Muchos al encontrarse con un Mas o una Torre en ruinas no ven más que viejas piedras comidas por las zarzas.
Muchos al ver un pueblo deshabitado no ven más que una anécdota en el camino, un punto en el sendero que recorren con su mapa y su equipo de trekking.
Muchos pasan impasibles ante las casas arruinadas que ya sólo habitan los murciélagos; atentos tan solo a cumplir el horario previsto, al desnivel del terreno, a las calorías consumidas, al reto deportivo. Contemplan el paisaje como una postal pintoresca, una jornada de fin de semana y camping, unos días de vacaciones, excursionismo y turismo rural.
Muchos al ver esas casas con las paredes reventadas y sus techos hundidos por la lluvia y el cierzo no verán más que escombros, no sentirán curiosidad ni se harán preguntas, no pensarán que fueron lugares habitados, que antes de convertirse en nada lo fueron todo, fueron morada y pan, casa, tierra y agua, cobijo, sustento, calor, amor, dolor y trabajo.
Muchos al llegar hasta aquel lugar alejado y perdido de la montaña y ver sus habitaciones vacías y sus cocinas derrumbadas no pensarán que antes de llegar ellos allí llegaron mercachifles de Valencia que se llevaron de las casas todo aquello que podían vender en los mercadillos de las ciudades. Un montón de cosas abandonadas por sus dueños por no saber dónde meterlas en el piso angosto de Zaragoza de Valencia o de Barcelona a donde se fueron a aguardar la muerte.
Muchos al llegar de excursión hasta aquel lugar agreste y tan lejos de todo no pensarán que hasta allí no subía nadie para quedarse. A buscar setas, trufas, o hacer madera, sí, pero no para quedarse, y que, sin embargo, allí, en aquella umbría, en aquel Mas de Río, junto al remanso, vivieron hombres y mujeres para los que aquella casa y aquel paisaje eran todo su mundo.
Muchos al subir hasta La Peña Blanca y leer en su guía de bolsillo el inventario de su flora y fauna no sabrán que las almas de los que se han pasado la vida en aquellas montañas se quedan arriba y no bajan. Que al ver aquellas ruinas están contemplando los vestigios, el último recuerdo de lo que se olvidó, se abandonó, se despreció, se comió el futuro abortado y el viento nuevo. Hijos que se van; padres viejos que se quedaron solos para morir en esta tierra y quedar en ella para siempre abrazados a un mundo desmoronado.
Estos relatos no son la elegía de un mundo ideal ni un canto a lo arcaico en contra de la modernidad. Son algo que no explican ni enseñan las guías de viaje ni las rutas de senderismo; son una mirada, un reconocimiento, un homenaje, un recordatorio, un llanto sin falsa melancolía. Nos invitan a una reflexión acerca de la sobriedad y lo eterno, el obstinado amor a la tierra, el sacrificio, la fatalidad y la derrota.
Los relatos de “El fragor del agua” nos harán mirar esas casas derrumbadas de otra manera, con orgullo y tristeza, con admiración y dolor, porque esas ruinas guardan la memoria de otra manera de vivir: la estremecedora memoria de la vida, destino y muerte de los masoveros del Maestrazgo para quien quiera saber y escuchar.
Y todo eso contado por José Giménez Corbatón, sin duda, uno de los mejores narradores de Aragón. Por algo este libro va por la tercera edición.
José Giménez Corbatón. “El fragor del agua”. Prames. 3ª edición, Zaragoza, 2009.
José Giménez Corbatón. “El fragor del agua”. Prames. 3ª edición, Zaragoza, 2009.
Ilustración de portada: Ricardo Polo, en la que se puede ver a la vieja de “La umbría” llevando a los lomos de la mula el cadáver de Próspero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario