domingo, 26 de febrero de 2012

Con diez cañones por banda

Resulta emocionante que en esta tierra de interior alguien escriba una novela de aventuras, piratas y viajes por dos océanos y tres continentes. Océano Atlántico e Índico, costas de América, África y Asia. Sólo por eso ya merece la pena embarcarse. Y puedo asegurar que el largo, exótico y emocionante viaje no defrauda.
Teresa Sopeña nos lleva la noche de difuntos de 1728 hasta un caserón en la costa de Nueva Inglaterra para encontrarnos con un viejo capitán pirata a quien las crónicas daban por muerto. Encontrarle vivo y hablar con él es la última esperanza para confirmar una paternidad ausente, pero también para saber si la leyenda era cierta, si realmente existió Libertalia, una república de hombres libres en la isla de Madagascar.
Canción pirata de Espronceda, cuento de las mil y una noches y de Tagore, libro de la selva de Kipling. Todo eso es esta novela. Pero también un extraordinario trabajo documental: ensayo sociológico y filosófico; bibliografía, historia, oceanografía y diccionario de náutica. Puertos, ciudades, selvas, islas, mares, vientos y barcos. Mercancías, abordajes, comercio, naufragios y travesías. Hindúes, anglosajones, holandeses, portugueses, árabes. Y todo ambientado a finales del siglo XVII y principios del XVIII. Novela neo-clásica de periplo y epopeya que avanza luchando por desentrañar un misterio superando todos los retos y obstáculos. Teresa siguiendo la estela de Defoe, Swift y Lino Novás. Hombre que sigue el rastro de otros hombres. Aventura dentro de otra aventura. Doble esfuerzo, éxito de Teresa recreando por un lado la vida de los piratas y por otro la crónica de su búsqueda. Pasado y presente. Un viejo manuscrito y un nuevo libro. Novela de acción y minuciosa descripción –tediosa por momentos pero que se salva con humor inteligente- y reflexión. Y en esta reflexión está lo importante. Porque ya no se trata solamente de la acción, de un hijo en busca de su padre, sino de la búsqueda de un ideal y de un lugar.
El contexto es el siglo XVII, una época de luchas y persecución religiosa, patentes de corso, esclavitud, colonialismo, crueldad y avaricia, y frente a eso Teresa nos presenta la República de Platón y la Utopía de Tomás Moro. Y a unos piratas, proscritos sin rey ni amo, que quieren convertir esa utopía en realidad, fundar una república de hombres libres e iguales en la que existía la propiedad comunal, la participación de sus integrantes en la toma de decisiones -un hombre, una voz, un voto- sin importar raza ni credos.
Encontrar ese lugar es el verdadero viaje de esta novela. Una patria sin castas ni esclavos donde la libertad sea verdad. El mito de esos piratas buenos resulta innegablemente atractivo, pero esa utopía política sin propiedad privada me suena a cuento chino. Sin embargo algunos de sus principios rectores y morales que hoy nos parecen obvios e imprescindibles en aquel viejo siglo no existían, y por eso esos hombres que quisieron conquistarlos bien merecen este viaje, embarcarnos con ellos por dos océanos y tres continentes y salir a buscarlos.

Teresa Sopeña. “Libertalia”. 290 páginas. Mira Editores. Zaragoza, 2011.

viernes, 17 de febrero de 2012

Nomeolvides

Yo no tengo ningún tatuaje, y, sinceramente, me llevaría un disgustazo si alguno de mis hijos se pusiera uno. Sí, soy un carca. ¿Qué pasa? Mi experiencia más cercana son las calcomanías que salían en los chicles bazooka. Los tatuajes eran cosa de marineros, legionarios y gente que había estado en la cárcel Y este ensayo de Salillas viene a explicarme porqué pensaba eso. Lo de ahora es más un criterio estético y antifutbolístico.
Rafael Salillas que nació en Angüés (Huesca) en 1854 es uno de esos personajes desconocidos y olvidados que merece la pena recuperarse. Médico, periodista, profesor del Ateneo de Madrid, creador y director de la Escuela de Criminología y Diputado, publicó una veintena de libros y fue precursor, pionero y divulgador de la antropología criminal en España. En 1908 publicó este ensayo: “El tatuaje”, que aunque no es un libro de lectura cómoda aporta sin embargo datos históricos y realmente curiosos sobre el origen y evolución del tatuaje. Lo primero que hay que tener en cuenta para no perder la perspectiva es cuándo se escribió este ensayo. No se trata del tatuaje ahora sino de quién y porqué se tatuaba en el siglo XIX y principios del XX en Francia, Italia y España. Y en aquella época y en esos países, tatuarse era –con algunas excepciones- propio de marineros, delincuentes y presos. Por eso resulta tan jugoso el exotismo de un diplomático español que se había tatuado en Japón, descubrir que la alta aristocracia inglesa se tatuaba con gusto y el episodio de ese profesor Williams, un tatuador de los EEUU que se exhibía con su mujer -también tatuada- en un teatro de Londres y que en una entrevista a un periódico británico afirmaba que “el tatuaje se está haciendo una de las artes más hermosas y uno de los anhelos más en moda”.
Lo mejor de este ensayo está en comprobar que a parte de esa extravagancia; de que fuera signo de pertenencia a un gremio, a un cuerpo del ejército o profesión de fe; que se hicieran por imitación; fueran propios de un colectivo marginal y carcelario; que algunos de sus dibujos fueran divertidamente pornográficos, “Lo que se hace en el tatuaje se hace en el anillo, en el medallón, en la estampa, en la corteza de un árbol, en las paredes, en los bancos, en los espejos de los restaurantes con el diamante de los anillos”. Los tatuajes podían ser Cristos y vírgenes; lemas políticos escritos en la piel: “Viva la anarquía”; de protesta, juramentos y anagramas de venganza; lemas delirantes: “Viva el vino” o fatalistas: “Hijo de la desventura”. Pero sobre todo los tatuajes eran una cicatriz, una forma de memoria; souvenir, recuerdo imperecedero. Los tatuajes de un hombre podían representar su biografía: la herida, los lugares en los que había estado, el símbolo, las amistades o la traición, las desgracias, las aficiones, la fe religiosa. Eran formas mnemotécnicas, la manera de no olvidar. Eran la expresión, la forma de grabar un sentimiento, y, sobre todos los demás, el del amor, la pasión amorosa. Corazones atravesados de puñales y flechas, simples iniciales, el nombre e incluso el apellido de la mujer amada. “Carmen piensa en Vicente y yo no te olvido año 1901”. Grabado con tres alfileres sujetos a un palito y con tinta china.



Rafael Salillas. “El tatuaje”. 204 páginas. Ediciones Nalvay. Almudévar (Huesca), 2011.