Me acerqué con escepticismo y me llevé la sorpresa. Reconozco que por la edad me esperaba una colección de postales nostálgicas, recuerdos de un tiempo en el que las cosas se pagaban con reales y pesetas; pero ya en el primer relato me dio la bofetada, y en lugar del viaje en el tiempo me encontré metido en un viaje en el espacio, y sentí la inquietud de aparecer en una ciudad extraña donde no hay niños, el dinero no existe, se oyen los pensamientos y las mujeres tienen muy claro lo que quieren. Una historia surrealista contada con humor para aprender que nuestra fantasía es un lugar del que podemos entrar y salir pulsando la tecla debida del ordenador.
Pensé que iba a leer otra manida historia de la posguerra española y en lugar de eso me encontré con la vida y muerte de un señorito calavera, descolocado y dipsómano, perdedor entre los ganadores, que se deja arrastrar por la vida alegre y despreocupada, tiene una relación de sexo sadomasoquista, pierde la fe, y remata su calvario y fiesta particular con un final redondo y apropiado.
Me esperaba las lágrimas del abuelo añorando su infancia, idealizando aquel tiempo de pan y chocolate, y me encontré con la historia de un hombre que descubre que la nostalgia, la vuelta a la infancia, no llevan a ninguna parte. Que las cosas no salen como las imaginamos ni son como las recordamos.
Me esperaba al viejo cineasta contando que ya no se hacían películas como las de antes, y en lugar de eso me encontré con el guión de una ambientada en California, con orquestas de swing y bailes, carreras de caballos, perdedores, nombres con gafe y ruina. Una pasión absurda, un adulterio, un trío que echa chispas entre bromas, odio y rencor acumulado. Una tormenta, un accidente y la razón de vivir que se rompe. Después, la locura, la venganza y un final sorprendente en una página de pólvora.
Me esperaba los recuerdos de una juventud de verbena y limonada y en lugar de eso me encontré con la sexualidad onanista y hambrienta de los diecisiete años, la boca abierta al ver en una ventana una mujer desnuda. Un traje, dinero en el bolsillo y el bar de un hotel buscando descubrir el placer del sexo. Una mujer que nos enseña el camino a su habitación y deja la puerta abierta para que entremos. La fantasía hecha realidad. Y en ese momento sublime descubrir el secreto del padre brillando en la oscuridad, al otro lado de la ventana, para romper todos los esquemas y entrar de golpe en la madurez.
Me esperaba un folletín de posguerra política y dolorida, y en lugar de eso me encontré con la historia inversa de un abandono. Una mujer que abandona a su padre, a su marido y a su hija de tres años sin un porqué y sin dejar ni rastro. Y años después la mujer vuelve con la condición de que nadie, nunca, bajo ningún pretexto, le preguntaría por su pasado. Y vivir así hasta que el abuelo muere y la hija se marcha, y entonces la casa se hace enorme y la soledad insoportable, y todo vuelve a ser como antes con un simple perdón y sin romper el pacto.
Sí, me esperaba a un abuelo reprimido y amargado, nostálgico y cascarrabias, y en lugar de eso me he encontrado con un escritor de humor excelente, descarado y con un dominio absoluto del lenguaje. Un puñado de historias y personajes conmovedores y humanos.
Sí, ha sido una agradable sorpresa, y he puesto la otra mejilla para que me diera la segunda bofetada, me la merezco.
José Luis Borau. “El amigo de invierno”. Menoscuarto Ediciones. Palencia, 2008.
Pensé que iba a leer otra manida historia de la posguerra española y en lugar de eso me encontré con la vida y muerte de un señorito calavera, descolocado y dipsómano, perdedor entre los ganadores, que se deja arrastrar por la vida alegre y despreocupada, tiene una relación de sexo sadomasoquista, pierde la fe, y remata su calvario y fiesta particular con un final redondo y apropiado.
Me esperaba las lágrimas del abuelo añorando su infancia, idealizando aquel tiempo de pan y chocolate, y me encontré con la historia de un hombre que descubre que la nostalgia, la vuelta a la infancia, no llevan a ninguna parte. Que las cosas no salen como las imaginamos ni son como las recordamos.
Me esperaba al viejo cineasta contando que ya no se hacían películas como las de antes, y en lugar de eso me encontré con el guión de una ambientada en California, con orquestas de swing y bailes, carreras de caballos, perdedores, nombres con gafe y ruina. Una pasión absurda, un adulterio, un trío que echa chispas entre bromas, odio y rencor acumulado. Una tormenta, un accidente y la razón de vivir que se rompe. Después, la locura, la venganza y un final sorprendente en una página de pólvora.
Me esperaba los recuerdos de una juventud de verbena y limonada y en lugar de eso me encontré con la sexualidad onanista y hambrienta de los diecisiete años, la boca abierta al ver en una ventana una mujer desnuda. Un traje, dinero en el bolsillo y el bar de un hotel buscando descubrir el placer del sexo. Una mujer que nos enseña el camino a su habitación y deja la puerta abierta para que entremos. La fantasía hecha realidad. Y en ese momento sublime descubrir el secreto del padre brillando en la oscuridad, al otro lado de la ventana, para romper todos los esquemas y entrar de golpe en la madurez.
Me esperaba un folletín de posguerra política y dolorida, y en lugar de eso me encontré con la historia inversa de un abandono. Una mujer que abandona a su padre, a su marido y a su hija de tres años sin un porqué y sin dejar ni rastro. Y años después la mujer vuelve con la condición de que nadie, nunca, bajo ningún pretexto, le preguntaría por su pasado. Y vivir así hasta que el abuelo muere y la hija se marcha, y entonces la casa se hace enorme y la soledad insoportable, y todo vuelve a ser como antes con un simple perdón y sin romper el pacto.
Sí, me esperaba a un abuelo reprimido y amargado, nostálgico y cascarrabias, y en lugar de eso me he encontrado con un escritor de humor excelente, descarado y con un dominio absoluto del lenguaje. Un puñado de historias y personajes conmovedores y humanos.
Sí, ha sido una agradable sorpresa, y he puesto la otra mejilla para que me diera la segunda bofetada, me la merezco.
José Luis Borau. “El amigo de invierno”. Menoscuarto Ediciones. Palencia, 2008.
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