martes, 31 de marzo de 2009

Sobre una bicicleta


Para Triboniano
que me habló de la patria vital de la infancia.


Ahora
con su felicidad
recién estrenada
pedaleo hasta mi pasado.
Busco
araño
trato de recordar
y apenas encuentro nada.
Poca cosa.
Si acaso
la calidez inmensa
de un sol de verano.
Mudanza
paisaje abierto
verde
y libre.
Estrechas
olvidadas
calles de ciudad.
Viento en la cara
caminos para perderse
regaliz en las cunetas
acequias
cañapita
y campos de maíz.
Granjas
tractores
fruta madura
y domingos
de colonia y campanas,
y en agosto
fiestas mayores
coches de choque
y escopetas de perdigones.
Y una casa
y un huerto
que ya no son nuestros
y toda mi felicidad
de niño
sobre una bicicleta.


Poema de Jorge del Frago

Fotografía de Emilio Molins

domingo, 29 de marzo de 2009

La vida como una erección

A simple vista, con esa sonrisa burlona, puede parecer un tipo fanfarrón y arrogante. Le gusta esa pose.
Le imagino mirándome y calculando mi temperatura de ebullición. Mi apariencia de niño pijo le hará creer que voy a escandalizarme con su zafio lenguaje. A él le gusta provocar, así que me contará que se meó en la pila del agua bendita y le levantó la falda a las vírgenes de cera. Me contará también alguna historia de sexo en crudo, sin eufemismos, con escandalosas onomatopeyas y ruidosas carcajadas. Y luego, de postre, algo sórdido, una historia de putas, por ejemplo. A Sergio le gusta jugar a epatar el alma burguesa.
Pero, si no caes en la trampa, si aguantas sin mandarle a la mierda, descubrirás a un escritor de enorme talento. Un animal literario, hiperactivo, salvaje, culto, leído, apasionado, sentimental, observador y rebelde.
Si no caes en la provocación te cambiará su media sonrisa socarrona por una historia de sangre mezclada con café. Un malestar que carcome, una angustia y un odio que crecen con lenta intensidad, como ir subiendo poco a poco el volumen de la radio hasta que llega un punto en el que los cristales se rompen.
Si le dejas, te hablará de una antigua compañera de piso que se llamaba Aurora, de cómo era antes de que el aire de su despacho se volviera fétido.
Te contará la historia de un niño al que le gustaba contemplar la alegría de las mujeres que vivían en la casa de enfrente mientras sus padres se hablaban a gritos. Y al que le gustaba la extraña charla de su tío encamado que le pedía que nunca fuera una persona simple. De cómo cambian los barrios y las calles, y cómo la locura, el rencor y la derrota, pueden hacer estallar todo en mil pedazos.
Sabrás que un libro puede hacer que no vuelvas a ser el mismo y del poder destructivo de un poema. Conocerás qué significa vivir con la herida de un remordimiento culpable y la frágil condición de la vida humana.
Te enseñará una carta manuscrita, el fragmento de un diario de viaje que acaba bruscamente. Un coche llega y alguien que se acerca. Sentirás que vienen a por ti.
Te hablará de una mujer a la que nunca besó y que encontró al último bohemio, un hombre que era un final de raza en una familia de literatos. Al estilo Panero, pero con otro apellido. Alguien capaz de arder hacia su propia destrucción y sobrevivir haciendo artículos de crítica televisiva para un periódico sin tener televisión en su casa.
Te señalará una cicatriz en la espalda y te dirá que le gustaría que su abuelo fuera un traidor.
Te hablará de la esquizofrenia desde el dolor por la víctima. La historia que hay detrás de una mujer que se quema los dedos al fumar. La necesidad de dejar en evidencia las contradicciones, la miseria humana, las mentiras y las traiciones, la crueldad, y el utilitarismo del hombre por el hombre.
Entre cañas, patatas bravas y callejones del esperpento, te contará una historia de lealtad y muerte. La obligación de cumplir los juramentos.
Sergio escribe contra el nihilismo, contra la voluntad inerme, contra la farsa de traicionar la vida. Te dirá que la vida hay que entenderla como una erección. El día que no la sientas será que estás muerto.

Sergio del Molino. “Malas influencias” Ilustración de cubierta de Óscar Sanmartín. Tropo Editores. Zaragoza 2009.

viernes, 27 de marzo de 2009

Los cañones de Zaragoza


Desafiando el tránsito de “machinas” que poblaban las calzadas de Zaragoza, los valientes componentes de aquella squadra se abalanzaron sobre la puerta del Templo. Cruzaron las bancadas repletas de fieles y arriesgaron el pellejo para alcanzar su objetivo: el cajón de bronce a través del cual subirían a lo más alto de la Torre del Fin.
Desde ahí podían divisar las estrechas bocacalles y obtener las coordenadas exactas del lugar en el que iban a encontrar el preciado tesoro que habían venido a buscar. El campo de visión era demasiado amplio, entre San Miguel de los Navarros y el Palacio del Conde de Aranda. Ahí, tenía que estar ahí.
Sin esperar a que anocheciera, y no sin antes asegurarse de que llevarían suficientes monedas de oro, se adentraron en el viejo puerto fluvial, dónde les esperaba Agustina. El paseo en aquella barcaza se hizo eterno, y no estuvo exento de encuentros inesperados con las tropas del General Trolebús.
Amanecía ya. Paolo Sidonia, Sebastián Cienfuegos y Eduardo Sigfrido llegaron a la Imprenta vieja del Hospital. Ante ellos apareció una sala repleta de legajos, pergaminos y volúmenes literarios en la que iba a ser imposible hallar lo que tanto ansiaban. De pronto, el Comandante González recordó las palabras del Vizconde, -“Los cañones se fundirán en sangre”. Todos parecieron comprender, y como si de una aparición se tratara, justo frente a ellos emergió aquel tomo de lomo rojo que agarraron con ansiedad. Dejaron varias libras jaquesas en el hueco que se había formado en el estante, y sin tiempo para más, introdujeron el libro en la bolsa. Por fin era suyo “1808 LOS CAÑONES DE ZARAGOZA”, de Fernando Lalana y José Mª Almárcegui.
No quedaba mucho para que oyeran sonar el tañido de la campana de los perdidos. Cumplida su misión, debían emprender el viaje de partida a Huesca.

Texto y Fotografía:
Sigfrido González Pardo

Ficción Literaria -repleta de guiños- inspirada en el libro “1808. Los cañones de Zaragoza”, de Fernando Lalana y José Mª Almárcegui. Formato: Rústica con solapas. Sobrecubierta impresa en el interior con un mapa histórico Páginas: 220. Fecha de publicación: 11/3/2008. Género: Novela. Colección: Serie Roja. A partir de 14 años.

“Mayo de 1808. Una escuadra de artilleros mercenarios parte de Venecia hacia Zaragoza para cumplir con un singular encargo del Conde de Fuenclara. Pero no menos misterioso resulta ser el verdadero motivo que ha llevado a los jefes de la squadra a aceptar este trabajo: encontrar el secreto para fabricar los mejores cañones del mundo, fundidos en Zaragoza años atrás bajo el sello “Dei Machina”. Todos sus planes sufrirán un vuelco inesperado con el asalto a la ciudad por las tropas de Napoleón. Los generales franceses cuentan con lograr la victoria en unas pocas horas, pero durantes los siguientes cuarenta y cinco días, españoles, venecianos y franceses librarán una feroz batalla. Es el primero de los “Sitios de Zaragoza”.
http://www.alfaguarainfantilyjuvenil.com/index.php?s=libro&id=695

miércoles, 25 de marzo de 2009

Tan sólo su nombre


No soy un criminal. Tan sólo quería saber su nombre. Por eso lo hice.
Sí, ya sé que otro en mi lugar hubiera recurrido a cualquier viejo truco de ligón de discoteca, hubiera sabido cómo hacerlo, qué decir, hubiera sabido sonreír y hablar sin tartamudear. Pero yo no. Eso para mí es imposible. Soy demasiado tímido. Lo mío es tropezar con las palabras, enrojecer y no terminar las frases, quedarme callado en un rincón. Maldita sea, ¿cómo lo harán? Siempre he envidiado a esos canallas, simpáticos y triunfadores, a esos charlatanes de verbo fácil, encantadores de serpientes.
Y además, si lo hubiera hecho, si hubiera sido capaz de acercarme hasta ella, ¿qué le hubiera dicho?, la agarro del brazo y le digo: ¡Hola!, ¿perdona, me puedes decir tu nombre? Qué absurdo. Hubiera pensado que era un chiflado, un perturbado. Se habría asustado y me hubiera dado un nombre falso, el primero que se le hubiera ocurrido, y luego se habría marchado deprisa, atemorizada, sin atreverse a mirar atrás. Y eso hubiera sido lo peor, que me dijera un nombre falso, porque yo necesitaba saber su nombre de verdad, el auténtico. Lo necesitaba para nombrarla en mis sueños, agarrarme a su recuerdo en las noches de mi soledad.
No. La única forma de saberlo era haciendo lo que hice. Arrancándole la verdad.
No soy un delincuente. No estoy loco. Es este maldito silencio mío, esta vergüenza de palabras torpes y escasas. Esta timidez absoluta y desesperante que me ha convertido en un fracasado, un impedido, alguien incapaz de hablar con naturalidad con una mujer.
Lo siento, no está bien lo que hice. Siento mucho su estupor, el susto que debió de llevarse por mi culpa, su caída, su dolor al golpearse contra el suelo. Pero no me quedó más remedio. Lo hice por miedo, por el miedo que sentí al verla marchar, al ver su espalda alejándose y no saber su nombre, no poder invocar su memoria antes de quedarme dormido.
Ya se que no es normal, que todo esto no tiene ningún sentido, pero el amor es eso, el amor es arrebato, hambre, necesidad. El amor tenía su rostro y sus gestos, su encantadora espontaneidad. Todo lo que yo no tengo. Todo lo que no soy. Porque la expresión de mi amor está siempre hecha de silencios, de palabras muertas antes de nacer, palabras que se quedan estancadas en mi cabeza y en el agua turbia de mis ojos, palabras que nunca salen de mi boca para tocar el aire y provocar caricias.
Y es que me enamoré de ella en apenas unos segundos. No fue su belleza discreta y elegante lo que me atrajo de ella; fueron sus gestos, su forma de hablar y expresarse lo que me fascinó, me dejó maravillado. Se metió dentro de mi cabeza y me dejó en evidencia. Indefenso, herido, maniatado a su aire.
Entró en el vagón con una amiga, una compañera de trabajo quizás, y se quedaron de pie junto a mi. Su amiga dándome la espalda, ella frente a mí, a dos pasos cortos, cerca, donde pudiera verla y oírla.
No; no fue su belleza, fue el movimiento de sus manos al hablar, las expresiones de su rostro, sus ojos, su elocuencia y su sonrisa.
Me pasé mi parada por seguir viéndola, por continuar admirando su naturalidad al conversar, la forma en que se colocaba el pelo detrás de las orejas, las mil tonalidades que tenía su rostro. Ni siquiera sé cuantas estaciones más pasaron, todo había desaparecido, sólo la veía a ella.
Hasta que se despidió de su amiga y se bajó.
Entonces, atraído como un hierro al imán, salí detrás de ella, con cuidado para no perderla de vista en el andén repleto de gente, ni por los largos pasillos y los cruces de los transbordos.
Al empezar a subir las escaleras de la boca del metro para salir a la calle sentí el terror de perderla, no volver a verla jamás. El vértigo de su ausencia. Quise llamarla, pedirle que no se fuera, que no me dejara. Quise hablarle de amor. De mis ojos, incansables de tenerla; de su voz, su palabra y sus gestos llenado el silencio que vive en mi boca. Pero sabía que no podría. Que era imposible. Por eso lo hice. Necesitaba su nombre. Tan sólo su nombre llenando mi soledad.
Subí los peldaños de dos en dos y la alcancé justo en la salida, en el último escalón, pasé rápido junto a ella y agarrando el asa de su bolso tiré con todas mis fuerzas. La vi tropezar y caer, golpearse la cabeza contra el suelo, oí gritos detrás de mí, me llamaban ladrón mientras me alejaba a toda velocidad.
Seguí corriendo por calles desconocidas hasta que sus gritos desaparecieron. Tan sólo el ruido del tráfico, la pálida luz de las farolas recién encendidas. Con los pulmones ahogados, boqueando por el esfuerzo, me detuve frente a una papelera. Temblándome las manos abrí su bolso, saqué la cartera y la abrí. En una pequeña ventana de plástico estaba el DNI con su fotografía, su rostro de belleza discreta, sus labios sonriendo levemente, y su nombre, su verdadero nombre. Metí la cartera dentro del bolso y lo tiré a la papelera.
No soy un ladrón. No soy un criminal. No estoy loco. Tan sólo quería saber su nombre.
Ahora que sabía cómo se llamaba le pedí perdón. Por primera vez la llame por su nombre. En un susurro rozando el aire.
Y regresé a casa con él en mis labios, con su recuerdo acompañando mi soledad.


Texto Jorge del Frago

La magnífica fotografía es de Ana Cordero.

Soy


Vivo en el dolor

en el delirio
de lo no escrito.

Vivo
en lo imaginado

sobre lo invisible
vivo.

Soy
lo oculto,
la palabra escondida.

Soy
en realidad

la rabia

el miedo

todo
lo no pronunciado.


Poema de Jorge del Frago

La increíble fotografía es de Jose Anoro.

jueves, 19 de marzo de 2009

Las sardinas y la eternidad


Una de las mentes más brillantes de nuestro siglo descubrió la medida exacta de su utilidad al no poder abrir una lata de sardinas.
Óscar Sipán

lunes, 16 de marzo de 2009

Dentro del terror

No reduciré esta colección de relatos a meras historias de terror. En “La luz del diablo” hay mucho más.
Roberto Malo es cuenta-cuentos, y eso se nota. 
Me lo imagino contando sus relatos en un pequeño escenario en penumbra, modulando la voz, metiéndonos el miedo en el cuerpo con una sonrisa. Disfrutando como un niño en un fuego de campamento. Y es que Roberto conoce nuestra extraña atracción por el terror; temblamos, nos tapamos los ojos, sentimos un escalofrío, pero seguimos escuchando fascinados.
Roberto usa elementos clásicos del género y hace protagonistas de sus relatos a personas corrientes, podríamos ser cualquiera de nosotros, y eso es lo que hace sus cuentos más inquietantes, porque todos tenemos pesadillas, tenemos miedo a lo incomprensible, a la oscuridad, la muerte y los demonios.
Entre el terror cabe una historia de amor; el dolor y la aparente locura que produce echar a alguien de menos. 
Hay también una obra de teatro en un solo acto; en la que antes del terrorífico final de un alma vendida al diablo, nos enseña, con una irónica sonrisa, que debemos tener cuidado con lo que deseamos; pero también que hay personas solas y desesperadas, fracasados ante el amor inalcanzable capaces de hacer y creer en lo que sea con tal de conseguir su anhelo. 
Hay, entre el misterio de un hombre abducido por una película porno, la felicidad que produce vivir una fantasía hecha realidad. 
Y, entre la terrorífica historia de una mujer portadora de la luz del diablo, está el recuerdo de un amor perdido, de todas las palabras que se quedaron pendientes por la timidez; el rechazo por el propio cuerpo cuando es incapaz de provocar el deseo; la sed de venganza; el poder del sexo; y como un hombre cae, irremediablemente, en la tentación de un misterio hasta quemarse en su luz infernal.
Entre el terror hay humor hecho con malentendidos y equívocos por culpa de una revista porno. Hay, también, un original relato construido con los anuncios de contactos del periódico que nos descubre la soledad humana. Y la carcajada al vernos reflejados en la narración de un escritor sin suerte. 
Hay pesadillas de angustia, como querer huir de la invitación a una fiesta sorpresa; hay mujeres de ojos enigmáticos que esconden en su interior el sí o el no; y un juego inocente que se transforma en terror al ser capaz de anunciar nuestra propia muerte y que encima se burla de nuestro destino con un reloj que se adelanta unos minutos.
Hay imágenes que por si solas producen terror, como despertarnos una noche bajo un cielo completamente rojo, y que se ponga a llover sangre como si el cielo estuviera desangrándose. Una pesadilla de película con objetos que cobran vida y se vuelven asesinos; pero en la que, entre el espanto de una muerte inevitable, Roberto es capaz de hablarnos de la fuerza del amor. 
Y entre el terror de un asesino caníbal, están la envidia de un hombre corriente con una novia sin curvas, el deseo, el azar, la locura y la sorpresa.
Dentro del terror de “La luz del diablo” hay mucho más de lo que a simple vista parece.

Roberto Malo. “La luz del diablo”. Mira Editores. Zaragoza, 2008

jueves, 12 de marzo de 2009

Tormenta

Apareció por sorpresa. De repente. Supongo que un montañero veterano la hubiera visto venir, hubiera sabido interpretar el color del cielo. Pero nosotros tan sólo somos unos domingueros aficionados a la travesía. Quisimos ir más lejos, subir más arriba, superarnos, aprovechar el fin de semana al máximo.
Cuando comenzó lo único que podíamos hacer era volver. Dar marcha atrás. La nieve borraba todas las huellas y la visibilidad era escasa por la ventisca. Nos dejamos llevar por la intuición y bajábamos desorientados.
La nieve caía con fuerza. Se acumulaba rápidamente en nuestras mochilas, sobre los hombros, los brazos y la cabeza. Si nos deteníamos nos enterraría en apenas unos minutos.
Tú ibas delante, yo detrás, a dos metros escasos de ti. Avanzabas entre la ventisca con el cuerpo inclinado, agitando con fuerza los brazos y las piernas, hundiendo los bastones en el suelo. La nieve ocultaba nuestros pies, nos azotaba en el rostro, sentía su humedad fría golpeándome en la cara.
Al abrigo de una ladera la ventisca amainó y avanzamos más deprisa. De pronto te volviste y te vi sonreír. Cuando estuve junto a ti me señalaste el refugio y entonces supe que la suerte se había aparecido en mitad de aquella montaña.
Con todas mis fuerzas te clavé la punta del bastón en una rodilla. Caíste al suelo de espaldas. Sin darte tiempo a reaccionar volví a clavártelo intentando hacerlo en el mismo sitio, pensando que con la rodilla destrozada no podrías caminar, dar un paso, moverte del suelo. Volví a golpear con furia en el punto de sangre que aparecía en tu pierna. Volví a clavarte el bastón otra vez. Ni siquiera el viento conseguía llevarse tus gritos de dolor. Cuando me encontré con el azul de tus ojos dejé de golpearte y me marché.
Oí que gritabas mi nombre.
Sentado en el rincón más alejado de la puerta respiro con dificultad por el esfuerzo. El aire sale caliente de mi boca. La punta del bastón brilla. La nieve de mi ropa se derrite.
Fuera, la nieve sigue cayendo sin piedad, con furia intensa. Cubrirá tu cuerpo rápidamente. Lo enterrará, lo hará desaparecer.
Hasta aquí no llegan tus lágrimas, tus preguntas. Te arrastrarás sin poder escapar, maldecirás mi nombre, me insultarás mientras la nieve cae sobre ti, devorándote, ahogándote en su silencio.
Dicen que no sientes nada, que te quedas dormido mientras el calor de tu cuerpo se apaga lentamente.
Cuando deje de nevar y salga fuera no quedará nada de ti, habrás desaparecido, tragada por la tormenta.

Texto de Jorge del Frago
Fotografía de Asier Alkorta, un joven y magnífico fotógrafo de Zaragoza.
Podeis ver más fotografías suyas en 

lunes, 9 de marzo de 2009

Una rebaja

Mi casero empezó rebajándome el alquiler a la mitad. Encontré un ramo de flores en la alfombrilla de mi puerta todas las mañanas. Cuando me detuvieron por robo a mano armada, se declaró culpable.

Ahora sé que el amor empieza siempre con una rebaja.

Óscar Sipán

viernes, 6 de marzo de 2009

Desamor y lluvia

Te escuchaba hablar y sé que tenías los ojos cerrados. No te veía pero tu voz sonaba cercana, limpia y firme. A pesar de las lágrimas, a pesar de toda la rabia y el dolor.
Hoy ha vuelto a llover. Un día de nubes duras, negras como el hierro. Y la tormenta trajo tus miedos y ahogos. Y buscaste en la palabra tu salvación, el desahogo, el aire limpio, la forma prefecta del olvido.
Miles de palabras de amor roto, destruido, y siempre su nombre callado, ni una vez pronunciado en tus labios.
Sabías que era un hombre insaciable, le reconociste, pero a pesar de eso te enamoraste de él. Dejaste que el cuchillo imantado de su mirada te desgarrara e hiriera. Noches sin dormir y uñas devoradas. Fuiste capaz de cualquier cosa con tal de no perder su amor. Incluso de probar el veneno de su lengua insaciable. Convertirte en él, renunciar a ti. Y no sirvió de nada. Por eso la cólera y la rabia, la necesidad de contarlo y arrancarlo de lo más profundo.
Escuché de tus labios el sonido de un portazo e imaginé tu cuerpo avergonzado y doliente en su desnudez bajo el albornoz. Tus caderas guardando todavía su calor. La sangre brotando de tu vientre. Y aquella tarde en la que él se marchó y quedo un temblor en ti, llovía y no era ni octubre ni otoño. Llovía dentro de ti y odiaste la lluvia.
Presentí en el torrente de tus palabras la añoranza de la infancia y su inocencia, un sueño de mujer y madre. Unos hijos y un hombre capaz de disipar las tormentas. Tu cabeza apoyada en el cristal de su recuerdo imposible y soñado.
Presentí la locura del amor, la desesperación absoluta, los bolsillos llenos de piedras y un río de agua turbia donde dejarse caer.
Presentí en tu intensa brevedad la carta al viento de mis ojos y el canto de esperanza para cerrar una herida profunda, las palabras de una venganza incruenta, hecha de lluvia ácida, gotas de limón y nubes cítricas. Tu criatura de papel y susurros que te hizo resistente a la lluvia, una nueva mujer capaz de destruir el recuerdo de los hombres insaciables, esas bestias capaces de exterminar la vida. Te oí decir que desde hoy ya no me acordaré de él, incluso bajo la lluvia, aniquiladora y fría, no me acordaré ya más de su nombre.
Mientras te escuchaba imaginaba la fuerza del agua arrastrando todo el ayer. El viento de tu boca, la fuerza de tus manos, la belleza arrebatadora de tu voz. El cauce seco y limpio después de la tormenta y el alma sangrando barro.
Y ahora, tal vez hoy, no sé si es un anhelo, si es cierto o los últimos acontecimientos lo han destruido, pero me hablaste de un hombre recién llegado, un hombre para ignorar la catástrofe del mundo, que ha traído consigo por fin el olvido, para volar más arriba que el eco de la tormenta y los gritos. Quise creer en ello cuando se apagó tu voz. Lo desee para ti.

Almudena Vidorreta. “Algunos hombres insaciables”. II Accésit, V Edición del Premio de Poesía Delegación del Gobierno en Aragón-Cajalón. Editorial Aqua, Zaragoza, 2009.

miércoles, 4 de marzo de 2009

Literatura subversiva

En una entrevista que te hicieron en el blog de la Asociación Literaria Trespeldaños dijiste que “Cuando alguien te dice que escribes bien, estás acabado, es necesario despertar el odio o el amor”.
Y esta noche voy a hacerte caso. No voy a decirte que escribes bien, me quedaré aquí para hablarte de odio y amor.
Si me dejara llevar por el odio pediría tu muerte. Estarás de acuerdo conmigo que cualquier otra solución sería quedarse a medias. Podría hacerlo yo mismo. Subir hasta Huesca, buscarte, disfrazarme de payaso, y una noche de luna nueva matarte por la espalda. Pero no temas, soy un cobarde que vendió su valor para comprarse una mentira.
Así que tendría que contratar a un profesional serio y cualificado. El pago en efectivo y en billetes pequeños, la mitad en veinticuatro horas y el resto al acabar el trabajo. Una semana después leería tu esquela en el Diario. Serías noticia un par de días, tres como mucho, después nadie te recordaría. Ya sabes cómo funciona esto.
Pero tengo una hipoteca que pagar hasta los sesenta y cinco y todavía me quedan tres años de la financiación del coche, así que tendría que pensar en algo más barato. Buscaría alguien que te cortara las manos. Un carnicero con deudas de juego, por ejemplo. Esa gente sabe manejar los cuchillos. Pero me temo que ni aún así dejarías de escribir. Serías capaz de hacerlo con los pies, dictarle a alguien o utilizar un ordenador que transcribiera la voz. Serías famoso por ser un escritor genial y tullido y encima te compararían con Borges. Estoy pensando que tal vez no sea una buena idea.
El odio me llevaría a buscar algo más cruel y efectivo: los anuncios del periódico. Magia negra. Resultados garantizados. Pediría que tu cabeza se quedara vacía como un páramo helado, tuvieras que trabajar en el matadero municipal ocho horas diarias para pagar tus pecados y llenaras tu vida coleccionando amaneceres oscuros y botellas vacías. Suena terrible, desde luego, pero me temo que la magia es una comedia con truco.
No sé porqué pierdo el tiempo con todo esto. Mi paga extra de verano se va en el alquiler del apartamento de la playa y en los libros de texto de cada septiembre, y la de diciembre en los regalos de reyes y en el seguro a todo riesgo.
No tengo dinero para comprar el odio ni voluntad suficiente para el crimen. Así que seré realista y reconoceré que el único remedio a mi alcance es la forma que utiliza el literato mediocre y fracasado: el odio que produce la envidia por el talento. Leería en la solapa de tus libros los premios literarios que has ganado y sentiría que son la lista sin orden alfabético de mis incapacidades, los cargos de un condenado a cadena perpetua: arder en el infierno de la nada. Me dedicaría a difamarte, inventar rumores, adicciones y vicios; inundaría la red con mis comentarios, sacaría a pasear tus defectos, tu inexistente obra en la distancia larga, tu obra mayor pendiente. Diría que eres un cuentista y escupiría sobre tu fotografía. Sería millonario de calderilla y odio.
Pero en lugar de todo eso hablaré de amor. Te diré la verdad.
Aquí me tienes, son más de las dos de la madrugada y el despertador sonará en apenas cuatro horas. Y en lugar de pensar en el madrugón de mañana releo la primera línea de “El talento de las moscas”: “El 31 de julio de 1944 Antoine de Saint-Exupéry cayó en mi jardín”.
Y con una sola línea comprendo el porqué de las victorias en esa guerra a la que mandas tus relatos. Una sola línea perfecta de un relato perfecto.
Y aquí me tienes, sonriendo de felicidad.
Si tuviera que hablar de amor diría que “El talento de las moscas” es el testamento de los días felices.
Si tuviera que poner un ejemplo maestro para saber lo que es el oficio de escritor citaría a “Escupir sobre París”. Cuatro variaciones de una misma derrota y una sentencia para guardar: “Envejecer es perder la capacidad de asombro”.
Si tuviera que saber lo que es el terror cotidiano hablaría de “Algo que está por desaparecer”. El peligro de ser un animal de costumbres amaestrado por el sistema. Y el dolor de perder el único cielo que existe en la tierra: las caricias de unas manos de milagrero.
Si tuviera que hablar de un espíritu generoso que rinde homenaje a otros escritores en su obra hablaría de “El efecto placebo” y tu recuerdo a Patricia Highsmith. “La muerte literaria es infinitamente peor que la muerte física”. Y ese escribir como Isak Dinesen: un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Y tu “Maldito Kafka” y el odio y el amor de Max Brod. Y todas las citas con las que empiezas tus relatos, el frío de cada uno de Stefano Raimondi, la alegría en la tristeza de Mario Benedetti, la memoria de Borges y Carmen Martín Gaite o la mentira de Denis Diderot, y guardar una línea para nombrar a María Frisa. Las múltiples pruebas de un apasionado de la literatura.
Y si tuviera que explicar en qué consiste el amor hablaría de “Luces de gálibo” y de todo el dolor contenido en una muerte y una casa vacía; todo el valor de los recuerdos de un baile y una vida compartida. Y conocer que el arte y la búsqueda de la belleza consisten en no defraudarse nunca a uno mismo.
Y en “Exteriores” y “Teatro ambulante Tramasaguas” el homenaje a Huesca haciendo a su paisaje protagonista de unas historias de vida y desprecio por la vanidad, de amor y victoria en la derrota. Y en “Las palabras adecuadas” el homenaje a la maestra de nuestra infancia que nos enseñó que los libros sirven para vivir otras vidas. Y en “Rompeolas” el amor a una mujer por encima de pasados y sueños.
Y aquí me tienes, aguantando despierto porque hablo de lo que escribes. Hablándote de emoción y entusiasmo. Dándote las gracias. Encontrando en estas horas robadas al sueño después de leer “Escupir sobre París” un motivo para sentirme vivo, peleando con las palabras y maravillado ante tu facilidad, tus metáforas, tu inspiración, tu forma de mirar y contar.
Aquí estoy, perdido en el verbo excesivo, la hipérbole, los sinónimos de admiración; sabiendo que tu palabra hace más llevadera mi derrota, mis sueños garabateados en libretas inútiles. Aquí me tienes, traficando con objetos robados, negociando una tregua, viajando con el pasaporte que me has fabricado, utilizando tu libro de salvoconducto para librarme de la muerte y el fracaso. Aquí estoy, emborrachándome con los sentimientos de tus relatos, nadando dentro de su círculo perfecto, respirando entre sus líneas, viviendo en el oxígeno de tus palabras, sonriendo pensando en el odio.
No diré que Óscar Sipán escribe bien, tan sólo diré que su literatura es subversiva, que provoca, motiva y estimula; incita a vivir, luchar y sentir.
Hablar con odio se lo dejo a otros peores que yo, y el amor a alguien más afortunado.

Óscar Sipán, “Escupir sobre París”. March Editor, Tarragona, 2005.

domingo, 1 de marzo de 2009

Sorpresa

Me acerqué con escepticismo y me llevé la sorpresa. Reconozco que por la edad me esperaba una colección de postales nostálgicas, recuerdos de un tiempo en el que las cosas se pagaban con reales y pesetas; pero ya en el primer relato me dio la bofetada, y en lugar del viaje en el tiempo me encontré metido en un viaje en el espacio, y sentí la inquietud de aparecer en una ciudad extraña donde no hay niños, el dinero no existe, se oyen los pensamientos y las mujeres tienen muy claro lo que quieren. Una historia surrealista contada con humor para aprender que nuestra fantasía es un lugar del que podemos entrar y salir pulsando la tecla debida del ordenador.
Pensé que iba a leer otra manida historia de la posguerra española y en lugar de eso me encontré con la vida y muerte de un señorito calavera, descolocado y dipsómano, perdedor entre los ganadores, que se deja arrastrar por la vida alegre y despreocupada, tiene una relación de sexo sadomasoquista, pierde la fe, y remata su calvario y fiesta particular con un final redondo y apropiado.
Me esperaba las lágrimas del abuelo añorando su infancia, idealizando aquel tiempo de pan y chocolate, y me encontré con la historia de un hombre que descubre que la nostalgia, la vuelta a la infancia, no llevan a ninguna parte. Que las cosas no salen como las imaginamos ni son como las recordamos.
Me esperaba al viejo cineasta contando que ya no se hacían películas como las de antes, y en lugar de eso me encontré con el guión de una ambientada en California, con orquestas de swing y bailes, carreras de caballos, perdedores, nombres con gafe y ruina. Una pasión absurda, un adulterio, un trío que echa chispas entre bromas, odio y rencor acumulado. Una tormenta, un accidente y la razón de vivir que se rompe. Después, la locura, la venganza y un final sorprendente en una página de pólvora.
Me esperaba los recuerdos de una juventud de verbena y limonada y en lugar de eso me encontré con la sexualidad onanista y hambrienta de los diecisiete años, la boca abierta al ver en una ventana una mujer desnuda. Un traje, dinero en el bolsillo y el bar de un hotel buscando descubrir el placer del sexo. Una mujer que nos enseña el camino a su habitación y deja la puerta abierta para que entremos. La fantasía hecha realidad. Y en ese momento sublime descubrir el secreto del padre brillando en la oscuridad, al otro lado de la ventana, para romper todos los esquemas y entrar de golpe en la madurez.
Me esperaba un folletín de posguerra política y dolorida, y en lugar de eso me encontré con la historia inversa de un abandono. Una mujer que abandona a su padre, a su marido y a su hija de tres años sin un porqué y sin dejar ni rastro. Y años después la mujer vuelve con la condición de que nadie, nunca, bajo ningún pretexto, le preguntaría por su pasado. Y vivir así hasta que el abuelo muere y la hija se marcha, y entonces la casa se hace enorme y la soledad insoportable, y todo vuelve a ser como antes con un simple perdón y sin romper el pacto.
Sí, me esperaba a un abuelo reprimido y amargado, nostálgico y cascarrabias, y en lugar de eso me he encontrado con un escritor de humor excelente, descarado y con un dominio absoluto del lenguaje. Un puñado de historias y personajes conmovedores y humanos.
Sí, ha sido una agradable sorpresa, y he puesto la otra mejilla para que me diera la segunda bofetada, me la merezco.

José Luis Borau. “El amigo de invierno”. Menoscuarto Ediciones. Palencia, 2008.