martes, 13 de mayo de 2008

El ladrón de diarios


Debo reconocer que en un primer momento “Trescientos días de sol” de Ismael Grasa me defraudó. Supongo que fue porque esperaba encontrarme con las mismas metáforas que me deslumbraron en “De Madrid al cielo”. Fue algo así como esperar que te regalen por tu cumpleaños un viaje a un lugar remoto y exótico y al abrir el paquete te encuentras con unos calcetines, un pijama y unos calzoncillos.
Luego pensé que todos podemos cambiar, que esa ropa y esa música que nos gusta con veinte años puede parecernos ridícula cuando se tienen cuarenta, y que el escritor, como creador y artista, se transforma y evoluciona. Que a Ismael quizás le apetecía esta vez otra manera de mirar y narrar.
Supongo que también influye que nos hayamos acostumbrado a que en los libros, en las historias que nos cuentan, suceda siempre algo asombroso, algo contrario a lo que nos pasa todos los días; que busquemos en la literatura una manera de olvido y fuga, porque, en realidad, estamos hartos de nosotros mismos y de esta vida anodina que llevamos.
Así que pensando que la culpa era mía volví a leer el libro y al terminarlo me di cuenta que lo difícil es lo que ha hecho Ismael Grasa. Que lo fácil hubiera sido embaucarnos, llevarnos hasta ese hermoso lugar llamado mentira y dejarnos allí. Que lo que pretende es que en lugar de escondernos dentro del libro nos levantemos y abriendo la ventana veamos a toda esa gente que pasa por la calle, a esas personas de las que no sabemos el nombre ni nada de sus vidas y que nos hacen mas felices porque les suponemos mas desgraciados que nosotros. En “Trescientos días de sol” está la vida, esa cosa que nos pasa sin darnos cuenta.
Pero de lo que realmente me di cuenta es que Ismael Grasa es un ladrón de diarios. Sabe que nos quedaremos sentados en el sofá a ver la televisión hasta quedarnos dormidos, que con pasos cansados nos arrastraremos hasta el dormitorio y caeremos en la cama derrotados de rutina y sueños que se han fundido en negro. Lo imagino por las noches, llegando hasta nuestra casa y sacando de su bolsillo un manojo de llaves, irá probando tranquilamente algunas hasta dar con la que consigue abrir nuestra puerta. Lo demás es fácil. Entrará en nuestra casa sabiendo donde guardamos nuestro diario, donde lo ocultamos a nuestra mujer, donde encerramos nuestros sentimientos. Conoce el lugar secreto donde nos escondemos y sabe la necesidad que tenemos de contar, llevar el inventario de nuestras derrotas. Después le bastará una sola llave, esa pequeña llave de latón que abre todas las cerraduras de juguete de los diarios, pequeñas cerraduras para grandes secretos. Cuando lo tenga entre sus manos se sentará en la penumbra del salón con la televisión encendida y el volumen apagado y mientras dormimos acosados por nuestras pesadillas él leerá tranquilamente nuestro diario. Escogerá un día cualquiera y descubrirá todo lo que hemos callado, nos oirá hablar de la vida y sus soluciones siempre aplazadas, siempre guardando la esperanza en el mañana, pensando que pronto llegará ese día en el que todo se arreglara, en el que todo será mejor.
A él le gusta leer nuestro diario porque sabe que contamos las cosas sin ocultar sus verdaderos nombres. Que sinceros y resignados, tal vez vulgares, creyéndonos valientes o inocentes, hablaremos sin pudor de infidelidades y sospechas, del aburrimiento y el tedio, de atracos, locuras y fracasos; nos desnudaremos en sus páginas sin pensar que Ismael vendrá una noche y las leerá.
Él nos vio y saludó aquel día en la piscina comiendo en unos tupper con servilletas de tela y cubiertos metálicos con esa novia que no es ni guapa ni fea y a la que pensábamos dejar esa misma tarde. Él nos vio y supo que nos sentíamos ridículos y también supo que esa noche no rompimos con ella.
Ha leído nuestra cobardía, sabe lo que de verdad nos gustaría hacer y no hacemos, ese maldito mañana donde todo será distinto. Sabe de estudios abandonados, de nuestra vida que funciona como una máquina tragaperras, de la indiferencia que nos produce la muerte y lo viejos que están nuestros padres, que toda una vida se puede vaciar en un vertedero. Sabe de de profesores cansados de voz gastada, de payasos ladrones y herencias ridículas, de ovnis y evangelistas que nos llaman por teléfono. Sabe qué pensamos sobre nuestra vida mientras vemos a los demás interpretar la suya.
A Ismael lo hemos visto muchas veces. Era ese vecino de enfrente que nos oyó discutir aquella noche de verano con las ventanas abiertas, vimos su sombra ocultarse en las cortinas, la luz azulada de su televisor. Era ese tipo con gafas que estaba sentado a nuestro lado en la barra del bar, bebiendo solo, mientras nosotros hablábamos con el móvil. Es ese tipo corriente que cada mañana espera a nuestro lado en la parada del autobús y nos ha visto escupir en el suelo y apretar con fuerza la empuñadura de la navaja en el bolsillo. Ismael estaba detrás de la puerta y nos ha oído hablar solos, dejar mensajes en un contestador automático.
Él sabe lo cansados que estamos y que a pesar de todo seguimos viviendo y esperando. Lo ha leído en nuestro diario.

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