lunes, 29 de noviembre de 2010

Un relato de Vanesa Pomar

La Perra

Serían las once y media doce y, después de muchos vasos de absenta, ya no estaba muy sociable así que decidí irme a casa.
Salí del bar, doblé la esquina y me fui a la placita en la que el tranvía tenía su última parada. Me senté en un muro de piedra. No sé cuánto tiempo estuve allí sentada pero de repente aparecieron. Serían unos siete u ocho perros, perros grandes y de una raza no clasificable. Andaban despacio, sin prisas, en esas horas en que la ciudad era suya. Había muchas manadas de perros vagando por la ciudad, perros sin dueño, perros que no tenían nada que hacer, perros tomando el sol, perros discutiendo, perros conversando. Dicen que un día los metieron a todos en un barco y los mandaron a una isla que está muy cerquita de la ciudad. Dicen también que los perros volvieron.
Así que allí estábamos, los perros y yo. No sé si se percataron de mi presencia pero no dieron ningún signo de ello. Estuve un buen rato mirándolos. Ése era el jefe seguro, sentado, cansado, observando al resto. Se levantó y comenzó a caminar, poco a poco los otros fueron detrás. Y yo, como no tenía nada mejor que hacer, fui detrás de ellos.
Salimos de la placita y fuimos por esa calle cuesta abajo que nunca me acuerdo de cómo se llama, la de los músicos, la que tiene la tienda de sombreros en la esquina. Uno de los perros se metió por una de las primeras bocacalles, se medio despidió del grupo, o eso creo y seguimos bajando. Yo, por supuesto, como intrusa que era, me mantenía a una distancia prudencial, había visto a esos perros pelear.
Al llegar a la torre, uno de los lugares más habituales de reunión de estas manadas, hicimos una parada. Allí estuvimos un buen rato. Sentada en una piedra, a unos 25 metros, seguí observando a los perros. El jefe seguía sentado, impasible a los jugueteos de los otros, bostezando, abstraído, mirando a ninguna parte. Sacudió la cabeza, volviendo a ocupar su puesto de líder y comenzó a caminar.
Tres de los perros se quedaron allí.
Me levanté decidida a seguir al jefe. Mi cabeza estaba tan difusa como la absenta que había bebido, me apoyé en una farola buscando el equilibrio que me faltaba, respiré hondo y seguí con mi absurda misión.
Bajamos por una paralela a la calle de los músicos, una calle estrecha, con casas viejas con ropa colgada de lado a lado de la calle, con verjas enmohecidas y cristales rotos, una calle empinada, oscura y húmeda. Aparecieron unas escaleras que yo no había visto nunca, allí nos abandonaron otros dos. Respiré hondo, quedábamos tres.
Yo ya no tenía ni idea ni de dónde estaba, ni de qué hora era, ni de qué carajo estaba haciendo. Sin capacidad de obligarme a hacer otra cosa seguí con todo aquello.
Bajamos, bajamos y bajamos más y de repente me di cuenta de que ya sólo quedábamos dos. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, el jefe y yo, yo y el jefe, recorriendo las callejas más inmundas de la ciudad.
El perro empezó a caminar más despacio, no sé si lo hacía porque ya estaba sólo, sin nadie a quien guiar más que a sí mismo o porque sabía que yo estaba ahí, lo había sabido siempre y quería ponerme las cosas claras.
Me acojoné, juro que estaba acojonadísima. De repente se paró y se sentó dándome la espalda. Yo giré para buscar un sitio en el que apoyarme y me tropecé con algo, me caí al suelo y ese algo resultó ser un montón de bolsas de basura. Me quedé quieta, levanté un poco la cabeza para ver dónde estaba el perro. Se había levantado y venía hacia mí muy despacio. Bajé la cabeza y respiré muy despacio para intentar decelerar los latidos de mi corazón, cerré los ojos y me agaché aún más, quería parecer más pequeña todavía. Al cabo de unos pocos segundos volví a abrir los ojos, el perro estaba a unos dos metros, me enseñaba los dientes y tenía las orejas echadas hacia atrás. Podía oler al animal, olía a sucio, a mojado aún estando seco. Cerré los ojos otra vez y agaché aún más la cabeza mostrándole mi nuca y así, en esa postura de absoluta sumisión me quedé un tiempo infinito. Olí su aliento, noté su húmeda nariz en mi cuello y me di cuenta de que era una perra y yo me había entrometido en su matriarcado. La perra metió su hocico por debajo de mi barbilla y levantó mi cabeza, ya podía mirarle a los ojos aunque lo evité bastante asustada aún. Me chupó una mano, no sé si porque le gustaba aquello que yo había aplastado al caerme o para quitarme el asqueroso olor que me rodeaba. Ahora yo olía peor que ella.
Me llamó a levantarme, o eso creo. Lo hice muy despacito, no quería asustarla ni provocar en ella ninguna desconfianza. Me miró mientras yo intentaba quitarme de encima la mayor cantidad de basura posible, que no fue mucha, pues la mayoría eran líquidos y cosas que se chafaban y manchaban y olían y que no se podían quitar ni agarrar. Cuando creí que estaba lista la miré y asentí con la cabeza, como indicándole que ya podíamos seguir a donde fuera que fuésemos. Esta situación hacía tiempo que había dejado de ser absurda. Era estúpida, lo sé.
Seguimos andando, a mi ya no me importaba hacia dónde nos dirigíamos, estaba feliz, me había aceptado como una perra más, me había brindado su protección y su sabiduría. Su recorrido nos llevó a las basuras más selectas, a los rincones más inimaginables. La ciudad vista por dos perras.
Estaba cansada, llevábamos varias horas callejeando, ella pareció entender mi agotamiento, se metió por una calle más estrecha todavía, cruzó una puerta sin puerta, subió unas escaleras con más agujeros que madera y aparecimos en una sala con muchas telas en el suelo, bueno, telas, trapos, ropa vieja y rota y algún que otro zapato. Se echó allí y yo me eché a su lado. Y allí, en ese ambiente nauseabundo nos quedamos dormidas.
Cuando abrí los ojos ella ya no estaba, no sé cuánto había dormido pero ya había bastante luz en la calle. Me levanté, me estiré, me olí, me di asco y salí de la habitación. Bajé las escaleras que, con la luz del día daban bastante miedo, salí a la calle, miré a los lados intentando encontrarme y la vi. Estaba sentada al sol, tranquila. Fui hacia ella, le rasqué detrás de la oreja y ella me miró. A los pocos segundos empezó a ladrar, se revolvió nerviosa, agitada, incluso agresiva. Yo no entendía nada, me di la vuelta y vi que se acercaban un par de perros. Me puse en alerta por si los recién llegados nos atacaban pero entonces comprendí que era yo la que sobraba, era a mi a quien iban dirigidos los ladridos, los rechazos. Me había dejado ser perra por una noche y nuestra relación había acabado con la luz del día. Ya no era bienvenida en su matriarcado. Tú a tu casa y yo a la mía. Y eso hice.

Texto: Vanesa Pomar
http://relatosdelatribu.blogspot.com/

Fotografía de Miguel SP

viernes, 26 de noviembre de 2010

Caballo de Troya

Quien tenga prisa o busque un simple entretenimiento inocuo que no empiece a leer esta novela. Porque “Epitafio” guarda en su interior un inclemente caballo de Troya.
“Epitafio” es aprendizaje, un camino de ida y vuelta, una dolorosa revelación.
Es rebelión, motín; naufragio y salvación.
Leer “Epitafio” no nos saldrá gratis. Porque “Epitafio” duele, como duele reconocer nuestra derrota y nuestros errores; como duelen el arrepentimiento, el espejismo y la ceguera; pagar el precio por averiguar la verdad.
Paloma González Rubio nos presenta en “Epitafio” a un tipo que un día decide dejar de se amable. Un tipo con el que rápidamente congeniaremos los heridos. Todos esos que algún día hemos querido vender nuestro pasado en una chatarrería. Un valiente, un hombre nuevo con una nueva conciencia de si mismo que una mañana decide cambiar apartando aquello que me han echado sobre los hombros y dedicar un poco de tiempo a componer exactamente lo que quiero llevarme. Un dejar de ser amable que le hará cambiar la perspectiva de la mirada, la percepción de las cosas; eliminar lo que sobra, lo accesorio; lo innecesario, lo convencional. Soltar lastre y tener un segundo despertar vacío de memoria en una transformación en la que no existía el menor deseo de conflicto o rebelión, sino sólo el propósito de un desamarre sin rumbo.
Y la historia así, reducida a lo simple, podría parecernos un viejo eco oído con anterioridad. Pero no en la voz de Paloma. Porque Paloma con su exactitud, con su absoluto dominio del lenguaje, convierte a la narración en el mecanismo preciso de una bomba de relojería. Nada en “Epitafio” es intrascendente, nada sobra, nada es inocente.
Paloma hace cirugía; abre la herida y luego, lentamente, en una cruel costura sin anestesia, va cosiendo y cerrándola. Después, al mirarnos en el espejo, veremos la cicatriz para no olvidarnos de aquel día.
Paloma abre la puerta de nuestra jaula y nos deja libres. Nos deja revolotear, desertar mientras escupimos nuestra rabia contra el pasado y arrojamos todas las piedras que nos metieron en los bolsillos para que no saliéramos volando. Paloma sabe que quizás tengamos razón. Sabe que esa es una pesada carga, pero también sabe que ese laberinto de intensa luz artificial por el que avanzamos derribando muebles y enarbolando quimeras no tiene salida. Que Ícaro voló, y fue cegado y derribado por el sol.
Porque “Epitafio” es una lección de vida real, es un bumerán; y la aventura de esa reconstrucción, de esa huída, seguirá la aplastante lógica de los corredores en un circuito: la línea de salida y la de la meta son la misma. Y nos dejará con la dolorosa revelación de lo que somos: onironautas desorientados. Porque todos los onironautas somos víctimas de una pérdida o una búsqueda irremediables.
“Epitafio” nos pone los pies en el suelo. Leer “Epitafio” es aceptar que las circunstancias y los acontecimientos imprevistos alteran, modifican, trastocan nuestros planes de reedificación. Que los demás, sus actos y sus mareas nos influyen, nos arrastran, dejan en evidencia nuestra debilidad. Que no es posible huir del entramado de las relaciones humanas, escapar de su influjo y su carga. Que nuestro margen de maniobra está acotado dentro de unos límites y ordenado por unas reglas de juego. "Epitafio" es recordarnos que podemos elegir la plaza de aparcamiento, pero siempre dentro del mapa de un parking cerrado.
“Epitafio” es un texto que muta, modifica una idea preconcebida: el desprecio por lo que tenemos más cerca, junto a nosotros. “Epitafio” es regresar y reconocer el temor a la pérdida, es encontrarnos con el reflejo sin amabilidad de nuestro menosprecio, darnos de bruces con el monstruo, el espacio en blanco que nosotros mismos habíamos creado con nuestro derribo; la tierra que nos echamos encima, el plomo de la culpa propia.
Al final, asustado, adocenado; argonauta derrotado; tan sólo quedará satisfacer el precio que hay que pagar para obtener el perdón y la indulgencia. La piedad en nuestro epitafio.

Paloma González Rubio. “Epitafio”. Ediciones de La Discreta. Madrid, 2010.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Revista Turia

MIGUEL LABORDETA ES EL GRAN PROTAGONISTA DEL NUEVO NÚMERO DE “TURIA”.

LA REVISTA LE RINDE HOMENAJE CON UN SUMARIO ESPECTACULAR REPLETO DE ESTUDIOS Y TESTIMONIOS INÉDITOS.

PUBLICA TAMBIÉN DOS AMPLIAS CONVERSACIONES CON LUIS LANDERO Y ENRIQUE VILA-MATAS, ASÍ COMO TEXTOS DE MANUEL GUTIÉRREZ ARAGÓN, LUIS ANTONIO DE VILLENA Y JESÚS FERRERO.

La revista TURIA rinde homenaje a Miguel Labordeta a través de un amplio, indispensable y sugestivo monográfico. Más de veinte autores, entre los que figuran los principales estudiosos de su obra, consiguen mostrarnos la singularidad y valía de una labor creativa que todavía no ha logrado el reconocimiento que merece en el panorama de las letras españolas. Aunque, como se subraya en las páginas de esta nueva entrega de TURIA, la suya es una poesía que mantiene su vigencia. Sigue comunicando emociones e ideas a quienes se acercan a ella, no importa que “sean éstos jóvenes o no tan jóvenes poetas o, sin más, lectores con dos dedos de frente, dotados de una acusada conciencia crítica y social y de un considerable conocimiento de la tradición literaria”.
Miguel Labordeta sigue vivo, se asegura en las páginas de TURIA. Volvemos a él y no nos defrauda. Sin duda, la poesía de Miguel Labordeta continúa teniendo mucho que decirnos y va mucho más allá de esa consideración de escritor secreto, marginal y de culto que algunos han pretendido adjudicarle injustamente. Muy al contrario, cada vez son más los que encuentran en su literatura una plasmación radical de autenticidad e independencia, un vigoroso testimonio de cosmopolitismo. No son pocos los que lo describen como el mejor poeta aragonés del siglo XX y uno de los más sobresalientes nombres propios de la poesía española de posguerra. Por todo ello, TURIA emprende ahora la tarea de redescubrir y difundir la poesía de un autor que se proclamaba ciudadano del mundo y que merece hoy una lectura atenta y cómplice. Esa tarea es la que realiza la revista, a través de un plural conjunto de artículos encaminados a comprender sus versos y a situarlos respecto de su tiempo, literario e histórico.
En cuanto a los temas aragoneses, sobresale la publicación de una cuidada semblanza de uno de los grandes poetas de Aragón, Rosendo Tello (Letux, Zaragoza, 1931) y el trabajo dedicado a redescubrir al tenor y político turolense Andrés Marín (Teruel, 1843 – Madrid, 1896), una de las mejores voces líricas del siglo.
Por lado, este nuevo número de TURIA está ilustrado por uno de los valores consolidados de la abstracción pictórica española: Charo Pradas, artista turolense residente en Barcelona.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Un poema de Maribel Hernández

Estoy cortada por la mitad,
de este a oeste.
En un repartirme sin éxito
entre cosas cotidianas,
a cambio de un corazón,
en modo estándar.
Me disuade el día,
con el rugido indiscriminado
de la luz,
huyéndole de un zarpazo
al horizonte.
Siempre en rojo. Adormecido.
Doméstico.
Idéntica a mí, una huella
–tierna todavía-
contra el camino subyacente,
elige la intemperie.
Y no sucumbe al vértigo
de mirarse,
en la profundidad de los charcos.

Poema de Maribel Hernández
http://buscadoresdepalabras.blogspot.com/
perteneciente a su poemario “Sonora”
publicado por la Editorial Eclipsados. Zaragoza, 2010.

La excelente fotografía es de Carlos Martín
http://www.flickr.com/photos/20992810@N03/

viernes, 19 de noviembre de 2010

Cosmópolis

El “Setenil” es un premio que se concede anualmente al mejor libro de cuentos publicado en España. Cada año el ganador es elegido entre una lista de diez finalistas. Y este 2010 se lo han concedido a Francisco López Serrano y a su colección “Los hábitos del azar”. Dicen que el “Setenil” es el Óscar de los libros de relatos.
Francisco no es un escritor mediático, corporativo ni patrocinado. Francisco es casi un desconocido y sus libros ganan premios. La narrativa de Francisco no es fácil, no es cómoda, no es una lectura ligera para leer en el autobús. La narrativa de Francisco requiere paciencia y atención; esfuerzo; sudor. La narrativa de Francisco es un alimento que se cuece a fuego lento y se come con cuchillo y tenedor.
“Los hábitos del azar” empiezan con una maratón campo a través y en subida. Un relato que nos obligará a buscar una docena de veces en el diccionario palabras desconocidas como calistenia. Una carrera de fondo que nos dejará sin aliento, mareados, desorientados; nos hará sentir inferiores, acomplejados de nuestra ignorancia de malos estudiantes. Y entonces odiaremos a Francisco, pensaremos en él como un repelente niño Vicente filósofo y anglosajón. Caeremos en la trampa y diremos que su narrativa es densa; dura como un caramelo de piedra; barroca y de párrafos excesivamente largos. Querremos abandonar y ser perezosos hojeadores de revistas en la sala de espera del dentista; simples lectores de folletín y photoshop. Porque Francisco escribe relatos sin atajos que no le dan una oportunidad a las palabras simples.
Pero si somos capaces de aguantar y seguir adelante disfrutaremos con su ironía y humor. Descubriremos que su estilo es serijocoso, un neologismo inventado por él para hacernos sentir toda la angustia e indecisión de un hombre entre risas y llanto. Leer un relato surrealista e hilarante con una verdad subversiva dentro. Otro en el que subyace “La novela de un literato” de Cansinos Asséns con una corte trovadoresca de poetastros funcionarios y su feria de vanidades. Otros dos que entre lo cómico y lo trágico nos hablan de la falsedad y los convencionalismos de las relaciones sociales, del rencor y el pasado; de la conciencia y el sentimiento de culpa, la pereza y sus excusas. Y un relato sin jocosidad construido con el recuerdo infantil de una cena familiar en la que se aparece la muerte con su velatorio, su retórica y sus peajes. Y por último hay en este azar, en este cosmos y su jacaranda, un lugar para el dolor sin ningún tipo de alivio. Un relato que es una putada y que narra la agonía y el fracaso. Las esperanzas destruidas, deshechas, rotas. La crueldad, la inutilidad de la vida.
Francisco es un tipo discreto que no hace mercadotecnia on line con su sombra. Francisco es un estilista que gana el Óscar de los relatos uniendo narración y lenguaje en una mayúscula y que, por dos veces, nos dice que el Exitus no es más que una forma cordial de aludir a la muerte. Un tipo que triunfa y que escribe en una pared: Omnia Somnia.

Francisco López Serrano. “Los hábitos del azar”. Renacimiento. Sevilla, 2009.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Ruido y silencio

No sabría decir cuándo llegó él ni cuándo se fue el que estaba antes. En este edificio las mudanzas caben en el maletero de un taxi y suelen hacerse los lunes por la mañana temprano. Todo lo que sé es que una tarde comencé a oír su tos de noviembre resonando en una habitación vacía al otro lado del tabique. Nunca había estado en su piso, pero sabía que era exactamente igual que el mío. La misma distribución, los mismos metros. El mismo reducido espacio vital, pequeño, gemelo; pared con pared. El mismo parquet desgastado, el mismo gotelé; el mismo paisaje desde la ventana, la misma calle de una sola dirección.
Es lo que tienen estos estudios construidos como celdas de régimen abierto. Fotocopias, simetrías, rectángulos en paralelo donde traer amantes de estraperlo y novias de pueblo los sábados de carnaval. Estrecha orilla de piedra donde acabar después de un naufragio y un pasado a medio enterrar. Un lugar para estrenar una ciudad y un contrato temporal y en donde siempre se está de paso hasta que la suerte o el viento cambien de dirección. Una comunidad sin reuniones de propietarios, tartas de bienvenida ni fiestas de despedida.
Una puerta de contrachapado, un armario empotrado en la entrada, cocina americana a la izquierda, un salón-dormitorio diáfano, un sofá-cama plegable en un rincón y tan sólo una puerta entre las cuatro paredes: la del cuarto de baño. Fuera, un estrecho pasillo de largometraje, un enmoquetado corredor de la muerte con la condena de la vida imperfecta a ambos lados del recorrido en el que unos desconocidos bien educados, al cruzarse, se intercambian saludos de falsa cortesía sin mirarse a la cara. Y dentro un lugar en el que poder compartir todos los ruidos del vecino sin ser visto: la melodía polifónica del móvil, la música de la radio y las noticias del telediario. Las conversaciones, las carcajadas, los gritos y los insultos. Los prólogos de la locura; las ventosidades, los estornudos; los gemidos de placer y las puertas al cerrarse de golpe. Anónimos. Pesadillas. Flores frescas y sueños de verano. Bilis, venenos y agua no potable. Tormentas, mar en calma. Rutinas y vidas sin nombres.
No sabía desde cuándo estaba él allí. Tan sólo que una noche oí llamar a su timbre y descubrí su sonido. Oí el crujir de los muelles de su sofá-cama al levantarse y sus siete pasos hasta su puerta. Después nada. Oí el mismo ruido que hizo mi sofá-cama y mis siete pasos hasta mi puerta y justo en ese momento oí el ruido de su interruptor de la luz al apagarse. Después el silencio. Me asomé al catalejo de la mirilla de mi puerta y descubrí la imagen borrosa y parcial de una mujer parada frente a su puerta esperando a que él la abriera. Pero él no se movió. La contemplé quieta durante un tiempo impreciso flotando en el aire turbio y empañado de aquel ojo de pez. La vi acercarse a su puerta y volver a llamar al timbre. Una llamada larga y desesperada como un mensaje en una botella. Un ruido agudo, una súplica metálica y física sin un solo fonema. Y al otro lado del tabique el silencio elocuente del que niega y aguanta la respiración como si estuviera escondido bajo el agua. Convertido en muñeco de cera sin un parpadeo y con el ojo derecho pegado a la mirilla contemplando el rostro de ella y el amor extraviado en otra guerra y en otra isla remota. En un lugar muy lejos de esta orilla de piedra donde de repente se hizo el silencio.
La ví desaparecer en un instante, justo después de que levantara el brazo en un nuevo intento de volver a llamar o en un gesto incompleto de despedida y rendición. La vi desaparecer y dejar el pasillo vacío sin el rastro de un perfume o un porvenir. Dejé de verla y entonces oí los siete pasos de él cruzar el salón-dormitorio y llegar hasta la ventana y detenerse allí. Los mismos siete pasos que di yo hasta el mismo lugar al otro lado del escuálido tabique. Se quedó quieto como yo, esperando; mirando por la ventana con la luz apagada hasta que ella apareció y la vimos de espaldas marcharse caminando calle arriba sin volver la vista atrás. Y entonces sí, sólo entonces él rompió el silencio y pude oír con toda claridad el ruido que expresa sin necesidad de palabras el dolor y la derrota humana.

La extraordinaria fotografía es de Andi.
http://andiphoto.blogspot.com/

Texto de Jorge del Frago.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Fuenteovejuna irlandesa

Pensemos en un pequeño municipio en el que nunca pasa nada. Y una mañana, en el arcén de una carretera de ese lugar anodino, aparece el cadáver de una mujer asesinada. A partir de ese momento el pueblo deja de ser lo que era y todos se preguntan: por qué y quién. Y ese es el lógico comienzo de una historia, de una investigación y unas preguntas que requieren justa respuesta. Pero son la forma y el lugar lo que hacen singular a “La mirada del bosque”. Porque es la original forma en comunidad de averiguar y descubrir al culpable de ese crimen, y es el lugar, ese pueblo tranquilo de Irlanda en el que nunca pasa nada, y todo lo que ese asesinato nos va a hacer descubrir de los que viven en él. Es la trama –el trasfondo y lo aparente- ideada por Chesús Yuste lo que hace diferente a esta novela.
Porque cuando se produce el asesinato son las fuerzas vivas –como en “La Rebotica” de Santiago Lorén- del pueblo las que se unen para resolver el crimen. Son la doctora, el cura, el alcalde, la maestra y la locutora de radio los que se unen al jefe de la policía local para ayudarle en la investigación. Son un insólito club que los miércoles se reúnen para cenar, hablar un poco de todo, cotillear y tomar una copilla y comentar entre todos las tramas de las novelas policíacas que escribe la maestra. Club de los miércoles que divaga sobre el crimen perfecto y que esta vez se enfrentará a uno de verdad, a un muerto real. Un asesinato que se resolverá precisamente así, en una curiosa mezcla entre una Fuenteovejuna irlandesa y una partida de Cluedo en la que todos juegan con la misma ficha.
Y es esa investigación la que nos va a descubrir el lugar. Lo visible y lo personal. El paisaje y lo interior. Lo típico y lo universal. Nos va a descubrir secretos de nuestros vecinos. Toda esa gente que nos rodea y de la que aparentemente creemos saberlo todo. Nos hará creer en las apariencias y caer en pistas falsas, descubrir un pasado y un hijo ilegítimo; a personajes pintorescos y corrientes, la importancia de una conversación y de lo que se ve por casualidad, estar en el sitio adecuado y en el momento justo. La trascendencia de las carambolas y los inevitables errores, el valor del coraje y la tenacidad para hacer justicia. Y un megaproyecto de ocio y juego en un condado de Irlanda que me hizo recordar a los Monegros de Aragón.
Y dejaré de lado el cursi lenguaje de revista turística de papel cuché, el nacionalismo lingüístico con sus tics y sus personajes ad hoc metidos con calzador, la grima de las siglas terroristas y sus lealtades por los viejos tiempos, un episodio calenturiento por cumplir con el canon, y la aparición de una druidesa de la antigua religión que resulta fundamental en la resolución del crimen pero que le añade a la novela un componente fantástico más propio de un cuento tradicional de hadas celtas para adultos que para una investigación científica y policial.
Dejaré de lado todo eso y me centraré en el acierto de la narración final del crimen. Del conocer el cómo, el por qué y el quién para cerrar el círculo. Del saber de esa mujer valiente que encuentra la muerte por proteger a su familia. Del brindis, la reunión final; de los agradecimientos y el reconocimiento por la aportación y la ayuda de cada uno, la implicación de todos, la amistad; el esfuerzo común para hacer justicia.

Chesús Yuste. “La mirada del bosque”. Paréntesis Editorial. Alcalá de Guadaíra (Sevilla) 2010.

sábado, 6 de noviembre de 2010

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Playa de invierno

No sé por qué sigo hablando contigo. Por qué sigo dándole vueltas a lo mismo, repitiendo cada tarde las mismas palabras; dejándolas brotar, nacer, volar moribundas entre estas cuatro paredes; caer en picado, estrellarse sin eco ni cosecha; naufragar; ahogarse en tierra de nadie, morir desangradas, febriles, ridículas y absurdas en esta playa de invierno con el sol a mi espalda.
No sé por qué, cada tarde, al volver a casa repito lo mismo. Te hablo y las envío, desnudas y engañadas, a luchar contra el frío; contra el filo afilado de los lugares vacíos; los ásperos huecos de tus huellas visibles; los universos vacantes y los metales sin calor.
No sé por qué, cada día, recurro a ellas y las convierto en condenados, despreciables animales: cucarachas, murciélagos, cigarras delirantes; hormigas ciegas, moscas contra el cristal. Por qué, cada tarde, hago escoria de su carne; migajas, cenizas, restos; súplicas infantiles; dientes de león. Deseo desarmado, aire envenenado, noria de cartón y pan a la intemperie; círculo, viento, nubosidad cerrada; desagüe, chatarra, injerto y germinación.
No sé por qué, cada tarde, sigo hablando contigo. Regreso, quemando las naves, perdiendo batallas, esperando una rendición y una respuesta bebiendo café negro con sal. No sé por qué, cada tarde, en lugar de callarme, desistir, abandonar esta playa y este hemisferio norte, sigo malgastando, apuntalando, pintando las horas en verde limón. Sigo fanático, obstinado y demente, tropezando en la misma piedra; pronunciando las mismas suicidas, gastadas palabras; repitiendo borracheras, juramentos, promesas; monóxido de carbono, resaca y marea, campana de cristal.
No sé por qué, cada tarde, sigo hablando contigo; contemplando tu rostro, severo, inmóvil y mudo; tu hoy de silencio y de agua estancada; tu ahora salado, cosido y cerrado; tu ayer sonriente de pleno verano, agua templada y metales candentes; y la luz de noviembre apuñalando, hincando los dientes, alargando tu sombra hasta sangrar.

Fotografía de Richard Hernández Arrondo
http://www.ricardofoto.es/blog

Texto de Jorge del Frago