miércoles, 29 de septiembre de 2010

Plaqueta de Norberto Luis Romero


Hay gestos que delatan a las personas. Y Norberto Luis Romero, siguiendo el ejemplo de José Joaquín Beeme, ha decidido unir arte y literatura en ediciones no venales, plaquetas de cinco ejemplares de alguno de sus relatos.
Arte como regalo y como símbolo. Arte como objeto, agradecimiento, festividad de la amistad y la palabra. Arte contracorriente y al margen en esta edad bárbara -como la ha definido Ramón Acín- encerrada en lo banal, lo perecedero, la modernidad virtual y el exceso de velocidad.
Contra eso Norberto Luis Romero y sus manos. Hilo, cartulina, papel y tijera. Gesto, locura, papiroflexia. Libros mínimos hechos a mano; objetos raros, singulares; fortuna sin precio para poner a salvo de la avaricia de Lucas Corso y todos los mercenarios bibliófilos.
Gesto y forma; papel y símbolo. Creación multiplicada por dos. Doble valor: objeto y contenido. El objeto excepcional creado por Norberto como guarida personal para un relato suyo: “La siesta obligada”.
Forma e idea: Un relato conformando un cuerpo único. Libro en singular. Relato como reedición personal, rescate o novedad, pieza fuera de colección, estilo y palabra.
Y Norberto en su “Siesta obligada” que nos lleva a un cuarto en penumbra hasta donde llegan los perfumes y los sonidos que están afuera. A una habitación a oscuras y en silencio donde escucharemos la respiración violenta, ronca y dificultosa de un niño herido y vivo. Con el aliento extraviado en los rincones del techo. Una habitación, caja oscura a la luz de una vela, con el retrato coloreado de una mujer muerta y una Virgen. Y las sombras colándose y meciéndose por las rendijas de los postigos.
Y las palabras de Norberto que nos dejan dentro y nos llevan afuera. Sombra y luz. Dentro, junto al niño y la angustia amenazante de una enfermedad como una tela de araña. Tuberculosis de la que se habla en voz baja y se conoce su tos de agonizante escupiendo sangre. Interior desde el que se escuchan los ruidos del exterior, la vida, la calle, el sol, los gritos de otros niños jugando, crueles cazadores de frágiles mariposas. Sanatorio, valle al norte de aire sano y limpio. Miedo, vuelo, veneno en los pulmones y muerte. Habitación desde la que se oyen las voces de los demás hablando y callando. Interior y exterior aleteando en los sonidos de las palabras de Norberto. Aire espeso, silencio, padres de visita cada seis meses, violetas, jazmines; ratones muertos y chicharras. Angustia de niño vivo que no quiere dormir la siesta de los enfermos. Angustia que gira y se enrosca en las palabras de Norberto. Veneno y miedo, niño vivo que pide que la despiadada araña escoja otra presa para llevarse al fondo de su cueva.

Norberto Luis Romero. “La siesta obligada”. Relato en Plaqueta personal de cinco ejemplares.
http://wwwnorbertoluisromero.blogspot.com/

lunes, 27 de septiembre de 2010

Postales de un tiempo y una canción de amor

Interesante y original proyecto narrativo esta Colección Mandoble de Libros Certeza. Un texto. Dos autores. Golpe de una espada de papel empuñada a dos manos. Y su primer número de estreno: “Aquellas miradas” de Luis Bazán y Jorge Cortés.
Un texto. Dos autores. Pro indiviso. Condominio. Cigarrillo a pachas. Literatura a cuatro manos y dos voces en la que lo más difícil es mantener la igualdad. Coser los pliegos con hilo del mismo color y sin que se noten las puntadas de cada mano. Mantener el equilibrio de los dos platillos en la balanza. Seis relatos sin nombre propio, sin firma a pie de página, sin protagonismo individual. Juntos en los méritos y en los defectos. Lo tuyo nuestro y lo mío de los dos.
Y “Aquellas miradas” es de esos encuentros afortunados que aparecen por sorpresa en casa para quedarse. Inmenso interior en su pequeño formato, libro de bolsillo y esqueleto flexible. Inmenso en contenido y emociones. Inmenso en el trazado de los cuatro puntos cardinales de una vida: recuerdo, amistad, paisaje y amor. Recuerdos sin agriar ni adulterar. Amistad como fiesta y juramento sin notario. Paisaje de antes mudando la piel sin lágrimas de cristal. Amor sin almíbar, empalago ni azúcar quemado. Inmenso en lo cierto, en todo aquello con lo que nos vamos llenando los bolsillos, apuntalando las décadas y nos permite seguir haciendo pie y no ahogarnos. Patrimonio sin valor monetario con el que al final, cuando toque hacer obligado balance de una vida, el resultado nos sea favorable.
Postales de un tiempo, recuerdos de última niñez y primera juventud. No-Do en blanco y negro, cine de reestreno, gallinero, merienda y gaseosa; películas, aventuras fantásticas; fútbol y tebeos; escuela y pupitre, pantalón corto, excursiones y botas chirucas.
Postales de un tiempo y un lugar sin costa ni playa. Río, pasarela y puente de piedra. Líneas de tranvías, final de trayecto, límite de la ciudad del viento. Exploradores y paisajes, juegos, vaguadas y pinares, cerros de yesos y paredes arcillosas. Esclusas del canal, cañaverales, pozas y huertos. Paisaje que reencontrar cuarenta y tres años después transformado, desfigurado. Horizonte con otro rostro. Lugar; páginas de la vida que uno no quiere arrancar.
Postales de un tiempo cuando surgió la amistad fraternal. Hermanos de carne y hueso para la eternidad. Cuatro risas, dos tragos, tres risas, otra caña, más risas y el mismo rincón en el bar de siempre. Fidelidad inalterable a la erosión de los inviernos.
Postales de un tiempo y una canción de amor, el capítulo más largo de una vida. Ella y la línea 5 del tranvía, apretujones, acercamientos, manos que se tocan y ojos que miran y hablan. Primer beso bajo la niebla, amor retando y venciendo el miedo al vacío. Mañanas de domingo, veranos, distancia y otra ciudad. Viajes, pensiones y abrazos, cartas, silencio y amor sin caducar. Reencuentro y verdad, valor y felicidad. Principio y final, primera juventud y prórroga; lugar, tiempo, paisaje, mundo propio; ayer, mañana y siempre; patrimonio y fortuna, amor y amistad.

Luis Bazán y Jorge Cortés. “Aquellas miradas” Libros Certeza. Zaragoza, 2010.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Albada del viento

Nunca fui a uno de sus conciertos. Ni a uno de sus mítines. Ni a su penúltimo homenaje. No tengo ningún disco suyo y nunca he cantado ninguna de sus canciones. Nunca le tuve como referente de nada. Ni maestro ni compañero ni ejemplo.
Soy de otra generación. Otra época. Otro recuerdo. Un niño que creció con un general muerto y enterrado. Con un padre creado a si mismo en el este de la promisión y el nuevo pan y una madre criada en casa sin lutos, odios ni medallas victoriosas. Un niño de ciudad y veranos de pueblo, bicicleta y horizontes sin bandos ni colores, sin conciencia obrera ni burguesa, sin hambre, sabañones, sotanas ni letras con sangre entran.
Cuando yo crecí los policías iban de marrón y mi educación sentimental la construyó la televisión en color, el fútbol, las cervezas y el primitivo y obsesivo deseo por el sexo opuesto. Abordaje sin conquista, borracheras, nihilismo y el futuro siempre en dos noches iguales: viernes y sábado. Universitario sin poesía, compromiso ni protesta.
Pero fue precisamente en esa televisión dónde le descubrí. Cuando metió un país en una mochila y caminando me enseño sus rincones olvidados. Escondrijos, pueblos y paisajes de otra niñez. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, nadadores contracorriente, locos amantes de su tierra que se negaban a obedecer la orden de rendición y desahucio. Y fue entonces cuando me emocionó y conquistó con su humanidad sin domesticar. Aragonés quijotesco, vagamundo y chansonnier. Orgullo de un pueblo de carreteras comarcales.
Y a partir de entonces quise buscar su palabra. Y aquella “Tierra sin mar” me llevó hasta su autobiografía y me trajo recuerdos de un tiempo que no es el mío. De una historia de banderas rotas que no son las mías. De una forma de vivir, alquilar el presente, atrapado en la noria del pasado. Bailar dando vueltas en círculo siempre con la misma melodía. Libertad es una palabra necesaria. Y mi libertad de hoy en parte se la debo a esas viejas banderas. Pero algunas palabras fundamentales se vuelven metales pesados de servidumbres. Y la política y su equipaje me producen un elegante bostezo de aburrimiento.
Pero por alguna extraña razón no renuncié a su palabra. Aragonés quijotesco, vagamundo y chansonnier. Orgullo de un pueblo de carreteras comarcales. Y me enfrenté a sus “Cuentos de San Cayetano” para descubrir una ciudad lejana y la misma melodía. Y llegué a sus “Amigos contados” para descubrir y emocionarme con su mejor palabra. El recuerdo de los locos, geniales poetas con nombres propios mezclados entre risas y días dolorosos en noches heroicas. La Oficina Poética Internacional, las poesías de Miguel y la tertulia del café Niké. Refugio, chaladura, invento posible en un mundo prohibido y gris ceniza.
Y seguí hasta llegar a su “Dulce sabor de días agrestes”, con sus poemas de recuerdos y paisajes: Albarracín, Teruel, Canfranc y Belchite. Calles de Zaragoza, domingos de diciembre; fechas, cumpleaños, muertes; amor, amistad y tribulación. Su lugar y su herida. Y las letras de sus canciones sin melodía ni voz. Canciones de un Aragón de polvo, niebla, viento y sol. Canciones para sentir el dolor y la rabia del que se vio obligado a marchar con la casa a cuestas, abandonar lo que se ama huyendo de la miseria y su destino. Canciones para reivindicar un viejo país que se yergue altivo sobre su soledad. A un viejo país que su barro me sabe a un recuerdo infantil. Canciones para cantar la melancolía, el recuerdo, el cansancio, la tierra, la muerte, el adiós. Reconocerme en su lucha y coraje, en el hambre, el trabajo, el esfuerzo y el dolor. Hombres, mujeres, caminos; pueblos y paisajes clavados en las entrañas. Albada del viento que habla, lleva, cuenta y me devuelve el lugar al que pertenezco.
Y será con lo que me quede. Ni con el personaje ni con el político ni con el símbolo. Me quedaré con lo escrito y las emociones, versos y canciones, albada del viento en su palabra. Me quedaré con el orgullo compartido, su fidelidad, su justo dolor y mi infinito destierro.

José Antonio Labordeta. "Dulce sabor de días agrestes". Huerga y Fierro Editores. Madrid, 2003.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Rincón y universo

Para muchos de los que viven en las grandes ciudades los pueblos son lugares tediosos y remotos. Planetas de otra galaxia. Y cuando los conocen se quedan solamente con lo pintoresco y los tópicos y se olvidan de que en esos pueblos viven hombres, mujeres y niños. Que, cómo en todas partes, en esos rincones olvidados hubo un pasado y existe un presente. Hombres que fueron niños libres, felices y desdichados. Jóvenes que, cómo todos, buscaron el placer y se sintieron presos dentro de sus límites. Adultos que esconden secretos tras las puertas; y unas calles, un paisaje, que guardan heridas abiertas.
Dentro de éste “Rincón escondido” están las viejas historias de López Allué, sus pedriscos y cuentos, su Pedro y Juana, sus capuletos y montescos. Sus odios antiguos, sus casas ricas y pobres, su ignorancia, su violencia primitiva y sus celos salvajes. Y está Javier Gracia, escribiendo esa parte del pueblo que cuentan los ancianos y guardan los romances.
Dentro de este “Rincón escondido” está Javier, como Jesús Moncada, escribiendo esa parte de tertulia en los poyos junto a la puerta, de cafés y burlas, famas y sambenitos, niños y trastadas, bailes, petardos, y perros con latas atadas al rabo.
Pero por encima de todo eso, en este “Rincón escondido”, está Javier escribiendo de pueblos y universo. Rincón y humanidad. Niños que descubren la vida y su crueldad en las conversaciones de los adultos. Vecinos y ventanas abiertas, silencios y miradas. Amores antiguos y palabras torpes; y el deseo brotando, espiando un cuerpo desnudo de mujer tras una tapia. La vergüenza de ser de pueblo y volver, mucho tiempo después, a una casa vacía para descubrir que se puede ser pobre aunque te sobre el dinero.
Rincones escondidos donde existe lo único realmente importante: las personas y sus actos, las personas y sus afectos. La fidelidad al amor y su recuerdo, a aquel día en el que se compartió lo poco que se tenía; deuda eterna de gratitud y liturgia del corazón. El amor y su recuerdo repintados cada aniversario, palabras a solas en el corral convertido en jardín. La amistad y el arriesgar la vida por salvar a los demás de la barbarie. Pueblos y ciudades; pasado y presente; mujeres educadas en deseos reprimidos, convencionalismos y prejuicios; mujeres víctimas, maltratadas y sin cobijo. Frío y humillación. Rincones y universo.
Ahora sé que después de este “Rincón escondido” de Javier Gracia cuando la próxima Navidad coja de la bandeja de los dulces uno de esos higos con media nuez dentro que todos los años prepara mi madre me acordaré de la Paxarona y su bondad vestida de domingo. Y que su sabor, antes simple y anodino, será nuevo, peculiar y tierno. Que desde ese momento y para siempre, su sabor me devolverá en secreto un recuerdo antiguo y una historia leída inolvidable. A un lugar y un tiempo lejano de la niñez, al temblor de una tormenta y la fuerza mortal de un rayo; a la humanidad del hombre, a la tristeza y la soledad de los muertos que nadie recuerda, y a la extraña magia del cariño, que nunca debe darnos miedo.

Javier Gracia. “Rincón escondido” Mira Editores. Zaragoza, 2010.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Cera y manzanas

Para Sigfrido González

No eras tú, pero fue lo más parecido que encontré.
Tenía tu mismo color de pelo: negro abisal. Lacio, suave, brillante y eléctrico. Los ojos como los tuyos: ligeramente rasgados, faraónicos, subterráneos. Y el mismo frío, la misma mirada dominante, indiferente, magnética.
La encontré por catálogo. Productos exclusivos para clientes exigentes. Máxima discreción. Pasaba las hojas y miraba sus rostros perfectos buscándote. Como una rueda de reconocimiento ilegal. Agrupadas por razas, color de pelo y ojos, estatura y medidas de tres variables. Una foto de un primer plano y dos de cuerpo entero. Todas con un mismo vestido corto, luminiscente y plateado; eternas coristas de una orquesta ambulante. Y todas también desnudas; con una pierna adelantada, el brazo izquierdo en jarra y el derecho pegado al cuerpo.
Me dijeron que si no encontraba lo que buscaba podían conseguirme una a la medida de mi deseo. Pero los encargos especiales sobrepasaban mi presupuesto y además tenía que aportar datos sobre ti que no tenía: tatuajes, marcas o cicatrices, la simetría de tu cuerpo en centímetros y una fotografía de tu rostro. El retrato robot de mi insomnio. Mi particular pesadilla desde aquel lunes cuando, al llegar a la tienda donde siempre te veía, me encontré con un cartel de “Se traspasa” y un cristal pintado en blanco.
Te busqué por toda la ciudad y no te encontré. Te busqué durante un año y no apareciste. Ninguna tenía tus ojos rasgados; tu exótica, irresistible y magnética belleza. Ninguna se parecía a ti. Por eso pagué para que ella viniera. Porque ella se quedaría conmigo y yo creería la mentira de que eras tú.
La tarde que llegó a casa desprecié su maleta. Sus accesorios, sus pelucas, su ropa interior y sus juguetes de látex. Lentamente le quité el vestido plateado y el tanga minúsculo y se quedó desnuda en el centro del salón. Como un insecto miope giré a su alrededor y aspiré el leve perfume que desprendía su piel. Olía a cera y manzanas. Mentira y pecado.
Su estatura, su pelo; su cuerpo que imaginé el tuyo. Era perfecta. Valía lo que había pagado. Los meses de búsqueda. Gastar todos mis ahorros para tenerla y creer que eras tú. No tendría que temer no estar a la altura de sus expectativas. No oiría ni un solo reproche sobre mi cordura y mi comportamiento inadecuado. No me despreciaría por mi precipitación ni por el sudor de mis manos. Sus labios dispuestos, su boca ligeramente entreabierta; su sexo depilado, sus pechos redondos y duros; su silenciosa disposición, sus ojos tristes, inexpresivos.
Puse mis manos sobre sus hombros y recorrí lentamente sus brazos sin vello. Tenía un tacto extremadamente suave, tibio. Los dedos sin anillos, las uñas sin pintar. Con mis caricias temblaba y sus ojos parpadeaban bajo sus largas pestañas. Me miraba sin resistirse ni estremecerse, sin mostrar ninguna emoción.
Traje la bata de seda y la cubrí. El nudo sobre su vientre plano, los pechos insinuándose bajo la tela. Con suavidad la agarré por debajo de las rodillas y de los brazos y la llevé hasta el dormitorio. Novia secreta de plástico y soledad. La tumbé en mi cama y la arropé con la sábana. Sus ojos se cerraron en un reflejo mecánico. Apagué la luz y salí del cuarto. Aquella noche por primera vez desde hacía un año, tu pesadilla dejó de perseguirme. No eras tú, pero se parecía bastante.
A la mañana siguiente sus ojos de muñeca oriental se abrieron al sentarme junto a ella, sentir el peso de mi cuerpo sobre la cama. La levanté y llevé hasta el cuarto de baño. La despojé de la bata de seda y la puse frente al espejo. Con suavidad cepillé su pelo hacia la frente y con las tijeras corté el flequillo al ras de las cejas. Me arrodillé ante ella y con cuidado para que no perdiera el equilibrio le puse las sandalias de verano que había comprado. Iguales a las que llevabas la última vez que te vi y que encontré de casualidad en una boutique del centro mientras te buscaba por todas las tiendas de la ciudad. Tiras rojas, adornos de pedrería, tacón alto. Número 37. De nuevo giré a su alrededor. Estaba más esbelta, sus nalgas más redondas y rotundas. Y en el espejo el reflejo de tu rostro, tu mismo peinado, tus ojos rasgados.
Con delicadeza la cogí de las manos y la arrastré hasta el ventanal del salón. Levanté su brazo derecho, doblé su codo, y coloqué la mano sujetando la cortina. Sus articulaciones cedían a mi capricho. El brazo izquierdo lánguido, pegado al cuerpo. La cabeza ligeramente inclinada. Se dejaba manejar igual que la modelo obedece al fotógrafo corrigiendo la postura y permaneciendo inmóvil en la posición que yo deseaba. La luz de la mañana brillaba en su piel y en su pelo sintético.
Salí cerrando la puerta despacio, bajé a la calle y me situé frente al edificio, en la acera contraria. Desde allí pude verla asomada a la ventana del balcón, la mitad de su cuerpo desnudo mostrándose, la otra mitad cubierto por la cortina; la mirada fija, perdida en la calle.
Así, desde la distancia, la confundí contigo.
Me marché a trabajar con la seguridad de que cuando volviera ella seguiría en el mismo lugar. Esperándome quieta en el balcón. Creer, al verla desde la calle, en la ficción de que eras tú la que me estaba esperando.
Pero cuando regresé por la tarde no estaba.
Alguien la habría visto; subido hasta casa, forzado la puerta con una palanca y se la había llevado.
De ella tan sólo quedaba una sandalia con el tacón roto y mechones de su pelo en el cubo de la basura.
En ese momento comprendí que no era yo el único en esta ciudad que te conocía y deseaba; que era adicto a tu exótica, irresistible y magnética belleza; que quería tenerte a su lado y te echaba de menos desde aquel lunes de septiembre de hace un año cuando, al terminar las rebajas, cerraron la tienda y desapareciste del escaparate.

Texto de Jorge del Frago.

Fotografía de Reinaldo de Abreu
http://www.reinaldodeabreu.com/

jueves, 9 de septiembre de 2010

La otra vida

Me costó comprender. Supongo que por cobardía. Tú, Inés, sabes perfectamente de lo que hablo. Supongo que la inercia de la rutina es el acelerador natural del óxido y la atrofia. Hasta ese momento tan sólo era un presentimiento. Algo incómodo. Alquitrán. Cemento fraguando. Un rumor. Una conciencia agazapada, solapada en los pliegues de la velocidad de crucero de lo cotidiano golpeando página a página. Martillo neumático sobre la piedra. Tal vez fue al caer la noche y su hilo de alambre. La calle de agosto vacía. Y tus palabras encendiendo el fuego. Me rozaba y lo sentía, lo notaba igual que el alcohol destila adjetivos que riman con mi nombre. “¿Por qué un buen día un tipo normal se mete dentro de un cañón y se arroja al vacío, por qué había perdido su vida y había muerto sonriente?”.
Me costó comprender, pero lo presentía. Y fue cuando llegué a “A pesar de la lluvia” cuando desperté del todo. Cuando leí la pintada en un pilar de la estación: “Merece lo que sueñas”. Y entonces las palabras, los sueños y los actos cobraron sentido. Y volví al principio, y vi tu fotografía en la solapa y tu nombre antiguo: Inés. Tu pelo ardiente y el vértigo carnal de tu escote, el gesto de tu cigarrillo provocando a los gilipollas saludables.
Y pensé que quizás leer sea como ese anuncio de la tele. Que leo para buscar el abrazo. Que leo para encontrar alguien que me regale luciérnagas, llamas, dolorosas verdades. Para dejar de sentirme huérfano. Dejar de sentir miedo y dudar. Para leer que “estaba viviendo la vida que me había obligado a vivir”. Representando.
No lo comprendí hasta que no volví a París a “echarme calle abajo a pesar de la lluvia con tal de acabar con esa apatía de guisos y edredones, de no volver nunca a aquel hundimiento silencioso en el sofá, ese naufragio de televisión y domingo un año tras otro”. Hasta que no me vi huido de mi país. Hasta que no me vi extranjero. Hasta que no dejé de ser un turista más. Hasta que, buscando algo que no sabía qué era, tropecé con ese “merece lo que sueñas”. Una puñalada al sentido.
Y me vi “fingiendo una vida que no era la mía, sintiéndome vacío”. Despertando en plena noche para revivir. Vivir insomne el otro fuego, la otra vida. Despertar en mitad de la noche porque la noche es el “tiempo en el que se cultiva un jardín secreto”. Lugar dónde todo es posible, todo diferente. Porque la noche es el lugar en el que suceden las cosas increíbles que realmente deseamos. Vivimos los deseos ocultos, reprimidos, las palabras ahogadas. Es el momento en el que los demás duermen y nosotros lo vemos claro, desaparece la sensatez, la lógica que nos destruye y nos amarga. Porque “no hace falta morir para estar en el infierno”.
Y todo cobró sentido. Las citas antes de cada relato. La poesía de la rebelión y el surrealismo en tus agradecimientos. Y tus palabras, Inés, pájaros de papel transformándose en cuchillos: “Sentirse vivo. Hacerte una vida de recién llegado sin más, siempre hoy, siempre extranjero”.
“Que más da de dónde viene el deseo si nunca estamos seguros, quién puede afirmar que las cosas son como creemos verlas”. Y hoy ha llovido, Inés, y he vuelto a soñar; he vuelto a sonreír.

Inés Mendoza. “El otro fuego” Páginas de Espuma. Madrid, 2010.

martes, 7 de septiembre de 2010

'dita sea. Daniel Rabanaque

'dita sea
de Daniel Rabanaque
se presentará en público los días 10 y 16 de septiembre de 2010
en el Interferencias y El zorro
, respectivamente


la despeinada presenta
'dita sea
¿Bendita?¿Maldita?
…porque algunas cosas tienen que ser dichas

bendito recital
maldita poesía
(o versavice)

¿Un bendito farsante, un maldito poeta, o al verrés? Todas las palabras saben dar vueltas. ¿Benditas, malditas sean? Lo que importa es sacarlas afuera, poner en común. El bien y el mal para quienes gustan de las cosas muertas, o al menos bien quietas. Aun así, ‘dita sea no es ambiguo: la paradoja es también un vehículo privilegiado para viajar entre palabras, para ocupar los huecos entre ellas, y a eso estás invitado. ‘Entre’ es el espacio que nosotros ocupamos, que te invito a ocupar.

escrito e interpretado por
daniel rabanaque

diseño audiovisual
rubén cárdenas

+ info: http://aquariablog.wordpress.com/
contacto: a.ladespeinada@gmail.com.

'dita sea
de Daniel Rabanaque


10 de septiembre de 2010 a las 21,30 hrs.
Interferencias, c/.Benavente, 11 (Zaragoza)

y
16 de septiembre de 2010
El Zorro, c.c. Independencia
22h.
Entrada 5€ (íntegra a beneficio de Amigos del Teatro)
http://www.myspace.com/pubelzorro

Daniel Rabanaque (Zaragoza, 1976).
Tímido y reservado, no adivino qué te puedo contar de mí que refleje… esto, que refleje lo que soy, que me ponga, de alguna manera, entre tus manos, a tiro de puño y caricia. Callada y discreto, no adivino, desde aquí, con qué palabras prendarte, decirte que estoy ahí, contigo, casi leyendo por encima de tu hombro.
Deslumbrado por la magia de las palabras, empecé a escribir desde que aprendí a leer. Fascinado y seducida por la maravilla que supone que seamos capaces de entendernos. Deslumbrado por las sonrisas que, impresas en papel, te saltan a la boca, por las lágrimas que esperan al volver la página... Encandilado por el carrusel de versos, de libros, salgo de mi asombro para separar un destello, para elegirte un mote, una sarta de letras que ofrecer como collar, como bálsamo a tu piel.
Aterido en un mundo por veces gritón y malhablado, me sublevan los discursos sometidos, los papagayos del status quo que con su parloteo mal aprendido nos roban el turno de expresarnos, nos imponen dictados que son lindas jaulas de fuegos fatuos. Desabrigada y a la intemperie, busco cómo y con quién repoblar el páramo esquilmado de la comunicación de masas, busco terreno fértil para otros titulares, para poner tu foto en la portada de tu vida.
Desnudo y extensa como página en blanco, me tiendo a la espera de que llegues a hablarme, de que halles las palabras que nos unen, de que aceptes mis ofrendas, los poemas a tus pies.

Daniel Rabanaque
http://aquariablog.wordpress.com/

domingo, 5 de septiembre de 2010

Jab


Para José Luis Ríos

Fue como un truco de magia. Verla y abrirse una grieta en el suelo. Caer dentro y aparecer en otro lugar. Fue la hostia. Fue ver aquella nevera portátil y hacer el puto viaje en el tiempo. Roja y con la tapa y el asa blancas. La misma, idéntica a la que nos llevamos a las carreras aquel domingo. Fue alucinante. Fue verla y acordarme, volver hasta aquel día que fuimos Pablo y yo al circuito del Jarama a ver las carreras de coches llevando aquella nevera que salió de un altillo de casa de mis viejos. Roja y con la tapa y el asa blancas. Igual que ésta. Que llenamos con una bolsa de hielos de la gasolinera y un montón de latas de birra. Y el calor sofocante de aquel domingo y la cerveza helada. Y nosotros dos allí sentados toda la mañana viendo pasar coches. Las risas y el pedo que nos cogimos a lo tonto. Pablo. Mi amigo Pablo. Los años en los que todo era presente y un descojone en sesión continua. Siempre juntos a todas partes y a todas horas. Hasta que a mí me dio por apuntarme al gimnasio a hacer Thai Boxing y él pasaba de ese rollo de los karatekas. Y yo empecé a currar los fines de semana de portero en una discoteca para sacarme algo de pasta y él se puso a estudiar en la universidad. Al principio venía todos los sábados y se tomaba unas birras conmigo, pero luego él empezó a quedar con gente de su clase y yo me enrollé con aquella camarera rubia de bote que llamábamos la gamba. Vendió el Dyane 6 verde -“La lechuga” lo llamábamos- y se compró un Clío blanco de segunda mano y se puso a salir con una piba muy pija que me miraba con asco. Alguna vez volvió y nos tomábamos unas cervezas, pero las risas sonaban de otra manera. Sonaban enlatadas. Hasta que un día cambié de garito y no le volví a ver. ¿Cuántos años hace de eso? Un huevo y parte del otro. Supongo que él acabaría la carrera y ahora será ingeniero de caminos y yo dejé lo de las puertas y me puse a trabajar para Anzano. Y ahora, después de tanto tiempo, aparece esta nevera roja y blanca llena de hielo, igual que la de aquel domingo en las carreras. Y dentro, en lugar de latas de birra, la oreja derecha de la hija de Chibluco con el pendiente puesto para que vea que es la suya y no la de otra. Y para que entienda que, o paga lo que debe, o lo siguiente que le llevaré dentro de esta nevera será la cabeza de esa zorra de mierda.

Texto de Jorge del Frago

Fotografía de José Luis Ríos
http://andan-dos.blogspot.com/