martes, 31 de enero de 2012

Trilogía de Giménez Corbatón



Reconozco a Giménez Corbatón como a uno de los mejores narradores vivos de Aragón. Y lo creo desde que me deslumbró con su novela “La fábrica de huesos”. Crónica de una nueva generación nacida en barrios de aluvión, extrarradio y casas baratas; de padres trasplantados del campo a la ciudad, jornaleros convertidos en operarios de fábrica que cambiaron de sitio pero no de vida; nuevos dueños y viejos criados; historia de lucha y dignidad por salir adelante que muchos conocemos de cerca.
Deslumbramiento que se confirmó con sólo leer “La umbría”, aquel primer cuento, magistral y doloroso, de su colección de relatos “El fragor del agua”. Con los relatos de ese libro materializó un universo extinto y presentido en los largos veranos de mi infancia, sació mi curiosidad de adulto sin respuestas; me trajo con sus palabras la conciencia física y estremecedora de un mundo desaparecido y los que lo habitaron: los masoveros y sus vidas sacrificadas resurgiendo de las ruinas y el olvido.
Supongo que compartir origen y geografía une. Él a un lado de Castellote; Santolea y su embalse; La Algecira y todos los Mas despoblados; el mío al otro lado, en Las Parras y el río Bergantes, a ambos lados de la raya de Castellón y Teruel.
Reconozco mi predisposición sentimental, la coincidencia en la mirada, mi agradecimiento por recuperar con sus relatos la vida y una de sus formas más duras. Pienso que si alguna vez tuviera que explicarles a mis hijos cómo era la vida de sus bisabuelos podría recurrir a las maravillosas guías etnográficas de Fernando y Ana Biarge, pero que esos libros les enseñarían sólo la parte visual del todo; que si de verdad quieren sentirlo, entenderlo, vivirlo en plenitud, deben leer los relatos de Giménez Corbatón.
Y en “Tampoco esta vez dirían nada”, esta segunda colección de relatos, tenemos la suerte de regresar, volver con sus palabras a El Crespol y Cantalar, al territorio del Maestrazgo y sus habitantes. A su soledad y sus recuerdos, su destino, su dignidad y su derrota. Su vida agreste y libre, sus secretos desvelados en una confesión. Su humillación y su orgullo. Sus heridas, su hambre, su dolor, su miseria y sus trampas. Su dura existencia no exenta de brutalidad, lágrimas, piedad, humor, ternura y amor. El abandono de las masías. La última historia de sus últimos moradores. Su propiedad y herencia, su renuncia forzosa, su emigración, sus muertos y sus cementerios. Relatos de sus actuales habitantes; esa vida nueva adaptada a los nuevos tiempos y a sus dificultades. Nuevas historias y nuevas voces de un viejo mundo cada vez más pequeño y lejano. Nietos, hijos, padres, abuelos, hombres y mujeres; presente y pasado de aquellos masoveros. Historias siempre de supervivencia, mundo que se niega a morir del todo, a perder del todo su memoria. La narrativa de Giménez Corbatón es la resurrección a la vida de un tiempo y un lugar, la pedagogía sin nostalgia; es lirismo, sentimiento, naturalismo, épica y realismo; es, sobre todo, la dolorosa carnalidad de sus personajes, su absoluta humanidad.
“Voces al alba” podría haber convertido a ese universo narrativo en una tetralogía esencial, pero no puede formar parte de él. Comparte con ellos escenario y esencia, pero unas veces las historias se hacen mitin y otras retales de sastre. Porque el cuento que le da título es un magnífico relato épico de humillación, venganza, amor, fidelidad y sacrificio, pero también un retrato parcial e incompleto de los guerrilleros comunistas del maquis. Talento puesto al servicio de la propaganda. El resto del libro nos deja momentos de evocadora y lírica belleza recuperando a algunos personajes de “La fábrica de huesos”, pero mezclando por una parte fragmentos afrancesados que afortunadamente fueron descartados de la novela y por otra un idealismo político que secuestra la narración convirtiéndola en un bochornoso panfleto.
La obra narrativa de Giménez Corbatón, esa que le ha convertido en uno de los mejores de Aragón, está formada por una trilogía.

José Giménez Corbatón. “Tampoco esta vez dirían nada”. 185 páginas. “Voces al alba” 186 páginas. Prames-Las Tres Sorores. Zaragoza, 2011.



martes, 17 de enero de 2012

Tragedia y melodrama

Esta novela obtuvo el Premio Sésamo en 1989 y Ediciones Gallimard la publicó en Francia unos pocos años más tarde. Ahora, veintidós años después, Mira Editores, por mediación de Fernando Aínsa, la publica por primera vez en España.
Gregorio Manzur, argentino nacido en Mendoza en 1936, lleva residiendo en París desde la década de los sesenta. Ha sido actor de cine y profesor de teatro, ha trabajado en televisión, escrito novelas y piezas teatrales; periodista, productor y locutor de radio y ha vivido en varios países. La suya es una de esas biografías que asombra y deja en evidencia a la mayoría de los que quieran competir con él en chinchetas clavadas en el mapamundi y visados estampados en el pasaporte. Apabulla su experiencia vital, tanta y tan variada, que dudas si el personaje de si mismo no acabe convirtiéndose en caníbal inmisericorde de su obra literaria.
Gregorio sitúa su “Sangre en el ojo” en la Argentina rural y mestiza donde nació y la narración comienza con la determinación de un hombre por cometer un crimen, un asesinato. La única forma de acabar con el competidor por el amor de una mujer. Aunque matar al amante sólo elimina la mitad del problema, pues la mujer está casada. Triángulo que no puede calificarse de amoroso sino más bien como una representación del juego del billar francés, ese que se juega con tres bolas y que es la metáfora que estructura la trama. Aunque el billar es en esta historia mucho más que una alegoría, es una parte esencial de la escenografía, es la conexión de una amistad que resulta fundamental y salvadora; y son su ritual y teoría, sus tácticas y, sobre todo, su simbolismo la forma de explicar y entender el juego de la vida y de la propia novela.
Fernando Aínsa la asimila a una tragedia griega, y realmente hay algo de eso en esta historia. Hay amor; amor irracional de ese que sólo se vive antes de los veinte años. Amor por el que un hombre joven sin coraje está dispuesto a matar a un amigo por la espalda. Hay un destino impuesto, un matrimonio obligado por el interés de un padre; una hija joven y hermosa casada con un viejo abyecto y borracho. Hay una excelente galería de personajes muy bien dibujados: tiranos y súbditos, supervivientes y chulos, valientes y chivatos. Hay celos, envidia, odio y amistad. Y hay traición, una encerrona a partir de la que todo se rompe, muta y se destruye. Hay un padre putativo y una madre antigua amante del señorito del pueblo. Hay un hijo proscrito y una muerte inesperada y salvaje. Hay violencia, amor filial y lágrimas y hay, entrelazada en toda esa tragedia, un pueblo y sus habitantes, un rincón de amargados que se nutre de intrigas, hipocresía, falsedad y chismorreos. Y hay un asco infinito, una repugnancia hasta el vómito por ese poder local y su despotismo bárbaro; un cura, un juez de paz y un comisario que se confabulan para tapar un escandaloso asesinato. Pero esta es también una novela de aprendizaje, de morir el muchacho para dejar paso al hombre, de conocer el dolor que eso implica, de que no es fácil crecer. Es conocer la verdadera amistad, la incondicional, la que cree en ti y te salva; la moraleja de una buena acción, la deuda y la gratitud, la ayuda en una fuga que es una genial escena entre cómica y heroica.
“Sangre en el ojo” bordea el límite del folletín histriónico, pero le salva la ambientación, el fatalismo, los personajes del ciego huérfano y el turco, maestro del billar y la vida. Pero ese final… esa inesperada aparición de la mujer amada como regalo sorpresa y despedida, esa petición ¡de culebrón!: dejame un hijo; esa ¡inesperada aparición! del amante rival, su pelea de navajeros y ese perdonarle la vida; ese confesar haberle dejado a su mujer como el que presta una cosa de su propiedad, alquiler al que ella accede con una sonrisa. Ese final convierte a la tragedia en un ridículo melodrama

Gregorio Manzur. “Sangre en el ojo”. Mira Editores. Zaragoza, 2011.

lunes, 2 de enero de 2012

De la mano del ángel de la infancia

Este poemario de Blanca Langa fue premio “Gerardo Diego de poesía” para autores noveles en 1988.
Ahora, veintitrés años después, la editorial Telee ha decidido reeditarlo.
Telee es el proyecto de Juan Carlos Martín, que puso en marcha y durante un tiempo regentó la librería “Donde los libros” en Calatayud.
Ahora Juan Carlos vive en Madrid, pero antes de cambiar de ciudad, publicó y promocionó a autores locales. Y ese localismo es algo muy meritorio, pero al mismo tiempo corre el riesgo de convertirse en autarquía si se prescinde de la calidad.
En cualquier caso, y por encima de mi criterio personal, se debe destacar la calidad de la edición de este poemario. Porque este “Cementerio de gorriones” es un libro editado maravillosamente. Con tapa dura, papel satinado e ilustrado con los cuadros de Mercedes Torres López. Además al libro le acompaña un CD en el que se pueden escuchar los poemas de Blanca recitados por José Carlos Álvarez.
Una edición totalmente inusual de un libro de poesía. Y, sobre todo, para un libro como este, quizás destinado más para un consumo interno, de círculo pequeño a pesar del premio.
Estos poemas son, según explica Blanca en el prólogo: “Poemas sobre recuerdos de mi infancia y de mi adolescencia”. Poemas a los que, en general, les viene bien la calificación de dulces y tiernos a pesar de tratar el tema de una pérdida. “Cuando quisimos darnos cuenta debutábamos en un mundo de adultos”. Poemas –para mí- sencillos y amables: “Yo sé que nunca más/encontraremos la tierra prometida,/que el dulce paraíso de la infancia/se vuelve inalcanzable/y tan ajeno/que es imposible cruzar de nuevo el puente./Pero prefiero que nadie me lo diga”.
Palabras para nombrar y recuperar ese tiempo pasado, nombres propios que guardan la imagen de aquel entonces. Nombres necesarios, cargados de simbolismo, y, al mismo tiempo, peligrosas referencias que pueden convertirse en palabras cursis en la voz de un adulto. Un tono obligado que se convierte en poesía inocente, blanda y ñoña. Porque tal vez éramos así en aquellos días.
Poemas –para mí- parciales. Con alguna imagen, algún verso logrado: “El agua sabe amarga y envenena/la prisa me acuchilla los talones”. “Silencio/la sempiterna palabra absoluta”. “Cisnes de incógnito en sus trajes de pato”. Poemas del desengaño y la nostalgia sin palabras que produzcan heridas que se infecten, aunque no ausentes de belleza: “Nos devuelven las cartas que escribimos…/Si un ángel nos saluda en un suburbio”.
Poesía –para mí- de sí y no. “Si miramos atrás y no nos recordamos”. “Si vivimos, es sólo de prestado/caminamos con botas alquiladas/hablamos con palabras adquiridas/Más que vivir, vamos sobreviviendo”. Parte de un poema final: “Nosotros” que es lo mejor del libro. El único que –para mí- y a excepción de un verso, se salva entero.
Este es un poemario premiado, pero a mi no me gusta. Quizás sea porque a mi me gustan más otras imágenes. Imágenes urbanas fabricadas con palabras menos bondadosas, más crueles y duras, más poderosas, menos amables.
El melocotón en almíbar era el postre de mi infancia; hoy me resulta una conserva empalagosa e insulsa. El ponche era la bebida de las fiestas y los guariches de la primerísima juventud. Entonces bebíamos el vino y escupíamos el melocotón. Queríamos emborracharnos sin dulzura, queríamos perder un lenguaje y adquirir otro, ser mayores antes de tiempo.
Estos poemas me parecen inocentes, dulces como una tarta casera. Tal vez yo me haya hecho viejo, cínico, escéptico y desencantado. Tal vez tomo demasiada cafeína, analgésicos y mastique entre dientes mi desencanto. Quizás la virtud de estos versos premiados esté en volvernos amables y tiernos, tristes y serenos. Y quizás no sea lo que yo necesite o ande buscando. Quizás ya no quiera ser así, quizás no lo sea, lo haya perdido, me lo hayan robado.
Quizás yo tenga con la poesía una relación sadomasoquista; quizás busque en ella la palabra que me apuñale, emocione, desconcierte. Espejo, laceración y estímulo.
Quizás ya no tenga el cuerpo ni las ganas para estos poemas de tarde de domingo, mesa camilla, chocolate caliente y bizcocho casero. Quizás le pido demasiado a todo esto; cada vez que abro un libro. Quizás yo no sea de los que lee en pijama y en la cama; que ya no sea una buena persona, que me haya vuelto beligerante, insomne, exigente e intransigente. Antipático y mal humorado. Quizás lea buscando la puñalada trapera, el callejón oscuro y no el gesto tierno y dulce, la amable y suave melodía.

Blanca Langa. “Cementerio de gorriones”. Servicios Editoriales Telee. Calatayud, 2011.