jueves, 24 de julio de 2008

Espejo retrovisor


Lo primero que hice al terminar el libro fue llamar a mis padres por teléfono. Están en su pueblo. Se pasan allí nueve meses al año. A la ciudad vienen a pasar el invierno, huyendo del frío y la boira que le sienta mal a mi madre y su reumatismo.
Cuando ya iba a colgar me cogió el teléfono mi madre. Estaba abajo, en el patio, hablando con su amiga Emilieta. Mi padre estaba en el huerto.
¿Pasa algo? No, no. ¿Qué tal todo por ahí? Bien, bien. Nada especial. Venga pues. Besos, adiós.
Le hubiera podido contar que acababa de leerme un libro que se titula “Ropa tendida” de Eva Puyó, y que había pensado en ellos. Pero creo que no hubiera sabido explicárselo.
Miré la portada del libro. La fotografía de un patio interior. Me acordé del piso de mis padres. De los patios interiores donde se colgaba la ropa en unos tendederos que iban de nuestra ventana a la del vecino de enfrente. El nuestro era el último piso. Si alguna prenda se caía al patio mi madre mandaba a mi hermana mayor a pedírsela a los del bajo. Excepto cuando era ropa interior que entonces bajaba mi madre porque a mi hermana le daba vergüenza.
En la fotografía se ve una bicicleta estática, y recordé que mi madre también tuvo una. La tenía en la trastienda y alguna vez me la encontré pedaleando, con la falda subida y los zapatos de medio tacón.
Ahora me parece que veo las cosas desde un espejo retrovisor. Miramos atrás y les vemos marcharse, quedarse solos en su paraíso imperfecto, y nosotros tenemos que seguir adelante.
Ropa tendida” habla de un padre que ve la televisión y yo me acuerdo del mío sentado viendo el fútbol o cualquier programa ridículo de variedades. Y recuerdo haber sentido vergüenza ajena viéndole reírse a carcajadas con aquellos humoristas casposos.
La madre tiende la ropa por los radiadores y yo me acuerdo de la estufa de butano que mi madre encendía para secarnos al salir del baño cuando todavía no habían encendido la calefacción central de la casa.
Cuenta que el padre no habla mucho y yo me acuerdo del silencio habitual del mío. Cuenta de chapuzas en casa y me acuerdo cuando mi padre empapeló el solo todas las habitaciones.
Habla de madres llorando en la cama y me acuerdo de las lipotimias que le daban a la mía, que parecía que se había quedado muerta, y de aquella vez que se la llevaron en ambulancia a urgencias y la bajaron en el ascensor sentada en una silla.
Cuenta de ruinas y me acuerdo cuando mi padre lo perdió todo en aquel negocio ruinoso y tuvo que vender la tierra que heredó de su padre para pagar las deudas. Sufrió una depresión que le dejó varios días sin salir de casa. Todavía le veo sentado a la mesa, comiendo en pijama, sin afeitar y sin decir palabra.
Habla de un padre que pegaba a sus hijas y recuerdo el único tortazo que me dio el mío porque no me entraban los quebrados en la cabeza. Cuenta de un padre violento al que tener miedo y pienso en mi buena suerte y en cómo, a pesar de todo, el tiempo fabrica el olvido.
Cuenta de una madre que limpia casas y pienso en las mujeres que venían a limpiar a la nuestra. En aquella mujer, que no era joven y se arrodillaba en el suelo para limpiar el parquet.
Habla de un padre que trabajaba de portero y yo me acuerdo del de nuestra casa. Se llamaba Julián y leía novelas del oeste. Me acuerdo de sus coloristas portadas.
Habla de un padre que compraba objetos robados y de excursiones en autobús a las huertas de las afueras de la ciudad para robar hortalizas. Y siento el alivio de lo que puede recordarse ahora, mirando por el espejo retrovisor, como algo cómico que te hace sonreír. Y me acuerdo de mi madre y sus faltas de ortografía en la lista de la compra, y de mi padre durmiendo en verano en un colchón en la terraza de casa, enseñando a todo el barrio aquellos calzoncillos de corazones rojos.
Cuenta de brindis en familia y veo a todos nosotros de pie, con la copa de champán en la mano, sonriendo y aparentando felicidad, y de esos besos de cumpleaños, santorales, Navidades y feliz año nuevo y como luego nos quedábamos frente al televisor viendo juntos el programa especial de nochevieja, sin abrir la boca, sin mirarnos a la cara.
Habla de trabajos y yo me acuerdo de cuando estuve trabajando repartiendo publicidad, de mensajero y sirviendo copas los fines de semana, y de la obsesión de mis padres porque terminara una carrera universitaria que ellos no tenían.
Cuenta de un padre chanchullero, irresponsable y caradura, que estafa a sus propias hijas y me veo cogiendo a escondidas dinero del cajón de la mesilla de mi madre. Ahora creo que ella lo sabía y que nunca me dijo nada.
Cuenta de oposiciones y pienso en el anhelo de ese trabajo estable que nos permitirá marcharnos de casa de nuestros padres y empezar a vivir nuestra propia vida lejos de ellos, caminar solos, verles alejarse desde el espejo retrovisor.
Y pienso en las derrotas de mis padres, en sus sacrificios, en sus discusiones, en todos los días que pasaron sin hablarse, en las palabras que nos hicieron daño mutuamente, en todo lo que no se y en todo lo que he olvidado, en que la única vez que les vi besarse en la boca fue en la celebración de sus bodas de plata.
Vuelvo a llamarles por teléfono. Hola ¿qué tal? ¿Ya se ha marchado Emilieta? No, todavía está aquí. Es Luís. Que muchos recuerdos. Gracias, igualmente. Que dice que cuando vengas te dará una docena de huevos y un pozal de higos. Dile que gracias. ¿Querías algo hijo? No, nada, estaba leyendo un libro y me he acordado...
¿Qué si papá ha ido al médico? No, va la semana que viene. Ah, bien, vale. Venga pues. Besos, adiós. Adiós.
No. No le digo nada. Y es que no sabría cómo explicárselo.


Eva Puyó. Ropa tendida. Xórdica Editorial. Zaragoza 2007.

miércoles, 16 de julio de 2008

Cicatrices


Suicidarse me parece una gilipollez. Aunque, la verdad, hay días en los que mi vida me parece una puta mierda y la idea resulta tentadora.
A mi me pasa como a tu abuela Rosario, que no me quiero morir. Morirme sería una putada, más que nada, porque tengo sobre la mesa una pila de libros que quisiera leer. Aunque la verdad es que me siento un poco masoca; me encanta leer y al mismo tiempo siento una envidia asquerosa. Me corroe como el ácido. Sois unos cabrones, tú, y todos los escritores. Y cuando me doy cuenta de que soy un inútil, que nunca podré escribir como tú, me dan ganas de pegarle un corte de mangas a tu abuela Rosario y decirle: Señora, usted es idiota y esta vida es una desgracia.
Me gusta escribir y contar, como ahora te lo estoy contando, aunque luego pienso: ¿para qué, si luego no va a leerlo nadie? A nadie le importa lo que escribo. Y cuando ese sentimiento me invade me gustaría vivir en Estados Unidos, entrar en una licorería y comprarme una botella del güisqui más barato, bebérmela de un trago y luego comprarme una pistola y salpicar con mi sangre la pantalla del ordenador.
Dicen que suicidarse es de cobardes, pero además de ser una frase gastada y sobada como una vieja puta, me parece una gran mentira. Hay que echarle cojones para saltar por un balcón. Hay que estar muy jodido para hacer eso.
Me dan auténtico repelús esos que hablan del suicidio como el último gesto de un artista rebelde. ¡Oh, si!, era un gran escritor, un ser atormentado y frágil… Bla, bla, bla… ¡Y una mierda! Una persona que se suicida es un ser irracional, un desahuciado, un loco, un demente inconsolable. Y no me gustaría estar dentro de su cabeza, ni sentir su dolor. Y no me gustaría tener que enfrentarme a esa muerte cada mañana cuando me miro al espejo, como te pasa a ti. Verle cada mañana en las cicatrices de mi cara, en el tabique hundido de mi nariz. En cada día de lluvia. En cada 27 de febrero. No, no hay ninguna belleza en la decisión de un amigo tirándose por un balcón.
El suicidio es el último acto de un largo camino de sufrimiento. La desesperación debe ser brutal, tan intensa, tan insufrible, que la muerte es una liberación. Es verdad que la muerte no duele, lo jodido, lo realmente jodido, es todo lo que uno debe pasar hasta llegar hasta allí.
Chusé te lo insinuó, le viste temblar, leíste su desesperación sin comprender. Cristina te habló de sus pesadillas, visibles como enormes moscas de alas pardas, pero tú no lo comprendías. Pensaste que lo de Chusé era retórica, pose, literatura, obsesión. Un monólogo agotador, una tormenta, el mareo de un borracho. No te culpes, a mi me hubiera pasado lo mismo.
Dices que no hablaste con Mariángeles y, sin embargo, creo que te hubiera ayudado. Ella podría haber sido un espejo en el que mirarte. Hubierais podido odiar juntos a Chusé. ¿No crees que ella también se debió de hacer preguntas como tú? ¿Cómo se debió de sentir? ¿Cómo le afectó el suicidio? ¿Qué recuerdo guardaba de él? ¿Se sintió culpable de su muerte? ¿Cómo, de que forma y manera realizó ella su propio exorcismo? ¿Cómo se libró de esa muerte? ¿Cuántas botellas bebió, cuantas pastillas tomó, cuantas noches soñó con él? ¿En donde encontró consuelo? ¿Cómo consiguió olvidar?
No me hagas ni puñetero caso, no soy nadie para darte consejos.
Pero es que no lo entiendo, ¿cómo puede el abandono de una mujer provocar un desmoronamiento tan bestial? ¿Es que no hay nada donde agarrarse, nada que te salve? ¿Amigos, libros, proyectos, vanidad? Yo no lo entiendo. Tú tampoco. Vivimos más cerca de la locura de lo que creemos. No sabemos nada de los demás. Sólo sabemos de ellos lo que nos dejan ver. No podemos evitar que un hombre cierre la puerta por dentro y nos deje fuera.
Ha sido mejor que no escribieras una biografía de él. Es mejor contar que lloraste, que te quedaste con su grabadora y su carné de la biblioteca, con su fotografía. Que recuerdas los libros y escritores que le gustaban y le hacían reír y que has olvidado dónde está su nicho en el Torrero, que no has vuelto allí. Es mejor recordar el primer libro que le regalaste siendo niños, cuando empezaste a ser su hermano mayor. Que en una bolsa tienes guardadas sus cartas, el libro con sus cuentos, sus artículos y borradores. Que un día volviste a escuchar su voz y soñaste con él. Que tuvisteis un grupo de rock y fuisteis felices en los bares y que siempre perdía cuando jugaba al ajedrez. No, no viste su cadáver, pero recuerdas que tuvo la mirada triste. Maldita sea, ¿por qué tuvo que hacerlo?
Somos falsos y mentirosos. La noche anterior estuvo bebiendo, riéndose y viendo la televisión con Bizén. Se hace una tortilla francesa y luego se tira por el balcón. Hay que joderse. Y en vuestra casa ni un jodido teléfono por el que hacer una última llamada, ni un maldito peatón que le viera y avisara a la policía, ni un jodido psicólogo que se acercara a hablar con él y evitara que saltara. Una lona al final del vuelo. Está claro, la vida no es una película americana.
Es lógico que te sientas culpable. La culpa surge de esa imposibilidad de comprensión y consuelo. No haber sabido interpretar las señales. No haber podido detenerle. Pero eso era imposible, para eso necesitabas tenerlo bajo continua vigilancia, estar siempre, constantemente con él, y eso significaría no poder vivir tu propia vida. Eso no se le puede exigir a nadie. Era como el náufrago que no sabe nadar y se agarra a ti para salvarse, al final los dos os vais al puto fondo.
No encontraba sosiego en nada ni en nadie. Decía que se sentía vacío y que despreciaba la sensatez, que no había respuestas ni nunca las habría. ¿Qué es lo que debías decirle? ¿Cuáles eran las palabras mágicas? ¿Acaso esperaba de ti que hicieras el milagro de sanar enfermos? No te culpes, no me extraña que sintieras su muerte como una liberación, quitarte ese peso de encima.
Todas las heridas profundas dejan cicatrices. Todas se cierran. Algunas duelen cada 27 de febrero.
Cabronazo ¿Por qué tuvo que hacerlo?

Amarillo. Félix Romeo. Plot Ediciones. Madrid 2008

lunes, 14 de julio de 2008

Blonembun (Primera parte)


Cuando me di cuenta que me había perdido decidí empezar desde el principio y cogí el primer tren a Blonembun.
Al llegar, en el andén de la estación, una mujer acariciaba la frente de un hombre, cerraba sus párpados y le susurraba al oído.
Deambulé por sus calles y contemplé, a la luz de una nueva mañana, sus fachadas dibujadas con un lápiz de carbón. Agazapado entre sus tejados, un francotirador me apuntaba con su rifle.
Vagabundeando me encontré frente al cartel de la “Pensión de las Almas”. Subí y llamé al timbre. La patrona me llevó hasta mi cuarto. Era justo lo que esperaba: un trastero de almas perdidas. Dejé mi maleta sobre la cama de hierro y salí al pasillo. La puerta de la habitación de enfrente estaba abierta y en su interior, un viejo en mangas de camisa, sentado en una silla de mimbre, sostenía un reloj de arena entre las manos. Tenía la mirada perdida.
Volví de nuevo a la calle. Frente a la pensión había un estanco, quise comprar tabaco, pero en el cristal de la puerta cerrada había pegado por dentro un cartel escrito a mano: vuelvo enseguida.
Caminé calle abajo, en un balcón abierto de par en par una mujer se pintaba las uñas de los pies y en la acera dos perros se mordían violentamente. Me crucé con el cortejo de un entierro, en el que tan sólo una mujer, que iba arrancando las páginas de un libro y pisoteándolas en el suelo, seguía al coche fúnebre. En una tienda de animales estaban de oferta las tortugas y en la farmacia por comprar una caja de analgésicos te regalaban otra.
Crucé despistado un paso de peatones en rojo y un camión frigorífico del matadero municipal, casi me lleva por delante. Llegué asustado hasta el parque municipal y en la entrada, sentado en un banco, un hombre con sombrero de fieltro apoyaba la barbilla en su bastón y miraba con cara de odio a los caminantes. Me crucé con un hombre completamente desnudo que parecía sonámbulo, pero que echó a correr cuando oyó la sirena del coche patrulla. Dos policías invidentes salieron en su persecución guiados por sus perros lazarillos. En el centro del parque contemplé el frondoso Tramotay, el árbol del engaño, una especie que sólo crece en Blonembun. Un galgo estaba ahorcado en una de sus ramas y en el tronco alguien había grabado un corazón con dos iniciales. Una de ellas estaba tachada con furia.
Al salir del parque, en el jardín trasero de una casa, una mujer tendía la ropa y miraba al cielo con ansiedad, como esperando algo.
Hacía bochorno y entré en el primer bar que encontré: el Casablanca. El camarero limpiaba los vasos bajo la luz demencial de los fluorescentes mientras miraba a un hombre jugar al billar, en la esquina de la barra estaba sentado otro hombre que había puesto junto a él la funda de una guitarra, la cogía de la cintura con delicadeza y le susurraba palabras de amor.
Volví a la calle, volví a las calles de Blonembun, evitando siempre mirar a los tejados y en las escaleras de la Biblioteca Municipal, un adolescente con granos en la barbilla leía un libro: “El escritor cleptómano” de Jorge Frago. En el paseo de los desengaños unos empleados de la funeraria sacaban en una camilla un bulto cubierto con una sábana blanca, al bajar el último escalón del portal, un brazo del cadáver se descolgó y pude ver el profundo corte de su muñeca.
Anochecía, y se puso a llover, con esa lluvia arcillosa que simula sangre humana y que todo el mundo sabe que es frecuente en Blonembun. Un rayo cayó cerca y oí invocar el nombre de Díos en vano.
Me refugié de la lluvia en el bar Casablanca. Aquella noche, sentado en la barra, escuché a otros hablar de sus vidas y de las vidas de los demás. Escuche contar la historia de una mujer que se había ahogado en el río mientras se bañaba desnuda y sola, sin que nadie la viera y pudiera salvarla. La de esa otra mujer, la del famoso psiquiatra, que le arrancó el corazón con un cuchillo y se lo comió a dentelladas. La de aquel funcionario, triste y gris, que entró en el centro comercial de Blonembun con una escopeta de cañones recortados y causó una terrible carnicería; decían que la soledad le volvió loco. Y el escandaloso caso del cirujano plástico que asesinó a su mujer y fue declarado inocente por un tribunal popular. Y el de aquel hombre que nadie conocía y que estrelló su coche contra un muro justo después de dejar en la estación a una chica que había recogido haciendo auto-stop.
En el bar había un hombre que levantaba la mirada del vaso cada vez que se abría la puerta. Miraba con ansiedad esperando ver entrar a alguien, pero cuando comprobaba que no era quien él esperaba le pedía al camarero otra ronda que ahogara su dolor. Seguiría esperando, aunque sabía que ella jamás volvería.
En el otro extremo del local, una mujer muy maquillada, fumaba y bebía sola, y soñaba que era hermosa y escandalosamente feliz.
Escuché hablar de la mala suerte, del maldito destino, de la necesidad de olvido, de la dolorosa rutina, de habitaciones vacías, de esa palabra que nadie se atrevía a decir: esperanza.
El bar estaba repleto de rostros agotados, de locos, de borrachos y extranjeros, de gente corriente resignada y sin ambición, gente sin escapatoria, que vivían con miedo a perder el empleo.
De repente un hombre le rompió a otro un vaso en la cara y una mujer lloraba junto a su rostro ensangrentado, nadie le impidió marcharse porque todos sabían que era policía
Salí del bar y me marché a la pensión. En un callejón alguien estrelló una botella vacía contra la pared. En el viejo puente de piedra una mujer con un vestido rojo miraba fijamente el río de aguas negras.
Cuando llevaba un tiempo en la cama escuché pasos en el pasillo y me acordé del francotirador, al asomarme vi a un hombre que huía por la ventana, en la cabeza un sombrero de hongo, y en la mano izquierda una maleta de cartón.


Oscar Sipán “Rompiendo corazones con los dientes” Editorial Odaluna, Requena (Valencia) 1998.

El libro de Jakov (Segunda parte de Blonembun)


Algunos dicen que Blonembun no existe. Pero no es cierto. Lo que pasa es que no quieren mirar, no quieren saber, no quieren sentir. Prefieren la comodidad de la mentira, de la ignorancia, del no ver.
Blonembun existe en nuestras pesadillas y en nuestros sueños secretos, malogrados y siempre aplazados. Nuestro propio asesinato. Existe en nuestras obsesiones que nos persiguen y azotan, en la soledad que vive en silencio tras los tabiques. Existe en las cosas que elegimos olvidar, en todo lo que quisiéramos hacer desaparecer.
Existe en la fotografía de esa mujer que fue nuestra y ya no está. En el único lugar donde conocimos la felicidad. En aquel viaje que ya no podremos repetir.
Existe en todos esos hombres que no queremos ver. En los borrachos, ebrios de dolor y recuerdos; en los derrotados, arruinados de soledad y desesperanza. En los vencidos por esa maldita sombra llamada depresión.
En esa violencia ante la que nos hemos vuelto indiferentes, en ese asombro y ese horror que dura el tiempo de una noticia en el telediario. Después vendrán todos los narcóticos gratuitos que nos harán reír y dejarnos ciegos.
Existe como todos esos lugares que imaginamos en los que dejamos de ser nosotros mismos y dejamos de sufrir. Existe en cada momento en el que nos arrepentimos y ya no podemos dar marcha atrás. Existe porque es un lugar al que vamos a diario, del que huimos a diario, en el que vivimos, en el que nos sentimos encerrados, en el que buscamos, en el que nos rendimos.
Existe cada mañana, cuando suena el despertador; existe en cada maldición, en cada beso de adiós. Existe como existió el pasado, ese momento en el que fuimos felices una vez.
A la mañana siguiente me levanté dispuesto a volver a las calles de Blonembun, dispuesto a buscar, a encontrar algo que no sabía qué era.
La puerta seguía abierta y el viejo de la habitación de enfrente seguía sentado en la silla de mimbre, pero esta vez, en lugar del reloj de arena, sostenía entre las manos una postal y sonreía.
Me acerqué hasta la puerta y le pregunte:
-¿Buenas noticias?
El viejo levantó la mirada de la tarjeta y me dijo:
-Ya lo creo, que son buenas. Baraka me ha escrito, por fin se ha acordado de mí, me anuncia que viene a buscarme.
-¿Quién es Baraka?- le pregunté
-Baraka, el hombre del globo, todo el mundo sabe quién es. ¿Tú no eres de Blonembun, verdad?
- No.
Y entonces me explico quién era Baraka. Me dijo que por fin dejaría de sentirse un cobarde, por fin todo terminaría, dejaría de sufrir, se acabarían esas noches de insomnio en las que llamaba a gritos a Baraka, rogándole que viniera a buscarle y le llevara con él.
Le pregunte porqué quería que viniera Baraka a buscarle y entonces me contó el pequeño tesoro de su historia.
Cuando terminó dejé de sentirme perdido y desorientado, mis cuarenta años dejaron de pesarme, mi tristeza dejo de acecharme tras de los tejados, dejé de sentir miedo y encontré la esperanza.
Salí a la calle prometiéndole que volvería y me fui directo a la librería del capitán Clerk. Le pregunté por el libro de Jakov Salenko. Sin levantar la mirada de unos viejos papeles que observaba con una lupa me dijo que ese libro no existía. Debió de notar mi desesperación y se apiadó de mi, porque cuando iba a salir de la librería me detuvo diciéndome que Jakov Salenko nunca había escrito ese libro, me quedé mirándole sin comprender, entonces levanto la mirada y me dijo que lo había escrito otro, que buscara en la Biblioteca Municipal.
Me fui a la Biblioteca de Blonembun y busqué en los autores con la letra S, fui pasando lentamente el dedo índice por lomos. El capitán Clerk no me había mentido, no había ningún libro de Salenko. Pero me dijo que buscara, que lo había escrito otro. Por orden alfabético fui sacando uno a uno todos los libros de las estanterías, hasta que por fin, pasadas unas horas, en la letra S encontré la portada de un libro con el dibujo del globo de Baraka, volando sobre los tejados de Blonembun. Me temblaron las manos. Cogí el libro y me lo metí dentro de los pantalones, sacándome la camisa por fuera para ocultarlo. Las alarmas de la puerta no saltaron al salir. Sonreí.
Parado en la acera miré a los tejados, el francotirador estaba ahí, apuntándome. Le enseñe el libro, como si fuera mi salvoconducto, y, entonces, le vi bajar el fusil y marcharse. Ahora ya no podría abatirme.
Regresé a la “Pensión de las Almas” y la habitación de Jakov estaba vacía. La cama de hierro sin sábanas, la silla de mimbre vacía. Sobre la mesa el reloj de arena. Lo cogí y me fui a mi cuarto. Abrí la maleta, metí dentro el reloj de Jakov y el libro. La cerré y me marché.
Me senté en un banco del andén de la estación y recordé a aquella mujer que había visto en aquel mismo lugar la mañana en que llegué a Blonembun. Recordé como acariciaba con dulzura la frente de un hombre, cerraba sus párpados y le susurraba al oído.
En el próximo tren me marcharía, tenía otros lugares que conocer, hoteles inventados, paisajes de papel y agua, ciudades del alma.
Abrí la maleta y empecé a leer el libro, la vida de Blonembun, la historia de Jakov Salenko.


Oscar Sipán, “Rompiendo corazones con los dientes”, Edita Odaluna, Requena (Valencia) 1998. Dibujo de la portada de Oscar Sanmartín.

jueves, 10 de julio de 2008

La casa del pozo


De esta novela que es premio Ínsula de Ebro en 2006 hizo Juan Ángel Juristo una crítica elogiosa en el suplemento literario de ABC. Así que ante los premios y el reconocimiento crítico mi opinión sobre ella no vale nada, y, por lo tanto, a nadie debe importarle que yo diga que su lectura me produjo una sensación permanente de incomodidad y distancia. Una sensación que tan solo el magnífico final de la novela consiguió aliviar.
Leyendo “El perfume de la higuera” de Damián Torrijos me he sentido confundido, mareado, borracho de letra y saturado de palabras vírgenes. Abrumado de latines y diccionario. Constantemente fuera de juego, incapaz de apreciar y saborear la fascinación barroca y sensual de su prosa. Me he sentido como un palurdo al que invitan a un exquisito y afamado restaurante a comer delicatessen y se pasa la comida sin saber qué es lo que se lleva a la boca, echando de menos su plato casero con cuchara.
El principio es tan desconcertante y confuso que dan ganas de abandonar y dejarle con la palabra a medias. No sabía si estaba en una clase de física aplicada, de anatomía médica o leyendo el ejercicio de latín del examen de selectividad. Y ese último, especialmente, fue devolverme el mal recuerdo de un diccionario que tiré a la basura el mismo día que me dieron la papeleta de aprobado. Requiéscat in pace. En esa conversación que encontraba pedante, absurda y fuera de lugar, comenzó un desencuentro que ya no me abandonó en toda la lectura hasta la reconciliación de las páginas finales. Me costó entrar, me costaba enterarme, las palabras se convertían en líneas paralelas que no llevaban a ningún sitio y la lectura suponía un esfuerzo que anulaba el placer. Constantemente me tentaban la renuncia y el adiós pero, entre el desconcierto y la ansiedad, aparece un muerto y se adivina un misterio que te hace perseverar y seguir adelante.
Una de las sensaciones percibidas fue la del rechazo, el sentirme desplazado de un grupo y su conversación. Y es que los protagonistas de la novela forman un grupo culto y excelso, un grupo capaz de descifrar anónimos en griego y de hablar entre ellos de una forma afectada, artificial, increíble, redicha y sabihonda. Estás ahí escuchando y leyendo y te sientes descolocado y confuso, acomplejado y apabullado sin entender la conversación ni los chistes, pensando que nadie puede hablar así en serio sin parecer ridículo y repelente.
La otra sensación dominante fue la de estar en un cine viendo una película en otro idioma con subtítulos en español. Me enteraba de la trama, de lo que pasaba, pero no llegaba a engancharme, agarrarme por el cuello y no dejarme respirar, no conseguía verla sin olvidarme de los subtítulos, y esa extraña forma de hablar que tiene el narrador me mantenía constantemente alejado y frío.
Resultaba una película con hermosos paisajes labrados bajo un río omnipresente, ensoñaciones de un espejismo africano. Una historia con interesantes personajes, como el excéntrico y particular cronista del pueblo. Un lugar con elementos reconocibles y típicos admirablemente descritos, como el bar del tío Torrocho, con su humor y su filosofía de café y humanidad. La fotografía es tremendamente hermosa, la dirección artística, los exteriores, la ambientación y la atmósfera reflejada son poéticos y exactos: el espíritu pueblerino que vive en viejas rivalidades, las ancianas en los portales, las tertulias en la calle, las tormentas del seco Aragón, preñado de ríos y nieblas.
Pero toda la realidad, toda la naturalidad y belleza de la imagen se ahogan en un guión desconcertante, artificial y confuso que provoca rechazo y estupor. Hay en algunos momentos una belleza repentina, que brilla y deslumbra con fuerza, como una luz que aparece entre el oleaje y nos trae una esperanza momentánea, pero que, lamentablemente, desaparece enseguida. Porque en general la narración transcurre con un ritmo agotador y soporífero que te mantiene en una constante duermevela.
El final, sin embargo, compensa todo lo andado; hace olvidar la hojarasca, el tedio, el lenguaje que no entendemos; la confusión, lo inexplicable, los pasos en falso, los jeroglíficos, la vergüenza de no enterarse. Esta vez sí sientes esa mano que te agarra del cuello y te hace abrir los ojos, consigue levantarte del asiento y abrir la boca. Un final angustioso al descubrir lo que falta, lo que no hay, las palabras de un hombre sin rostro que no recuerda, el buscar también nosotros ese pozo donde se resuelve el enigma. Arañamos el suelo con las uñas, cortamos maleza embriagados por el perfume de las higueras, atamos ese viejo tractor a nuestro coche, empujamos, quitamos escombro con las manos, sudamos y resoplamos, nos secamos el sudor de la frente cubierta de polvo y descendemos al infierno. Y aparece; descubrimos el horror, la brutalidad humana, los secretos mejor guardados. Terminé el libro despierto, sobrecogido de silencio y soledad, intentando imaginar como debe ser vivir eternamente con un grito metido dentro de tu cabeza.

Damián Torrijos “El perfume de la higuera” Editorial Prames, Zaragoza 2007.