Me levanté para ir al baño en plena noche. Y cuando regresaba a la cama me sorprendió un resplandor azul temblando en el hueco de la escalera. Un parpadeo blanco, azul, verde, blanco otra vez. Una falsa luz de neón. Y palabras en voz baja, amortiguadas, como el susurro de una radio a través del tabique.
Medio dormido, confuso y extrañado, me acerqué hasta el pequeño distribuidor y me quedé mirando hacia abajo con las manos apoyadas en la barandilla. Viendo la leve luz temblar, escuchando el susurro que venía del salón, tratando de comprender qué era aquello.
Finalmente lo entendí. Era la televisión. Ese parpadeo, esa luz blanca y azul, esa voz eran de la televisión. Estaba encendida.
Volví a la habitación y encendí la luz. Mi mujer estaba en su lado y dormía profundamente. Apagué enseguida. No era ella la que estaba abajo viendo la tele; entonces, ¿se había encendido sola? Me acerqué a mi lado de la cama tanteando la pared, la cómoda, las cortinas y la otra pared hasta llegar a la mesita. Encendí la lámpara. Miré mi reloj de pulsera: las dos y veinte de la madrugada. Sin saber para qué me puse rápidamente el reloj, apagué la luz y salí de la habitación a ciegas, con las manos por delante, intentando no tropezar con nada y situando en la oscuridad cada mueble y cada puerta. Vislumbré el arranque de la escalera en el distribuidor, me agarré a la barandilla y bajé lentamente los peldaños con el camino iluminado por aquella falsa luz de neón que se encendía y apagaba repetidamente. Y ya desde la puerta, antes de entrar en el salón, le vi. Mi padre estaba sentado en el sofá viendo la televisión. A oscuras, como él solía hacerlo; con los pies en una esquina de la mesa encima de un cojín; como él se sentaba siempre.
Hola, le dije; hola, me respondió. Miré la pantalla. Estaban retransmitiendo un partido de fútbol. ¿Quién juega?, le pregunté; Italia contra Alemania, es la final, me contesto. Y me tumbé tranquilamente en el otro sofá a ver el partido.
No dije nada. Eran las dos y veinte de la madrugada y mi padre estaba en mi casa viendo un partido de fútbol en la tele y no dije nada. No le pregunté qué hacía allí en lugar de estar en su casa. No le pregunté por qué estaba allí. Lo único que hice fue tumbarme en el sofá y ponerme a ver el partido. Era el año 2009 y mi padre estaba viendo repetida la final del mundial de 1982 y no dije nada. No hice ningún comentario. Ninguna pregunta. Nada. Un partido que ya había visto. La final de aquel mundial para el que precisamente compró el primer televisor en color que tuvimos en casa. Aquel mundial de fútbol que por primera vez organizaba España y que por ver la ceremonia de inauguración regresamos antes de las vacaciones. Me acordaba perfectamente. Aquella ceremonia de la que salió una paloma blanca de un balón de fútbol que llevaba un niño entre las manos. Aquel mundial cuando yo tenía doce años. Aquel mundial que Italia ganó en la final a Alemania por tres goles a uno.
Y lo único que se me ocurrió preguntar fue: ¿Cómo van? Uno cero, gana Italia; me contestó. Y no dije nada más. Nada. Y él tampoco.
Nos quedamos los dos viendo el partido en silencio. Yo, que hacía muchos años que había dejado de gustarme el fútbol, que no veía nunca ningún partido, y mi padre, que los veía todos, hasta los de segunda división, hasta los de las ligas extranjeras. Todos. Daba igual quién jugase. Y yo que nunca veía ninguno, que ni siquiera veía los derbis esos del Madrid y el Barcelona.
Y mientras estábamos los dos callados viendo aquel partido repetido en la tele, roto el silencio por la voz gangosa y seria del comentarista, me acordé de antiguos domingos cuando salíamos al campo en familia, y de los viajes de regreso a casa escuchando en la radio del coche el carrusel deportivo, la jornada de liga, minuto de juego y resultado, y aquellos goles cantados por el locutor como si la voz fuera el eco de una ametralladora, aquellos pitidos de nave espacial, de alarma de incendios; aquellos goles que parecían un anuncio del fin del mundo, el tanto que decidía el campeonato, el infarto, la muerte súbita.
Y me acordé de aquella fotografía mía a color, en la terraza de casa de mis padres, vestido con el uniforme del Atletic de Bilbao, el equipo de mi padre; camiseta, pantalón, medias y botas de verdad, y un balón de reglamento blanco y rojo. Y en la espalda el número ocho en negro que me cosió mi madre. Y también de aquellas fotos en blanco y negro en algún parque o en alguna explanada en donde estoy de portero entre dos postes hechos con dos jerseys, esperando con los brazos abiertos a que mi padre chutara para estirarme, volar y atrapar el balón en el aire, ser como Iribar. Y lo malo que era yo jugando a fútbol, tan malo que cuando jugaba en el colegio siempre me ponían de portero. El dichoso balón que siempre se me hacía un lío entre las piernas. Demasiado delgadas y demasiado largas para ser futbolista. Me decían que en lugar de piernas tenía palillos.
Sí, me acordé de todo eso.
Y nos quedamos allí los dos, igual que nos quedábamos en casa de mis padres hace muchos años; a oscuras, viendo el partido. Yo tumbado en el sofá y él sentado en el sillón con los pies en la mesa encima de un cojín. Los dos juntos sin decir nada, tan sólo, alguna vez, muy de vez en cuando, algún comentario sobre alguna jugada, algún fallo clamoroso de un delantero a puerta vacía o de un portero saliendo a por uvas. Yo viendo el partido por estar con él, por compartir con él unos momentos juntos. Él viendo el partido conmigo. Los dos sin hablar de otra cosa, sin preguntarnos nada, sin contarnos nada. Con aquel silencio habitual suyo, con aquel silencio habitual nuestro.
Me despertó el timbre del teléfono. Me había quedado dormido en el sofá. La televisión estaba apagada y mi padre no estaba. Miré el reloj, marcaba las dos y veinte pero entraba luz por la ventana del salón, ya era de día, apenas había amanecido. Cogí el teléfono y contesté todavía aturdido por el sueño. Escuche la voz de mi madre diciendo mi nombre. Sí, dime. Sollozaba. ¿Qué pasa? Tu padre, tu padre ha muerto esta noche, me dijo.
Texto de Jorge del Frago.
Fotografía de Rafael Ricoy
http://www.rafaelricoy.com/Medio dormido, confuso y extrañado, me acerqué hasta el pequeño distribuidor y me quedé mirando hacia abajo con las manos apoyadas en la barandilla. Viendo la leve luz temblar, escuchando el susurro que venía del salón, tratando de comprender qué era aquello.
Finalmente lo entendí. Era la televisión. Ese parpadeo, esa luz blanca y azul, esa voz eran de la televisión. Estaba encendida.
Volví a la habitación y encendí la luz. Mi mujer estaba en su lado y dormía profundamente. Apagué enseguida. No era ella la que estaba abajo viendo la tele; entonces, ¿se había encendido sola? Me acerqué a mi lado de la cama tanteando la pared, la cómoda, las cortinas y la otra pared hasta llegar a la mesita. Encendí la lámpara. Miré mi reloj de pulsera: las dos y veinte de la madrugada. Sin saber para qué me puse rápidamente el reloj, apagué la luz y salí de la habitación a ciegas, con las manos por delante, intentando no tropezar con nada y situando en la oscuridad cada mueble y cada puerta. Vislumbré el arranque de la escalera en el distribuidor, me agarré a la barandilla y bajé lentamente los peldaños con el camino iluminado por aquella falsa luz de neón que se encendía y apagaba repetidamente. Y ya desde la puerta, antes de entrar en el salón, le vi. Mi padre estaba sentado en el sofá viendo la televisión. A oscuras, como él solía hacerlo; con los pies en una esquina de la mesa encima de un cojín; como él se sentaba siempre.
Hola, le dije; hola, me respondió. Miré la pantalla. Estaban retransmitiendo un partido de fútbol. ¿Quién juega?, le pregunté; Italia contra Alemania, es la final, me contesto. Y me tumbé tranquilamente en el otro sofá a ver el partido.
No dije nada. Eran las dos y veinte de la madrugada y mi padre estaba en mi casa viendo un partido de fútbol en la tele y no dije nada. No le pregunté qué hacía allí en lugar de estar en su casa. No le pregunté por qué estaba allí. Lo único que hice fue tumbarme en el sofá y ponerme a ver el partido. Era el año 2009 y mi padre estaba viendo repetida la final del mundial de 1982 y no dije nada. No hice ningún comentario. Ninguna pregunta. Nada. Un partido que ya había visto. La final de aquel mundial para el que precisamente compró el primer televisor en color que tuvimos en casa. Aquel mundial de fútbol que por primera vez organizaba España y que por ver la ceremonia de inauguración regresamos antes de las vacaciones. Me acordaba perfectamente. Aquella ceremonia de la que salió una paloma blanca de un balón de fútbol que llevaba un niño entre las manos. Aquel mundial cuando yo tenía doce años. Aquel mundial que Italia ganó en la final a Alemania por tres goles a uno.
Y lo único que se me ocurrió preguntar fue: ¿Cómo van? Uno cero, gana Italia; me contestó. Y no dije nada más. Nada. Y él tampoco.
Nos quedamos los dos viendo el partido en silencio. Yo, que hacía muchos años que había dejado de gustarme el fútbol, que no veía nunca ningún partido, y mi padre, que los veía todos, hasta los de segunda división, hasta los de las ligas extranjeras. Todos. Daba igual quién jugase. Y yo que nunca veía ninguno, que ni siquiera veía los derbis esos del Madrid y el Barcelona.
Y mientras estábamos los dos callados viendo aquel partido repetido en la tele, roto el silencio por la voz gangosa y seria del comentarista, me acordé de antiguos domingos cuando salíamos al campo en familia, y de los viajes de regreso a casa escuchando en la radio del coche el carrusel deportivo, la jornada de liga, minuto de juego y resultado, y aquellos goles cantados por el locutor como si la voz fuera el eco de una ametralladora, aquellos pitidos de nave espacial, de alarma de incendios; aquellos goles que parecían un anuncio del fin del mundo, el tanto que decidía el campeonato, el infarto, la muerte súbita.
Y me acordé de aquella fotografía mía a color, en la terraza de casa de mis padres, vestido con el uniforme del Atletic de Bilbao, el equipo de mi padre; camiseta, pantalón, medias y botas de verdad, y un balón de reglamento blanco y rojo. Y en la espalda el número ocho en negro que me cosió mi madre. Y también de aquellas fotos en blanco y negro en algún parque o en alguna explanada en donde estoy de portero entre dos postes hechos con dos jerseys, esperando con los brazos abiertos a que mi padre chutara para estirarme, volar y atrapar el balón en el aire, ser como Iribar. Y lo malo que era yo jugando a fútbol, tan malo que cuando jugaba en el colegio siempre me ponían de portero. El dichoso balón que siempre se me hacía un lío entre las piernas. Demasiado delgadas y demasiado largas para ser futbolista. Me decían que en lugar de piernas tenía palillos.
Sí, me acordé de todo eso.
Y nos quedamos allí los dos, igual que nos quedábamos en casa de mis padres hace muchos años; a oscuras, viendo el partido. Yo tumbado en el sofá y él sentado en el sillón con los pies en la mesa encima de un cojín. Los dos juntos sin decir nada, tan sólo, alguna vez, muy de vez en cuando, algún comentario sobre alguna jugada, algún fallo clamoroso de un delantero a puerta vacía o de un portero saliendo a por uvas. Yo viendo el partido por estar con él, por compartir con él unos momentos juntos. Él viendo el partido conmigo. Los dos sin hablar de otra cosa, sin preguntarnos nada, sin contarnos nada. Con aquel silencio habitual suyo, con aquel silencio habitual nuestro.
Me despertó el timbre del teléfono. Me había quedado dormido en el sofá. La televisión estaba apagada y mi padre no estaba. Miré el reloj, marcaba las dos y veinte pero entraba luz por la ventana del salón, ya era de día, apenas había amanecido. Cogí el teléfono y contesté todavía aturdido por el sueño. Escuche la voz de mi madre diciendo mi nombre. Sí, dime. Sollozaba. ¿Qué pasa? Tu padre, tu padre ha muerto esta noche, me dijo.
Texto de Jorge del Frago.
Fotografía de Rafael Ricoy
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