está en comprobar que a parte de esa extravagancia; de que fuera signo de pertenencia a un gremio, a un cuerpo del ejército o profesión de fe; que se hicieran por imitación; fueran propios de un colectivo marginal y carcelario; que algunos de sus dibujos fueran divertidamente pornográficos, “Lo que se hace en el tatuaje se hace en el anillo, en el medallón, en la estampa, en la corteza de un árbol, en las paredes, en los bancos, en los espejos de los restaurantes con el diamante de los anillos”. Los tatuajes podían ser Cristos y vírgenes; lemas políticos escritos en la piel: “Viva la anarquía”; de protesta, juramentos y anagramas de venganza; lemas delirantes: “Viva el vino” o fatalistas: “Hijo de la desventura”. Pero sobre todo los tatuajes eran una cicatriz, una forma de memoria; souvenir, recuerdo imperecedero. Los tatuajes de un hombre podían representar su biografía: la herida, los lugares en los que había estado, el símbolo, las amistades o la traición, las desgracias, las aficiones, la fe religiosa. Eran formas mnemotécnicas, la manera de no olvidar. Eran la expresión, la forma de grabar un sentimiento, y, sobre todos los demás, el del amor, la pasión amorosa. Corazones atravesados de puñales y flechas, simples iniciales, el nombre e incluso el apellido de la mujer amada. “Carmen piensa en Vicente y yo no te olvido año 1901”. Grabado con tres alfileres sujetos a un palito y con tinta china.
Rafael Salillas. “El tatuaje”. 204 páginas. Ediciones Nalvay. Almudévar (Huesca), 2011.
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