Me costó comprender. Supongo que por cobardía. Tú, Inés, sabes perfectamente de lo que hablo. Supongo que la inercia de la rutina es el acelerador natural del óxido y la atrofia. Hasta ese momento tan sólo era un presentimiento. Algo incómodo. Alquitrán. Cemento fraguando. Un rumor. Una conciencia agazapada, solapada en los pliegues de la velocidad de crucero de lo cotidiano golpeando página a página. Martillo neumático sobre la piedra. Tal vez fue al caer la noche y su hilo de alambre. La calle de agosto vacía. Y tus palabras encendiendo el fuego. Me rozaba y lo sentía, lo notaba igual que el alcohol destila adjetivos que riman con mi nombre. “¿Por qué un buen día un tipo normal se mete dentro de un cañón y se arroja al vacío, por qué había perdido su vida y había muerto sonriente?”.
Me costó comprender, pero lo presentía. Y fue cuando llegué a “A pesar de la lluvia” cuando desperté del todo. Cuando leí la pintada en un pilar de la estación: “Merece lo que sueñas”. Y entonces las palabras, los sueños y los actos cobraron sentido. Y volví al principio, y vi tu fotografía en la solapa y tu nombre antiguo: Inés. Tu pelo ardiente y el vértigo carnal de tu escote, el gesto de tu cigarrillo provocando a los gilipollas saludables.
Y pensé que quizás leer sea como ese anuncio de la tele. Que leo para buscar el abrazo. Que leo para encontrar alguien que me regale luciérnagas, llamas, dolorosas verdades. Para dejar de sentirme huérfano. Dejar de sentir miedo y dudar. Para leer que “estaba viviendo la vida que me había obligado a vivir”. Representando.
No lo comprendí hasta que no volví a París a “echarme calle abajo a pesar de la lluvia con tal de acabar con esa apatía de guisos y edredones, de no volver nunca a aquel hundimiento silencioso en el sofá, ese naufragio de televisión y domingo un año tras otro”. Hasta que no me vi huido de mi país. Hasta que no me vi extranjero. Hasta que no dejé de ser un turista más. Hasta que, buscando algo que no sabía qué era, tropecé con ese “merece lo que sueñas”. Una puñalada al sentido.
Y me vi “fingiendo una vida que no era la mía, sintiéndome vacío”. Despertando en plena noche para revivir. Vivir insomne el otro fuego, la otra vida. Despertar en mitad de la noche porque la noche es el “tiempo en el que se cultiva un jardín secreto”. Lugar dónde todo es posible, todo diferente. Porque la noche es el lugar en el que suceden las cosas increíbles que realmente deseamos. Vivimos los deseos ocultos, reprimidos, las palabras ahogadas. Es el momento en el que los demás duermen y nosotros lo vemos claro, desaparece la sensatez, la lógica que nos destruye y nos amarga. Porque “no hace falta morir para estar en el infierno”.
Y todo cobró sentido. Las citas antes de cada relato. La poesía de la rebelión y el surrealismo en tus agradecimientos. Y tus palabras, Inés, pájaros de papel transformándose en cuchillos: “Sentirse vivo. Hacerte una vida de recién llegado sin más, siempre hoy, siempre extranjero”.
“Que más da de dónde viene el deseo si nunca estamos seguros, quién puede afirmar que las cosas son como creemos verlas”. Y hoy ha llovido, Inés, y he vuelto a soñar; he vuelto a sonreír.
Me costó comprender, pero lo presentía. Y fue cuando llegué a “A pesar de la lluvia” cuando desperté del todo. Cuando leí la pintada en un pilar de la estación: “Merece lo que sueñas”. Y entonces las palabras, los sueños y los actos cobraron sentido. Y volví al principio, y vi tu fotografía en la solapa y tu nombre antiguo: Inés. Tu pelo ardiente y el vértigo carnal de tu escote, el gesto de tu cigarrillo provocando a los gilipollas saludables.
Y pensé que quizás leer sea como ese anuncio de la tele. Que leo para buscar el abrazo. Que leo para encontrar alguien que me regale luciérnagas, llamas, dolorosas verdades. Para dejar de sentirme huérfano. Dejar de sentir miedo y dudar. Para leer que “estaba viviendo la vida que me había obligado a vivir”. Representando.
No lo comprendí hasta que no volví a París a “echarme calle abajo a pesar de la lluvia con tal de acabar con esa apatía de guisos y edredones, de no volver nunca a aquel hundimiento silencioso en el sofá, ese naufragio de televisión y domingo un año tras otro”. Hasta que no me vi huido de mi país. Hasta que no me vi extranjero. Hasta que no dejé de ser un turista más. Hasta que, buscando algo que no sabía qué era, tropecé con ese “merece lo que sueñas”. Una puñalada al sentido.
Y me vi “fingiendo una vida que no era la mía, sintiéndome vacío”. Despertando en plena noche para revivir. Vivir insomne el otro fuego, la otra vida. Despertar en mitad de la noche porque la noche es el “tiempo en el que se cultiva un jardín secreto”. Lugar dónde todo es posible, todo diferente. Porque la noche es el lugar en el que suceden las cosas increíbles que realmente deseamos. Vivimos los deseos ocultos, reprimidos, las palabras ahogadas. Es el momento en el que los demás duermen y nosotros lo vemos claro, desaparece la sensatez, la lógica que nos destruye y nos amarga. Porque “no hace falta morir para estar en el infierno”.
Y todo cobró sentido. Las citas antes de cada relato. La poesía de la rebelión y el surrealismo en tus agradecimientos. Y tus palabras, Inés, pájaros de papel transformándose en cuchillos: “Sentirse vivo. Hacerte una vida de recién llegado sin más, siempre hoy, siempre extranjero”.
“Que más da de dónde viene el deseo si nunca estamos seguros, quién puede afirmar que las cosas son como creemos verlas”. Y hoy ha llovido, Inés, y he vuelto a soñar; he vuelto a sonreír.
Inés Mendoza. “El otro fuego” Páginas de Espuma. Madrid, 2010.
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