jueves, 13 de noviembre de 2008

El lado oscuro


Al acabar sentí perplejidad, impotencia y dolor. Sentí lástima. Rabia y lástima. Quise comprender. Y la pregunta que más me repetía era ¿por qué? Busqué la causa, el motivo, la razón por la que el dolor se adueña de tu cabeza y te hace buscar el olvido respirando dentro de una bolsa llena de cola. ¿Por qué?
Pensé en la fatalidad, en el destino, en la mala suerte. Pensé en un encefalograma en el que aparece cierto tipo de locura, en dibujar a toda tu familia menos a tu padre, en antecedentes familiares, en maneras de autoafirmarse y precoces edades del pavo. Pero me sentí mal jugando a ser psicólogo infantil, hablando de trastorno bipolar y brote sicótico con las palabras prestadas de una serie de televisión, me sentí ridículo pensando en todo ese rollo freudiano de matar al padre.
Es posible que no se trate de entender. Que no necesariamente tiene que haber un porqué. Que todo depende del lugar que elegimos. Ya lo dice en un determinado momento: “La vida a veces no se sabe cómo entenderla. A unos les da por un lado y a otros por otro” Y entonces me dio por acordarme de La guerra de las galaxias y el lado oscuro de la fuerza.
Recordé ese tiempo de la infancia en donde aparecen nuestros complejos, la crueldad y la burla. Gordo, cuatro ojos, pies planos, enano... Apenas empezamos a vivir y los cazadores madrugan y tiran con postas de sal. La veda ha comenzado. Nos defendemos dibujando un círculo, haciendo pandilla y aparentando no tener miedo. Somos mediocres, intrascendentes; somos carne de cañón. En ese tiempo descubriremos los lugares del mundo en los que nunca entraremos. Los clubes de los que nunca seremos socios, como el grupo de los del fútbol. Los triunfadores del colegio, los elegidos para la gloria. Quisimos jugar al fútbol pero le dimos una patada al suelo en lugar de darle a la pelota. Aquello tuvo gracia, fue jodidamente patético. Ahora toca buscar tu sitio y ni siquiera tienes una linterna a mano. Todo es extraño e imperfecto. Y el maldito manual de instrucciones está escrito en chino.
Dentro de “Dibujos animados” está mi primera memoria. Los mismos recuerdos compartidos: los compañeros de clase, los motes del colegio, un descampado donde jugar, la primera comunión, el manual de los Jóvenes Castores, una serie de televisión, Uri Geller, Los Hombres de Harrelson, una academia de inglés, postular el día del domund para faltar a clase y viajar gratis en el autobús, el campamento de verano, los primeros desnudos de la revista Interviú, los bollos y los cromos de fútbol. Tan sólo eché de menos a Mazinger Z.
Y sobre todo, descubrir a alguien que, igual que yo, deseaba que Coyote diera caza a ese presumido de Correcaminos y se lo papeara de una puta vez. Correcaminos era un personaje odioso. Siempre tenía suerte. Y Coyote todo lo contrario.
Ahí se acaban todas las coincidencias. Me temo que yo elegí –sin saber ahora ni el cómo ni el porqué- el lado luminoso, y que otros se sintieron atraídos por el lado contrario. Quizás todo sea cuestión de buena suerte, y de la mala puntería de los cazadores.
A partir de ahí viene el viaje al lado oscuro. Dibujar moros que matan cristianos. Reconocer que algo falla. Ponerse del lado de los perdedores de la historia.
Esnifar cola para olvidarse del mundo y de uno mismo. Esnifar para olvidarse hasta de tu nombre y estar en ningún sitio. Esnifar para librarte del pasado, mandar al infierno todos los recuerdos. Saber que estamos solos incluso en nuestros sentimientos.
Ir al canódromo con los amigos y ganar dinero apostando para comprar cola y beber cerveza.
Ver a tu padre como un hombre sin suerte. Un perdedor, un fracasado, un inútil.
Sufrir una paliza de los macarras del barrio, un golpe con la culata de la escopeta, pedir que les des algo y no saber qué es. El hospital, una pomada para los hematomas y una aspirina para el dolor.
Un padre policía que tiene una pistola en casa con la que podrías disparar a alguien, matarle o dejarle cojo. Coger la pistola y ponértela en la cabeza y hacerte una foto con la polaroid.
Bajar a casa de una vecina coja con la que ver películas de cine-exín. Nunca hablaba, y sus ojos se hacían cada día más blancos. Descubrirte una tarde con las manos en su cuello, estrangulándola. Y tu madre que te miraba sin entender nada. Como aquel día que tiraste el hámster por el balcón.
Un padre muerto al que despreciar, unos amigos, un 124 color mierda y un accidente. Encontrar en todo eso un color amarillo. Un recuerdo amarillo, una cicatriz abierta y el nombre de un amigo que se suicidó.
Esnifar cola para no hablar, no ver, mirarse dentro y ver un agujero blanco. Un hermano que se va de casa, un padre expedientado ocho meses sin trabajo y sueldo que habla como un dibujo animado, un teléfono arrancado, una madre que no dice nada y cose para ganar algo de dinero, una hermana metida dentro de una caja de cartón.
Ya se que no debería sentir lástima ni hacerme preguntas. Que no debo buscar las razones. Las cosas suceden así. Pero en algún lugar del camino la vida se vuelve un paisaje frío e inhóspito. Los fantasmas nos hacen compañía y en lugar de echarles a patadas les tiramos migas de pan, como si fueran las palomas de la plaza. Ya se que no debería sentir tristeza, pero la siento.
Félix Romeo “Dibujos animados” Editorial Anagrama. Barcelona. 2001.

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