De esta novela que es premio Ínsula de Ebro en 2006 hizo Juan Ángel Juristo una crítica elogiosa en el suplemento literario de ABC. Así que ante los premios y el reconocimiento crítico mi opinión sobre ella no vale nada, y, por lo tanto, a nadie debe importarle que yo diga que su lectura me produjo una sensación permanente de incomodidad y distancia. Una sensación que tan solo el magnífico final de la novela consiguió aliviar.
Leyendo “El perfume de la higuera” de Damián Torrijos me he sentido confundido, mareado, borracho de letra y saturado de palabras vírgenes. Abrumado de latines y diccionario. Constantemente fuera de juego, incapaz de apreciar y saborear la fascinación barroca y sensual de su prosa. Me he sentido como un palurdo al que invitan a un exquisito y afamado restaurante a comer delicatessen y se pasa la comida sin saber qué es lo que se lleva a la boca, echando de menos su plato casero con cuchara.
El principio es tan desconcertante y confuso que dan ganas de abandonar y dejarle con la palabra a medias. No sabía si estaba en una clase de física aplicada, de anatomía médica o leyendo el ejercicio de latín del examen de selectividad. Y ese último, especialmente, fue devolverme el mal recuerdo de un diccionario que tiré a la basura el mismo día que me dieron la papeleta de aprobado. Requiéscat in pace. En esa conversación que encontraba pedante, absurda y fuera de lugar, comenzó un desencuentro que ya no me abandonó en toda la lectura hasta la reconciliación de las páginas finales. Me costó entrar, me costaba enterarme, las palabras se convertían en líneas paralelas que no llevaban a ningún sitio y la lectura suponía un esfuerzo que anulaba el placer. Constantemente me tentaban la renuncia y el adiós pero, entre el desconcierto y la ansiedad, aparece un muerto y se adivina un misterio que te hace perseverar y seguir adelante.
Una de las sensaciones percibidas fue la del rechazo, el sentirme desplazado de un grupo y su conversación. Y es que los protagonistas de la novela forman un grupo culto y excelso, un grupo capaz de descifrar anónimos en griego y de hablar entre ellos de una forma afectada, artificial, increíble, redicha y sabihonda. Estás ahí escuchando y leyendo y te sientes descolocado y confuso, acomplejado y apabullado sin entender la conversación ni los chistes, pensando que nadie puede hablar así en serio sin parecer ridículo y repelente.
La otra sensación dominante fue la de estar en un cine viendo una película en otro idioma con subtítulos en español. Me enteraba de la trama, de lo que pasaba, pero no llegaba a engancharme, agarrarme por el cuello y no dejarme respirar, no conseguía verla sin olvidarme de los subtítulos, y esa extraña forma de hablar que tiene el narrador me mantenía constantemente alejado y frío.
Resultaba una película con hermosos paisajes labrados bajo un río omnipresente, ensoñaciones de un espejismo africano. Una historia con interesantes personajes, como el excéntrico y particular cronista del pueblo. Un lugar con elementos reconocibles y típicos admirablemente descritos, como el bar del tío Torrocho, con su humor y su filosofía de café y humanidad. La fotografía es tremendamente hermosa, la dirección artística, los exteriores, la ambientación y la atmósfera reflejada son poéticos y exactos: el espíritu pueblerino que vive en viejas rivalidades, las ancianas en los portales, las tertulias en la calle, las tormentas del seco Aragón, preñado de ríos y nieblas.
Pero toda la realidad, toda la naturalidad y belleza de la imagen se ahogan en un guión desconcertante, artificial y confuso que provoca rechazo y estupor. Hay en algunos momentos una belleza repentina, que brilla y deslumbra con fuerza, como una luz que aparece entre el oleaje y nos trae una esperanza momentánea, pero que, lamentablemente, desaparece enseguida. Porque en general la narración transcurre con un ritmo agotador y soporífero que te mantiene en una constante duermevela.
El final, sin embargo, compensa todo lo andado; hace olvidar la hojarasca, el tedio, el lenguaje que no entendemos; la confusión, lo inexplicable, los pasos en falso, los jeroglíficos, la vergüenza de no enterarse. Esta vez sí sientes esa mano que te agarra del cuello y te hace abrir los ojos, consigue levantarte del asiento y abrir la boca. Un final angustioso al descubrir lo que falta, lo que no hay, las palabras de un hombre sin rostro que no recuerda, el buscar también nosotros ese pozo donde se resuelve el enigma. Arañamos el suelo con las uñas, cortamos maleza embriagados por el perfume de las higueras, atamos ese viejo tractor a nuestro coche, empujamos, quitamos escombro con las manos, sudamos y resoplamos, nos secamos el sudor de la frente cubierta de polvo y descendemos al infierno. Y aparece; descubrimos el horror, la brutalidad humana, los secretos mejor guardados. Terminé el libro despierto, sobrecogido de silencio y soledad, intentando imaginar como debe ser vivir eternamente con un grito metido dentro de tu cabeza.
Damián Torrijos “El perfume de la higuera” Editorial Prames, Zaragoza 2007.
Leyendo “El perfume de la higuera” de Damián Torrijos me he sentido confundido, mareado, borracho de letra y saturado de palabras vírgenes. Abrumado de latines y diccionario. Constantemente fuera de juego, incapaz de apreciar y saborear la fascinación barroca y sensual de su prosa. Me he sentido como un palurdo al que invitan a un exquisito y afamado restaurante a comer delicatessen y se pasa la comida sin saber qué es lo que se lleva a la boca, echando de menos su plato casero con cuchara.
El principio es tan desconcertante y confuso que dan ganas de abandonar y dejarle con la palabra a medias. No sabía si estaba en una clase de física aplicada, de anatomía médica o leyendo el ejercicio de latín del examen de selectividad. Y ese último, especialmente, fue devolverme el mal recuerdo de un diccionario que tiré a la basura el mismo día que me dieron la papeleta de aprobado. Requiéscat in pace. En esa conversación que encontraba pedante, absurda y fuera de lugar, comenzó un desencuentro que ya no me abandonó en toda la lectura hasta la reconciliación de las páginas finales. Me costó entrar, me costaba enterarme, las palabras se convertían en líneas paralelas que no llevaban a ningún sitio y la lectura suponía un esfuerzo que anulaba el placer. Constantemente me tentaban la renuncia y el adiós pero, entre el desconcierto y la ansiedad, aparece un muerto y se adivina un misterio que te hace perseverar y seguir adelante.
Una de las sensaciones percibidas fue la del rechazo, el sentirme desplazado de un grupo y su conversación. Y es que los protagonistas de la novela forman un grupo culto y excelso, un grupo capaz de descifrar anónimos en griego y de hablar entre ellos de una forma afectada, artificial, increíble, redicha y sabihonda. Estás ahí escuchando y leyendo y te sientes descolocado y confuso, acomplejado y apabullado sin entender la conversación ni los chistes, pensando que nadie puede hablar así en serio sin parecer ridículo y repelente.
La otra sensación dominante fue la de estar en un cine viendo una película en otro idioma con subtítulos en español. Me enteraba de la trama, de lo que pasaba, pero no llegaba a engancharme, agarrarme por el cuello y no dejarme respirar, no conseguía verla sin olvidarme de los subtítulos, y esa extraña forma de hablar que tiene el narrador me mantenía constantemente alejado y frío.
Resultaba una película con hermosos paisajes labrados bajo un río omnipresente, ensoñaciones de un espejismo africano. Una historia con interesantes personajes, como el excéntrico y particular cronista del pueblo. Un lugar con elementos reconocibles y típicos admirablemente descritos, como el bar del tío Torrocho, con su humor y su filosofía de café y humanidad. La fotografía es tremendamente hermosa, la dirección artística, los exteriores, la ambientación y la atmósfera reflejada son poéticos y exactos: el espíritu pueblerino que vive en viejas rivalidades, las ancianas en los portales, las tertulias en la calle, las tormentas del seco Aragón, preñado de ríos y nieblas.
Pero toda la realidad, toda la naturalidad y belleza de la imagen se ahogan en un guión desconcertante, artificial y confuso que provoca rechazo y estupor. Hay en algunos momentos una belleza repentina, que brilla y deslumbra con fuerza, como una luz que aparece entre el oleaje y nos trae una esperanza momentánea, pero que, lamentablemente, desaparece enseguida. Porque en general la narración transcurre con un ritmo agotador y soporífero que te mantiene en una constante duermevela.
El final, sin embargo, compensa todo lo andado; hace olvidar la hojarasca, el tedio, el lenguaje que no entendemos; la confusión, lo inexplicable, los pasos en falso, los jeroglíficos, la vergüenza de no enterarse. Esta vez sí sientes esa mano que te agarra del cuello y te hace abrir los ojos, consigue levantarte del asiento y abrir la boca. Un final angustioso al descubrir lo que falta, lo que no hay, las palabras de un hombre sin rostro que no recuerda, el buscar también nosotros ese pozo donde se resuelve el enigma. Arañamos el suelo con las uñas, cortamos maleza embriagados por el perfume de las higueras, atamos ese viejo tractor a nuestro coche, empujamos, quitamos escombro con las manos, sudamos y resoplamos, nos secamos el sudor de la frente cubierta de polvo y descendemos al infierno. Y aparece; descubrimos el horror, la brutalidad humana, los secretos mejor guardados. Terminé el libro despierto, sobrecogido de silencio y soledad, intentando imaginar como debe ser vivir eternamente con un grito metido dentro de tu cabeza.
Damián Torrijos “El perfume de la higuera” Editorial Prames, Zaragoza 2007.
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