Nunca fui a uno de sus conciertos. Ni a uno de sus mítines. Ni a su penúltimo homenaje. No tengo ningún disco suyo y nunca he cantado ninguna de sus canciones. Nunca le tuve como referente de nada. Ni maestro ni compañero ni ejemplo.
Soy de otra generación. Otra época. Otro recuerdo. Un niño que creció con un general muerto y enterrado. Con un padre creado a si mismo en el este de la promisión y el nuevo pan y una madre criada en casa sin lutos, odios ni medallas victoriosas. Un niño de ciudad y veranos de pueblo, bicicleta y horizontes sin bandos ni colores, sin conciencia obrera ni burguesa, sin hambre, sabañones, sotanas ni letras con sangre entran.
Cuando yo crecí los policías iban de marrón y mi educación sentimental la construyó la televisión en color, el fútbol, las cervezas y el primitivo y obsesivo deseo por el sexo opuesto. Abordaje sin conquista, borracheras, nihilismo y el futuro siempre en dos noches iguales: viernes y sábado. Universitario sin poesía, compromiso ni protesta.
Pero fue precisamente en esa televisión dónde le descubrí. Cuando metió un país en una mochila y caminando me enseño sus rincones olvidados. Escondrijos, pueblos y paisajes de otra niñez. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, nadadores contracorriente, locos amantes de su tierra que se negaban a obedecer la orden de rendición y desahucio. Y fue entonces cuando me emocionó y conquistó con su humanidad sin domesticar. Aragonés quijotesco, vagamundo y chansonnier. Orgullo de un pueblo de carreteras comarcales.
Y a partir de entonces quise buscar su palabra. Y aquella “Tierra sin mar” me llevó hasta su autobiografía y me trajo recuerdos de un tiempo que no es el mío. De una historia de banderas rotas que no son las mías. De una forma de vivir, alquilar el presente, atrapado en la noria del pasado. Bailar dando vueltas en círculo siempre con la misma melodía. Libertad es una palabra necesaria. Y mi libertad de hoy en parte se la debo a esas viejas banderas. Pero algunas palabras fundamentales se vuelven metales pesados de servidumbres. Y la política y su equipaje me producen un elegante bostezo de aburrimiento.
Pero por alguna extraña razón no renuncié a su palabra. Aragonés quijotesco, vagamundo y chansonnier. Orgullo de un pueblo de carreteras comarcales. Y me enfrenté a sus “Cuentos de San Cayetano” para descubrir una ciudad lejana y la misma melodía. Y llegué a sus “Amigos contados” para descubrir y emocionarme con su mejor palabra. El recuerdo de los locos, geniales poetas con nombres propios mezclados entre risas y días dolorosos en noches heroicas. La Oficina Poética Internacional, las poesías de Miguel y la tertulia del café Niké. Refugio, chaladura, invento posible en un mundo prohibido y gris ceniza.
Y seguí hasta llegar a su “Dulce sabor de días agrestes”, con sus poemas de recuerdos y paisajes: Albarracín, Teruel, Canfranc y Belchite. Calles de Zaragoza, domingos de diciembre; fechas, cumpleaños, muertes; amor, amistad y tribulación. Su lugar y su herida. Y las letras de sus canciones sin melodía ni voz. Canciones de un Aragón de polvo, niebla, viento y sol. Canciones para sentir el dolor y la rabia del que se vio obligado a marchar con la casa a cuestas, abandonar lo que se ama huyendo de la miseria y su destino. Canciones para reivindicar un viejo país que se yergue altivo sobre su soledad. A un viejo país que su barro me sabe a un recuerdo infantil. Canciones para cantar la melancolía, el recuerdo, el cansancio, la tierra, la muerte, el adiós. Reconocerme en su lucha y coraje, en el hambre, el trabajo, el esfuerzo y el dolor. Hombres, mujeres, caminos; pueblos y paisajes clavados en las entrañas. Albada del viento que habla, lleva, cuenta y me devuelve el lugar al que pertenezco.
Soy de otra generación. Otra época. Otro recuerdo. Un niño que creció con un general muerto y enterrado. Con un padre creado a si mismo en el este de la promisión y el nuevo pan y una madre criada en casa sin lutos, odios ni medallas victoriosas. Un niño de ciudad y veranos de pueblo, bicicleta y horizontes sin bandos ni colores, sin conciencia obrera ni burguesa, sin hambre, sabañones, sotanas ni letras con sangre entran.
Cuando yo crecí los policías iban de marrón y mi educación sentimental la construyó la televisión en color, el fútbol, las cervezas y el primitivo y obsesivo deseo por el sexo opuesto. Abordaje sin conquista, borracheras, nihilismo y el futuro siempre en dos noches iguales: viernes y sábado. Universitario sin poesía, compromiso ni protesta.
Pero fue precisamente en esa televisión dónde le descubrí. Cuando metió un país en una mochila y caminando me enseño sus rincones olvidados. Escondrijos, pueblos y paisajes de otra niñez. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, nadadores contracorriente, locos amantes de su tierra que se negaban a obedecer la orden de rendición y desahucio. Y fue entonces cuando me emocionó y conquistó con su humanidad sin domesticar. Aragonés quijotesco, vagamundo y chansonnier. Orgullo de un pueblo de carreteras comarcales.
Y a partir de entonces quise buscar su palabra. Y aquella “Tierra sin mar” me llevó hasta su autobiografía y me trajo recuerdos de un tiempo que no es el mío. De una historia de banderas rotas que no son las mías. De una forma de vivir, alquilar el presente, atrapado en la noria del pasado. Bailar dando vueltas en círculo siempre con la misma melodía. Libertad es una palabra necesaria. Y mi libertad de hoy en parte se la debo a esas viejas banderas. Pero algunas palabras fundamentales se vuelven metales pesados de servidumbres. Y la política y su equipaje me producen un elegante bostezo de aburrimiento.
Pero por alguna extraña razón no renuncié a su palabra. Aragonés quijotesco, vagamundo y chansonnier. Orgullo de un pueblo de carreteras comarcales. Y me enfrenté a sus “Cuentos de San Cayetano” para descubrir una ciudad lejana y la misma melodía. Y llegué a sus “Amigos contados” para descubrir y emocionarme con su mejor palabra. El recuerdo de los locos, geniales poetas con nombres propios mezclados entre risas y días dolorosos en noches heroicas. La Oficina Poética Internacional, las poesías de Miguel y la tertulia del café Niké. Refugio, chaladura, invento posible en un mundo prohibido y gris ceniza.
Y seguí hasta llegar a su “Dulce sabor de días agrestes”, con sus poemas de recuerdos y paisajes: Albarracín, Teruel, Canfranc y Belchite. Calles de Zaragoza, domingos de diciembre; fechas, cumpleaños, muertes; amor, amistad y tribulación. Su lugar y su herida. Y las letras de sus canciones sin melodía ni voz. Canciones de un Aragón de polvo, niebla, viento y sol. Canciones para sentir el dolor y la rabia del que se vio obligado a marchar con la casa a cuestas, abandonar lo que se ama huyendo de la miseria y su destino. Canciones para reivindicar un viejo país que se yergue altivo sobre su soledad. A un viejo país que su barro me sabe a un recuerdo infantil. Canciones para cantar la melancolía, el recuerdo, el cansancio, la tierra, la muerte, el adiós. Reconocerme en su lucha y coraje, en el hambre, el trabajo, el esfuerzo y el dolor. Hombres, mujeres, caminos; pueblos y paisajes clavados en las entrañas. Albada del viento que habla, lleva, cuenta y me devuelve el lugar al que pertenezco.
Y será con lo que me quede. Ni con el personaje ni con el político ni con el símbolo. Me quedaré con lo escrito y las emociones, versos y canciones, albada del viento en su palabra. Me quedaré con el orgullo compartido, su fidelidad, su justo dolor y mi infinito destierro.
José Antonio Labordeta. "Dulce sabor de días agrestes". Huerga y Fierro Editores. Madrid, 2003.
2 comentarios:
Muy bien escrito, Luis. Quizás lo que permanezca de él, cuando pase el tiempo, sea lo que tú mencionas.
Saludos
excelente post luis. a mi me pasa algo parecido con el, aunque es un semiheroe para mi hijo,hasta estuvo en la aljaferia dándole su último adiós, creo que labordeta nos deja un sabor aragonés a todos los que en algún momento lo deleitamos en las letras.
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