viernes, 29 de enero de 2010

Tierra quemada


¿Cuánta gente vive en esta ciudad?
¿Cuatro, cinco millones?
¿Cuántas posibilidades había de que dos personas te conocieran; coincidieran, hablaran de ti, se descubriera tu juego?
¿Cuántas?
¿Dos entre cuatro millones? ¿Dos entre cinco millones?
No. Seguro que pensaste que eso no sería posible.
Seguro que pensaste que eso no iba a suceder. Demasiadas combinaciones, demasiadas bolitas en el bombo, demasiada casualidad.
¿Qué cara se te debe quedar cuando descubres que alguien te ha engañado? Que todo era mentira. Mentira. Todo mentira.
¿Qué cara se te debe quedar cuando sientes que el corazón se descuelga y cae como una piedra de plomo dentro del estómago? ¿Cuándo te quedas sin respiración, el aire y el tiempo ahogado en la garganta?
¿Qué cara se te queda entonces?
¿Notarían ellas algo? ¿Se dieron cuenta?
No lo creo. No lo sé. Me da igual.
No le dije nada a Sofía. Y nunca se lo diré. Lo único que importa ahora es lo que haré cuando te vea. Lo que haré contigo. Cuando aparezcas. Cuando te tenga frente a mí.
El odio, la cólera acumulada durante días, destilándose minuto a minuto mientras te espero aquí sentada, en la butaca de esta habitación de hotel, con mi maleta vacía en el armario y un DNI falso en recepción. Sentada con la luz apagada esperando a que llegues, llames a la puerta y te deje entrar.
Te tenga frente a mí. Estemos tú y yo solos.

¿Es cierto que en la tierra quemada puede volver a brotar la vida? ¿O una vez arrasada, calcinada, ha quedado estéril para siempre, que sólo queda la muerte infinita?

Aquí sentada lo recuerdo. Ni una sola lágrima ahora. Ya lloré bastante esa noche. Y los días siguientes. Ya lloré bastante sin que tú lo supieras. Sin que ellas lo supieran. Sin que nadie lo supiera. Ahora no. Ahora te espero y recuerdo aquel viernes de hace dos semanas. Aquel viernes que iba a ser como los demás que quedábamos las tres. Un viernes cada cuatro meses para nosotras solas. Sin maridos ni niños. Solas las tres. ¿Desde cuándo? No estoy segura. Desde hace ocho años. Tal vez más. Desde que Sofía tuvo su primer hijo. Desde que notó que su vida cambió. Fue ella la que lo propuso cuando nos vimos en el cumpleaños de Alicia. Tenemos que marcar un día fijo. Un día para quedar las tres solas, salir a cenar y tomar unas copas. Solas. Sin maridos. Las tres solas, como cuando estábamos solteras.
Y así empezó todo. Un viernes cada cuatro meses. Tres viernes al año.
Y el de hace dos semanas comenzó igual que todos los anteriores. Una noche para cenar, ponernos al día y seguir alimentando nuestra vieja amistad de tantos años. Desde el colegio. La única manera de no perderla. Pasado en común, mucho presente cada una por su lado y un futuro a corto plazo sin esperar ningún cambio para bien o para mal. Quedar para hablar del trabajo, de gente que nos habíamos encontrado -¿a que no sabéis a quién vi el otro día?-, de alguna película –tienes que ir a verla-, de algún libro –ya sabes que yo no leo-, y del próximo viaje –qué envidia me das-. Cada una con su vida tan distinta. Juntando como siempre un te acuerdas con un ahora.
Sofía hablando de sus hijos. La que siempre ponía más empeño en mantener nuestras reuniones, recordando la fecha una vez al mes por correo electrónico para que no se nos olvidara, no hiciéramos planes ni pusiéramos excusas. El único día que tenía para volver a ser ella y sólo ella. Sin tener que pensar en otra cosa ni ocuparse de nada. Su día. Su noche.
Alicia y su vida de casada sin hijos. Viviendo cómodamente, sin agobios económicos y viajando varias veces al año.
Las dos teniendo a alguien que las esperaba al volver a casa.
Y yo y mi vida de soltera. Libre para hacer lo que me diese la gana. Sin suerte en el juego ni en el amor. Sin tener que discutir con nadie. Con todo el sueldo para mí y para nada especial. Sin más obligaciones que mis caprichos. Sin nadie a quien abrazarme las noches de invierno.
Cada una envidiando lo que tenía la otra. La libertad, el afecto, la compañía. Ellas pensando en lo que les faltaba, yo en lo que no tenía. Argumentos a favor y en contra. Ventajas e inconvenientes. Botellas medio llenas y medio vacías.
Lo de todos los viernes cada cuatro meses. Las tres solas. Tres veces al año.
Y fue con la segunda copa a medias cuando Sofía nos dijo que tenía que contarnos algo. Algo que le había pasado. Con la segunda copa. En ese momento en el que, con el alcohol, las palabras se atreven a salir del cascarón.
Y nos dijo que había conocido a un hombre en Internet.
Y yo me mordí la lengua.
En un foro de cocina. De esos en los que los usuarios intercambian opiniones sobre recetas. Ahí le conoció. Fueron coincidiendo en diferentes debates hasta que, sin saber cómo, pasaron a escribirse mensajes en su correo privado. A partir de ahí empezaron a hablar casi todas las noches de todo menos de cocina.
Y yo me mordí la lengua hasta hacerme sangre.
Resultó ser un hombre sensible que la escuchaba, que sabía entender sus frustraciones, su rutina devastadora, su insatisfacción, su necesidad de poder hablar con alguien que la entendiera, la consolara y animara a diario mientras su marido estaba viendo el fútbol en el canal satélite de la televisión, o dormido en el sofá, o fuera de viaje y ella entonces se tenía que encargar sola de los niños y acababa agotada y desquiciada. Y sus correos y sus palabras eran su único consuelo, su único desahogo, su único momento de verdad.
Hasta que una tarde quedaron para tomar café. Apenas un par de horas pero fue suficiente. Definitivo. Después tan sólo fue cuestión de unas semanas y varios correos a diario. Tan sólo tuvo que construir la coartada perfecta. Quedaron en un hotel y pasó lo que llevaba tiempo imaginando. Y aún repitieron un par de veces más.
Sofía. Casada y con dos hijos.
Ella que lo tenía todo. Y yo que no tenía nada. Tan sólo tus correos guardados en mi ordenador. Tus correos que leía una y otra vez mientras esperaba todas las noches a ver aparecer tu nombre en la pantalla.
Y entonces nos dijo que era un hombre sensible que le escribía unos poemas maravillosos. Y nos recitó uno de memoria Ese que empieza Quisiera decirte palabras hermosas. Ese que me dijiste que habías escrito para mí. Pensando en mí. Palabras que eran sólo para mí.
¿Qué cara se te debe quedar cuando te desgarras por dentro? ¿Cuándo notas que un cuchillo te parte en dos el corazón?
Sofía. Casada y con dos hijos.
Ella que lo tenía todo y yo que no tenía nada. Tan sólo la ilusión. La esperanza. Mi pensamiento, mi sonrisa, todo puesto en ti. Todo en ti.
Y todo era mentira. Mentiras. Todo eran mentiras.
Recuerdo que aquella noche lloré. Y que lloré las noches siguientes. Y lloré cuando al pedirte que quedáramos en algún lugar tú me diste el nombre del mismo hotel donde quedaste con Sofía y en el que estoy ahora esperándote. Recuerdo que lloré mucho entonces pero ahora no. Ahora ni una lágrima mientras estoy aquí sentada esperando a que llegues, destilando cólera, concentrando toda la rabia en mis manos.
Llamas a la puerta.
Enciendo la luz.
Quiero verte la cara.

Quiero ver qué cara se te quedará cuándo notes tu corazón parándose de golpe, el aire y el tiempo ahogándose en la garganta; contemples, con los ojos muy abiertos, mi alma abrasada en tu mirada, y aspires el olor estéril de mi pelo, mi piel y mi aliento a tierra quemada.


La magnífica fotografía es de Jose Anoro.
http://www.flickr.com/photos/photosintesis/

martes, 26 de enero de 2010

Nueva editorial: Ediciones Nalvay


Máziel se ha metido en un lío mayúsculo. Tiene entre patas un misterioso cuadro y un enigma por resolver. ¿Aceptará el reto? ¿Se atreverá a convertirse en detective?
"Máziel Spück y el misterio del cuadro" es un libro nacido en forma de capítulos semanales que Pepe Serrano leía cada lunes a sus alumnos de primaria. Así, poco a poco, Máziel creció hasta convertirse en una historia trepidante y llena de emociones, donde la amistad, el ingenio y la valentía son los auténticos protagonistas.
Ediciones Nalvay abre su línea de literatura ingantil-juveni con el perro más hábil con los pinceles y los misterios del mundo animal . Un cuadro cambió la vida de Máziel, y con él llego la revolución a su mundo canino. Ahora a Máziel no le queda más remedio que enfrentarse a este enigma como auténtico detective, con la ayuda de sus amigos.

Ediciones Nalvay



domingo, 24 de enero de 2010

Penúltimo adiós


No te diré
nada.

No
por ahora.

No
para siempre.

Nunca
tal vez.

Quedarán escondidas,
ahogadas en el ruido
de otras más cómodas,
palabras sencillas
fáciles de pronunciar.

Quedarán sepultadas
ocultas,
presentidas y dulces,
flotando en la ley
seca de un silencio.
Siempre al borde
siempre a punto
de quebrar.

Quedarán amagadas,
ingrávidas,
envueltas en el tacto inocente,
leve,
de tu sal y tu boca,
breve,
instante vacío
y mío

de tu penúltimo adiós.

Poema de Jorge del Frago.

Fotografía de Ana Navarro.

http://www.flickr.com/photos/26736169@N02/

jueves, 21 de enero de 2010

El sol en el hierro

Creo que hay una teoría que dice que el principio de un texto es decisivo. Que puede hacer que sigas leyendo o abandones. Que un principio debe atraparte, engancharte, seducirte. Y la mayoría de los relatos de “El momento del unicornio”, de Norberto Luis Romero, cumplen esa regla. Te muerden y hacen presa. Basta una sola palabra: francotirador. Una sola frase: Sé que me están espiando. Unas líneas, una geometría de soles fragmentados y un perfume de lavanda para hacerte sentir el calor sofocante de un verano en febrero. Basta un cuerpo arrojado por una ventanilla para sentir el terror. Algunos lo llamarán recurso narrativo, yo prefiero pensar en esos muñecos de goma que les agarras del cuello y abren los ojos.
Norberto es un extraordinario escenógrafo: azoteas, cloacas, vagones de metro, balcones, jardines, habitaciones, cementerios y prostíbulos. Es un imaginativo creador de actores, atmósferas y pesadillas. Norberto es un productor y director que materializa en imágenes las palabras de un guión escrito por él mismo. Imagen y texto y viceversa. Sus textos describen con precisión y amplían, como una onda expansiva, las sensaciones que transmiten las imágenes. Mezclándose en una simbiosis perfecta los dos elementos. La mirada se desliza y avanza como una cámara en una película, haciendo travelling desde una grúa o en una Dolly, y las palabras nos hablan de locura y disfraces, de habitantes de un mundo subterráneo no exento de codicia y violencia; de lágrimas y sexo, claustrofobia y eugenesia, recuerdos e impostores, sombras en la pared, humor negro, surrealismo cómico y humillación doméstica y adultos destruyendo la infancia con su avaricia y perversiones.
La imaginación de Norberto mete de okupas en nuestra casa a los seres de “La parada de los monstruos” de Tod Browning y encierra su pesadilla disecada dentro de una urna de cristal. Reinterpreta el “Mar adentro” de Alejandro Amenábar; y al Kafka entomólogo que transforma a los hombres en insectos entre los pasillos y lugares secretos de un colegio interno. La tragicomedia a la española de un velatorio en un lupanar con un loro palabrotero y una puta que escribe versos y teje calcetines de colores. Un hombre humillado que planea el crimen perfecto, “Con faldas y a lo loco” de Wilder y“Extraños en un tren” de Alfred Hitchcock mezclados con el surrealismo de una luchadora de sumo, una amiga sádica y un hombre humillado que va a hacer la compra con una bata de boatiné.
Los relatos de Norberto transcurren en espacios cerrados donde se concentra el perfume y la luz se filtra entre las rendijas. Casas, pensiones, habitaciones de paredes rotas; túneles infinitos y un pueblo sin sueños donde podemos observar de cerca a los actores, oír sus diálogos y la voz en off; verles espiar detrás de una cortina, verles sudar y sangrar, morir, evocar el pasado, llorar sin fingir; descubrir el sexo, escuchar el ruido de la carcoma y recordar con ironía “Los árboles mueren de pie” de Alejandro Casona pero con un final negro.
Los relatos de Norberto queman al tocarlos. Como el sol en el hierro.

Norberto Luis Romero. “El momento del unicornio” Tropo Editores. Zaragoza, 2009.
Ilustración de cubierta de Óscar Sanmartín.

miércoles, 20 de enero de 2010

Juramento

Cada noche
lo juro.
Enciendo la luz
y juro,
que no hay más vida
que tu mentira,
que no existe
otro camino,
que no tengo
elección.

Que la única forma
de nacer
es
morir en ti.

Poema de Jorge del Frago

La Fotografía es de Sergio Joven
http://www.flickr.com/photos/mnemonix/

lunes, 18 de enero de 2010

Fotografías de Binéfar. Tercera serie.







Misma época. Mismo método.
Igual recomendación: http://andan-dos.blogspot.com/

viernes, 15 de enero de 2010

martes, 12 de enero de 2010

Tapas nutritivas

Hace unos años hubiera sido impensable comer a base de tapas. Porque en un banquete serio las tapas eran la introducción, el prólogo sin consistencia, el fogueo de los pinches. La comida de verdad, la seria, la auténtica, venía después. Hoy en día, sin embargo, es posible comer tomando tapas y no quedarse con hambre. Alimentarse de una forma diferente, con un bocado breve, pequeño y cada vez distinto.
De eso se tratan los microrelatos, de literatura en tapas. Pequeñas delicias sabrosas y realmente nutritivas si están bien cocinadas. Un banquete de nada menos cien tapas es “La máquina de languidecer” de Ángel Olgoso. Y no diré que todas fueron de mi gusto. Es una lista demasiado larga para conseguir ese círculo perfecto, pero sí que no me quedé con el estómago lleno de aire ni con la sensación de estar ante un experimento culinario fallido, una carta a la moda minimalista. Y conseguirlo es, sin duda, mérito del cocinero.
Y eso que al principio pensé que con Olgoso había empezado por el final, que me había equivocado, que debería haber leído alguno de sus otros libros antes que éste. Que era una excentricidad llenar un libro con cien microrelatos. Que para apreciarle mejor debería haberme acercado, verle de cuerpo entero y no así, de lejos, en pequeño, dudando que en esta distancia pudiera reconocer y valorar su escritura. Pero no ha sido así. Porque ha bastado esa distancia corta para poder saborearlo en todas su intensa maestría.
Y tenía también el prejuicio de que los micros suelen ser piñatas, petardos de uno cincuenta, cohetes de corta trayectoria y final explosivo y luminoso. Eso suponía. Pero después de ir leyendo “La máquina de languidecer” me di cuenta que un microrelato de Olgoso puede ser un fórceps, una pedrada, un martillo, una pértiga, un despertador, una cerilla en un pozo, un golpe en la conciencia amodorrada, un atraco, un cóctel molotov.
Al leer micros tendemos a quedarnos con la bofetada, con la originalidad, pero en la literatura de Olgoso nos encontramos más por menos, un dos por uno en un reducido espacio de papel. En los micros lo que generalmente se pretende es el dedo en el ojo, la zancadilla, la sorpresa; pero en Olgoso, además de todo eso, está el estilo, el adjetivo, la idea, la referencia y la profundidad. En los micros basta con la idea, el final, el fogonazo; en Olgoso es todo el camino. Saborear lentamente el caramelo de su prosa. Su literatura es una máquina de precisión, de exactitud; es la obra de un tallador perfeccionista y delicado. Hay humor y golpes de efecto, ironía, giros inesperados, la imaginación transformando las cosas cotidianas, la imaginación del niño que juega, la mirada del relojero a través de su lupa. Su literatura es espeleología de las rutinas. Prójimos, vecinos y nosotros mismos. Transmutaciones, regresiones, pesadillas domésticas. Asombros con palabras nunca oídas. Susurros, palancas que violentan nuestros ojos, cabriolas entre los resquicios que dejan las líneas. Figuras inquietantes que se forman en los posos del café, con las migas del banquete.

Ángel Olgoso. “La máquina de languidecer”. Páginas de Espuma. Madrid, 2009.

lunes, 11 de enero de 2010

Despedida

Me levanté para ir al baño en plena noche. Y cuando regresaba a la cama me sorprendió un resplandor azul temblando en el hueco de la escalera. Un parpadeo blanco, azul, verde, blanco otra vez. Una falsa luz de neón. Y palabras en voz baja, amortiguadas, como el susurro de una radio a través del tabique.
Medio dormido, confuso y extrañado, me acerqué hasta el pequeño distribuidor y me quedé mirando hacia abajo con las manos apoyadas en la barandilla. Viendo la leve luz temblar, escuchando el susurro que venía del salón, tratando de comprender qué era aquello.
Finalmente lo entendí. Era la televisión. Ese parpadeo, esa luz blanca y azul, esa voz eran de la televisión. Estaba encendida.
Volví a la habitación y encendí la luz. Mi mujer estaba en su lado y dormía profundamente. Apagué enseguida. No era ella la que estaba abajo viendo la tele; entonces, ¿se había encendido sola? Me acerqué a mi lado de la cama tanteando la pared, la cómoda, las cortinas y la otra pared hasta llegar a la mesita. Encendí la lámpara. Miré mi reloj de pulsera: las dos y veinte de la madrugada. Sin saber para qué me puse rápidamente el reloj, apagué la luz y salí de la habitación a ciegas, con las manos por delante, intentando no tropezar con nada y situando en la oscuridad cada mueble y cada puerta. Vislumbré el arranque de la escalera en el distribuidor, me agarré a la barandilla y bajé lentamente los peldaños con el camino iluminado por aquella falsa luz de neón que se encendía y apagaba repetidamente. Y ya desde la puerta, antes de entrar en el salón, le vi. Mi padre estaba sentado en el sofá viendo la televisión. A oscuras, como él solía hacerlo; con los pies en una esquina de la mesa encima de un cojín; como él se sentaba siempre.
Hola, le dije; hola, me respondió. Miré la pantalla. Estaban retransmitiendo un partido de fútbol. ¿Quién juega?, le pregunté; Italia contra Alemania, es la final, me contesto. Y me tumbé tranquilamente en el otro sofá a ver el partido.
No dije nada. Eran las dos y veinte de la madrugada y mi padre estaba en mi casa viendo un partido de fútbol en la tele y no dije nada. No le pregunté qué hacía allí en lugar de estar en su casa. No le pregunté por qué estaba allí. Lo único que hice fue tumbarme en el sofá y ponerme a ver el partido. Era el año 2009 y mi padre estaba viendo repetida la final del mundial de 1982 y no dije nada. No hice ningún comentario. Ninguna pregunta. Nada. Un partido que ya había visto. La final de aquel mundial para el que precisamente compró el primer televisor en color que tuvimos en casa. Aquel mundial de fútbol que por primera vez organizaba España y que por ver la ceremonia de inauguración regresamos antes de las vacaciones. Me acordaba perfectamente. Aquella ceremonia de la que salió una paloma blanca de un balón de fútbol que llevaba un niño entre las manos. Aquel mundial cuando yo tenía doce años. Aquel mundial que Italia ganó en la final a Alemania por tres goles a uno.
Y lo único que se me ocurrió preguntar fue: ¿Cómo van? Uno cero, gana Italia; me contestó. Y no dije nada más. Nada. Y él tampoco.
Nos quedamos los dos viendo el partido en silencio. Yo, que hacía muchos años que había dejado de gustarme el fútbol, que no veía nunca ningún partido, y mi padre, que los veía todos, hasta los de segunda división, hasta los de las ligas extranjeras. Todos. Daba igual quién jugase. Y yo que nunca veía ninguno, que ni siquiera veía los derbis esos del Madrid y el Barcelona.
Y mientras estábamos los dos callados viendo aquel partido repetido en la tele, roto el silencio por la voz gangosa y seria del comentarista, me acordé de antiguos domingos cuando salíamos al campo en familia, y de los viajes de regreso a casa escuchando en la radio del coche el carrusel deportivo, la jornada de liga, minuto de juego y resultado, y aquellos goles cantados por el locutor como si la voz fuera el eco de una ametralladora, aquellos pitidos de nave espacial, de alarma de incendios; aquellos goles que parecían un anuncio del fin del mundo, el tanto que decidía el campeonato, el infarto, la muerte súbita.
Y me acordé de aquella fotografía mía a color, en la terraza de casa de mis padres, vestido con el uniforme del Atletic de Bilbao, el equipo de mi padre; camiseta, pantalón, medias y botas de verdad, y un balón de reglamento blanco y rojo. Y en la espalda el número ocho en negro que me cosió mi madre. Y también de aquellas fotos en blanco y negro en algún parque o en alguna explanada en donde estoy de portero entre dos postes hechos con dos jerseys, esperando con los brazos abiertos a que mi padre chutara para estirarme, volar y atrapar el balón en el aire, ser como Iribar. Y lo malo que era yo jugando a fútbol, tan malo que cuando jugaba en el colegio siempre me ponían de portero. El dichoso balón que siempre se me hacía un lío entre las piernas. Demasiado delgadas y demasiado largas para ser futbolista. Me decían que en lugar de piernas tenía palillos.
Sí, me acordé de todo eso.
Y nos quedamos allí los dos, igual que nos quedábamos en casa de mis padres hace muchos años; a oscuras, viendo el partido. Yo tumbado en el sofá y él sentado en el sillón con los pies en la mesa encima de un cojín. Los dos juntos sin decir nada, tan sólo, alguna vez, muy de vez en cuando, algún comentario sobre alguna jugada, algún fallo clamoroso de un delantero a puerta vacía o de un portero saliendo a por uvas. Yo viendo el partido por estar con él, por compartir con él unos momentos juntos. Él viendo el partido conmigo. Los dos sin hablar de otra cosa, sin preguntarnos nada, sin contarnos nada. Con aquel silencio habitual suyo, con aquel silencio habitual nuestro.
Me despertó el timbre del teléfono. Me había quedado dormido en el sofá. La televisión estaba apagada y mi padre no estaba. Miré el reloj, marcaba las dos y veinte pero entraba luz por la ventana del salón, ya era de día, apenas había amanecido. Cogí el teléfono y contesté todavía aturdido por el sueño. Escuche la voz de mi madre diciendo mi nombre. Sí, dime. Sollozaba. ¿Qué pasa? Tu padre, tu padre ha muerto esta noche, me dijo.

Texto de Jorge del Frago.

Fotografía de Rafael Ricoy
http://www.rafaelricoy.com/

viernes, 8 de enero de 2010

Dos textos de Norberto Luis Romero

EL MAGO

En su casa, en un cuarto secreto, en estanterías ocultas a las posibles miradas de curiosos, guardaba la chistera, la varita, el ramo de flores plegable, el cubo de doble fondo, los numerosos pañuelos multicolores anudados, el conejo, la paloma, las mesas con espejos, las espadas, las sierras, y los torsos, piernas y brazos de los trucos fallidos.




EL LUDÓPATA

Llevaba más de treinta años acudiendo al casino y apostando al 36. Regresaba a su casa con la cartera vacía, pero siempre con la esperanza y la ilusión puestas en la siguiente apuesta, en la que fatalmente volvía a perder.
El día que decidió tentar al destino apostando todo cuanto tenía a otro número salió el 36. Fue a su casa, puso una única bala en el tambor de un Remington, lo hizo girar y se lo llevó a la boca. La suerte le sonrió, la bala del 36 salió en el primer disparo.

© Norberto Luis Romero. De Oficios sin beneficio.

Norberto Luis Romero
http://www.norbertoluisromero.com/

miércoles, 6 de enero de 2010

Interregno


“Interregno” no es sólo un cuento. Es una historia. Es la historia de un protagonista sin nombre, y si no es una historia real, al menos está cuajada de lugares y objetos comunes a más de un lector.
El relato se desarrolla en un paréntesis muy concreto de tiempo y espacio. Está enmarcado por el principio y el final de las Navidades, en una trayectoria lineal señalada por el paso ordenado de los días. Comienza un 24 de diciembre (martes), y concluye el 6 de enero (lunes), en unos días que, en palabras del autor, “No existen, por un lado, y son los únicos reales, por el otro, los únicos que pueden visitarse un año tras otro, encontrándonoslos prácticamente como los dejamos” (pág. 130). Esta frase contiene la clave de la novela, en una síntesis de los ritos, de las vivencias navideñas que repiten, un año más, los protagonistas de esta historia.
Sin embargo, esta horizontalidad en lo temporal se ve atravesada, verticalmente podríamos decir, por numerosas alusiones al pasado (las historias familiares) y al futuro (el embalse en construcción y sus consecuencias, la posible demolición de la capilla, los sobrinos del narrador). La acción se desarrolla en una ciudad innominada; se trata de una “ciudad encantada” (p.30). Es un lugar que aglutina costumbres. El protagonista siempre ha vivido en el centro y nos presenta la ciudad desde distintas perspectivas: de dentro a fuera, de fuera hacia dentro, de arriba abajo. Desde esta última perspectiva se imagina que la ciudad es una maqueta contemplada por la estatua de la Virgen, para cuya talla posó su madre.
En la novela se narra la vida de una familia industrial, burguesa, provinciana, con la voz de un joven miembro de la familia. Podría parecer que el protagonista debe su existencia a su relación con los otros personajes: es el hijo de Anabel y Julián, el hermano menor de José Mª y de Javier, el cuñado de Adela y de Teresa, el tío de Maite, Javi y Tulín y el sobrino de Escolástico. A redondear su retrato acuden las voces de las vecinas y de los amigos. Poco o nada se sabe de su ocupación, si la tiene. Habla, pero cuando se le pregunta se vuelve escurridizo. La suya es una historia llena de omisiones y de ausencias que, a veces, son más elocuentes que las presencias.
Pero este anonimato, su trabajo para la casa, la aparente debilidad frente a sus hermanos mayores –“durante las Navidades temo dar por sentado, con resignación, que mi tiempo está a la entera disposición de los demás” (p.18)- adquieren el máximo protagonismo en el transcurso del relato.
Alejandro Ratia nos ofrece en esta, su primera novela, una historia magníficamente narrada, un cuento de Navidad, un relato de costumbres. Una obra muy recomendable.

Alejandro Ratia. “Interregno”. Libros del Innombrable. Zaragoza, 2009.

Reseña de Emilio Molins García-Atance y María José Auría Labayen

domingo, 3 de enero de 2010

Con efecto retardado


Era la tradición de las Fiestas Mayores. El rito. Se quemaban los troncos de dos grandes encinas y se preparaban las brasas como para hacer una barbacoa gigante. Pero no se asaba nada. Con aquellas brasas se tejía una alfombra para caminar sobre ellas. El ceremonial de la noche de junio. La noche más corta del año. Los pedazos de carbón brillaban igual que los restos de un planeta derruido. Como la esterilla del infierno. Parecía que al pisarlas la tierra te tragaría lentamente y sin remedio como si fueran arenas movedizas.
Nunca lo había visto. Seducía y atemorizaba al mismo tiempo.
Cuando todo estuvo dispuesto el primero en pasar fue un hombre mayor. El maestro de ceremonias; el catador que daba el visto bueno y la alternativa a los más jóvenes. Luego empezaron a desfilar uno detrás de otro. Chavales que pasaban dando fuertes pisotones para impresionar a las chicas, igual que saltaban temerarios a la vaquilla en el encierro de madrugada. Aquello parecía un desfile ordenado y repetido hasta que pasó uno con una chica montada a caballito en la espalda. El jolgorio subió de volumen. Una prueba de amor me dijiste. La demostración pública de un compromiso. Una declaración, un acto sin palabras que lo significaba todo. Caminar sobre brasas ardientes llevando a la mujer prometida.
Sin pensármelo dos veces me quité a toda prisa las zapatillas y los calcetines y te pedí que subieras. Vi el brillo de emoción en tus ojos justo antes de darme la vuelta y agacharme. Después tu cuerpo en mi espalda y mis manos bajo tus rodillas.
Caminé pisando fuerte, con el arrojo y la inconsciencia del kamikaze enamorado. Con tu aliento y tu risa endulzando mi oreja y tus brazos rodeándome el cuello, sintiendo tus pechos clavarse suavemente en mi espalda. Siete pasos sobre las brasas acompañados por el griterío de los que nos jaleaban. Los chispazos como fuegos de artificio bajo mis pies.
Al terminar y dejarte en el suelo me besaste delante de tus padres y de todo el pueblo. Todo estaba dicho. Todo demostrado. No sentí dolor alguno. Tan sólo un escalofrío por todo el cuerpo y una tremenda erección. Toda la borrachera de felicidad de entonces.
Las quemaduras de tercer grado en las plantas de mis pies aparecieron dos años después, con efecto retardado, el día que llegué a casa y me encontré tu nota de despedida sobre la mesa de la cocina y la mitad del armario vacío.

Texto de Jorge del Frago.

La magnífica fotografía es de Jose Anoro.
http://www.flickr.com/photos/photosintesis/

viernes, 1 de enero de 2010

Fotografías de Binéfar. Segunda serie.

















Misma época. Mismo método.
Igual recomendación: http://andan-dos.blogspot.com/