miércoles, 30 de septiembre de 2009

Presentación de "Poetas suicidas" de Ricardo Fernández Moyano

La Asociación Literaria Rey Fernando de Aragón y la Editorial Olifante
le invitan a la presentación del libro
"Poetas suicidas: sensibilidad o supervivencia"
de Ricardo Fernández Moyano

Intervendrán: Trinidad Ruiz Marcellán (Editorial Olifante), Antón Castro y el autor.
Leerán poemas Asunción Mínguez, Amalia Soro, Carmen Aliaga y Luis Trébol.

Centro Cívico "Río Ebro"
C/ María Zambrano 56 (frente a Carrefour)
Viernes 2 de octubre a las 19 h.

http://reyfernando.webcindario.com/
http://www.olifante.com/

lunes, 28 de septiembre de 2009

Matrix

Morfeo me dio a elegir entre la pastilla azul y la pastilla roja.

Como buen politoxicómano, me tomé las dos.

Óscar Sipán

jueves, 24 de septiembre de 2009

Era veinte de octubre


Otra vez esta ciudad.
Cierro los ojos. No quiero mirar.
Otra vez de regreso, y esta vez, sin pasar de largo, sin seguir camino al norte y al este; siempre alejándome de ti. Y todos aquellos juramentos de no volver nunca más.
Otra vez estas calles. Y no quiero mirar.
Y pasar junto a una estación que ya no existe. Oír el nombre del último lugar donde te vi. Y no querer mirar. Era un veinte de octubre. Lo recuerdo bien. El tren de las nueve y media y tu abrazo en el andén. Era veinte de octubre. Y no te vi sonreír.
Otra vez estas calles. Y otra vez lo que fue y quebró la distancia. Trescientos veinticinco kilómetros, dos horas y veinte minutos de tren. Era veinte de octubre. Y el teléfono dejó de sonar.
Y a cambio tu carta. Tu letra redonda, hiriente y azul. Diciéndome aquello de yo en esta ciudad y tú en otra, a trescientos kilómetros de distancia, un fin de semana sí, doce días que no. Demasiado lejos, demasiado tiempo sin vernos, demasiada ausencia, demasiados obstáculos para seguir.
Tu carta y mis lágrimas.
Lo recuerdo bien.
Y otra vez estas calles. Diecisiete años y once meses después. Otra vez caminando por esta ciudad. Y todos aquellos juramentos de no volver nunca más. Un millón de habitantes. Una posibilidad entre un millón.
Y sonrío y temo.
Y no quiero mirar.
Y camino con tu nombre deshaciéndose en mi boca. Y camino por estas calles disimulando, distrayendo el dolor. Y otra vez pasando delante de tu portal. Mirando el portero automático. Segundo piso. Letra A.
Y otra vez regresando tu acento. Tu sonrisa. Tu carta y mi dolor. Tu nombre y los días de viento. Seis meses. Septiembre. Otoño y adiós.
Era veinte de octubre. Lo recuerdo bien. Tu nombre. Tu casa y tu portal. El último tren del domingo. Una estación derruida. Y tu último abrazo en el andén.
Y otra vez aquí. Estas calles y tú. Y todos aquellos juramentos de no volver nunca más. Otra vez esta ciudad. Diecisiete años y once meses después. Otro domingo soleado. Tu nombre. Y todo lo que no he conseguido olvidar.
Y otra vez frente a tu portal. Temiendo verte. Volverte a encontrar. Un millón de habitantes. Y una posibilidad entre un millón.
Y otra vez estas calles, recordándote, diciéndome que no. Dejándome bien claro dónde no estaba. Dónde te quedaste tú. Trescientos kilómetros de distancia y el teléfono que dejó de sonar.
Tu carta y mis lágrimas. Tu acento. Tu sonrisa y tu portal. Diecisiete años y once meses. Segundo piso. Letra A.
Una posibilidad entre un millón. Tu nombre viviendo en mi boca. Tu acento, tu abrazo, tu carta y mi dolor.
Era veinte de octubre. Lo recuerdo bien. Una estación derruida y no volviste a llamar. Tu carta y mis lágrimas. Tu letra redonda. Redonda y azul. Demasiado tiempo, demasiado lejos, demasiados obstáculos para seguir. Un fin de semana sí y doce días que no. Diecisiete años y once meses. Y todos aquellos juramentos de no volver nunca más. Y otra vez estas calles y una posibilidad entre un millón. Diecisiete años y once meses. Era veinte de octubre. Y yo sin poderte olvidar.

Texto de Jorge del Frago.

La magnífica fotografía es de Asier Alkorta.

martes, 22 de septiembre de 2009

Autorretrato


Cansado, malhumorado
irritado y somnoliento.
Sin atender a razones
ruegos,
límites y consejeros.

Insensato,
irresponsable,
eufórico y estremecido,
sonriendo hoy
por verte ayer,
desnuda, fugaz,
dulce y caprichosa.

Trasnochando,
madrugando,
balanceándome en ficciones,
mezclando por esperarte
café y paracetamol
alcohol y toboganes.

Cantando a grito pelado
espantando todos los males,
clavos, pesadillas;
verdades como puños.

Hambriento,
carnívoro,
insaciable devorador
de mí mismo.
Idiota, imbécil,
amante;
voluntario y soñador;
iluso de la peor especie.

Poema de Jorge del Frago

Fotografía de Javier Peña
http://www.flickr.com/photos/34835617@N03/

sábado, 19 de septiembre de 2009

Con sólo mirarme

Tres palabras sueltas en doce líneas son más que suficientes para captar la atención: confesión, muerte, asesinato. Buen comienzo. Tres palabras para sentir curiosidad y ponerte a escuchar. Presta atención, esto te va a interesar: una grabación, una voz sin imágenes, un monólogo, respuestas sin preguntas. Una voz que cuando hayas empezado a escuchar ya no podrás dejarlo. Un rostro con dos caras. Nombre de hombre y apellido de mujer. El recuerdo describiendo el dolor por lo que se perdió, el pasado justificando la venganza.
Algunos buscan y encuentran. Tienen esa suerte. Son los menos. La inmensa mayoría nos dedicamos a dar tumbos, palos de ciego, picotear. Comer a base de aperitivos salados y tragos amargos. De vez en cuando un caramelo, una chuchería, una euforia pasajera y bicarbonato para la úlcera.
Pero hay algunos que cuentan con la belleza de su lado. Y no una belleza cualquiera. Una belleza extraordinaria y exigente, excéntrica, joven, hambrienta y necesitada.
Tiene que ser una sensación extraña. Verse en los escaparates y en las ventanillas del autobús y sentirse diferente a todos los demás. Despreciarles por cómo te miran. Sentir asco de su mediocridad y desear estar en otro lugar. Y desearlo y encontrarlo. Esa es la suerte. Encontrarlos a ellos y a su paraíso perfecto en donde existía la elegancia; un mundo en el que no eres un animal exótico. Tocar el cielo. Una vida que merecía ser vivida, no sufrida. Abandonar una vida de mierda, una vida de obligada marginalidad. Una vida incolora y sin aventura.
Y para mantener aquella habitación perfumada y de sábanas limpias debes cumplir una serie de reglas: nunca ser entrometido, nunca interesarte por lo que hablaban ellos, ser sordo, ciego y mudo; y desentenderte absolutamente del olor a muerte que subía del sótano de su casa. Ser guapa, limpia y desmemoriada como una niña buena. Y qué más da a qué se dedican; sus negocios, sus sombras, sus perros de compañía. Lo único que importaba era cumplir esas reglas sencillas para seguir disfrutando del paraíso y su belleza.
Lo más increíble de todo es estar incluso dispuesto a aceptar el dolor y la vejación de tres días de tortura salvaje e inhumana para no perderlo. Porque sabes que sin ese lugar y sin ellos no hay nada. Que renunciar a ellos significaba volver al arrabal, buscarme una esquina propicia y sacar el plumero para ver quien se prestaba a darme la primera paliza por un módico precio. No importaban las cicatrices ni la mutilación, mientras toleraran mi juego y me permitieran formar parte de aquello yo continuaría adelante. Sería carne de silencio.
Pero a pesar de todo se marchan. A pesar de todo te dejan sin premio, te abandonan, se van y te dejan, no les importas una mierda. Y entonces quieres morir, prefieres morir antes que quedarte sola, porque ellos al mirarme, al verme, me habían regalado una vida y un alma que se derrumbó al marcharse. Y nada será como antes, no volverás a ser quien eras con ellos.
Entonces si todo eso desaparece te queda la opción de volver a un mundo de bárbaros en el que no vas a encontrar a alguien capaz de entender tu sensibilidad, tus ideas, tu belleza y compartirlas. La realidad siempre llega a través de los demás, la traen en sus ojos. Somos lo que los demás ven en nosotros. Belleza deslumbrante o perversión. La mirada hacía mí, en lo que me convertirían con sólo mirarme. Yo era para ellos un degenerado, carne de vejación. Me convertirían en basura. Y ante eso es preferible huir, encerrarse, recluirse, esconderse. Pasar de la cárcel al manicomio. Un lugar donde no exista la realidad. Ser ficción. Convertirse en un poeta preso, trastornado y yonqui. Y antes de morir saber que se ha visto el mal y la belleza. Yo he vivido, he visto y he sido vista.
Y entre tanta belleza, tanta necesidad de ser visto, tanto egoísmo y tanto silencio y desprecio estamos nosotros, los corrientes, los mediocres, los vulgares. Entre tanto dinero y tanto deslumbramiento, tanto poder y negocio sucio estamos nosotros, los ilusos, los insignificantes, los débiles, la carne de cañón. Está la muerte de cualquiera de nosotros, alguien que desaparece una noche después de ser detenido y que su cuerpo sirva para hacer una demostración de lo bien que cortan los cuchillos de los carniceros. Comida para los perros.
Algunos buscan respuestas y tienen suerte. Las encuentran. Y quieren venganza y tienen suerte. La consiguen.
Algunos nunca comprenderán que la belleza es efímera y caprichosa. Que el odio es mucho más fuerte, duradero, persistente y alimenta mejor y más tiempo.
Y que la muerte acaba con todo el dolor.

Cristina Fallarás. “Así murió el poeta Guadalupe”. Alianza Editorial. Madrid, 2009.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Selenitas partisanos


Ocultos en los cráteres, los selenitas partisanos sueñan con secuestrar astronautas para obtener información bajo tortura, borrar las huellas que profanan la superficie lunar y limpiarse las mucosas con la bandera de Estados Unidos.
Óscar Sipán

martes, 15 de septiembre de 2009

Pase pernocta

Sinceramente,
ya no sé que pensar
de mí.
Y es que resulta ridículo
y también algo trágico
encontrarme siempre
y a la misma hora
buscando en rincones, papeleras,
sótanos y contratiempos,
pedazos de mí.

Descubrirme
sin vergüenza,
a plena luz del día y sereno
pidiendo limosna,
una palabra amable
y una mentira piadosa
en el buzón.

Intentando juntar
sin cortarme los dedos
ni la lengua,
papeles rotos, esquirlas,
espacios en blanco,
angustias,
retales de mí.

Pretendiendo estrenar
cada noche la vida
con un pase pernocta,
libertad vigilada,
una pistola cargada
y media pensión.

Poema de Jorge del Frago

La imagen es del grandioso fotógrafo portugués Rui Palha http://www.flickr.com/photos/ruipalha/

viernes, 11 de septiembre de 2009

El último verano

Tengo una memoria frágil. Lo sé. Una memoria de tintorería y desagüe. Por eso “Tierra de nadie” me ha traído el recuerdo de un tiempo perdido pero que nunca se olvida: las vacaciones de nuestra niñez en un pueblo. Algo que los niños de ciudad sabemos muy bien qué significa.
Aquellos veranos largos de la infancia. Dos meses de aventuras a lo largo y ancho de campos y montes, calles y plazas. Recuerdos propios que se mezclan con los ajenos. Se ven reflejados en ellos. Un pueblo en el que sentías la felicidad de la libertad total. Un niño de ciudad acostumbrado a la televisión, los tebeos y a salir de vez en cuando al cine que llegaba en julio al pueblo para no entrar en casa más que por obligación. Poder estar todo el día en la calle o en el campo. Convivir con los animales del corral y las granjas: tocinos, gallinas y conejos; y con los descubiertos entre las piedras y los ribazos: lagartijas, escarabajos y culebras. Y volver a ver a nuestra abuela en la cocina de casa desnucando un conejo de un solo golpe, quitarle la piel y colgarlo de un gancho en la fregadera para que se desangre. Cazar ranas y palomas y mantener la respiración para que no te piquen las ortigas. Las atronadoras tormentas de verano, los primeros cigarrillos y los primeros besos con sabor a regaliz.
Paraíso de la infancia.
Pero “Tierra de nadie” no es sólo el recuerdo de un tiempo perdido. Es el dolor de una experiencia: la pérdida de la inocencia. La diferencia, terrible y angustiosa, está en perder aquel paraíso de forma traumática. Esa es la gran diferencia. No perderlo durante los meses de invierno, al dejar de llevar pantalones cortos, sino que te la roben, te la quiten de golpe, te la arranquen en pleno verano. Eso es lo que produce la rabia y el sufrimiento, una negación, un silencio, una culpa; un dolor que impidió durante cuarenta años volver hasta aquél último verano, cuando el mundo infantil se hizo añicos, se rompió en pedazos. Aquel último verano cuando los adultos invaden la escena y se acabó lo que se daba. Los adultos y su sexualidad, los adultos y su impiedad, los chicos mayores y su crueldad.
Y la contradicción de tener que esperar precisamente a ser un adulto para dejar salir la angustia, poder contarlo de carrerilla, escribir sobre ello, volver a ser un niño y recordar con dolor. Porque duele recordar cómo le mataron a uno la infancia. Cómo nos hacen cómplices de su asesinato. Tener que hacerse mayor para comprender, recordar aquella historia que ahora me parece ridícula pero que en aquellos días me pareció terrible y obsesionante. Que ahora, siendo adultos, podemos entender, aceptar y asumir; pero entonces no, entonces aquel abuso, aquel robo, aquella traición, aquella pérdida para siempre de la inocencia y el paraíso produjeron angustia, desasosiego y culpa.
Tengo una memoria frágil. Lo sé. Y por eso tengo mucho que agradecerle a Javier Delgado con esta “Tierra de nadie”. Y también sé que soy un lector limitado. Es el estilo que Javier ha elegido para contarla, repleto de instantes íntimos y dolorosos, pero eché de menos que el texto fuera más pausado, corriera menos, se amontonara menos. Que no me dejara tomar aire, respirar, no me atropellara al leer. Eché de menos un final menos desordenado y confuso después de tanto recuerdo certero. No quedarme desconcertado, perdido, con el ceño fruncido, sin entender con claridad la nota final de la historia.

Javier Delgado. “Tierra de nadie”. Xordica Editorial. Zaragoza, 2009.

martes, 8 de septiembre de 2009

El brumario de Emilio

Como dice la canción del Reno Renardo, “crecí en los ochenta”, y esa es mucha distancia a efectos generacionales, más conceptuales que cronológicos, si te lanzas a comparar Brumarios. Y es por ello, que de no mediar cercanías afectivas, familiares, de no haber vivenciado en primera persona (aunque con ojos de niño-adolescente) las coletillas de todo aquello, seguramente me hubiese quedado con la parte de crónica social, de “Cuéntame”, -como de forma reduccionista se define ahora a la historia de gran parte de nuestro siglo XX-. Pero no es el caso.

Encontrará el lector -y la lectora- (el feminismo de diseño se mide hoy en día por estos detalles), un relato de posguerra y Transición, sí, un retrato sociológico, también. Pero por encima de todo, en él se habla de política, es decir, de teatro, de música, de Cocina -con mayúsculas-, de pasiones. Política también en su significado más literal, política de la buena, de la de entonces. Y en cuanto a hilos conductores, el Brumario es acción, es amistad, es Aragón..., y es recuerdo argumental de desengaños, y de dolidas ausencias; físicas, éticas y morales. El Brumario es, en definitiva, humano. Con sus grandezas y con sus miserias.

El protagonista se descubre, a través del escritor, como un hombre cortés, franco -sin mayúsculas-, honrado. Un personaje lleno de agradecimientos que repartir y recuerdos que compartir. Preocupado por sacar a la luz la intrahistoria (aquella de la que hablaba Unamuno), la de los que no ocuparon en la versión oficial el puesto que merecían, y también de los que la ocuparon durante muchos años, y siguen, disfrazados de demócratas al uso.

Es un texto amable, sí, como el propio Emilio, y optimista en su conjunto (a pesar de todo). En sus páginas se dice mucho –entre líneas más- y la estopa, que haberla hayla, se adorna en magníficos requiebros literarios, que a buen entendedor...

Y para finalizar, un consejo: no pidáis para este texto salsas ni aportes extravagantes. La materia prima, Emilio, es de primerísima calidad, de temporada, y el acompañamiento del autor es notable en cantidad. Vuelta y vuelta es suficiente para obtener un libro de obligada deglución.

Que aproveche.

...Y ahora permitidme que regrese a las cercanías afectivas, familiares, de “la Casa”, y en comedores más personales, comparta con Emilio que la sosegada lectura que hice de su Brumario, tuvo marcada vocación internacionalista, pues fue desgranada en Cerdeña -la tierra de Gramsci y Berlinguer- y finalizada en Malta (dónde siempre se conduce por la izquierda), frente a las costas de ese mar que quisieras para Zaragoza, un 20 de agosto de 2009, a 43 años exactos, más o menos, de todo aquello.

"EL BRUMARIO DE EMILIO" de JORGE CORTES PELLICER.
MIRA EDITORES, S.A. 2009
381 páginas. Año y lugar de edición: 2009, Zaragoza
.


Texto y fotografía de Sigfrido González.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Todo sobre mi padre

Encendió la televisión a esa hora de la tarde en la que sólo emiten culebrones folletinescos, historias mal escritas y peor interpretadas, secretarias feas que congregan el fervor popular durante años, amoríos de tiempos pasados indeterminados en países ultramarinos, acentos que empalagan y atolondran la cabeza. En el mejor de los casos puedes ver un programa de realidad vespertina, y no me refiero al telediario sino a esas orgías de sentimientos y estupidez en la que las gentes venden su alma al diablo a cambio de un bocadillo de jamón y un minuto de supuesta gloria. Apretó con fuerza el mando a distancia hasta que apareció en su salón la imagen de un director de cine manchego al que apreciaba. Le estaba entrevistando un escritor que también era de su gusto, un literato metido a periodista pero que ejercía su labor con gran dignidad. Últimamente leía más sus crónicas en los periódicos que sus novelas o cuentos. Era éste un tipo enjuto y encanecido, de párpados caídos y voz, esta vez sí, nasal y afrancesada. La cosa se desarrolla en una pequeña habitación que resultó ser el cálido despacho que ocupa el entrevistado en la productora que dirige su hermano. Luz tenue y un ambiente propicio para conversar. Decidió ver lo que contaban pese a que ya estaban metidos en harina.
Lo primero que le llamó la atención fue la tristeza que emanaba del genio de La Mancha, el más universal después del quijotesco hidalgo. El pelo cardado y casi por completo blanqueado. Unos cuantos kilos de más, bastantes, la mirada apagada. Viste de negro y cada día se parece más a su madre, a la abuela del espectador que ya concentra toda su atención en sus palabras. Parece una mujer enlutada de los años cincuenta, en los lejanos pueblos y campos de Andalucía, la cara curtida por el sol y con arrugas en el corazón. Cuenta que se siente solo, que su soledad ha sido elegida para poder trabajar en lo que trabaja pero que cada día le cuesta más acostumbrarse a ella. Que no hace reproches porque es normal que la gente se canse de llamar y de no ver atendidas sus cientos de llamadas. Al final el teléfono deja de sonar cuando estás en la cumbre. Es paradójico. La estrella aislada. Lejos, aquella imagen alocada y removida de los años ochenta, cuando salían a quemar la vida y pensaban que las cosas podían cambiar. Ahora hago vida monacal, absolutamente ermitaña, dice mientras mueve sus gordezuelas manos. Siento la angustia de vivir, aquello que intuí con 10 años en el colegio cuando me internaron gracias a la mediación de la beata de mi pueblo, la que le habló de mí al cura que dirigía el seminario, porque sí, ahora lo confieso, aquello era un seminario y yo estudiaba para cura. Este niño debe ser de Dios. Pero Dios no me dijo nada y yo prescindí de él. La misma angustia que ahora trato en el psiquiatra y con medicamentos. No lo voy a ocultar por más tiempo. Detiene su voz. Bebe agua y se dispone a escuchar la siguiente pregunta. Háblame de tu padre.
Y notas que es un tema que le duele. Sus ojos se humedecen de inmediato. Ya ha abierto su corazón y quiere sacar lo que lleva dentro. Nunca me entendí con él. Era un ser decimonónico, arriero, un oficio imposible en pleno siglo XX. Tiene la imagen de un ogro, de un ogro bueno, así tan grande, con ese aspecto... Sí, pesaba unos 120 kilos y de verdad que era enorme. Sale una foto en la pantalla y ve que no se parece a su madre, a su famosa madre con la que siempre se le asocia. Es igual que su padre. Fotos en blanco y negro de familia campesina. Los hijos adolescentes vestidos con traje y corbata negra, la camisa blanca. Nada queda de ese niño en el hombre que ahora se enfrenta a sus recuerdos. Fotos en color sepia, el padre mayor y fatigado. Derrotado. Triste. Nunca comprendió que me marchara a Madrid, que hiciera las cosas que hacía. No hablé con él. El hombre del salón se acuerda de su padre, de su abuelo, tan iguales a él, eres como tu padre, pareces un inglés como le decía tu abuela. Introvertido, poco hablador. Piensa y no sabe si es algo propio de su familia o es extensible a todo el género masculino. Casi no conoció a su otro abuelo, muerto violentamente demasiado pronto. La cara ancha, los ojos pequeños, también el pelo blanco y una sonrisa socarrona que le cuentan sigue viviendo en su nieto. El tampoco habló con su padre. Chocaban sus timideces, sus pocas palabras, el pudor a la hora de mostrar lo que se querían. Nunca vi a un hombre tan contento como el día que tú naciste, le solía contar una vecina. No sabe cuando dejaron de hablar. En su memoria, las veces que jugaron a fútbol, él con su traje azulgrana, su padre un ferviente madridista. Las pocas veces que salieron de vacaciones. Un viaje en los autos de choque que terminó con sangre en la nariz. Las noches en que bajaba a la calle a esperar que su padre volviera del trabajo, de su agotador y pluriempleado trabajo. Corría a darle un beso y un abrazo. Cómprame un polo. De limón. Cómo siempre le daba un beso antes de irse por la mañana, él dormido o fingiendo que lo estaba, sus labios en su frente y un hasta luego. Y recordaba cómo le cogía de la mano, de su mano fuerte, llena de venas y ligeramente sudada, un sudor que él había heredado y que atribuía a su apocamiento. Y vuelve a centrarse en la conversación. El cineasta cuenta que le llamaron cuando su padre enfermó, cuando le dijeron que se moría. Lo encontró en la misma cama en la que nació, así lo había querido, todo bien dispuesto para recibir a la muerte. Ese día no había necesitado morfina, se le veía en paz. Hablaron. Cuida de tu familia, hijo, ahora eres tú el padre. Lo haré, padre, lo haré. Se miraron de verdad. Un día te vi en la televisión. Notó que se lo decía con orgullo, con cariño, con amor. Se fue a descansar. A las dos horas le despertaron para decirle que se había muerto. Le enterraron con la mortaja que había comprado él mismo, hacía tiempo. Sin zapatos. Sea lo que sea que me espera, que me encuentre ligero. Y ya no puede hablar más.
Intenta continuar pero no puede, se derrumba, se hace un silencio eterno, bebe un sorbo de agua. No lo entiendo, hace tanto tiempo, que no debería afectarme pero... Aguanta las lágrimas, baja la mirada pero ya no hay vuelta atrás. El entrevistador se vuelve a cámara. No sé si debemos seguir o paramos... No, no... No importa. Dadme algo para... Dicen que en mis películas sólo sale mi madre. Y no. Mi padre está presente en todas y cada una de ellas. No hace de padre pero está detrás de este personaje, de aquél, de tantas cosas. Me alegro de haber llegado a tiempo de hablar con él, aunque fuera sólo un momento. Eso sí, cambiaría todos los premios, todos los reconocimientos, todas las películas que él no pudo ver, por poder hablarle, contarle que... El hombre del salón también se emociona. Creo que el entrevistador tampoco puede seguir con el tema. Veo que tienes una maleta en el rincón, una vieja maleta de madera de hace muchos años, casi da miedo pensar en lo que significa, parece un ataúd. Es la maleta con la que me fui de casa para no volver. Repasemos un poco tu filmografía. De acuerdo.
Su hijo estaba por allí, ajeno a la televisión que sólo de tanto en tanto mira sin prestar atención ni comprender de qué hablan. Medio adormecido por la reciente siesta hasta que de pronto le mira. Vamos a jugar, papá. Vamos.

Texto de José Antonio Lozano
http://jalozadas.blogspot.com/

La magnífica fotografía es de Jose Anoro.
http://www.flickr.com/photos/photosintesis/

jueves, 3 de septiembre de 2009

Ya no

Ya no creo en el amor.
Perdóname.
Ya tan sólo
creo en mí.
En mi egoísmo
y mi existir,
en mis ganas de llorar.

Perdóname.
Ya no creo
en ese verbo ardiente, absoluto,
en esa extrema plenitud.
No es verdad.
Ya no existe ese lugar.

Perdóname.
Ya no soy capaz
de entregar la mirada,
el tiempo, el silencio,
todo mi ser,
a esa emoción intensa,
generosa
forma de sentir.

Perdóname.
Ya no puedo entender,
querer otra cosa
que no sea yo mismo,
mis ganas, mi necesidad
por apuñalarme, morir desangrado,
cada noche resucitar.

Perdóname.
Ya no creo en el amor.
Tan sólo creo
en ajustar cuentas, errores,
palabras pendientes
con el tipo que ahora soy.
En rebelarme y liquidar
años, pasado, vida,
deudas sin pagar.

Poema de Jorge del Frago

Fotografía de Sigfrido González.
http://www.flickr.com/photos/sifro/