lunes, 26 de mayo de 2008

La fotografía de Pepín


José Bello Lasierra fue un hombre afortunado, pero también fue desdichado. Como cualquiera de nosotros.
José nació en Huesca y tuvo la suerte de tener un padre culturalmente inquieto que era amigo de Joaquín Costa y de Francisco Giner de los Ríos y que con once años le mandó a estudiar a Madrid, a la Residencia de Estudiantes. Y esa fue su gran suerte. Vivir la década de los 20 en la Residencia y, sobre todo, convivir con los que en esos años pasaron por ella, tener por maestros, amigos y compañeros a hombres realmente excepcionales. Nunca, en la cultura española, se ha dado un caso igual, y la fortuna de José fue estar allí y vivir para contarlo.
Por que la gran suerte para todos nosotros es que un año antes de morir se publicaran las Conversaciones con José “Pepín” Bello de David Castillo y Marc Sardá. Editorial Anagrama, Barcelona 2007, y que gracias a ese libro podemos escuchar a José hablando de sus amigos y de esa época extraordinaria.
El índice onomástico del libro es espectacular. En ella hay músicos, dramaturgos, pintores y artistas, hay tres generaciones de escritores españoles; las del 98, la del 14 y especialmente la del 27. Baroja, Valle-Inclán. Ortega y Gasset, Machado, Unamuno, Guillén, Salinas, Juan Ramón Jiménez, Alberti y un largísimo etcétera. A todos tuvo la suerte de conocerlos. Pero por encima están sus tres amigos: Dalí, Lorca y Buñuel. Con el valor irrecuperable, el sentido y la intensidad de lo que es la amistad con veinte años. Perdida esa edad la risa y el sentir nunca vuelven a ser los mismos.
José fue afortunado cuando desde 1927 a 1936 trabajó en Sevilla, pero a partir de ese año y tras su vuelta a Madrid cambió su vida y quizás su suerte. Pasó la maldita guerra escondido en su casa, pasando hambre, frío y miedo. Estuvo preso varios días en una checa de la que le sacó vivo su buena suerte. Su hermano murió fusilado en Paracuellos y Lorca en Granada, algunos de sus compañeros de la Residencia murieron asesinados y muchos se marcharon de España. La guerra civil fue ese momento para José –como para demasiados- en el que todo cambió y nada sería igual que antes. Después de la dicha de haber sobrevivido llego la mala suerte de los negocios ruinosos, quince años de soledad en Burgos que sirvieron sólo para perderlo todo y un regreso a Madrid para montar un autocine que acabo igual de mal.
Poetas para después de una guerra como Dámaso Alonso, Gerardo Diego y Dionisio Ridruejo le mantuvieron en relación con ese mundo de literatura y poesía que él conocía y amaba. En la tertulia del Lyon d’Or se sentó junto a Díaz-Cañabate, Zuloaga y Eugenio d’Ors. Hombres para una nueva generación como Juan Benet le entregaron su amistad fraternal.
A Pepín le envidiaremos sus amigos y hasta la forma de conocer la muerte, sumido en el recuerdo de un hermoso sueño. Le envidiaremos la suerte de haber recibido la Medalla al Merito en las Bellas Artes por ser el ágrafo compañero de Bartleby, por su humildad, su prodigiosa memoria, su vitalismo contagioso.
Le envidiamos su suerte y sin embargo él se sentía desdichado por no haber podido ser como nosotros; casarse, formar una familia, tener hijos. Su única novia reconocida, Araceli Durán, también fue de antes de la guerra, y hermana de otro oscense como él, ese soldado de porcelana llamado Gustavo Durán, pero Araceli se fue con otro.
Gracias al libro de Castillo y Sardá recuperamos la memoria de un hombre que hasta ese momento estaba escrita y guardada entre recortes de periódico y referencias en las biografías de otros. Gracias a esas conversaciones, José, “Pepín” Bello, se convirtió por fin en protagonista absoluto, consiguió la entrada con su nombre propio en las fichas de las bibliotecas.
Aunque yo además si tuviera que proponer ahora una forma para que el nombre de José no se perdiera nunca, lo haría utilizando una fotografía. Sin duda el acto más significativo de su vida. Que a partir de hoy cada vez que en los libros de texto se reproduzca la imagen del homenaje a Góngora en el ateneo de Sevilla que pone nombres, rostros y fecha a la generación del 27, en el texto al pie de la imagen de los poetas y en un claro punto y seguido pusiera: Fotografía tomada por José “Pepín” Bello.
Porque esa fotografía es la metáfora de su vida. No sale en la imagen, no pudo, como hizo Gutiérrez-Solana en el cuadro de la tertulia del Pombo, autorretratarse dentro del grupo, y por eso su nombre se perdió tras la cámara. Esa era la vida de Pepín, estaba allí, cierto pero invisible, generoso y entusiasta para hacer visibles e inmortales a los demás.
Fue espectador sin envidia, testigo sin reivindicar ni reclamar nada, fue reportero, subalterno, satisfecho figurante de la suerte. Fue él, que no escribía, quien estaba allí entre los escritores, marciano entre los poetas, amigo entre amigos, y por ser como era fue posible la fotografía de una generación.
Si a partir de ahora todos los que vieran esa fotografía leyeran también su nombre sentirían curiosidad por saber quien era, y al encontrarlo descubrir con asombro su formidable historia. Y cuando lean el libro, las Conversaciones con José “Pepín” Bello de Castillo y Sardá, podrán escuchar al hombre, compadecerse de sus fracasos y, sobre todo, envidiar su buena suerte.

El país de García


El país de García” es el título de una novela de José Vicente Torrente Secorún -diplomático y escritor, nacido en Huesca en 1920 y que murió hace poco más de un año en Madrid- que publicó por vez primera la editorial destino en 1972. En el año 2004 la colección Larumbe de clásicos aragoneses tuvo el acierto de volverla a publicar con edición, introducción y notas a cargo de Javier Barreiro.
“El país de García” no es tan sólo una original novela itinerante o de viaje al estilo de “El lazarillo español” de Ciro Bayo. Es más que una narración picaresca que se relaciona con el Pedro Saputo de Foz, el Quijote de Cervantes y el pensamiento de Baltasar Gracián. Es mucho más que una simple guía histórico-artística de todo Huesca. Para mí, la novela de Torrente Secorún es, sobre todo, una enorme y extraordinaria demostración de amor y pasión. Y es que no tenemos en la literatura de Aragón otro ejemplo igual de un viaje por toda la provincia de Huesca, que tenga a su territorio como principio y fin, argumento y decorado de una novela; otro ejemplo en el que Huesca sea protagonista absoluta de la imaginación y la palabra de un hombre que anduvo sus caminos e invento una deliciosa comedia con el único objeto de tener una excusa para hablarnos de ella, poner en nuestra boca su nombre.
Porque en “El país de García”, detrás de sus caminantes, sus personajes curiosos y excéntricos aparecen las comarcas de Huesca y sus pueblos, el secano, el amargo pan de la emigración y la trascendencia del agua en la vieja historia de Aragón. Entre sablazos de bohemios, coleccionistas de moscas, grillos y enanitos y un cojo que tenía 37 patas de palo se nos habla de los hombres de Huesca, de los que existieron en realidad y la llevaron a su nombre unido.
Entre alborotapueblos, anarquistas, señoricos con ilusiones literarias y espíritus volanderos con vocación de caminantes surgen montes y llanuras; pueblos fortificados, castillos; reconquista para buscar tierras de pan; ermitas, monasterios, catedrales y conventos. Entre las penalidades de un empresario de espectáculos feriantes, ciegos cantantes de romances que recorren los pueblos con sus romancillos de santos y crímenes sonados surgen los guerreros, los panteones de nobles y tumbas de reyes; San Juan de la Peña, San Victorián y Santa Cruz de la Serós, los orígenes del reino de Aragón.
Entre sus páginas están escritos y guardados sus paisajes y su arte, su vieja historia y su difícil destino. Toda una reivindicación, un auténtico y sincero homenaje.
Tan solo por haber escrito este libro, Torrente Secorún, ya merecería el reconocimiento de sus paisanos. Pero es que Torrente escribió siete novelas más. “En el cielo nos veremos”, que estuvo entre los finalistas del premio nadal de 1955, narra las andanzas americanas de Beniter, hijo de una humilde familia de un pueblo oscense. “El becerro de oro” está basado en la historia real de una familia oscense. La acción de “Los sucesos de Santaolaria” transcurre en un imaginario pueblo de Huesca. E Incluso en “Tierra caliente”, que está ambientada en el caribe, aparece Evangelino Cerezo, natural de Tabernas de Isuela.
Huesca siempre presente en lo profundo del recuerdo, en la vida y obra de Torrente, en la intimidad de lo inolvidable.
José Vicente Torrente fue un escritor ignorado por la crítica y ajeno a eso que se llama éxito. Supongo que fue así por no ser un funcionario de la literatura. Como explica Barreiro en su prólogo, Torrente, a pesar de sus múltiples obligaciones profesionales, procuró siempre dejar un espacio a lo que fue su gran ilusión de siempre, asistida por aptitudes nada comunes, la escritura.
Como diplomático estuvo destinado en Puerto Príncipe, Santo Domingo y Nueva York y fue embajador en Caracas. En la etapa final de su carrera ocupó puestos de gran importancia ya que entre 1966 y 1971 estuvo destinado en París como ministro encargado de los asuntos económicos y fue jefe de la oficina comercial, labor por la que el gobierno francés le concedió la Legión de Honor. En reconocimiento a su trayectoria diplomática se le nombró embajador de España y recibió la Gran Cruz del Mérito Civil.
Y hoy, doblando las esquinas, costanillas, plazas y cosos de la ciudad donde nació no encuentro recuerdo de su nombre. Recorriendo los límites de esa nueva Huesca que crece alejada de los muros de su vieja historia me encuentro entre los nombres de sus calles a la rosa y el clavel, el nardo y la violeta, la duda, las flores y desengaño. Y entonces, siento una tremenda tristeza por el pago en olvido, silencio y desprecio a cambio de todo el amor que le entregó un hombre.
Para el libro “Huesca en imágenes” editado por la CAI en 1980, José Vicente Torrente Secorún escribió un magnifico texto literario en el que se puede leer: “… mi viejo solar… te he visto, mirado y remirado con los ojos del recuerdo y la emoción del alma cuando lejos de ti estaba y hoy, al tratar de definirte me asalta un estremecido sentimiento hecho de amor entrañable y de miedo a no ser justo en todas tus virtudes…”
Que al menos una calle de Huesca no guarde el nombre de José Vicente Torrente Secorún es algo que me parece totalmente inexplicable.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Pirineos, tristes montes


Pirineos, tristes montes” es el título de un libro de Severino Pallaruelo que se editó por vez primera en 1990. Recientemente la editorial Xórdica ha tenido el tremendo acierto de recuperarlo publicándolo dentro de su colección carrachinas, decisión de la que nos alegramos porque, sin lugar a dudas, los relatos de Pallaruelo es otra de esas lecturas que es absolutamente imprescindible.
Busco en mis destartaladas estanterías el pequeño libro de Pallaruelo y al abrirlo y releer sus páginas inolvidables surge de inmediato el reencuentro desgarrador con las historias de esos tristes montes nuestros, y, sobre todo, la dura realidad de la vida de los montañeses. Historias que nos hablan de esas maestras, mujeres –casi niñas- de capital o ciudad de la tierra llana que llegaron a las remotas aldeas de los pirineos a lomos de una burra, vestidas con un abrigo de paño fino y zapatos de tacón para encontrase con unas calles cubiertas de estiércol, casas sin baño ni agua corriente, sábanas de cáñamo que se lavaban cada año y orinales bajo las camas.
Historias iguales de familias que vivían de la ganadería y de miserables cultivos que arrancaban a los estrechos bancales de las laderas de las montañas. Cabras, ovejas, vacas, cerdos, gallinas y conejos y huertecillos de patatas y hortalizas para una vida de ir tirando. Montañeses de corazones duros, pastores trashumantes que pasaban con sus ovejas el verano en la montaña y el invierno en la tierra baja mientras en el pueblo quedaban mujeres, ancianos y niños. Mujeres que tuvieron la mala suerte de ser hijas únicas en una tierra de hombres, padres que las despreciaban porque quería estudiar. ¿Estudiar, para qué? lo que tenían que hacer era dar la pastura a los cerdos, regar las patatas del huerto y llevar la comida a los hombres al campo. Aldeanas que no sabían leer y que se marchaban a servir a Barcelona o que acaban trabajando de putas para cancelar la hipoteca de la casa.
Feria de San Martín, con tratantes de caballerías y cerdos, un charlatán de Zaragoza que vendía mantas, un jorobado que cantaba romances y un vajillero. Orquestas que tocan en remolques, aldeanos que acudían al baile oliendo a cuadra y Varón-Dandy.
Internados de los que se recuerdan maletas de cartón. Seminarios de redención para los hijos del gañán, el pastor y el campesino pobre, que venían de casas con puertas que dejan pasar el viento y ventanas sin cristales.
Aragoneses de la emigración a Francia, hombres con harapos y hambre ancestral. Montes que separaban las dos vertientes. A un lado, las piedras ásperas y la pobreza de España, al otro, la abundante, rica y bondadosa campiña francesa donde el arado no tropezaba con las piedras. Aragoneses que se pasaban en Francia cuatro o cinco meses talando árboles y viviendo en chozas para luego volver a casa con algo de dinero, un reloj y hasta una absurda e inútil bicicleta. Montañeses que encontraron la muerte arrollados por una ventisca al intentar cruzar esa frontera demasiado tarde.
Viajes de ocho horas de ida y ocho de vuelta con dos burros para cargar nieve que llevar a los ingenieros de las obras de la hidroeléctrica para que pudieran tomarse un café helado. Viejos oficios desaparecidos, como los de las navatas que navegando sobre los maderos por el Cinca, el Segre y el Ebro, llegaban a Tortosa tras diez días de viaje sin saber nadar.
Yo, que soy un iluso y un sentimental, le regalaría este libro de Pallaruelo a todos aquellos que suben por vez primera hasta estos montes. A todos los que llegan a sus aldeas para vivir un fin de semana de pintoresco turismo rural. A los esquiadores, que ven pasar los pueblos desde las ventanillas de su todo terreno. A los domingueros, que entran en el bar del pueblo y hacen chistes del frío. A los veraneantes, que recorren sus estrechas veredas por deporte y bajan sus ríos como una emocionante aventura. A los turistas, esos buscadores de idílicas estampas que grabar con la cámara digital, que pasean por sus calles con sus botas de travesía y sus forros polares y ven, sin sentir nada, a los viejos sentados en la puerta de casa.
No quiero menospreciarlos ni pedirles que no vengan, solo pretendo que sean más sabios, que conozcan lo cara que estaba la vida y lo barata y fácil que era la muerte en estos montes, porque así, conociendo el amargo pasado de su paisaje disfrutarán mucho más de este presente amable y privilegiado. Porque estoy seguro que después de leer las historias que cuenta Pallaruelo cambiaría su forma de vivirlo, de sentir el frío y caminar por sus veredas; que se verían hombres ridículos ante esos viejos montañeses que les sonríen socarrones y desdentados; que sentirían una profunda tristeza al contemplar cada aldea arruinada, sus casas derrumbadas llenas de ortigas y su cementerio abandonado con lápidas sin nombre. Que al cerrar el libro, el viaje y también ellos ya no serán los mismos.

Golpes de mar


Podría haber sucedido así, tal y como lo cuento. Que mi trabajo me hubiera llevado hasta esa ciudad por vez primera y que al terminar las visitas a los clientes me encontrara perdido sin saber cómo llegar hasta el hotel, que en lugar de coger un taxi me aflojara el nudo de la corbata y me metiera en el primer bar que encontré al doblar la esquina. Que sin saber porqué me encontré hablando con la mujer que se sentaba a mi lado en la barra. Tal vez algún comentario sobre las noticias en la televisión hizo que empezáramos a hablar.
Me dijo que se llamaba Renata y que su madre le había puesto ese nombre porque era fan de Renata Tebaldi, una famosa cantante de ópera. Me habló de la muerte de su padre y de cómo su vida cambió a partir de ese momento. Me contó que tenía un hermano mayor con el que no se relacionaba mucho, y de discusiones en casa que acababan con un portazo. De hermanos con los que hay que esperar a cumplir treinta años para empezar a entenderse. De una madre universitaria, moderna para su época, mujer de ciudad viviendo en un pueblo. De un amor por carta y fotografía. De una hermana que empezó a salir por las noches y a la que tuvieron que poner un candado en la puerta de su cuarto para que no se escapara.
Entre cañas y cigarrillos me habló de muerte y amor. Entre largas caladas y tragos cortos me fue contando su vida con la sinceridad con la que se habla a un desconocido, alguien que no existirá mañana y del que no tendrá que oír sus reproches ni adivinar su vergüenza. Aquella sería la noche en la que por fin hablaría con sus fantasmas. La vida en una noche sin miedo.
Con las rondas apuntadas por el camarero me habló de una infancia guardada en álbumes de fotos en color, de novios y vacaciones pueblerinas, y así, sin venir a cuento, me habló de su hermana gemela, de esa imagen que la perseguía y se ocultaba en un doloroso silencio, la desgracia de una hermana heroinómana.
Se quedó callada y se mordió los labios, bajó la mirada al suelo y me dijo que se iba al baño. Podría haber aprovechado ese momento para largarme y olvidarme de ella y sus historias, pero entonces se acercó hasta la barra un hombre para pedir cambio en monedas para la maquina tragaperras, el camarero se lo dio mientras le reclamaba a gritos a su mujer los dos bocadillos que le había pedido hacía una hora, un hombre se tomaba una copa mirando en la televisión a dos mujeres que discutían y parecían estar a punto de arrancarse los ojos con las uñas, el hombre se reía a carcajadas y lanzaba puñetazos al aire. Bajé la mirada queriendo no ver ni escuchar y al verme los zapatos me di cuenta que llevaba un calcetín negro y otro marrón. Le pedí dos cañas más al camarero.
Cuando regresó del baño y vio que continuaba sentado esperándola me lo agradeció con una hermosa sonrisa que abrió más sus ojos y escondió la sombra violeta de sus ojeras.
Me habló de navidades en familia marcadas por la muerte y la ausencia. De centros de rehabilitación donde sentirse culpable de los malos pasos de los demás. De reuniones de familiares angustiados, agotados de fingir alegría. De drogas, recaídas, culpabilidades, inmenso dolor. Silencios para esquivar lo que no nos agrada.
Cerraron el bar y caminamos juntos por calles en penumbra mientras me hablaba de cuando su hermana robaba cosas en casa para comprar droga y la acabaron echando del trabajo. De sus mentiras y su desesperación. De un novio al que llorar y echar de menos pero que vive mejor, más feliz, sin ella.
Encontramos otro bar abierto en el que volvimos a sentarnos a fumar y beber, y en el que me habló de intentos de suicidio a base de tranquilizantes. De ese novio que la abandonó por ser de naturaleza infiel. De vivir sin pensar en el futuro, sin hacer planes, de pensar que todo se arreglara solo, igual que se estropeó.
Me dijo que temía a los años bisiestos y me habló del último día que vio a su padre y de toda la colección de amantes y hombres mayores con los que se acostó para sustituirle. De su vida promiscua y absurda. De golpes de mar que nos arruinan. De una vida que sigue sus propios derroteros ajenos a nuestra voluntad, de indolencia, fatalismo y resignación ante un futuro que no merece esfuerzos. Una vida para sobrellevar las penas. De hijos que hacen llorar, trabajos fallidos, viejos coches donde se encuentran recuerdos. De una mudanza, una nueva casa que llenar con todo un pasado, armarios de zapatos, trajes y corbatas, cajones de ropa interior, fotografías que guardar en la cartera.
Con el último trago de aquella noche me dejó también una última palabra de esperanza, el ejemplo y la admiración, la gratitud y el refugio de la fortaleza de una madre.
Al despedirnos al alba, en otra calle de esa ciudad desconocida, tan sólo me dijo adiós. Y entonces le dije que mi vida no había sido igual que la suya, que quizás no hubiera sufrido tanto pero que yo tampoco creía en la buena suerte, que yo también tenía una familia y hermanos con los que mi relación no era perfecta, que en mi familia también había escondidas palabras de dolor, que también hubo discusiones a gritos, portazos y lloros, fracasos, silencios y problemas de los que se huye y no se habla y que también teníamos vergüenza de pedir perdón. Que yo también me dejaba arrastrar por la marea. Que yo también temía a los golpes de mar.
Ahora que lo recuerdo me habló de los diarios de su hermana, pequeños cuadernos donde buscaba el porqué de su tristeza pero donde solo encontraba páginas en blanco. Me dijo que ella pensaba escribirlos. Y es verdad que lo ha hecho, aunque con otro nombre. Cristina Grande “Naturaleza infiel” Editorial RBA 2008.

Asombro y gratitud


Ya no tengo edad para esto. Ni siquiera se como encima voy y tengo la poca vergüenza de contarlo. Pero es que reconozco que desde el día en que leí la reseña de la próxima aparición del tercer libro de relatos de Carlos Castán me encontré a mi mismo convertido en un adolescente enloquecido que vivía en un estado permanente de nerviosismo y ansiedad, buscando en prensa, foros y páginas de Internet, la noticia de la presentación, y tachando, decepcionado y con rabia, cada día que pasaba en el calendario sin que apareciera el libro de Castán sobre la mesa de novedades de las librerías de la ciudad. Es cierto que sentí un sobresalto nada fingido al descubrirlo por fin sobre la mesa y que me fui caminando a casa con el libro en la mano y con una sonrisa ridícula pegada en la cara como si me hubiera tocado el gordo con bote de la primitiva. Y que esperé, con los nervios de un parto primerizo, a que llegara el momento en el que el televisor se apagara y se hiciera el silencio tras los tabiques de mi casa para poderme sentar tranquilamente y comenzar a leer.
Que es cierto que lo que duró el libro me fumé una cajetilla sin pestañear y que maldije, escupiendo odio sin piedad, a los ruidos que entraban por la ventana abierta y venían a interrumpir el silencio y la soledad, que esa noche mandé al infierno a los niñatos que pasaron por mi calle con sus motocicletas con el escape libre y que quise ver muertos a todos los perros que enseñaban a la luna y a las sombras sus afilados colmillos. Que comencé a leer con la absoluta seguridad de que Castán no iba a defraudarme y que seguí sin detenerme hasta el final con la boca y los ojos abiertos de asombro. Maravillado ante el tesoro, zarandeado por el viento de su palabra.
Es cierto que no me acosté hasta terminarlo y que cuando vi la hora en el reloj de la pared me encogí de hombros, que era verdad que en apenas un par de horas serían las seis y media y sonaría el despertador para irme a trabajar, pero ni siquiera pensé en eso. Subí a mi cuarto murmurando palabras sueltas, como lo haría un boxeador sonado, y me metí en la cama sabiendo que no iba a poder conciliar el sueño, que me sería imposible huir del recuerdo de aquellos hombres heridos de amor y derrotas, de hombres atormentados, vencidos y humillados. De tímidos que vacían su rabia en silencio. De taparme la cara con las manos y cerrar los ojos hasta hacerme daño, de dar vueltas de insomne perseguido por el recuerdo de unas vidas inventadas que resultan demasiado reales para ser falsas. Con la certeza de saber que yo mismo, en cualquier momento, podría convertirme en uno de ellos.
Cuando sonó el despertador tenía los ojos abiertos por el recuerdo y le mentí a mi mujer cuando me preguntó mientras desayunábamos a qué hora me había acostado. Aquella mañana llegué al trabajo sabiendo que el boleto premiado de la lotería se había convertido en dieciocho historias y ciento noventa páginas y que la sonrisa de ayer se había vuelto un estremecimiento. Sobreviví a las horas de rutina y sepultura en cómodos plazos a base de sobredosis de café y promesas de reencarnación, pero sobre todo consolado con la frase de Castán que me enseñó que la felicidad se divide a partes iguales entre las vísperas y el recuerdo.
Pasé una semana comiendo ensaladas de bote y fruta a dentelladas, utilizando la hora de la comida para volver a leer, masticando lentamente las palabras, los relatos de Castán. Perdido en el sentimiento que provocan sus palabras, la manera de contar las cosas, la sensación real de angustia, de ahogo y mareo. Tumbado en la lona y escupiendo sangre de un solo golpe certero, en una página perfecta. Descubrir con inquietud que algunas veces hablaba de mí. ¿Cuándo me vio llorar? ¿Cómo demonios sabe lo que a nadie he contado? ¿Cuándo ha estado en mi casa bebiendo cervezas y hablando con mi mujer?
Sintiendo la caricia de la hermosa metáfora y la mano que estrangula el alma y nos hace abrir los ojos y nos obliga a mirarnos en el espejo. Las lágrimas, la insoportable realidad, la belleza, la ruina, el desasosiego. El amor y el desamor. Vivir sin saber qué significa exactamente. Los versos escritos en servilletas de papel, los días como espinas, los páramos, las ciudades y el serrín de las tabernas; las vidas dejadas en otra ciudad.
Dejé, al terminar el libro, sus hojas manchadas de anotaciones nerviosas y asombros. De pósit amarillos marcando páginas, de exclamaciones y subrayados a los que volver una y otra vez, siempre con la boca abierta de admiración y sorpresa. ¿Cómo es posible que lo que es sólo pérdida, palabra y papel puedan volverse realidad, causar dolor, hacer reír y odiar, asustarnos y compadecernos, salvarnos de este hoy nublado y mudable, de estos días de ruina y esperanza.
Maldecidle y darle las gracias. Y ahora comenzar a leer. Carlos Castán “Sólo de lo perdido” Ediciones Destino, 2008.

martes, 13 de mayo de 2008

El ladrón de diarios


Debo reconocer que en un primer momento “Trescientos días de sol” de Ismael Grasa me defraudó. Supongo que fue porque esperaba encontrarme con las mismas metáforas que me deslumbraron en “De Madrid al cielo”. Fue algo así como esperar que te regalen por tu cumpleaños un viaje a un lugar remoto y exótico y al abrir el paquete te encuentras con unos calcetines, un pijama y unos calzoncillos.
Luego pensé que todos podemos cambiar, que esa ropa y esa música que nos gusta con veinte años puede parecernos ridícula cuando se tienen cuarenta, y que el escritor, como creador y artista, se transforma y evoluciona. Que a Ismael quizás le apetecía esta vez otra manera de mirar y narrar.
Supongo que también influye que nos hayamos acostumbrado a que en los libros, en las historias que nos cuentan, suceda siempre algo asombroso, algo contrario a lo que nos pasa todos los días; que busquemos en la literatura una manera de olvido y fuga, porque, en realidad, estamos hartos de nosotros mismos y de esta vida anodina que llevamos.
Así que pensando que la culpa era mía volví a leer el libro y al terminarlo me di cuenta que lo difícil es lo que ha hecho Ismael Grasa. Que lo fácil hubiera sido embaucarnos, llevarnos hasta ese hermoso lugar llamado mentira y dejarnos allí. Que lo que pretende es que en lugar de escondernos dentro del libro nos levantemos y abriendo la ventana veamos a toda esa gente que pasa por la calle, a esas personas de las que no sabemos el nombre ni nada de sus vidas y que nos hacen mas felices porque les suponemos mas desgraciados que nosotros. En “Trescientos días de sol” está la vida, esa cosa que nos pasa sin darnos cuenta.
Pero de lo que realmente me di cuenta es que Ismael Grasa es un ladrón de diarios. Sabe que nos quedaremos sentados en el sofá a ver la televisión hasta quedarnos dormidos, que con pasos cansados nos arrastraremos hasta el dormitorio y caeremos en la cama derrotados de rutina y sueños que se han fundido en negro. Lo imagino por las noches, llegando hasta nuestra casa y sacando de su bolsillo un manojo de llaves, irá probando tranquilamente algunas hasta dar con la que consigue abrir nuestra puerta. Lo demás es fácil. Entrará en nuestra casa sabiendo donde guardamos nuestro diario, donde lo ocultamos a nuestra mujer, donde encerramos nuestros sentimientos. Conoce el lugar secreto donde nos escondemos y sabe la necesidad que tenemos de contar, llevar el inventario de nuestras derrotas. Después le bastará una sola llave, esa pequeña llave de latón que abre todas las cerraduras de juguete de los diarios, pequeñas cerraduras para grandes secretos. Cuando lo tenga entre sus manos se sentará en la penumbra del salón con la televisión encendida y el volumen apagado y mientras dormimos acosados por nuestras pesadillas él leerá tranquilamente nuestro diario. Escogerá un día cualquiera y descubrirá todo lo que hemos callado, nos oirá hablar de la vida y sus soluciones siempre aplazadas, siempre guardando la esperanza en el mañana, pensando que pronto llegará ese día en el que todo se arreglara, en el que todo será mejor.
A él le gusta leer nuestro diario porque sabe que contamos las cosas sin ocultar sus verdaderos nombres. Que sinceros y resignados, tal vez vulgares, creyéndonos valientes o inocentes, hablaremos sin pudor de infidelidades y sospechas, del aburrimiento y el tedio, de atracos, locuras y fracasos; nos desnudaremos en sus páginas sin pensar que Ismael vendrá una noche y las leerá.
Él nos vio y saludó aquel día en la piscina comiendo en unos tupper con servilletas de tela y cubiertos metálicos con esa novia que no es ni guapa ni fea y a la que pensábamos dejar esa misma tarde. Él nos vio y supo que nos sentíamos ridículos y también supo que esa noche no rompimos con ella.
Ha leído nuestra cobardía, sabe lo que de verdad nos gustaría hacer y no hacemos, ese maldito mañana donde todo será distinto. Sabe de estudios abandonados, de nuestra vida que funciona como una máquina tragaperras, de la indiferencia que nos produce la muerte y lo viejos que están nuestros padres, que toda una vida se puede vaciar en un vertedero. Sabe de de profesores cansados de voz gastada, de payasos ladrones y herencias ridículas, de ovnis y evangelistas que nos llaman por teléfono. Sabe qué pensamos sobre nuestra vida mientras vemos a los demás interpretar la suya.
A Ismael lo hemos visto muchas veces. Era ese vecino de enfrente que nos oyó discutir aquella noche de verano con las ventanas abiertas, vimos su sombra ocultarse en las cortinas, la luz azulada de su televisor. Era ese tipo con gafas que estaba sentado a nuestro lado en la barra del bar, bebiendo solo, mientras nosotros hablábamos con el móvil. Es ese tipo corriente que cada mañana espera a nuestro lado en la parada del autobús y nos ha visto escupir en el suelo y apretar con fuerza la empuñadura de la navaja en el bolsillo. Ismael estaba detrás de la puerta y nos ha oído hablar solos, dejar mensajes en un contestador automático.
Él sabe lo cansados que estamos y que a pesar de todo seguimos viviendo y esperando. Lo ha leído en nuestro diario.