martes, 25 de noviembre de 2008

De muertos y vivos

Ahora que en Saravillo se está celebrando el doscientos aniversario del nacimiento de Mosén Bruno Fierro, quiero aprovechar la ocasión para recuperar el libro homónimo de José Llampayas que fue reeditado por La Val de Onsera en el año dos mil.
Tal y como nos cuenta Juan Domínguez Lasierra en el prólogo, Mosén Bruno Fierro fue un personaje real que José Llampayas convirtió en tema literario al recoger las historias que de él contaba el pueblo y que lo convirtieron en una auténtica leyenda inmortal.
En 1924 y dentro de la colección Argensola dirigida por José García Mercadal publicaba Llampayas su “Mosén Bruno Fierro (Cuadros del Alto Aragón)” donde junto a anécdotas referentes al popular cura de Saravillo se incluían cuentos, bocetos, aguafuertes y crónicas de tema aragonés.
Las cantelas sobre Mosén Bruno Fierro –el último gran baturro con sotana- se contaban a la antigua: en las noches de invierno, frente a las llamas del hogar, donde crujían las castañas y el jarro de vino pasaba de mano en mano. Los montañeses reían recordando su figura y sus hazañas. Y es que, Mosén Bruno, era un cura zumbón y de pelo en pecho que desafiaba al poder, gastaba bromas y robaba cerdos. Era socarrón, tenía tratos con contrabandistas y encerraba a los carabineros en la torre de la iglesia para que no le molestaran. Tocaba a misa desde la cama, tirando de una soga, y llevaba siempre de báculo una recia cachiporra.
El mérito de Mosén Bruno consistió en ser igual de fuerte que los pastores que habitaban el pirineo. Ser uno de ellos. Y así contaban de él que no tenía rival en el juego de la pelota, tiraba la barra con igual destreza y era gran cazador y aficionado a la pesca.
De todas sus historias mi preferida es la que cuenta cuando ayudó a dos liberales a cruzar la frontera haciendo de espolique en una marcha nocturna en medio de una tremenda borrasca. Uno de ellos resultó ser el general Prim. Dos años después el general presidía el Gobierno, y un hermano de Mosén Bruno estaba condenado a muerte. El cura de Saravillo bajó en una almadía hasta Monzón, allí cogió la posta hasta Zaragoza y luego la diligencia a Madrid. Entro de un empujón en el despacho de Prim y consiguió que el general en persona le acompañara hasta el Ministerio de Guerra para liberar a su hermano.
Pero en el libro de Llampayas junto a las cantelas de Mosén Bruno están también los cuentos de “Aquella tierra cuyo nombre es un baldón: hosca, sombría, rota, hendida, cavada por los torrentes, erizada de altísimos peñascales, y sumida en este hondo silencio de los páramos, elocuente sólo para místicos, pastores y águilas” Las narraciones de Llampayas nos cuentan cómo el paisaje se trasformó con la tala de encinas y pinos para la construcción naval y con las demoliciones y obras para las centrales eléctricas. Nos habla de cómo “Los antiguos caudillos huyeron para adueñarse del llano. Las empresas vinieron al negocio de los bosques y las minas y la tierra quedó para los humildes. Lucha de siglos contra los elementos naturales que exigen sobriedad, trabajo sin medida y amor al terruño” Los protagonistas de sus historias son labradores, canteros, arrieros, carboneros, pastores, cazadores y leñadores.
Las mujeres pobres y su destino de sirvientas. Noches de ronda sin mozos en el pueblo. La tacha de la novia que se arregla con una buena dote. Casas sin herencia, hijos varones emigrados a Barcelona, Francia y América.
Y su vida que se ve alterada por reuniones de espiritistas, maleficios, adivinos y conjuros. Brujos, como Satanás, el pastor, que maldecía los montes para ahuyentar a los cazadores. Y sus costumbres y tradiciones: fiestas de San Pablo y San Antón, bailes con gaita, sayas redondas y calzón corto. Trajes típicos y hogueras anuales.
Y en toda su obra la denuncia del daño que hacían la superstición y la ignorancia; el duro destino de los montañeses, su lucha por la supervivencia en una tierra dura y fría; sus necesidades y abandono, olvidados monte arriba, demasiado lejos y por caminos demasiado estrechos; su alma simple y humana, sus desamores y derrotas, sus sueños, siempre con la mirada bajando el río, hacia la tierra llana.
Y siempre unido a todas esas historias el inmenso amor que sintió Llampayas por estas tierras y sus habitantes, y el eterno recuerdo y admiración por Joaquín Costa.
Pero en realidad para lo que yo quería aprovechar este doscientos aniversario y todo este recuerdo de montañeses y leyendas es para hablar de un hombre vivo, para reconocer el admirable trabajo y la extraordinaria dedicación, pasional y vital, de José María Pisa con el mundo del libro. José María Pisa fue uno de los fundadores de la desaparecida Guara Editorial y en 1993 fundó la editorial gastronómica La Val de Onsera con la que en el año dos mil editó este libro de Llampayas y en la que ha publicado además a otros de autores aragoneses olvidados, cómo Luis López Allué o Manuel Bescós.
José María Pisa es de la misma estirpe, gasta el mismo ánimo y valor que Mosén Bruno Fierro y el mismo espíritu romántico y amoroso que José Llampayas. En este tiempo -perezoso y audiovisual- que nos ha tocado vivir, lo suyo es extravagancia, chifladura, amor insensato y generoso, hazaña extraordinaria, proeza, gesta de loco enamorado. Su labor editorial, su entrega y ejemplo, se merecen celebrar un banquete, un brindis de homenaje, una larga sobremesa y una noche inolvidable de cantelas y anécdotas frente a las llamas del hogar, pasando el jarro de vino de mano en mano.

"Mosén Bruno Fierro". José Llampayas. La Val de Onsera. Huesca, 2000

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Písame, seré feliz bajo tus tacones


¿Podrían en una zapatería regalar un libro por la compra de un par de zapatos? Podrían si el libro fuera “Piel de lagarta” de Angélica Morales.
Podrían si fuera por comprar unos zapatos mágicos con los que un niño pudiera dejar atrás su cautiverio y volar desnudo por la ciudad arrojando bombas cómicas. Si fuera por comprar unas sandalias beige para una bailarina tuerta; o unos zapatos de caramelo para un hombre con pies de humo blanco. Si fuera por comprar unos mocasines color canela para un hombre que morirá doce horas antes del fin del mundo; o por comprar unos zapatos naranjas de tacto delicioso que hacen el pie más pequeño, como de bailarina turca, y que son ideales para ir a un velatorio. O por comprar unos zapatitos de gamuza azul para un ángel que anda en tratos con el demonio.
Podrían regalarlo si fuera por comprar cualquier modelo que sirviera para ponerle nombre a un piropo o un insulto. Si fueran unos botines blancos de caballero o unos zapatos de tacón con los que realizar un sacrificio.
Angélica nos deja en evidencia ante nosotros mismos. Derriba los diques, las barreras y las puertas cerradas. Muestra nuestros pensamientos sin trampas ni engaños; nuestros actos, en crudo, completos, sin cortes ni trucos. Angélica levanta las alfombras, y mira lo que se esconde bajo nuestras camas. Y después, con una fascinante prosa poética y unas metáforas perfectas, cuenta nuestros secretos y nuestros delirios sin ahorrarse una coma ni un puntapié.
Encuentro cierta afinidad con la literatura creativa de Óscar Sipán. Pero Angélica no copia, ella ha creado su propio territorio. Hay obsesiones deliciosas, imágenes que se repiten entre toda clase de zapatos: mujeres barbudas, hombres con sombreros de copa, un sofá de escay, pastelitos, y trajes de rayas y rombos.
Entre todos mi preferido es “Ni gota”. Y es que cada uno tenemos nuestras debilidades y una de las mías es la de los espectáculos feriantes. Me gustaría por una noche ser ese maestro de ceremonias y, vestido con una chaqueta de lentejuelas, presentar a todos esos fabulosos artistas: sirenas barbudas, chimpancés exquisitos que toman te a las cinco en punto, siamesas unidas por los tobillos que desean emprender caminos diferentes, golondrinas que jamás regresan, chinos que desmenuzan cuentos, guapos que matan, feos que enamoran y verdugos que decapitan penas por un módico precio.
El cuento “Un viaje por tus zapatos” resulta extremadamente inquietante, porque a su protagonista le pasa lo que alguna vez he imaginado: llegar por equivocación a la consulta de un psiquiatra especializado en esquizofrenia. ¿Quién se resiste a una historia con ese inicio? Mi subconsciente me llevó hasta “Alicia en el país de las maravillas”, pero Angélica ha convertido esas aventuras subterráneas en viajes por ascensores y escaleras de un edifico de 55 plantas en donde podremos conocer el piso de la dejadez, el del caos, el de los conflictos y el de las dudas, que está justo entre el piso 45 y el 44. Por sus pasillos veremos desfilar a personajes absurdos y mágicos: madres magas y barbudas, un hombre que se llama Plácido Malo, señoras obesas que comen pastelitos, Santa Rita, una familia circense, Teodoro Sí No y su mujer Lorito Loreto.
En esta “Piel de lagarta” la muerte viste gabán azul y calza unos botines blancos y puntiagudos, como de gato callejero. Si un hombre vestido así se sienta a tu lado, encontrarás esa misma tarde tu propia esquela en el periódico.
El único relato en el que no aparecen unos zapatos es el de un sueño en el desierto cabalgando a lomos de un camello, porque los camellos, ya se sabe, es el único animal que no usa zapatos.
Angélica destruye nuestra virilidad en un solo poema en prosa. King Kong era en realidad el muñeco de una mujer con sandalias de tacón fino. Incluso en los supermercados hace poesía con la lista de la compra y la voz de la megafonía anunciando las ofertas del día. La música la ponen las monedas de la caja registradora y el argumento un pisotón sin querer.
Hay crítica social, fetichismo, teatro falso y el monólogo de un hombre tramposo y cobarde. Hay una comedia en verso de un solo acto, un presumido derrotado y una deslenguada tímida y hambrienta. Un requiebro, un regate, un gol en propia meta, un pellizco y una sonrisa maliciosa.
Los penitentes de una procesión caminan descalzos y un hombre sigue a una mujer de peineta y mantilla, medias de cristal y zapatos puntiagudos perversamente femeninos. A veces sería mejor no descubrir el rostro de la ilusión, ni el tono de su voz, ni su lenguaje ordinario. La ilusión resulta más hermosa caminando de espaldas, muda, y sin rostro.
En “Piel de lagarta” está la música de un poema en prosa con la que bailan las mujeres sin suerte, los hombres cobardes y los salvajes; y el destino, que se merece un escupitajo por donde pisa.
He dejado el libro tan sobado, tan repleto de alucinadas anotaciones que me tendré que comprar otro y regalarle este a mi psiquiatra. Le escribiré esta dedicatoria verídica: písame, seré feliz bajo los tacones de tus zapatos.
“Piel de lagarta” Angélica Morales. Libros Certeza. Zaragoza, 2007

jueves, 13 de noviembre de 2008

El lado oscuro


Al acabar sentí perplejidad, impotencia y dolor. Sentí lástima. Rabia y lástima. Quise comprender. Y la pregunta que más me repetía era ¿por qué? Busqué la causa, el motivo, la razón por la que el dolor se adueña de tu cabeza y te hace buscar el olvido respirando dentro de una bolsa llena de cola. ¿Por qué?
Pensé en la fatalidad, en el destino, en la mala suerte. Pensé en un encefalograma en el que aparece cierto tipo de locura, en dibujar a toda tu familia menos a tu padre, en antecedentes familiares, en maneras de autoafirmarse y precoces edades del pavo. Pero me sentí mal jugando a ser psicólogo infantil, hablando de trastorno bipolar y brote sicótico con las palabras prestadas de una serie de televisión, me sentí ridículo pensando en todo ese rollo freudiano de matar al padre.
Es posible que no se trate de entender. Que no necesariamente tiene que haber un porqué. Que todo depende del lugar que elegimos. Ya lo dice en un determinado momento: “La vida a veces no se sabe cómo entenderla. A unos les da por un lado y a otros por otro” Y entonces me dio por acordarme de La guerra de las galaxias y el lado oscuro de la fuerza.
Recordé ese tiempo de la infancia en donde aparecen nuestros complejos, la crueldad y la burla. Gordo, cuatro ojos, pies planos, enano... Apenas empezamos a vivir y los cazadores madrugan y tiran con postas de sal. La veda ha comenzado. Nos defendemos dibujando un círculo, haciendo pandilla y aparentando no tener miedo. Somos mediocres, intrascendentes; somos carne de cañón. En ese tiempo descubriremos los lugares del mundo en los que nunca entraremos. Los clubes de los que nunca seremos socios, como el grupo de los del fútbol. Los triunfadores del colegio, los elegidos para la gloria. Quisimos jugar al fútbol pero le dimos una patada al suelo en lugar de darle a la pelota. Aquello tuvo gracia, fue jodidamente patético. Ahora toca buscar tu sitio y ni siquiera tienes una linterna a mano. Todo es extraño e imperfecto. Y el maldito manual de instrucciones está escrito en chino.
Dentro de “Dibujos animados” está mi primera memoria. Los mismos recuerdos compartidos: los compañeros de clase, los motes del colegio, un descampado donde jugar, la primera comunión, el manual de los Jóvenes Castores, una serie de televisión, Uri Geller, Los Hombres de Harrelson, una academia de inglés, postular el día del domund para faltar a clase y viajar gratis en el autobús, el campamento de verano, los primeros desnudos de la revista Interviú, los bollos y los cromos de fútbol. Tan sólo eché de menos a Mazinger Z.
Y sobre todo, descubrir a alguien que, igual que yo, deseaba que Coyote diera caza a ese presumido de Correcaminos y se lo papeara de una puta vez. Correcaminos era un personaje odioso. Siempre tenía suerte. Y Coyote todo lo contrario.
Ahí se acaban todas las coincidencias. Me temo que yo elegí –sin saber ahora ni el cómo ni el porqué- el lado luminoso, y que otros se sintieron atraídos por el lado contrario. Quizás todo sea cuestión de buena suerte, y de la mala puntería de los cazadores.
A partir de ahí viene el viaje al lado oscuro. Dibujar moros que matan cristianos. Reconocer que algo falla. Ponerse del lado de los perdedores de la historia.
Esnifar cola para olvidarse del mundo y de uno mismo. Esnifar para olvidarse hasta de tu nombre y estar en ningún sitio. Esnifar para librarte del pasado, mandar al infierno todos los recuerdos. Saber que estamos solos incluso en nuestros sentimientos.
Ir al canódromo con los amigos y ganar dinero apostando para comprar cola y beber cerveza.
Ver a tu padre como un hombre sin suerte. Un perdedor, un fracasado, un inútil.
Sufrir una paliza de los macarras del barrio, un golpe con la culata de la escopeta, pedir que les des algo y no saber qué es. El hospital, una pomada para los hematomas y una aspirina para el dolor.
Un padre policía que tiene una pistola en casa con la que podrías disparar a alguien, matarle o dejarle cojo. Coger la pistola y ponértela en la cabeza y hacerte una foto con la polaroid.
Bajar a casa de una vecina coja con la que ver películas de cine-exín. Nunca hablaba, y sus ojos se hacían cada día más blancos. Descubrirte una tarde con las manos en su cuello, estrangulándola. Y tu madre que te miraba sin entender nada. Como aquel día que tiraste el hámster por el balcón.
Un padre muerto al que despreciar, unos amigos, un 124 color mierda y un accidente. Encontrar en todo eso un color amarillo. Un recuerdo amarillo, una cicatriz abierta y el nombre de un amigo que se suicidó.
Esnifar cola para no hablar, no ver, mirarse dentro y ver un agujero blanco. Un hermano que se va de casa, un padre expedientado ocho meses sin trabajo y sueldo que habla como un dibujo animado, un teléfono arrancado, una madre que no dice nada y cose para ganar algo de dinero, una hermana metida dentro de una caja de cartón.
Ya se que no debería sentir lástima ni hacerme preguntas. Que no debo buscar las razones. Las cosas suceden así. Pero en algún lugar del camino la vida se vuelve un paisaje frío e inhóspito. Los fantasmas nos hacen compañía y en lugar de echarles a patadas les tiramos migas de pan, como si fueran las palomas de la plaza. Ya se que no debería sentir tristeza, pero la siento.
Félix Romeo “Dibujos animados” Editorial Anagrama. Barcelona. 2001.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Delicioso helado de tutifruti


Acabé de leer “Abierto para fantoches” y me chupé los dedos. Me gustó tanto que volví a empezar. Como un niño pide repetir el postre. Una bola de cada. Una con sabor a traición, otra invisible, otra de dulce venganza, otra de sed de justicia, otra de soledad y una última con todos los colores de la cola de un pavo real. Y por encima delicioso coco rayado.
Repetí. Lo leí dos veces, sin cansarme, igual que podemos admirar eternamente la belleza. Salí y volví a entrar, como el asesino vuelve al lugar del crimen. Lo bebí con ansia, como apuran la copa los sedientos.
Repetí. Volví a leerlo porque tengo conciencia de incrédulo y espíritu de náufrago. Lo volví a leer para creérmelo, para besar la arena de su orilla. Lo volví a leer para que sus palabras hagan más cálido este maldito invierno. Lo disfruté despacio, como se fuman el último cigarrillo los condenados.
Repetí. Repase mis notas y las emociones sentidas. Lo hice mío, como buscan el calor los huérfanos y el sol de enero los perros callejeros.
Sentí mi casa más pequeña y mi vida hecha de noches en blanco, acosado por el calor que trepa por las ventanas abiertas. Coloqué el paisaje idílico de una playa desierta en la mirilla de la puerta y recé a la buena suerte. Sentí alivio cuando mi mujer me dijo que con la extra de julio nos daría para poner aire acondicionado en casa, y cuando supe que mis vecinos no tenían intención de vender su piso. Patricia me ha enseñado que nuestra vida es corriente e incompleta y que nuestra felicidad está realquilada en la oficina de objetos perdidos. Los seres afortunados y perfectos viven en otros barrios, compran en otras tiendas y sus coches parecen de charol, los vemos en las revistas y en la televisión pensando que son pura fantasía. Pero si uno de ellos aparece en el piso de al lado, no lo dudes, cámbiate de casa, porque te arruinará la vida.
Sentí terror imaginando a una hermosa niña como un ángel pálido, de enormes ojos azules y carita inocente, ahogando a un perro en la piscina de casa. Sentí el mismo dolor desesperado de sus padres al no poder explicarme con la lógica sus juegos, cuchicheos y risas, con alguien que no estaba vivo. Sentí terror al ver a una niña tumbada en la cama, quieta como una muñeca, con las manos cruzadas sobre el pecho y los zapatos nuevos con la suela sin un arañazo. Patricia me ha enseñado que es preferible el juego a la locura, que es preferible ver fantasmas burlones que aceptar la nada y el vacío de la muerte, pero no por eso dejé de sentir un escalofrío auténtico.
Sentí alivio por encontrarme con la risa y el dulce sabor de la venganza. Me enamoré de una voz y pasé noches de miedo y obsesión imaginando que sólo hablaba para mí. Se me atragantó el desayuno con la necrológica del periódico y la tonta caída que puede convertir a tu ídolo en una gárgola. Sentí envidia de los mensajes por error en el contestador y me reí de los muertos que se quejan del traje de verano con el que les enterraron en pleno invierno, y de lo aburridos que son los lugares donde nadie fuma ni echa un trago. Me reí con el gesto de femme fatale con el que se puede derribar a un ídolo de su pedestal y después servir bien fría una venganza. Para celebrarlo sólo hace falta fumarse un cigarrillo y beberse un buen escocés con hielo.
Patricia me ha enseñado a sentir piedad de los débiles y asco de esta vida tan moderna repleta de oportunidades para que los cazadores sin conciencia se fotografíen junto a sus piezas de montería. Sentí vergüenza ajena y deseos de que la justicia exista y de que todos los hijos de puta que cortan coca con una visa oro reciban su castigo. Den con la horma de su zapato. Y rogué al destino para que la princesa de Éboli encuentre algún día a su príncipe azul, ese hombre que, sin sentir lástima ni espanto de su rostro mutilado, bese piadosamente su lágrima más amarga.
Patricia me ha enseñado a temer la fuerza del viento que se cuela por las rendijas de las puertas cerradas. A tener miedo de su ira, que todo lo arrastra y rompe. A temer a todos los nombres del viento, a todos sus colores, y a la música que silba su nombre. Temblar con el rastro frío y la desolación que deja cuando se marcha. Patricia me ha enseñado que la soledad fabrica mentiras con cuerpo de mujer y nombre de viento. Que no hay peor locura que descubrir el silencio de la ausencia.
Patricia me ha enseñado que debemos huir de las mujeres que se aburren y se quejan de que nunca les pasa nada mientras esperan a que su viejo marido fallezca y les deje en herencia toda su fortuna. Que debemos saber que el capricho del que lo tiene todo consiste en fabricarse un amante a la medida de su antojo, igual que encarga un vestido a su modista. Que su egoísmo sin límite les impide aceptar que alguna vez les tocará perder; así que el día que ya no les divierte que su juguete hable repitiendo versos de Shakespeare, lo matan con una excusa sacada del diálogo de una telenovela. Patricia me ha enseñado que el amor verdadero nunca se desdibuja, aunque haya parecido un sueño.
Delicioso helado de tutifruti. Con una bola de cada sabor y una pizca de coco rayado. Volvería a repetir ahora mismo.

“Abierto para fantoches” Patricia Esteban Erlés. XXII Premio de narrativa Santa Isabel de Aragón. Diputación de Zaragoza. 2008.