domingo, 10 de octubre de 2010

El lenguaje de las flores

Me senté a su derecha. El pasillo como frontera, barrera y precipicio. Y ella al otro lado; muy cerca; a un paso de mí. Y fue inevitable mirarla, fijarme en aquella mujer. Con el ramo de flores tumbado en su regazo y la mirada perdida al frente; fija en la carretera tras el cristal. El celofán brillando y el lazo rojo sujetando los tallos. Las flores salpicando su falda y sus manos. Su rostro mustio; triste y vencido. Sus labios cerrados, apagados y rectos. Ninguna mujer tiene ese gesto marchito, esa línea pintada en la boca llevando un ramo de flores entre las manos.
Los pies tocando el suelo de puntillas, los zapatos de diario con los tacones gastados, ametrallados de lluvias y aceras. La ropa de lunes; la piel sin retoques, color, sombras ni trucos. Más de cincuenta y menos de sesenta. Esa edad en la que se espera que la vida empiece a pagarte intereses por todo el tiempo invertido pagando sus peajes. Esa década en la que obligarte a aprender otro idioma es condenarte a vivir en el exilio del silencio, y en la que los golpes, bajos e inesperados, dejan una marca indeleble y secreta que te pudre por dentro.
Repasé el itinerario de la línea. No pasaba cerca del cementerio ni del hospital. No era uno de noviembre. Ninguna mujer tiene esa mirada ausente, esos labios de barro con un ramo de flores entre sus manos.
Tras muchos minutos aguantando inalterable las miradas y los signos de interrogación de todos los que se bajaban y subían del autobús, con un movimiento rápido torció la cabeza y le dijo algo al hombre que iba sentado a su izquierda. Se levantó y, acunando el ramo en uno de sus brazos, caminó hasta la puerta de salida; pulsó el botón de la parada y se sujetó a la barra. Él la siguió y se quedó a su lado. Ella se soltó de la barra y, en un gesto antiguo y mecánico, se agarró de su brazo. Si tuviera ganas de broma diría que vienen del juzgado de celebrar su boda; pero el perfil del rostro de él me mostraba la misma tristeza callada. La misma mirada perdida; la misma ropa de lunes y el mismo naufragio. Un hombre llevando de su brazo a una mujer con un ramo de flores y entre ellos ni el amago de una sonrisa.
El autobús se detuvo en una parada junto a la carretera. A la entrada de una urbanización antes de llegar a Ilche. Un cruce como otro cualquiera. Mientras los viajeros se subían en dirección a la ciudad para pasar una nueva noche de viernes pude verles caminar lentamente alejándose de la marquesina. Ella iba delante; él detrás, a dos pasos, con las manos en los bolsillos y mirando al suelo. Ella llegó hasta una farola y se detuvo. Cuando, dos pasos después él llegó, ella le tendió el ramo de celofán brillante y colores frescos para que lo sujetara. Él obedeció y continuó con la mirada en la punta de sus zapatos. El autobús se llenaba con el griterío y las risas de los adolescentes camino del primer viernes de septiembre. Ella sacó del bolso unos alicates y cortó las dos abrazaderas de nylon que sujetaban un ramo marchito y seco a la farola. Un viejo ramo arrasado de lluvia y soles de cuatro estaciones. De la bandolera sacó una bolsa de plástico del supermercado y metió dentro el ramo seco y las dos abrazaderas cortadas. Sin palabras le pidió al hombre el ramo nuevo y brillante y con otras dos abrazaderas lo ató firmemente a la farola. Con mimo recompuso las flores del ramo mientras se deshacía el barro de su boca en una sonrisa amarga. Él, con la puntera del zapato, le dio una patada a una piedra pequeña que había en la acera. Dos adolescentes con falda corta y labios de fresa se sentaron en los asientos que antes ocuparon ellos. Entre risas se peleaban por escribir un mensaje en el móvil. Fuera, la mujer, con la mirada perdida, buscaba la fórmula que fuera capaz de llenar un espacio vacío, la traducción de las palabras que oía en un nuevo idioma incapaz de entender. Todo el silencio que de golpe se pudría en las noches que permanecía despierta.
Él seguía mirando al suelo cuando el autobús arrancó y los perdí de vista. A una de las adolescentes se le cayó el teléfono al suelo, y la boca de la otra escupió un insulto y una amenaza de muerte.
Era un día cualquiera. Un día que para mí no significaba nada. Pero fue el día en que aprendí el lenguaje que esconden las flores.

Texto de Jorge del Frago.

La extraordinaria fotografía es de Andi.
http://andiphoto.blogspot.com/

1 comentario:

JALOZA dijo...

Muy bonito, triste pero bonito. Un día gris lleno de fiesta que pasa sin rozarte... o algo así.