jueves, 5 de mayo de 2011

Cuaderno en blanco

Cogí este libro de mi mesa en uno de esos tiempos muertos que nos regala la suerte. Lo cogí por disfrutar de las ilustraciones de Juan Gonzalo Lerma. Los claroscuros de la tinta, los trazos del pincel, la caligrafía; los animales y un cielo surcado de cables.
Y empecé a leerlo sin ningún propósito, con la simple intención de ocupar la prórroga de ese tiempo prestado por sorpresa. Pero el primer capítulo de esta sombra alteró los estrictos planes de mi agenda. Entre sus líneas encontré palabras sueltas, ventosas que me atraparon y me hicieron descontar las horas para llegar a esa misma noche y leerlo completo. Una historia que comienza hablando del rencor, de una herida sangrando, de la muerte, el pasado, los recuerdos de la infancia, un regreso a una ciudad y un piano en un basurero. Palabras, notas sueltas de una melodía que un hombre viejo está dispuesto a contarnos. La expectación y los ojos deseando devorar el resto.
Y el interés que se acompaña del temor. Porque yo soy un tipo que ha viajado muy poco y nada sabe de esa cultura oriental. Porque me temo que me quedo en los tópicos de las películas. En esa calma en la que sólo se dicen las palabras justas y se sufre con callada resignación. En la que todo resulta exasperantemente lento y desapasionado. La sabiduría de los enigmáticos proverbios, los poemas y flores mínimas, las metáforas teatrales de las sombras.
Esta breve novela tiene el mérito de nutrirse de ese típico lenguaje de adagio, de misteriosa adivinanza de esa cultura. Se sirve de sus exóticos nombres para dibujar un mensaje cifrado; como escenario y lugar donde situar el relato y representarlo. Pero lo que cuenta con un doble idioma es un conmovedor y personal ejercicio de memoria; el reencuentro, muchos años después, de un hombre con su pasado, con las personas y los hechos que lo marcaron, cuando todo empezó a torcerse. Su juventud, y su heredado y cómodo destino, su oficio de afinador de pianos perdido por el invencible progreso, su implacable derrota -la suya y la de su padre- en aquella ciudad de lobos y tiburones. Su emigración a la gran ciudad, sus esperanzas aniquiladas, su vida de perro dócil y manso resumida en el estribillo de una canción patética. Anónimo diluido en la nada y en el silencio. Su regreso con un pobre hatillo y un cuaderno en blanco que compró hace más dos décadas soñando con las palabras y los cuartetos que lo colmarían, páginas en blanco en las que escribirá la historia de su vida. Toda la noche han estado paseando por los corredores de mi cabeza los personajes de la vieja fábula de mi juventud.
“Una sombra en Pekín” es una maravillosa novela repleta de poderosas imágenes. La despedida y la niebla, el reflejo en el cristal de un retrato envejecido. El camino a pie al regresar a su ciudad; los niños en el sendero, el grito de ¡Forastero!, la pedrada en la ceja, la herida y la sangre. El piano reparado en el vertedero, la reconstrucción y su metáfora, la reconciliación, la melodía, el triunfo. La artimaña, el engaño, la amistad interesada, el provecho. La escritura, el recuerdo, la enseñanza. La última palabra sin escribir en el cuaderno.

José Ángel Cilleruelo. “Una sombra en Pekín”. Ilustraciones de Juan Gonzalo Lerma. Libros ilustrados Vagamundos. Ediciones Traspiés. Granada, 2011

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