Este poemario de Blanca Langa fue premio “Gerardo Diego de poesía” para autores noveles en 1988.
Ahora, veintitrés años después, la editorial Telee ha decidido reeditarlo.
Telee es el proyecto de Juan Carlos Martín, que puso en marcha y durante un tiempo regentó la librería “Donde los libros” en Calatayud.
Ahora Juan Carlos vive en Madrid, pero antes de cambiar de ciudad, publicó y promocionó a autores locales. Y ese localismo es algo muy meritorio, pero al mismo tiempo corre el riesgo de convertirse en autarquía si se prescinde de la calidad.
En cualquier caso, y por encima de mi criterio personal, se debe destacar la calidad de la edición de este poemario. Porque este “Cementerio de gorriones” es un libro editado maravillosamente. Con tapa dura, papel satinado e ilustrado con los cuadros de Mercedes Torres López. Además al libro le acompaña un CD en el que se pueden escuchar los poemas de Blanca recitados por José Carlos Álvarez.
Una edición totalmente inusual de un libro de poesía. Y, sobre todo, para un libro como este, quizás destinado más para un consumo interno, de círculo pequeño a pesar del premio.
Estos poemas son, según explica Blanca en el prólogo: “Poemas sobre recuerdos de mi infancia y de mi adolescencia”. Poemas a los que, en general, les viene bien la calificación de dulces y tiernos a pesar de tratar el tema de una pérdida. “Cuando quisimos darnos cuenta debutábamos en un mundo de adultos”. Poemas –para mí- sencillos y amables: “Yo sé que nunca más/encontraremos la tierra prometida,/que el dulce paraíso de la infancia/se vuelve inalcanzable/y tan ajeno/que es imposible cruzar de nuevo el puente./Pero prefiero que nadie me lo diga”.
Palabras para nombrar y recuperar ese tiempo pasado, nombres propios que guardan la imagen de aquel entonces. Nombres necesarios, cargados de simbolismo, y, al mismo tiempo, peligrosas referencias que pueden convertirse en palabras cursis en la voz de un adulto. Un tono obligado que se convierte en poesía inocente, blanda y ñoña. Porque tal vez éramos así en aquellos días.
Poemas –para mí- parciales. Con alguna imagen, algún verso logrado: “El agua sabe amarga y envenena/la prisa me acuchilla los talones”. “Silencio/la sempiterna palabra absoluta”. “Cisnes de incógnito en sus trajes de pato”. Poemas del desengaño y la nostalgia sin palabras que produzcan heridas que se infecten, aunque no ausentes de belleza: “Nos devuelven las cartas que escribimos…/Si un ángel nos saluda en un suburbio”.
Poesía –para mí- de sí y no. “Si miramos atrás y no nos recordamos”. “Si vivimos, es sólo de prestado/caminamos con botas alquiladas/hablamos con palabras adquiridas/Más que vivir, vamos sobreviviendo”. Parte de un poema final: “Nosotros” que es lo mejor del libro. El único que –para mí- y a excepción de un verso, se salva entero.
Este es un poemario premiado, pero a mi no me gusta. Quizás sea porque a mi me gustan más otras imágenes. Imágenes urbanas fabricadas con palabras menos bondadosas, más crueles y duras, más poderosas, menos amables.
El melocotón en almíbar era el postre de mi infancia; hoy me resulta una conserva empalagosa e insulsa. El ponche era la bebida de las fiestas y los guariches de la primerísima juventud. Entonces bebíamos el vino y escupíamos el melocotón. Queríamos emborracharnos sin dulzura, queríamos perder un lenguaje y adquirir otro, ser mayores antes de tiempo.
Estos poemas me parecen inocentes, dulces como una tarta casera. Tal vez yo me haya hecho viejo, cínico, escéptico y desencantado. Tal vez tomo demasiada cafeína, analgésicos y mastique entre dientes mi desencanto. Quizás la virtud de estos versos premiados esté en volvernos amables y tiernos, tristes y serenos. Y quizás no sea lo que yo necesite o ande buscando. Quizás ya no quiera ser así, quizás no lo sea, lo haya perdido, me lo hayan robado.
Quizás yo tenga con la poesía una relación sadomasoquista; quizás busque en ella la palabra que me apuñale, emocione, desconcierte. Espejo, laceración y estímulo.
Quizás ya no tenga el cuerpo ni las ganas para estos poemas de tarde de domingo, mesa camilla, chocolate caliente y bizcocho casero. Quizás le pido demasiado a todo esto; cada vez que abro un libro. Quizás yo no sea de los que lee en pijama y en la cama; que ya no sea una buena persona, que me haya vuelto beligerante, insomne, exigente e intransigente. Antipático y mal humorado. Quizás lea buscando la puñalada trapera, el callejón oscuro y no el gesto tierno y dulce, la amable y suave melodía.
Blanca Langa. “Cementerio de gorriones”. Servicios Editoriales Telee. Calatayud, 2011.
Ahora, veintitrés años después, la editorial Telee ha decidido reeditarlo.
Telee es el proyecto de Juan Carlos Martín, que puso en marcha y durante un tiempo regentó la librería “Donde los libros” en Calatayud.
Ahora Juan Carlos vive en Madrid, pero antes de cambiar de ciudad, publicó y promocionó a autores locales. Y ese localismo es algo muy meritorio, pero al mismo tiempo corre el riesgo de convertirse en autarquía si se prescinde de la calidad.
En cualquier caso, y por encima de mi criterio personal, se debe destacar la calidad de la edición de este poemario. Porque este “Cementerio de gorriones” es un libro editado maravillosamente. Con tapa dura, papel satinado e ilustrado con los cuadros de Mercedes Torres López. Además al libro le acompaña un CD en el que se pueden escuchar los poemas de Blanca recitados por José Carlos Álvarez.
Una edición totalmente inusual de un libro de poesía. Y, sobre todo, para un libro como este, quizás destinado más para un consumo interno, de círculo pequeño a pesar del premio.
Estos poemas son, según explica Blanca en el prólogo: “Poemas sobre recuerdos de mi infancia y de mi adolescencia”. Poemas a los que, en general, les viene bien la calificación de dulces y tiernos a pesar de tratar el tema de una pérdida. “Cuando quisimos darnos cuenta debutábamos en un mundo de adultos”. Poemas –para mí- sencillos y amables: “Yo sé que nunca más/encontraremos la tierra prometida,/que el dulce paraíso de la infancia/se vuelve inalcanzable/y tan ajeno/que es imposible cruzar de nuevo el puente./Pero prefiero que nadie me lo diga”.
Palabras para nombrar y recuperar ese tiempo pasado, nombres propios que guardan la imagen de aquel entonces. Nombres necesarios, cargados de simbolismo, y, al mismo tiempo, peligrosas referencias que pueden convertirse en palabras cursis en la voz de un adulto. Un tono obligado que se convierte en poesía inocente, blanda y ñoña. Porque tal vez éramos así en aquellos días.
Poemas –para mí- parciales. Con alguna imagen, algún verso logrado: “El agua sabe amarga y envenena/la prisa me acuchilla los talones”. “Silencio/la sempiterna palabra absoluta”. “Cisnes de incógnito en sus trajes de pato”. Poemas del desengaño y la nostalgia sin palabras que produzcan heridas que se infecten, aunque no ausentes de belleza: “Nos devuelven las cartas que escribimos…/Si un ángel nos saluda en un suburbio”.
Poesía –para mí- de sí y no. “Si miramos atrás y no nos recordamos”. “Si vivimos, es sólo de prestado/caminamos con botas alquiladas/hablamos con palabras adquiridas/Más que vivir, vamos sobreviviendo”. Parte de un poema final: “Nosotros” que es lo mejor del libro. El único que –para mí- y a excepción de un verso, se salva entero.
Este es un poemario premiado, pero a mi no me gusta. Quizás sea porque a mi me gustan más otras imágenes. Imágenes urbanas fabricadas con palabras menos bondadosas, más crueles y duras, más poderosas, menos amables.
El melocotón en almíbar era el postre de mi infancia; hoy me resulta una conserva empalagosa e insulsa. El ponche era la bebida de las fiestas y los guariches de la primerísima juventud. Entonces bebíamos el vino y escupíamos el melocotón. Queríamos emborracharnos sin dulzura, queríamos perder un lenguaje y adquirir otro, ser mayores antes de tiempo.
Estos poemas me parecen inocentes, dulces como una tarta casera. Tal vez yo me haya hecho viejo, cínico, escéptico y desencantado. Tal vez tomo demasiada cafeína, analgésicos y mastique entre dientes mi desencanto. Quizás la virtud de estos versos premiados esté en volvernos amables y tiernos, tristes y serenos. Y quizás no sea lo que yo necesite o ande buscando. Quizás ya no quiera ser así, quizás no lo sea, lo haya perdido, me lo hayan robado.
Quizás yo tenga con la poesía una relación sadomasoquista; quizás busque en ella la palabra que me apuñale, emocione, desconcierte. Espejo, laceración y estímulo.
Quizás ya no tenga el cuerpo ni las ganas para estos poemas de tarde de domingo, mesa camilla, chocolate caliente y bizcocho casero. Quizás le pido demasiado a todo esto; cada vez que abro un libro. Quizás yo no sea de los que lee en pijama y en la cama; que ya no sea una buena persona, que me haya vuelto beligerante, insomne, exigente e intransigente. Antipático y mal humorado. Quizás lea buscando la puñalada trapera, el callejón oscuro y no el gesto tierno y dulce, la amable y suave melodía.
Blanca Langa. “Cementerio de gorriones”. Servicios Editoriales Telee. Calatayud, 2011.
1 comentario:
Aprovecho Luis para desearte un feliz 2012, lleno de éxitos y lecturas.
Un saludo indio
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