Suicidarse me parece una gilipollez. Aunque, la verdad, hay días en los que mi vida me parece una puta mierda y la idea resulta tentadora.
A mi me pasa como a tu abuela Rosario, que no me quiero morir. Morirme sería una putada, más que nada, porque tengo sobre la mesa una pila de libros que quisiera leer. Aunque la verdad es que me siento un poco masoca; me encanta leer y al mismo tiempo siento una envidia asquerosa. Me corroe como el ácido. Sois unos cabrones, tú, y todos los escritores. Y cuando me doy cuenta de que soy un inútil, que nunca podré escribir como tú, me dan ganas de pegarle un corte de mangas a tu abuela Rosario y decirle: Señora, usted es idiota y esta vida es una desgracia.
Me gusta escribir y contar, como ahora te lo estoy contando, aunque luego pienso: ¿para qué, si luego no va a leerlo nadie? A nadie le importa lo que escribo. Y cuando ese sentimiento me invade me gustaría vivir en Estados Unidos, entrar en una licorería y comprarme una botella del güisqui más barato, bebérmela de un trago y luego comprarme una pistola y salpicar con mi sangre la pantalla del ordenador.
Dicen que suicidarse es de cobardes, pero además de ser una frase gastada y sobada como una vieja puta, me parece una gran mentira. Hay que echarle cojones para saltar por un balcón. Hay que estar muy jodido para hacer eso.
Me dan auténtico repelús esos que hablan del suicidio como el último gesto de un artista rebelde. ¡Oh, si!, era un gran escritor, un ser atormentado y frágil… Bla, bla, bla… ¡Y una mierda! Una persona que se suicida es un ser irracional, un desahuciado, un loco, un demente inconsolable. Y no me gustaría estar dentro de su cabeza, ni sentir su dolor. Y no me gustaría tener que enfrentarme a esa muerte cada mañana cuando me miro al espejo, como te pasa a ti. Verle cada mañana en las cicatrices de mi cara, en el tabique hundido de mi nariz. En cada día de lluvia. En cada 27 de febrero. No, no hay ninguna belleza en la decisión de un amigo tirándose por un balcón.
El suicidio es el último acto de un largo camino de sufrimiento. La desesperación debe ser brutal, tan intensa, tan insufrible, que la muerte es una liberación. Es verdad que la muerte no duele, lo jodido, lo realmente jodido, es todo lo que uno debe pasar hasta llegar hasta allí.
Chusé te lo insinuó, le viste temblar, leíste su desesperación sin comprender. Cristina te habló de sus pesadillas, visibles como enormes moscas de alas pardas, pero tú no lo comprendías. Pensaste que lo de Chusé era retórica, pose, literatura, obsesión. Un monólogo agotador, una tormenta, el mareo de un borracho. No te culpes, a mi me hubiera pasado lo mismo.
Dices que no hablaste con Mariángeles y, sin embargo, creo que te hubiera ayudado. Ella podría haber sido un espejo en el que mirarte. Hubierais podido odiar juntos a Chusé. ¿No crees que ella también se debió de hacer preguntas como tú? ¿Cómo se debió de sentir? ¿Cómo le afectó el suicidio? ¿Qué recuerdo guardaba de él? ¿Se sintió culpable de su muerte? ¿Cómo, de que forma y manera realizó ella su propio exorcismo? ¿Cómo se libró de esa muerte? ¿Cuántas botellas bebió, cuantas pastillas tomó, cuantas noches soñó con él? ¿En donde encontró consuelo? ¿Cómo consiguió olvidar?
No me hagas ni puñetero caso, no soy nadie para darte consejos.
Pero es que no lo entiendo, ¿cómo puede el abandono de una mujer provocar un desmoronamiento tan bestial? ¿Es que no hay nada donde agarrarse, nada que te salve? ¿Amigos, libros, proyectos, vanidad? Yo no lo entiendo. Tú tampoco. Vivimos más cerca de la locura de lo que creemos. No sabemos nada de los demás. Sólo sabemos de ellos lo que nos dejan ver. No podemos evitar que un hombre cierre la puerta por dentro y nos deje fuera.
Ha sido mejor que no escribieras una biografía de él. Es mejor contar que lloraste, que te quedaste con su grabadora y su carné de la biblioteca, con su fotografía. Que recuerdas los libros y escritores que le gustaban y le hacían reír y que has olvidado dónde está su nicho en el Torrero, que no has vuelto allí. Es mejor recordar el primer libro que le regalaste siendo niños, cuando empezaste a ser su hermano mayor. Que en una bolsa tienes guardadas sus cartas, el libro con sus cuentos, sus artículos y borradores. Que un día volviste a escuchar su voz y soñaste con él. Que tuvisteis un grupo de rock y fuisteis felices en los bares y que siempre perdía cuando jugaba al ajedrez. No, no viste su cadáver, pero recuerdas que tuvo la mirada triste. Maldita sea, ¿por qué tuvo que hacerlo?
Somos falsos y mentirosos. La noche anterior estuvo bebiendo, riéndose y viendo la televisión con Bizén. Se hace una tortilla francesa y luego se tira por el balcón. Hay que joderse. Y en vuestra casa ni un jodido teléfono por el que hacer una última llamada, ni un maldito peatón que le viera y avisara a la policía, ni un jodido psicólogo que se acercara a hablar con él y evitara que saltara. Una lona al final del vuelo. Está claro, la vida no es una película americana.
Es lógico que te sientas culpable. La culpa surge de esa imposibilidad de comprensión y consuelo. No haber sabido interpretar las señales. No haber podido detenerle. Pero eso era imposible, para eso necesitabas tenerlo bajo continua vigilancia, estar siempre, constantemente con él, y eso significaría no poder vivir tu propia vida. Eso no se le puede exigir a nadie. Era como el náufrago que no sabe nadar y se agarra a ti para salvarse, al final los dos os vais al puto fondo.
No encontraba sosiego en nada ni en nadie. Decía que se sentía vacío y que despreciaba la sensatez, que no había respuestas ni nunca las habría. ¿Qué es lo que debías decirle? ¿Cuáles eran las palabras mágicas? ¿Acaso esperaba de ti que hicieras el milagro de sanar enfermos? No te culpes, no me extraña que sintieras su muerte como una liberación, quitarte ese peso de encima.
Todas las heridas profundas dejan cicatrices. Todas se cierran. Algunas duelen cada 27 de febrero.
Cabronazo ¿Por qué tuvo que hacerlo?
Amarillo. Félix Romeo. Plot Ediciones. Madrid 2008
A mi me pasa como a tu abuela Rosario, que no me quiero morir. Morirme sería una putada, más que nada, porque tengo sobre la mesa una pila de libros que quisiera leer. Aunque la verdad es que me siento un poco masoca; me encanta leer y al mismo tiempo siento una envidia asquerosa. Me corroe como el ácido. Sois unos cabrones, tú, y todos los escritores. Y cuando me doy cuenta de que soy un inútil, que nunca podré escribir como tú, me dan ganas de pegarle un corte de mangas a tu abuela Rosario y decirle: Señora, usted es idiota y esta vida es una desgracia.
Me gusta escribir y contar, como ahora te lo estoy contando, aunque luego pienso: ¿para qué, si luego no va a leerlo nadie? A nadie le importa lo que escribo. Y cuando ese sentimiento me invade me gustaría vivir en Estados Unidos, entrar en una licorería y comprarme una botella del güisqui más barato, bebérmela de un trago y luego comprarme una pistola y salpicar con mi sangre la pantalla del ordenador.
Dicen que suicidarse es de cobardes, pero además de ser una frase gastada y sobada como una vieja puta, me parece una gran mentira. Hay que echarle cojones para saltar por un balcón. Hay que estar muy jodido para hacer eso.
Me dan auténtico repelús esos que hablan del suicidio como el último gesto de un artista rebelde. ¡Oh, si!, era un gran escritor, un ser atormentado y frágil… Bla, bla, bla… ¡Y una mierda! Una persona que se suicida es un ser irracional, un desahuciado, un loco, un demente inconsolable. Y no me gustaría estar dentro de su cabeza, ni sentir su dolor. Y no me gustaría tener que enfrentarme a esa muerte cada mañana cuando me miro al espejo, como te pasa a ti. Verle cada mañana en las cicatrices de mi cara, en el tabique hundido de mi nariz. En cada día de lluvia. En cada 27 de febrero. No, no hay ninguna belleza en la decisión de un amigo tirándose por un balcón.
El suicidio es el último acto de un largo camino de sufrimiento. La desesperación debe ser brutal, tan intensa, tan insufrible, que la muerte es una liberación. Es verdad que la muerte no duele, lo jodido, lo realmente jodido, es todo lo que uno debe pasar hasta llegar hasta allí.
Chusé te lo insinuó, le viste temblar, leíste su desesperación sin comprender. Cristina te habló de sus pesadillas, visibles como enormes moscas de alas pardas, pero tú no lo comprendías. Pensaste que lo de Chusé era retórica, pose, literatura, obsesión. Un monólogo agotador, una tormenta, el mareo de un borracho. No te culpes, a mi me hubiera pasado lo mismo.
Dices que no hablaste con Mariángeles y, sin embargo, creo que te hubiera ayudado. Ella podría haber sido un espejo en el que mirarte. Hubierais podido odiar juntos a Chusé. ¿No crees que ella también se debió de hacer preguntas como tú? ¿Cómo se debió de sentir? ¿Cómo le afectó el suicidio? ¿Qué recuerdo guardaba de él? ¿Se sintió culpable de su muerte? ¿Cómo, de que forma y manera realizó ella su propio exorcismo? ¿Cómo se libró de esa muerte? ¿Cuántas botellas bebió, cuantas pastillas tomó, cuantas noches soñó con él? ¿En donde encontró consuelo? ¿Cómo consiguió olvidar?
No me hagas ni puñetero caso, no soy nadie para darte consejos.
Pero es que no lo entiendo, ¿cómo puede el abandono de una mujer provocar un desmoronamiento tan bestial? ¿Es que no hay nada donde agarrarse, nada que te salve? ¿Amigos, libros, proyectos, vanidad? Yo no lo entiendo. Tú tampoco. Vivimos más cerca de la locura de lo que creemos. No sabemos nada de los demás. Sólo sabemos de ellos lo que nos dejan ver. No podemos evitar que un hombre cierre la puerta por dentro y nos deje fuera.
Ha sido mejor que no escribieras una biografía de él. Es mejor contar que lloraste, que te quedaste con su grabadora y su carné de la biblioteca, con su fotografía. Que recuerdas los libros y escritores que le gustaban y le hacían reír y que has olvidado dónde está su nicho en el Torrero, que no has vuelto allí. Es mejor recordar el primer libro que le regalaste siendo niños, cuando empezaste a ser su hermano mayor. Que en una bolsa tienes guardadas sus cartas, el libro con sus cuentos, sus artículos y borradores. Que un día volviste a escuchar su voz y soñaste con él. Que tuvisteis un grupo de rock y fuisteis felices en los bares y que siempre perdía cuando jugaba al ajedrez. No, no viste su cadáver, pero recuerdas que tuvo la mirada triste. Maldita sea, ¿por qué tuvo que hacerlo?
Somos falsos y mentirosos. La noche anterior estuvo bebiendo, riéndose y viendo la televisión con Bizén. Se hace una tortilla francesa y luego se tira por el balcón. Hay que joderse. Y en vuestra casa ni un jodido teléfono por el que hacer una última llamada, ni un maldito peatón que le viera y avisara a la policía, ni un jodido psicólogo que se acercara a hablar con él y evitara que saltara. Una lona al final del vuelo. Está claro, la vida no es una película americana.
Es lógico que te sientas culpable. La culpa surge de esa imposibilidad de comprensión y consuelo. No haber sabido interpretar las señales. No haber podido detenerle. Pero eso era imposible, para eso necesitabas tenerlo bajo continua vigilancia, estar siempre, constantemente con él, y eso significaría no poder vivir tu propia vida. Eso no se le puede exigir a nadie. Era como el náufrago que no sabe nadar y se agarra a ti para salvarse, al final los dos os vais al puto fondo.
No encontraba sosiego en nada ni en nadie. Decía que se sentía vacío y que despreciaba la sensatez, que no había respuestas ni nunca las habría. ¿Qué es lo que debías decirle? ¿Cuáles eran las palabras mágicas? ¿Acaso esperaba de ti que hicieras el milagro de sanar enfermos? No te culpes, no me extraña que sintieras su muerte como una liberación, quitarte ese peso de encima.
Todas las heridas profundas dejan cicatrices. Todas se cierran. Algunas duelen cada 27 de febrero.
Cabronazo ¿Por qué tuvo que hacerlo?
Amarillo. Félix Romeo. Plot Ediciones. Madrid 2008
2 comentarios:
Tuve la suerte de leer a Félix Romeo hace unos siete años. Y desde entonces lo seguía por medio de la red. Aunque no escuchaba a menudo los programas de Radio3 en los cual participaba, sé lo importante que es en el panorama cultural español. También me interesaba mucho lo que escribía en Letras Libres. Un saludo admirativo para este señor, y mi pésame a los suyos.
No quiero hacer ningún comentario sobre "Amarillo". Eso quedará (o no) para otro momento. Pero sí a la valentía, quizá verborreica y algo descontrolada, como suele ser a veces la valentía, que demuestras poseer al escribir esta reseña. A mí tampoco me lee nadie. Me dejo la piel, las tripas, la cabeza y el corazón para que no me lea nadie. Pero me lo dejo, simplemente, porque lo necesito, porque creo en ello. Todos somos, de alguna manera, Nigel Farmer y Livio Carneiro.
Yo te leo.
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