No eras tú, pero fue lo más parecido que encontré.
Tenía tu mismo color de pelo: negro abisal. Lacio, suave, brillante y eléctrico. Los ojos como los tuyos: ligeramente rasgados, faraónicos, subterráneos. Y el mismo frío, la misma mirada dominante, indiferente, magnética.
La encontré por catálogo. Productos exclusivos para clientes exigentes. Máxima discreción. Pasaba las hojas y miraba sus rostros perfectos buscándote. Como una rueda de reconocimiento ilegal. Agrupadas por razas, color de pelo y ojos, estatura y medidas de tres variables. Una foto de un primer plano y dos de cuerpo entero. Todas con un mismo vestido corto, luminiscente y plateado; eternas coristas de una orquesta ambulante. Y todas también desnudas; con una pierna adelantada, el brazo izquierdo en jarra y el derecho pegado al cuerpo.
Me dijeron que si no encontraba lo que buscaba podían conseguirme una a la medida de mi deseo. Pero los encargos especiales sobrepasaban mi presupuesto y además tenía que aportar datos sobre ti que no tenía: tatuajes, marcas o cicatrices, la simetría de tu cuerpo en centímetros y una fotografía de tu rostro. El retrato robot de mi insomnio. Mi particular pesadilla desde aquel lunes cuando, al llegar a la tienda donde siempre te veía, me encontré con un cartel de “Se traspasa” y un cristal pintado en blanco.
Te busqué por toda la ciudad y no te encontré. Te busqué durante un año y no apareciste. Ninguna tenía tus ojos rasgados; tu exótica, irresistible y magnética belleza. Ninguna se parecía a ti. Por eso pagué para que ella viniera. Porque ella se quedaría conmigo y yo creería la mentira de que eras tú.
La tarde que llegó a casa desprecié su maleta. Sus accesorios, sus pelucas, su ropa interior y sus juguetes de látex. Lentamente le quité el vestido plateado y el tanga minúsculo y se quedó desnuda en el centro del salón. Como un insecto miope giré a su alrededor y aspiré el leve perfume que desprendía su piel. Olía a cera y manzanas. Mentira y pecado.
Su estatura, su pelo; su cuerpo que imaginé el tuyo. Era perfecta. Valía lo que había pagado. Los meses de búsqueda. Gastar todos mis ahorros para tenerla y creer que eras tú. No tendría que temer no estar a la altura de sus expectativas. No oiría ni un solo reproche sobre mi cordura y mi comportamiento inadecuado. No me despreciaría por mi precipitación ni por el sudor de mis manos. Sus labios dispuestos, su boca ligeramente entreabierta; su sexo depilado, sus pechos redondos y duros; su silenciosa disposición, sus ojos tristes, inexpresivos.
Puse mis manos sobre sus hombros y recorrí lentamente sus brazos sin vello. Tenía un tacto extremadamente suave, tibio. Los dedos sin anillos, las uñas sin pintar. Con mis caricias temblaba y sus ojos parpadeaban bajo sus largas pestañas. Me miraba sin resistirse ni estremecerse, sin mostrar ninguna emoción.
Traje la bata de seda y la cubrí. El nudo sobre su vientre plano, los pechos insinuándose bajo la tela. Con suavidad la agarré por debajo de las rodillas y de los brazos y la llevé hasta el dormitorio. Novia secreta de plástico y soledad. La tumbé en mi cama y la arropé con la sábana. Sus ojos se cerraron en un reflejo mecánico. Apagué la luz y salí del cuarto. Aquella noche por primera vez desde hacía un año, tu pesadilla dejó de perseguirme. No eras tú, pero se parecía bastante.
A la mañana siguiente sus ojos de muñeca oriental se abrieron al sentarme junto a ella, sentir el peso de mi cuerpo sobre la cama. La levanté y llevé hasta el cuarto de baño. La despojé de la bata de seda y la puse frente al espejo. Con suavidad cepillé su pelo hacia la frente y con las tijeras corté el flequillo al ras de las cejas. Me arrodillé ante ella y con cuidado para que no perdiera el equilibrio le puse las sandalias de verano que había comprado. Iguales a las que llevabas la última vez que te vi y que encontré de casualidad en una boutique del centro mientras te buscaba por todas las tiendas de la ciudad. Tiras rojas, adornos de pedrería, tacón alto. Número 37. De nuevo giré a su alrededor. Estaba más esbelta, sus nalgas más redondas y rotundas. Y en el espejo el reflejo de tu rostro, tu mismo peinado, tus ojos rasgados.
Con delicadeza la cogí de las manos y la arrastré hasta el ventanal del salón. Levanté su brazo derecho, doblé su codo, y coloqué la mano sujetando la cortina. Sus articulaciones cedían a mi capricho. El brazo izquierdo lánguido, pegado al cuerpo. La cabeza ligeramente inclinada. Se dejaba manejar igual que la modelo obedece al fotógrafo corrigiendo la postura y permaneciendo inmóvil en la posición que yo deseaba. La luz de la mañana brillaba en su piel y en su pelo sintético.
Salí cerrando la puerta despacio, bajé a la calle y me situé frente al edificio, en la acera contraria. Desde allí pude verla asomada a la ventana del balcón, la mitad de su cuerpo desnudo mostrándose, la otra mitad cubierto por la cortina; la mirada fija, perdida en la calle.
Así, desde la distancia, la confundí contigo.
Me marché a trabajar con la seguridad de que cuando volviera ella seguiría en el mismo lugar. Esperándome quieta en el balcón. Creer, al verla desde la calle, en la ficción de que eras tú la que me estaba esperando.
Pero cuando regresé por la tarde no estaba.
Alguien la habría visto; subido hasta casa, forzado la puerta con una palanca y se la había llevado.
De ella tan sólo quedaba una sandalia con el tacón roto y mechones de su pelo en el cubo de la basura.
En ese momento comprendí que no era yo el único en esta ciudad que te conocía y deseaba; que era adicto a tu exótica, irresistible y magnética belleza; que quería tenerte a su lado y te echaba de menos desde aquel lunes de septiembre de hace un año cuando, al terminar las rebajas, cerraron la tienda y desapareciste del escaparate.
Texto de Jorge del Frago.
Tenía tu mismo color de pelo: negro abisal. Lacio, suave, brillante y eléctrico. Los ojos como los tuyos: ligeramente rasgados, faraónicos, subterráneos. Y el mismo frío, la misma mirada dominante, indiferente, magnética.
La encontré por catálogo. Productos exclusivos para clientes exigentes. Máxima discreción. Pasaba las hojas y miraba sus rostros perfectos buscándote. Como una rueda de reconocimiento ilegal. Agrupadas por razas, color de pelo y ojos, estatura y medidas de tres variables. Una foto de un primer plano y dos de cuerpo entero. Todas con un mismo vestido corto, luminiscente y plateado; eternas coristas de una orquesta ambulante. Y todas también desnudas; con una pierna adelantada, el brazo izquierdo en jarra y el derecho pegado al cuerpo.
Me dijeron que si no encontraba lo que buscaba podían conseguirme una a la medida de mi deseo. Pero los encargos especiales sobrepasaban mi presupuesto y además tenía que aportar datos sobre ti que no tenía: tatuajes, marcas o cicatrices, la simetría de tu cuerpo en centímetros y una fotografía de tu rostro. El retrato robot de mi insomnio. Mi particular pesadilla desde aquel lunes cuando, al llegar a la tienda donde siempre te veía, me encontré con un cartel de “Se traspasa” y un cristal pintado en blanco.
Te busqué por toda la ciudad y no te encontré. Te busqué durante un año y no apareciste. Ninguna tenía tus ojos rasgados; tu exótica, irresistible y magnética belleza. Ninguna se parecía a ti. Por eso pagué para que ella viniera. Porque ella se quedaría conmigo y yo creería la mentira de que eras tú.
La tarde que llegó a casa desprecié su maleta. Sus accesorios, sus pelucas, su ropa interior y sus juguetes de látex. Lentamente le quité el vestido plateado y el tanga minúsculo y se quedó desnuda en el centro del salón. Como un insecto miope giré a su alrededor y aspiré el leve perfume que desprendía su piel. Olía a cera y manzanas. Mentira y pecado.
Su estatura, su pelo; su cuerpo que imaginé el tuyo. Era perfecta. Valía lo que había pagado. Los meses de búsqueda. Gastar todos mis ahorros para tenerla y creer que eras tú. No tendría que temer no estar a la altura de sus expectativas. No oiría ni un solo reproche sobre mi cordura y mi comportamiento inadecuado. No me despreciaría por mi precipitación ni por el sudor de mis manos. Sus labios dispuestos, su boca ligeramente entreabierta; su sexo depilado, sus pechos redondos y duros; su silenciosa disposición, sus ojos tristes, inexpresivos.
Puse mis manos sobre sus hombros y recorrí lentamente sus brazos sin vello. Tenía un tacto extremadamente suave, tibio. Los dedos sin anillos, las uñas sin pintar. Con mis caricias temblaba y sus ojos parpadeaban bajo sus largas pestañas. Me miraba sin resistirse ni estremecerse, sin mostrar ninguna emoción.
Traje la bata de seda y la cubrí. El nudo sobre su vientre plano, los pechos insinuándose bajo la tela. Con suavidad la agarré por debajo de las rodillas y de los brazos y la llevé hasta el dormitorio. Novia secreta de plástico y soledad. La tumbé en mi cama y la arropé con la sábana. Sus ojos se cerraron en un reflejo mecánico. Apagué la luz y salí del cuarto. Aquella noche por primera vez desde hacía un año, tu pesadilla dejó de perseguirme. No eras tú, pero se parecía bastante.
A la mañana siguiente sus ojos de muñeca oriental se abrieron al sentarme junto a ella, sentir el peso de mi cuerpo sobre la cama. La levanté y llevé hasta el cuarto de baño. La despojé de la bata de seda y la puse frente al espejo. Con suavidad cepillé su pelo hacia la frente y con las tijeras corté el flequillo al ras de las cejas. Me arrodillé ante ella y con cuidado para que no perdiera el equilibrio le puse las sandalias de verano que había comprado. Iguales a las que llevabas la última vez que te vi y que encontré de casualidad en una boutique del centro mientras te buscaba por todas las tiendas de la ciudad. Tiras rojas, adornos de pedrería, tacón alto. Número 37. De nuevo giré a su alrededor. Estaba más esbelta, sus nalgas más redondas y rotundas. Y en el espejo el reflejo de tu rostro, tu mismo peinado, tus ojos rasgados.
Con delicadeza la cogí de las manos y la arrastré hasta el ventanal del salón. Levanté su brazo derecho, doblé su codo, y coloqué la mano sujetando la cortina. Sus articulaciones cedían a mi capricho. El brazo izquierdo lánguido, pegado al cuerpo. La cabeza ligeramente inclinada. Se dejaba manejar igual que la modelo obedece al fotógrafo corrigiendo la postura y permaneciendo inmóvil en la posición que yo deseaba. La luz de la mañana brillaba en su piel y en su pelo sintético.
Salí cerrando la puerta despacio, bajé a la calle y me situé frente al edificio, en la acera contraria. Desde allí pude verla asomada a la ventana del balcón, la mitad de su cuerpo desnudo mostrándose, la otra mitad cubierto por la cortina; la mirada fija, perdida en la calle.
Así, desde la distancia, la confundí contigo.
Me marché a trabajar con la seguridad de que cuando volviera ella seguiría en el mismo lugar. Esperándome quieta en el balcón. Creer, al verla desde la calle, en la ficción de que eras tú la que me estaba esperando.
Pero cuando regresé por la tarde no estaba.
Alguien la habría visto; subido hasta casa, forzado la puerta con una palanca y se la había llevado.
De ella tan sólo quedaba una sandalia con el tacón roto y mechones de su pelo en el cubo de la basura.
En ese momento comprendí que no era yo el único en esta ciudad que te conocía y deseaba; que era adicto a tu exótica, irresistible y magnética belleza; que quería tenerte a su lado y te echaba de menos desde aquel lunes de septiembre de hace un año cuando, al terminar las rebajas, cerraron la tienda y desapareciste del escaparate.
Texto de Jorge del Frago.
3 comentarios:
!Fantástico, buenísimo! Vaya racha de inspiración. Mi enhorabuena y mi abeazo fraterno,
Norberto
Espectacular texto (como ya te dije). Tan espectacular como el agradecimiento que te envío por esa dedicatoria tan inmerecida....!!!! ;)))
Gracias, amigo !!
SEN-SA-CIO-NAL!!!
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