Tres palabras sueltas en doce líneas son más que suficientes para captar la atención: confesión, muerte, asesinato. Buen comienzo. Tres palabras para sentir curiosidad y ponerte a escuchar. Presta atención, esto te va a interesar: una grabación, una voz sin imágenes, un monólogo, respuestas sin preguntas. Una voz que cuando hayas empezado a escuchar ya no podrás dejarlo. Un rostro con dos caras. Nombre de hombre y apellido de mujer. El recuerdo describiendo el dolor por lo que se perdió, el pasado justificando la venganza.
Algunos buscan y encuentran. Tienen esa suerte. Son los menos. La inmensa mayoría nos dedicamos a dar tumbos, palos de ciego, picotear. Comer a base de aperitivos salados y tragos amargos. De vez en cuando un caramelo, una chuchería, una euforia pasajera y bicarbonato para la úlcera.
Pero hay algunos que cuentan con la belleza de su lado. Y no una belleza cualquiera. Una belleza extraordinaria y exigente, excéntrica, joven, hambrienta y necesitada.
Tiene que ser una sensación extraña. Verse en los escaparates y en las ventanillas del autobús y sentirse diferente a todos los demás. Despreciarles por cómo te miran. Sentir asco de su mediocridad y desear estar en otro lugar. Y desearlo y encontrarlo. Esa es la suerte. Encontrarlos a ellos y a su paraíso perfecto en donde existía la elegancia; un mundo en el que no eres un animal exótico. Tocar el cielo. Una vida que merecía ser vivida, no sufrida. Abandonar una vida de mierda, una vida de obligada marginalidad. Una vida incolora y sin aventura.
Y para mantener aquella habitación perfumada y de sábanas limpias debes cumplir una serie de reglas: nunca ser entrometido, nunca interesarte por lo que hablaban ellos, ser sordo, ciego y mudo; y desentenderte absolutamente del olor a muerte que subía del sótano de su casa. Ser guapa, limpia y desmemoriada como una niña buena. Y qué más da a qué se dedican; sus negocios, sus sombras, sus perros de compañía. Lo único que importaba era cumplir esas reglas sencillas para seguir disfrutando del paraíso y su belleza.
Lo más increíble de todo es estar incluso dispuesto a aceptar el dolor y la vejación de tres días de tortura salvaje e inhumana para no perderlo. Porque sabes que sin ese lugar y sin ellos no hay nada. Que renunciar a ellos significaba volver al arrabal, buscarme una esquina propicia y sacar el plumero para ver quien se prestaba a darme la primera paliza por un módico precio. No importaban las cicatrices ni la mutilación, mientras toleraran mi juego y me permitieran formar parte de aquello yo continuaría adelante. Sería carne de silencio.
Pero a pesar de todo se marchan. A pesar de todo te dejan sin premio, te abandonan, se van y te dejan, no les importas una mierda. Y entonces quieres morir, prefieres morir antes que quedarte sola, porque ellos al mirarme, al verme, me habían regalado una vida y un alma que se derrumbó al marcharse. Y nada será como antes, no volverás a ser quien eras con ellos.
Entonces si todo eso desaparece te queda la opción de volver a un mundo de bárbaros en el que no vas a encontrar a alguien capaz de entender tu sensibilidad, tus ideas, tu belleza y compartirlas. La realidad siempre llega a través de los demás, la traen en sus ojos. Somos lo que los demás ven en nosotros. Belleza deslumbrante o perversión. La mirada hacía mí, en lo que me convertirían con sólo mirarme. Yo era para ellos un degenerado, carne de vejación. Me convertirían en basura. Y ante eso es preferible huir, encerrarse, recluirse, esconderse. Pasar de la cárcel al manicomio. Un lugar donde no exista la realidad. Ser ficción. Convertirse en un poeta preso, trastornado y yonqui. Y antes de morir saber que se ha visto el mal y la belleza. Yo he vivido, he visto y he sido vista.
Y entre tanta belleza, tanta necesidad de ser visto, tanto egoísmo y tanto silencio y desprecio estamos nosotros, los corrientes, los mediocres, los vulgares. Entre tanto dinero y tanto deslumbramiento, tanto poder y negocio sucio estamos nosotros, los ilusos, los insignificantes, los débiles, la carne de cañón. Está la muerte de cualquiera de nosotros, alguien que desaparece una noche después de ser detenido y que su cuerpo sirva para hacer una demostración de lo bien que cortan los cuchillos de los carniceros. Comida para los perros.
Algunos buscan respuestas y tienen suerte. Las encuentran. Y quieren venganza y tienen suerte. La consiguen.
Algunos nunca comprenderán que la belleza es efímera y caprichosa. Que el odio es mucho más fuerte, duradero, persistente y alimenta mejor y más tiempo.
Y que la muerte acaba con todo el dolor.
Cristina Fallarás. “Así murió el poeta Guadalupe”. Alianza Editorial. Madrid, 2009.
Algunos buscan y encuentran. Tienen esa suerte. Son los menos. La inmensa mayoría nos dedicamos a dar tumbos, palos de ciego, picotear. Comer a base de aperitivos salados y tragos amargos. De vez en cuando un caramelo, una chuchería, una euforia pasajera y bicarbonato para la úlcera.
Pero hay algunos que cuentan con la belleza de su lado. Y no una belleza cualquiera. Una belleza extraordinaria y exigente, excéntrica, joven, hambrienta y necesitada.
Tiene que ser una sensación extraña. Verse en los escaparates y en las ventanillas del autobús y sentirse diferente a todos los demás. Despreciarles por cómo te miran. Sentir asco de su mediocridad y desear estar en otro lugar. Y desearlo y encontrarlo. Esa es la suerte. Encontrarlos a ellos y a su paraíso perfecto en donde existía la elegancia; un mundo en el que no eres un animal exótico. Tocar el cielo. Una vida que merecía ser vivida, no sufrida. Abandonar una vida de mierda, una vida de obligada marginalidad. Una vida incolora y sin aventura.
Y para mantener aquella habitación perfumada y de sábanas limpias debes cumplir una serie de reglas: nunca ser entrometido, nunca interesarte por lo que hablaban ellos, ser sordo, ciego y mudo; y desentenderte absolutamente del olor a muerte que subía del sótano de su casa. Ser guapa, limpia y desmemoriada como una niña buena. Y qué más da a qué se dedican; sus negocios, sus sombras, sus perros de compañía. Lo único que importaba era cumplir esas reglas sencillas para seguir disfrutando del paraíso y su belleza.
Lo más increíble de todo es estar incluso dispuesto a aceptar el dolor y la vejación de tres días de tortura salvaje e inhumana para no perderlo. Porque sabes que sin ese lugar y sin ellos no hay nada. Que renunciar a ellos significaba volver al arrabal, buscarme una esquina propicia y sacar el plumero para ver quien se prestaba a darme la primera paliza por un módico precio. No importaban las cicatrices ni la mutilación, mientras toleraran mi juego y me permitieran formar parte de aquello yo continuaría adelante. Sería carne de silencio.
Pero a pesar de todo se marchan. A pesar de todo te dejan sin premio, te abandonan, se van y te dejan, no les importas una mierda. Y entonces quieres morir, prefieres morir antes que quedarte sola, porque ellos al mirarme, al verme, me habían regalado una vida y un alma que se derrumbó al marcharse. Y nada será como antes, no volverás a ser quien eras con ellos.
Entonces si todo eso desaparece te queda la opción de volver a un mundo de bárbaros en el que no vas a encontrar a alguien capaz de entender tu sensibilidad, tus ideas, tu belleza y compartirlas. La realidad siempre llega a través de los demás, la traen en sus ojos. Somos lo que los demás ven en nosotros. Belleza deslumbrante o perversión. La mirada hacía mí, en lo que me convertirían con sólo mirarme. Yo era para ellos un degenerado, carne de vejación. Me convertirían en basura. Y ante eso es preferible huir, encerrarse, recluirse, esconderse. Pasar de la cárcel al manicomio. Un lugar donde no exista la realidad. Ser ficción. Convertirse en un poeta preso, trastornado y yonqui. Y antes de morir saber que se ha visto el mal y la belleza. Yo he vivido, he visto y he sido vista.
Y entre tanta belleza, tanta necesidad de ser visto, tanto egoísmo y tanto silencio y desprecio estamos nosotros, los corrientes, los mediocres, los vulgares. Entre tanto dinero y tanto deslumbramiento, tanto poder y negocio sucio estamos nosotros, los ilusos, los insignificantes, los débiles, la carne de cañón. Está la muerte de cualquiera de nosotros, alguien que desaparece una noche después de ser detenido y que su cuerpo sirva para hacer una demostración de lo bien que cortan los cuchillos de los carniceros. Comida para los perros.
Algunos buscan respuestas y tienen suerte. Las encuentran. Y quieren venganza y tienen suerte. La consiguen.
Algunos nunca comprenderán que la belleza es efímera y caprichosa. Que el odio es mucho más fuerte, duradero, persistente y alimenta mejor y más tiempo.
Y que la muerte acaba con todo el dolor.
Cristina Fallarás. “Así murió el poeta Guadalupe”. Alianza Editorial. Madrid, 2009.
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