viernes, 20 de junio de 2008

Escuchar a los viejos


Algunos dirán que leer hoy en día “Pedro y Juana” de Luis López Allué es recuperar una novela olvidada en el polvoriento archivo del costumbrismo, una perdida de tiempo que resulta algo extravagante, como pasar la tarde del sábado viendo una sesión doble de cine de barrio.
Quizás lo que cuenta López Allué nos quede hoy demasiado lejos, pero yo creo que merece la pena que cojamos esos retratos en blanco y negro que están olvidados en el rincón más alto de la estantería, los miremos con detenimiento y nos hagamos unas cuantas preguntas. Al fin y al cabo por ellos estamos aquí. Y seguro que tienen una historia que contar. Tal vez si la escuchamos podamos conocer y entender algunas cosas.
Óscar Sipán ya nos dijo que “cuando muere un viejo se quema una biblioteca”, y la gente de hoy no suele escuchar a los viejos.
Para muchos de los que han nacido y crecido en ciudades las historias de los pueblos les resultan extrañas, pero para los que somos de padres de pueblo y provenimos de casas de agricultores en “Pedro y Juana” nos encontramos con una clave que sí llegamos a comprender. Porque esta novela que habla de un tiempo en blanco y negro nos enseña lo que significaba la pertenencia a una casa.
Y es que en cuanto llegabas al pueblo a pasar las vacaciones perdías tu carácter individual y pasabas a formar parte de una casa; hijo y nieto de una casa. Que si existías en el pueblo era unido a ella, a su nombre, su presente y su pasado. Y que lo que somos depende de cómo era esa casa, lo que eran tus padres y su destino estaba condicionado por su lugar en la casa, por ser el mayor o el segundo, por ser hombre o mujer, tener estudios o no, si se quedaron en el pueblo o no, si son agricultores o no. Y que orgullos de estirpe y odios antiguos provenían de ser o pertenecer a una casa.
En “Pedro y Juana” hay palabras y tradiciones que hoy no significan nada, que pueden parecernos ridículas e injustas, pero que tenían un peso y valor determinante dentro de la historia de una casa.
Porque mantener ese valor dependía en muchos casos de un casamiento. La elección era definitiva para conservar y acrecentar esa propiedad, y una mala elección podía suponer la pérdida y desaparición de la casa. López Allué, en pocas, muy pocas páginas, nos enseña la importancia de esa elección. Nos muestra una sociedad cargada de conveniencias y renuncias y nos habla del matrimonio como negocio. Nos habla de dotes y segundones, de la mujer como dueña y administradora, y de lo que una casa -por encima de apetencias y apariencias- necesitaba: un hombre trabajador, formal, sacrificado y serio.
De la elección acertada entre un pretendiente u otro dependía para que no se perdiera casa, hacienda y patrimonio.
Toda una vida que giraba en torno a la propiedad de la tierra, a su productividad y buen gobierno. La vida del agricultor, la vida de esos hombres retratados en blanco y negro que están en el rincón más alto de nuestra estantería.
Lo demás que cuenta la novela son historias viejas como el mundo. Pasiones humanas que tan sólo han cambiado el escenario y los modos, el lenguaje y las formas. Hoy en día ya no hay noches de ronda bajo las ventanas sino luces de discoteca y música que suena como un artefacto mecánico. No hay bailes los domingos sino los fines de semana. Pero en esos nuevos escenarios siguen triunfando los mismos, los feos ahogan su amargura en tragos largos y los guapos siguen hablando a las chicas a la ventana de sus oídos y recogiendo sus sonrisas.
Hay orgullo y amor propio herido, ofensas, celos y envidias, los viejos argumentos de los pueblos, las ciudades y de todas las telenovelas. Lo que si ha cambiado es que ya no hay hombres valientes dispuestos a jugarse la vida por el amor de una mujer. Los afectos de hoy son alimentos perecederos que se descomponen rápidamente y desaparecen al primer contratiempo.
Para compensarnos de tanto materialismo casadero y casero, López Allué nos muestra el triunfo final de la voluntad, el carácter y el valor. Al final, como muestra de amor, a las doce salía Juana camino de la viña con el cesto de la comida apoyada en la cadera y cubierta con una servilleta de cáñamo a llevarle la comida a su marido. Exactamente como un día de hace muchos años me contó mi abuela que hacía, esa mujer que me mira desde su retrato en blanco y negro en el rincón más alto de la estantería.

Luis López Allué, “Pedro y Juana”, Editorial La Val de Onsera, Huesca 1992.

martes, 17 de junio de 2008

Encontrar tu recuerdo


Compré este libro buscando un nombre, una imagen que me dijera que ese lugar existe. Conocer, aunque fuera con la mirada de otro, ese lugar en el que nunca he estado. Pasé las páginas sin encontrarlo, sin leer de él, sin verlo. Compré este libro, padre, para conocer tu pueblo. Ese lugar en el que sé que naciste, ese pueblo de Teruel al que no me llevaste nunca, que para mí no es más que un nombre lejano y desconocido.
Lo busqué, padre; lo busqué y no estaba. Pero sé que existe y sé que tú naciste allí y también sé que lo abandonaste, que un día le diste la espalda y no lo volviste a ver. Que te marchaste a Barcelona y que allí, bajo esa sombra de piedra del Maestrazgo, no quedó nada tuyo, que lo vendiste todo para emigrar: ganado, tierra y casa, hambre y sol.
Pero en ese Maestrazgo de silencio, de sierras, cañadas y peñascos, se esconde tu vida. Sé, que en ese laberinto de roca y viento, está ese lugar al que renunciaste. Lo busqué, padre; lo busqué y entre sus páginas encontré la carta de amor a su paisaje que escribió Antón Castro y la deslumbrante poesía atrapada en la mirada de Kim Castells.
Ese Maestrazgo tuyo, ese lugar de grutas de cristal y peñascos de rostro arañado es hermoso y agreste. Me gustaría que estuvieras aquí para verlo, para emocionarte ante su belleza. Ahora que ya no estás, me gustaría que vieras esas agujas de piedra rasgando las nubes oscuras, y los ríos que nacen entre espumas y sedas, y esos oteros desde donde dicen que se ve el mar. Y ahora que no puedes escucharme te lo digo. Me hubiera gustado verlo, padre. Me hubiera gustado visitar contigo tu pueblo, recorrer sus callejas y escuchar tus recuerdos.
Porque tu recuerdo está escrito en la rutina de esa fábrica de Barcelona, en ese hospital donde una máquina apagó tu vida, en esa mañana en que cerraste los ojos y me dejaste sin saber si añorabas esos molinos de agua, esos pantanos que son cielo dormido. Si este frío de cristal y cemento en el que vivo es más soportable y menos hiriente que la hoguera de la mañana y la noche serena y limpia de tu tierra. Si esta ciudad es mejor que esos barrancos, esos precipicios donde se esconde el río; si este lugar donde nacieron tus hijos es mejor que ese Maestrazgo de pinos, aromas y sabinas, de ermitas y romerías para que venga la lluvia.
Te fuiste y no me dijiste si estabas feliz por nosotros, que no somos pastores, que pudimos ir a la escuela y que sabemos leer y escribir. Que no dormimos al raso las noches sin luna guardando un rebaño de ovejas. Te fuiste y me dejaste tu presencia silenciosa con el dolor de la muerte minando tu cuerpo, tu sonrisa de domingos frente al televisor y tu boca sin aire subiendo cuatro pisos sin ascensor.
Y ahora que no estás te lo digo. Me gustaría ser como ese escritor y ese fotógrafo, me gustaría recorrer esa tierra que fue tuya y fotografiarla y escribir sobre ella, atrapar su belleza abrupta y verde en un verso completo, en el claroscuro de un día que nace.
Y tú dirías que soy un bicho raro. Un hombre estúpido por querer estar en ese lugar donde todo falta y todo está por venir. Un paisaje hecho de escasez y penuria, de tierra estrecha, pedregosa y fría.
Pensarás que soy un necio y que tengo mucho más de lo que tú tenías y que debo considerarme afortunado por comer caliente tres veces al día y tener una casa con calefacción central.
Seguramente te reirías de todos esos turistas que se van los fines de semana a esa tierra de piedra y olvido a recorrer sus sendas y desfiladeros y hablar de arte mudéjar, neoclásico y gótico, y que el domingo en su casa se dan un baño caliente y duermen en una buena cama. Te reirías de todos esos que buscan lo que no tienen, cuando vivir así, sin médico, sin coche, trabajando la tierra mirando al cielo, temiendo el granizo y la nieve a destiempo, era cualquier cosa menos vivir.
Dirías que los turistas son personajes falsos, personas de paso, como los retratistas de las ferias. Y que los artistas, pintores y escritores, son señoricos ociosos. Y a mi me daría vergüenza decirte que quisiera ser como ellos.
Pero me encuentro en esta ciudad faltándome tu recuerdo. Y quiero apreciar todo lo bueno que tengo, y no haber sufrido noches de tiritona y hermanos muertos de una diarrea, y madres de luto, y caminar de horas y días de fiesta con barro en los zapatos.
Pero iré padre, volveré sin ti y de ti no quedará nada, tan sólo el mismo paisaje que vieron tus ojos, las rocas erosionadas, los farallones inexpugnables y las plazas porticadas. Inventaré tu recuerdo entre callejas y soportales, en los otoños rojos y ante los rojos tejados de sus aldeas. Y conoceré ese lugar al que diste la espalda, donde tal vez lloraste de rabia y dolor el día en que te fuiste.
Porque sé que en tu mirada mil veces se dibujaron esos amaneceres y que tú también te estremeciste ante su belleza hecha de piedra, cielo y silencio.
Pensarás que la vida es extraña y el hombre un animal de asombro y misterio que siempre anhela lo que no tiene. Y tendrás razón, padre; tendrás toda la razón.


El Maestrazgo. La invención de una belleza sobrenatural”, fotografías de Kim Castells y texto de Antón Castro, Edita Ibercaja, Zaragoza 2006

sábado, 14 de junio de 2008

Víctimas


Quizás las dos únicas obligaciones del superviviente de una guerra sean estas: una, dar gracias por su buena suerte, y otra, vivir para contar el infierno de ese horror con la esperanza de que no vuelva a repetirse.
Y basándose en testimonios y en la memoria escrita de esos supervivientes Ignacio Martínez de Pisón ha escrito “Una guerra africana
Si todas las guerras son malditas y abominables esta novela de Martínez de Pisón nos recuerda algunas particularidades que hicieron de esa guerra en Marruecos una perfecta muestra de la injusticia y la ineptitud humanas.
Por un lado estaba ese invento llamado la cuota. Que consistía en que los pobres que eran incapaces de pagar la cantidad de dos mil pesetas para evitar que sus hijos fueran al frente tenían que acudir a la estación de tren a despedirles en su partida al norte de África esperando que esa no fuera la última vez que les vieran con vida, y por el contrario estaban aquellos que podían pagarla y conseguían que sus hijos se libraran de ir a la guerra. Pocas veces he conocido algo tan injusto y discriminatorio.
Y por otro lado estuvo la pésima y errónea estrategia militar de esa guerra, escenificada en un nombre propio: los blocaos. El blocao era una barraca de madera que pretendía ser un fortín y donde los soldados españoles se pasaban encerrados meses. Comunicados con la retaguardia tan sólo por un heliógrafo que se convertía en un trasto inútil un día sin sol. Los blocaos eran posiciones aisladas difíciles de abastecer y defender, y que eran completamente dependientes de la ayuda que recibían del exterior por medio de un convoy. Convoy de abastecimiento y relevo que muchas veces atacaban los rifeños matando a los soldados y quedándose con los mulos, víveres y municiones.
En esta guerra africana de Martínez de Pisón están además el fiel retrato de una sociedad y una época de nuestra historia: mandos enloquecidos, arbitrarios y brutales; un fallido atentado anarquista que provoca la muerte de un inocente; civiles que se enriquecieron con el negocio de los suministros al ejército; una libertaria revolucionaria que se convierte en la amante de un coronel; padres desesperados que acuden a Melilla a buscar a sus hijos y que están dispuestos a pagar lo que haga falta por liberarlo; oficiales que, sentados cómodamente en el casino, acusan de cobardía y deshonor a los soldados que cayeron prisioneros en el frente. Hay corrupción, oportunismo y mentira, hay política, sobornos, dignidad y vergüenza.
En “Una guerra africana” están esos soldados con alpargatas que se resignaban a su destino enfrentándose a un enemigo invisible que mataba sin ser visto. La muerte convertida en una onomatopeya de chiste macabro: pac-co. Aldeanos que se alistaron voluntarios en el ejército para huir de la pobreza de su pueblo y se encontraron viviendo en el infierno, muchachos que no habían cumplido veinte años con ganas de reír y que, al mismo tiempo, se sentían los más desgraciados del mundo, que conocieron en una barraca de madera el significado de la amistad y el dolor por la muerte del amigo. Hombres que pasaron por la terrorífica experiencia de escuchar el desesperado grito de auxilio de otro soldado caído en tierra de nadie y al que no pueden salir a salvar teniendo que abandonarlo a una muerte segura que llegará esa noche en el filo de una gumía y la culata de un fusil. Contemplar muertes entre terribles torturas y mutilaciones y presentir que la suya será igual.
Pero en “Una guerra africana” hay, sobre todo, víctimas. Víctimas que se amontonan en un depósito de cadáveres. Un lugar de horror donde la vida desparece entre cuerpos salvajemente mutilados que se van pudriendo sin poder ser reconocidos, miembros cercenados, cabezas arrancadas, troncos abiertos en canal. Hospitales donde contemplar a los moribundos, los heridos y los lisiados.
Y está la muerte del hombre y su terrible forma. El grito sobrecogedor de los rifeños que infundía terror y anunciaba el destino de los soldados sitiados en el blocao. Sin poder salir y sin poder recibir ayuda a tiempo. Muchachos que se enfrentan a la muerte llorando o rezando tras quedarse sin munición, con una última bala para elegir entre el suicidio o la nada. Cabezas cortadas y gritos llamando a la madre.
Al final, Martínez de Pisón, para salvarnos de tanta monstruosidad y crueldad, nos regala la última esperanza del amor, la salvación, la victoria de la vida y la esperanza. Y esa buena suerte del que sobrevive y su compromiso para contarnos cómo es el infierno, ese lugar en la tierra construido por los hombres que miles de ellos tuvieron la desgracia de conocer.

Ignacio Martínez de Pisón, “Una guerra africana”, Editorial RBA, Barcelona 2008

sábado, 7 de junio de 2008

Atormentada memoria


Me enfrenté a “Mientras caen las hojas” de Ramón Gil Novales con la precaución de saber que era una novela sobre la guerra civil. Deseando que no fuera la típica novela en blanco y negro, otra historia plagada de lugares comunes y escrita con el valor inútil de las verdades de una sola cara. Y es que para mí esa maldita guerra no ha sido más que lo que contó mi padre de ella. Nuestra familia vivía en una torre a tres kilómetros del pueblo. Al principio pasaron unos, preguntaron, registraron la casa buscando algo y se llevaron comida y bebida. Las visitas se repitieron un par de veces hasta que un día vinieron los otros e hicieron exactamente lo mismo. Después nada, lo de siempre, igual que antes, un poco de tierra, unos animales y un ir tirando. La guerra quedó lejos y no dejó ningún recuerdo ausente, ninguna amargura de sangre, ningún odio que transmitir ni nadie a quien guardar rencor hasta el último aliento de vida.
Afortunadamente, “Mientras caen las hojas”, nos cuenta la única verdad que nos dejó y significó esa maldita guerra: terror, muerte y dolor. Pero sobre todo habla de hombres, de sentimientos, y de lo difícil y necesario que son la comprensión, el respeto, la vergüenza, el olvido y el perdón.
Todo comienza con una amenaza, con la valentía y la fidelidad de un hombre que decide no huir y abandonar a su mujer a punto de dar a luz, el destino de una vida que nacerá marcada para siempre por la muerte y la ausencia. La integridad de un hombre que decide no traicionar, no señalar a otros hombres para salvarse.
A partir de ese momento todo es un silencio estremecido, y una vida que se reduce a esperar que se consuma lo inevitable, esperar y temer hasta el momento del abrazo final de una despedida, la pérdida y los ojos abiertos al resplandor de la luna.
Descubrir que hombres de Dios fueron capaces de convertirse en fanáticos idénticos a sus asesinos, que la vida del prójimo no les producía ningún sentimiento de piedad y que la suerte está escrita en la apetencia inhumana del tirano y su cólera.
En esta novela hay desesperación y locura, hay, entre un paisaje hecho de lunas, cielos, viento y nubes, unas vidas que el vendaval de la guerra se llevó por delante; proyectos, ilusiones y amores que se rompieron en mil pedazos. Entre calles oscuras, sombras y ruidos, hay una capital de provincia donde los odios y las venganzas estaban mecanografiados en una lista con nombres y apellidos.
Una novela que habla del horror en una ciudad y de un paisaje hecho de cielos que se vuelven oscuros y se desgarran, donde se siente el sofocante calor de ese verano. El diálogo conciso y el escenario del teatro que Ramón Gil Novales tan bien conoce, el miedo en una habitación vacía donde la luz tiembla y el sudor araña las sienes.
Hay palabras que tienen un sabor agrio y trágico: denunciar, señalar, acusar al prójimo, inventar. Culpar a otros para sobrevivir. Y frente a ellos un hombre que no se humilló, un destino escrito con dignidad. Un rostro que se descubre ante una luna enorme, toda fuerza y resplandor.
Hay actos que tienen un tacto viscoso, son ardientes, queman como la conciencia manchada de culpa del verdugo, del asesino. Odio, denuncias, listas, limpieza, ejecuciones, represión, ajuste de cuentas. La más ruin y despreciable razón convertida en injusticia, en hombres indefensos frente a una tapia.
Y persiguiendo al criminal la culpa y la vergüenza que ni siquiera la noche y el tiempo consiguen hacer olvidar. Que le obligan a huir de si mismo, de su recuerdo y su pasado. Una huida de lo que se hace insoportable, el peso de un asesinato. La responsabilidad de nuestros actos.
Mientras caen las hojas” es también una búsqueda, la razón de cada uno construida ante la terrible visión y experiencia de la muerte, del odio alimentado sobre el miedo y la sangre. Un tiempo en el que se mataba porque otros habían matado antes, en el que se mataba para enterrar la muerte. Donde la escabechina era mutua, sin piedad ninguna. Un esfuerzo por comprender a los que se vieron injustamente perseguidos, a los que vivieron amenazados bajo la artillería, a los que sobrevivieron a veinte meses de asedio, muerte y destrucción. Una historia donde el más débil es siempre el insepulto, el desaparecido, el que ya no volvimos a ver.
Mientras caen las hojas” nos enseña lo peor de los hombres, la injusta represión para después de una derrota, la humillación, el desprecio, el odio que se convirtió en régimen. Un viento que se quejaba humanamente. Maldita noche de muerte. Triste noche. Blanca luna.

Mientras caen las hojas, Ramón Gil Novales, Editorial Prames Zaragoza 2008

jueves, 5 de junio de 2008

¿Vives o mueres?


Llego tarde, lo sé. Llego cinco años tarde. Pero eso ahora no importa. “Pólvora Mojada” es el primer libro que leo de Óscar Sipán y desde hoy no pararé hasta haberlos leído todos. Y les recomendaría a los demás que hagan lo mismo. Con eso bastaría, quedaría claro mi reconocimiento y admiración y cumpliría como lector.
Pero Óscar se merece que cuente la verdad. Sobre todo porque él ha sido radicalmente sincero conmigo. Así que lo diré tal y como lo siento: que cuando cerré el libro deseaba matarlo, estrangularlo con mis propias manos y hacerlo callar. Deseaba no haberlo descubierto, no haberlo leído, no haberlo escuchado. Deseaba que todo fuera mentira. Tan sólo tenía ganas de llorar, romper todos los espejos y no volver a ver nunca más mi rostro arrasado en lágrimas. Olvidar. Olvidarlo absolutamente todo. Mi nombre, mi pasado y presente. Pero ya es tarde. Lo he leído y ha vencido.
Desde hoy “Pólvora Mojada” se ha convertido en la palabra de mi conciencia. Me ha dicho todo lo que me merezco y lo que nunca nadie se había atrevido a decir. Y lo ha hecho así, por las bravas, envolviendo la verdad en el brillante celofán de sus metáforas, puñetazos con guantes de seda.
Todos sabemos donde está ese precipicio al que tanto tememos, caminamos siempre en dirección contraria, creyendo que así estaremos a salvo de su atracción. Pero nuestro deambular sonámbulo nos lleva hasta el borde, detenidos en un frágil equilibrio, y basta un soplo, una palabra que quema en la boca, para abrir los ojos y caer dentro.
Todo lo que me ha contado lo había presentido alguna tarde oscura, sonó su eco dentro de mi cabeza, pero bastaba compadecerme a mi mismo, sentir lástima y poner unas cuantas excusas para olvidarme. Él ha desbaratado todas mis coartadas y me ha enseñado ese turbio reflejo que desde hoy he comenzado a odiar.
Invento disculpas y les echo la culpa a los demás, pero él establece sus argumentos con calma y firmeza. Es inútil negarlo, sé que soy el único culpable, que los miedos me derrotaron. Solo somos conscientes de nuestra propia cobardía cuando, entre asombrados y avergonzados, oímos hablar a los valientes.
Pólvora Mojada” es un libro contra la frustración, un manual de ilusión hecho de literatura. Sin retórica, sin engaños, tan sólo con palabras que golpean donde más duele.
Porque todo comienza con una pregunta: ¿vives o mueres? Y tú siempre quieres creer que estás vivo porque eres capaz de ahogar el dolor, comprar el olvido y cambiar de canal apretando un botón.
Pólvora Mojada” nos deja en evidencia ante nosotros mismos. Nos hace mirar hacia dentro, reconocer a nuestro enemigo interior, avergonzarnos de vivir con miedo y renunciar a nuestros sueños. Lloriqueamos, imploramos perdón, le pedimos que se marche, que se calle, pero él no concede tregua, llama a las cosas por su nombre con absoluta sinceridad. Nos llama animales domesticados, resignados, juguetes esclavos de la avaricia y el dinero plastificado. Nos acusa de tener la conciencia blindada, imposibilitada para el asombro y la queja. Dice que somos exiliados, inertes vidas repetidas, habitantes de paraísos abstractos de luz artificial, y enumera el valor fundamental: si no puedes comprar no existes. La apariencia de los vencedores.
Nos habla de que la vida es un prodigio, aventura y búsqueda. De la necesidad de mantener un compromiso con la vida, y del amor como forma perfecta de inmortalidad. Que el conformismo es la peor de las derrotas.
Dentro de “Pólvora Mojada” hay soledad, dignidad, valor, dolor y coraje. Hay recuerdos y ausencias, arrepentimientos y fotografías. Hay culpas que redimir, oportunidades para conocer y escuchar, estrellas fugaces que compartir. Hay tiempo para descubrir el amor y saber que nada es más importante que una sonrisa en los labios de una mujer que amas. Hay equilibristas desorientados fuera del alambre que sostiene su vida, amores imposibles, corazones de plástico y alcohol para ahogar las penas. Cadáveres vivos en su palabra de papel. Amores reencarnados, cerraduras por las que descubrir las múltiples formas de la vida que se esconden tras las puertas cerradas.
Toda realidad es un asombro y un abismo, tenemos la obligación de sorprendernos nosotros mismos y nunca malgastar nuestra vida. Su palabra viene a arrancarnos de este sin sentido, este vivir sin ilusiones, sin lucha ni rebeldía, tan solo estar sentados, confundidos entre el estruendoso silencio de la nada.
Y ahora, ¿vives o mueres? Y contesta sin mentirte a ti mismo.

Pólvora Mojada” Óscar Sipán. Diputación de Zaragoza, 2003.