martes, 18 de junio de 2013

Un verano en París


Aunque cada día hay –afortunadamente- más excepciones, lo normal es que la mayoría de los libros sean iguales. Me refiero a que el interior de un libro es casi siempre el mismo; rara vez nos sorprende; podemos desgajarlo de la carátula y lo que nos queda no será distinto de otro cualquiera; un mar de letras, carne de soporte electrónico. Todo el trabajo de diseño y la originalidad que los diferencia está en la tapa: la fotografía de la portada, el lomo, las solapas y la contracubierta.
Pues este es un libro que viene a romper con esa convencional uniformidad. Un libro en el que la tapa –sin ser anodina- es sencilla como en un libro de bolsillo, pero que no podríamos arrancarla y valorar como un cuerpo con vida independiente del resto porque está perfectamente integrada en el todo. Por fin las dos partes –cara y vísceras- unidas y haciendo la guerra juntas en lugar de cada una por su lado.
Pero además el interior no es lo previsible, no es sólo texto. El interior es un maravilloso trabajo de maquetación y diseño de Víctor Montalbán dándole otra forma y apariencia a la entraña, alternando diferentes tamaños de letra, páginas en negro, gris y blanco –en las que podríamos tomar nuestras propias notas- y un poema con los versos en vertical como gotas de lluvia. Y dentro también las excelente fotografías en blanco y negro de María Lanuza: panorámicas y de detalle, perspectivas, estampas, postales, miradas y recuerdos personales de un lugar y un tiempo compartido. Víctor lo hace encajar todo –textos y fotografías, tipografía e imágenes- en un solo cuerpo que convierte a este libro en algo más que un objeto plano y mil veces visto; un trabajo que hace de él algo valioso, único, original, placentero; artístico.
Y ese sería el continente; la apariencia, el aspecto visual, la belleza que seduce rompiendo los esquemas; pero otra cosa es el contenido, lo literario, lo que dicen las palabras; y en eso me temo –y de verdad que lo siento- que no está a la altura del continente.
“Estancia de investigación” son las notas que Enrique Cebrián Zazurca escribió durante los dos meses de verano que vivió en París: “Siempre conmigo, estos días en París, va un cuaderno Moleskine en el que voy escribiendo esto que tú estás leyendo ahora”. Dos meses en los que, quizás por tratarse de un viaje y un tiempo de obligación académica y no de un peregrinaje hecho a propósito y con el único objetivo de deambular y escribir, lo literario es residual, pasatiempo fuera de las horas de trabajo, curiosidad de turista.  
Eso no quita para que las notas de esta estancia tengan, como en un juego de similitudes y diferencias, un doble mérito o atractivo. Porque creo que lo primero que hará cualquiera que lea este libro es lo que hice yo: acordarse de su viaje a París y rememorar los mismos lugares que Enrique cita y vio y que alguna de las fotografías de María nos muestran de otra manera: los puestos de los bouquinistes a la orilla del Sena, el detalle de uno de los telescopios a los pies del Sacré Coeur y su espléndida vista panorámica difuminada, la perspectiva desde abajo de la torre Eiffel; la plaza de La Sorbona y la de Vendôme, el barrio de Marais y su plaza des Vosgues, y el viaje nocturno en el Bateau-Mouche. “Uno debe tener la actitud y la mirada de un viajero, aunque en el fondo, no sea más que un turista”. Y además de recordar, compartir y evocar lo ya visto nos revelará lo nuevo, lo que no vimos y quedará pendiente para un próximo viaje –porque a París siempre queda pendiente regresar-: el Colegio de España, obra del arquitecto Modesto López Otero y su escultura de Orensanz, el cementerio de Montparnasse, el museo Rodin, el Louvre y el de Orsay –el único museo al que yo entré fue al de Mont Martre- y tal vez una excursión al Mont Saint-Michel.
Enrique no nombra algunos lugares que yo visité, y él ha estado en algunos a los que yo no fui. Echo de menos, por ejemplo, que cuando habla de La Closerie des Lilas, no cite a Buñuel; pero no importa, no se trata de una competición, eso sería ridículo; “París marea, y casi asfixia, en cuanto a referencias y evocaciones”, y cada uno tiene las suyas.
Todo viaje es una experiencia personal e íntima y en este Enrique decide anotar en su cuaderno sus vivencias, lo que esa ciudad le muestra y provoca; pero de las notas sobre una estancia en lugar tan especial como París parece obligatorio que salga algo más que un par de buenos poemas y unas pocas páginas de acertado lirismo. Y tal vez resulte injusto porque si nosotros hiciéramos nuestro propio álbum o cuaderno de ese mismo viaje seguro que no resultaría mejor que el de Enrique, pero si un editor decide convertir esas notas en libro –algo que no está al alcance de cualquiera- es porque resultan excepcionales por su calidad literaria o su personalidad, una mirada y guía singular o palabras de sustancial belleza que son mucho más que escribir para nombrar a los amigos, hablar de la novia, esbozos insustanciales y unas cuantas anécdotas sin importancia.
  Y resulta doblemente injusto porque “Esta ciudad es una religión” y se hace inevitable la comparación con un libro que el propio Enrique nombra: “Siempre van, también conmigo, los “Apuntes de París” de Fernando Sanmartín, a quien este libro que ahora lees debe tanto, por tantas cosas. Fernando Sanmartín  es uno de los secretos más valiosos –y en eso es algo en lo que estoy completamente de acuerdo-y mejor guardados de Zaragoza”.
Debo reconocerle a Enrique su honestidad, el que no haya pretendido imitar a nadie, pero es que se ha escrito –y se escribirá- tanto a cerca de París que en mi memoria esta estancia suya quedará como un objeto de papel repleto de original belleza inolvidable, pero literariamente insípido. París es una mujer consciente de su belleza y con una larguísima lista de amantes que sólo lograremos conquistar con un talento que esté a su altura. Muchos llegan a esta ciudad, pero si no queremos ser un turista más de los millones que la visitan debemos regalarle algo más que bisutería.

Enrique Cebrián Zazurca. “Estancia de investigación”. 52 páginas. Libros del(a) imperdible. Zaragoza, 2013.

Víctor Montalbán
http://www.montalbanestudio.es/


viernes, 7 de junio de 2013

Grotesco y humano


No es lo mismo hablar de un libro cuando conocemos a su autor que cuando no sabemos nada de él. En ese sentido la ignorancia creo que es la situación ideal que debería –por honradez- darse siempre. Si no le conocemos de nada podemos centrarnos en lo escrito sin interferencias ni deudas de ninguna clase que distorsionen nuestra opinión.
Por lo poco que yo sé y conozco de él, Carlos Manzano es –y se declara- tímido. Y sin embargo leyendo estos relatos podríamos imaginarnos a otra persona completamente distinta: un tipo descarado; extremadamente desvergonzado, desinhibido y sin pelos en la lengua; un tipo insolente y pendenciero, malhablado y trasnochador que bebe whisky con cerveza y recita poemas de Bukowski en bares y garitos de mala fama. Y podríamos perfectamente crearnos esa imagen de él por alguno de los relatos de este libro. En el que le da título: “Estrategias de supervivencia”, practica un exhibicionismo canalla y procaz. En “El regreso de la hija pródiga” un realismo sucio, sórdido y brutal. En “Padre enamorado que mira a su hija” se atreve con un tema tabú. En “La ley del más fuerte” habla de la violencia, las drogas y el sexo. En “Orgullo y justicia” convierte a un hombre corriente en un perturbado asesino. Y en “Una historia del Japón” el protagonista es un perverso atraído por el sadismo.
Sí, podríamos crearnos de él esa imagen; pero yo, que conozco a Manzano, puedo asegurar que es todo lo contrario: una persona tranquila, equilibrada, educada y normal que no pasa de la tercera –o como mucho cuarta- cerveza, y, que –yo sepa- no trasnocha, no debe dinero a su psiquiatra, no tiene antecedentes penales ni lleva una doble vida.
Pero tal vez la literatura se trate precisamente de eso. De que nos permite ser lo que no somos, convertirnos en otro, en el que seguramente no seamos nunca; hacer lo que nos gustaría y no nos atrevemos. Al lector y al escritor. Vivir una ficción como si fuera real, hacer ese viaje, mirar por el ojo de una cerradura; inventar lo que queramos, transformarnos, travestirnos, hacernos colegas de un camello, testigos de una vileza, voyeur en una habitación de hotel, descubrir los secretos de alguien, decir lo que realmente pensamos, cruzar las líneas rojas. Cuando nuestra vida es ordenada, previsible y monótona sentimos atracción por lo contrario: por el desorden, por el lado salvaje.
Porque a quién no le gustaría tener una historia turbia que contar de su adolescencia; convertirse por un momento en un justiciero y vivir un día de furia; quien no se ha sentido tentado alguna vez por el morbo; decir la verdad en lugar de una mentira piadosa; caer en el otro lado de nuestra bipolaridad, ceder en esa lucha entre lo correcto y lo incorrecto en la que muchas veces nos debatimos. La literatura, si somos cobardes o simplemente sensatos, nos permite todo eso. Como lectores y como escritores.
En esos relatos de Manzano hay algo más que realismo sucio y un lenguaje crudo. “La ley del más fuerte” es una versión –no importa si anterior o posterior- de aquellos quinquis de “Las leyes de la frontera” de Javier Cercas, pero también una historia de miedo y enamoramiento, de humillación, venganza y astucia frente a la fuerza Pero “Orgullo y justicia” acaba convirtiéndose en un exceso que le hace perder la credibilidad. “Padre enamorado que mira a su hija” puede interpretarse como que su intención es plantear un debate moral y ético, cruel en el sentido que plantea José Ovejero; pero a mi me parece inadmisible, un trastorno mental que requiere tratamiento psiquiátrico urgente. “Una historia del Japón” además del sadomasoquismo –tan de moda- y el vicio o perversión de un hombre gris y respetable nos presenta al fotógrafo Nobuyoshi Araki y nos hace descubrir su obra. “El regreso de la hija pródiga” aunque es una historia vomitiva, una vileza inconcebible, me resulta atractivo por su sórdida puesta en escena, sus demoledores diálogos; su aliento corrupto. Y en “Estrategias de supervivencia” el exhibicionismo provoca la carcajada por la situación y su descaro, pero al mismo tiempo plantea un interesante debate sobre el comportamiento humano; una paradoja que mezcla lo vulgar, el sexo, lo intelectual, la hipocresía, la timidez y una pregunta con muy mala leche.
Pero al contrario de lo que pueda parecer “Estrategias de supervivencia” no es una colección monotemática de perversiones, pesadillas, extravagancias y monstruos. Hay más; lo que pasa es que esos, por el morbo y la provocación, seguramente serán los que llamen más la atención del lector igual que hacen subir los índices de audiencia en la televisión. Y aunque alguno de esos relatos estén entre los mejores del libro, hay otros que, sin provocar o provocando menos, resultan buenos y alguno de ellos excelentes. Los hay incluso más cerca del ensayo que de la narración como “El vertiginoso declive del cinematógrafo” en el que encontré múltiples coincidencias con sus reflexiones y una frase para subrayar que aunque habla de cine podría aplicarse a la literatura: “…sustituimos la cultura del pensamiento y la creatividad por la sociedad del entretenimiento y la diversión efímera”. Y entre los –para mí- buenos están “No era mal tipo”, un relato breve que es una original necrológica que dice mucho en muy poco de cualquiera de nosotros: tipos vulgares con nuestros defectos y virtudes; “Sadismo insoportable” inteligente y original perspectiva y de lenguaje preciosista y lírico; mismas virtudes por las que también destacan “Acuciante necesidad de silencio” e “Insolente simetría”. Pero los dos relatos que -creo- valen por todo el libro son “La fotografía” y “Lento atardecer sobre Venecia”; aunque debo reconocer que su elección tiene mucho que ver con los temas que a mí me gustan: la desolación y su encarnación; la insatisfacción y sus preguntas sin respuesta, el tomar conciencia de nuestro ser y no ser.
De Carlos Manzano además de esta variedad –aunque inicialmente pueda parecer lo contrario- temática, me gustaría destacar su precisión lingüística. Precisión que creo proviene de su carácter minucioso y metódico para narrar; en su ambición por buscar en cada momento y utilizar las palabras adecuadas que expliquen perfectamente lo que quiere decir y transmitir; la palabra como molde con el que se fabrica o da forma, ajusta y encaja sin holgura. Lenguaje que resulta adecuado y preciso incluso cuando resulta soez y grosero sin eufemismos ni ambigüedad porque, nos guste o no, esa es la forma –y otra resultaría un ridículo artificio- en la que se expresan habitualmente muchos. Precisión que nos entrega la variedad y riqueza de un lenguaje del que cada día nos vamos desprendiendo a cambio de volvernos más pobres, abreviados y tecnológicos.   

Carlos Manzano. “Estrategias de supervivencia”. 88 páginas. Libros Certeza. Zaragoza, 2013.