Fabrico una amarga sonrisa al verla. ¿Te acuerdas de aquel juego? Aquella intimidad al acercarme y pedirte que cerraras los ojos y te quedaras quieto. Esa orden que ahora resulta un ruego macabro. Acercarme y oír tu respiración, el leve temblor de tus párpados y tu piel al sentir mi contacto. Atraparla con cuidado entre la pinza de los dedos para no pellizcarte. Buscarla pegada en la yema del índice y decirte que abrieras los ojos. Mostrártela como el ingrediente secreto de un antídoto mágico. La llave maestra de un sortilegio. Y entonces decirte, con una sonrisa de cuento infantil, que pidieras un deseo y luego soplaras muy fuerte, con todas tus fuerzas. Si la pestaña se despegaba el deseo se cumpliría.
¿Te acuerdas?
Luego yo te preguntaba qué habías pedido, y tú, siguiéndome el juego, me decías que no podías; que los deseos, para que se cumplan, no pueden decirse. Y yo fingía que me enfadaba y tú me abrazabas y me decías que habías pedido que te tocara la lotería, y yo te decía que eras idiota porque al haberlo dicho ya no se cumpliría, y tú me decías que conmigo ya te había tocado el premio con bote; y yo sonreía y te llamaba mentiroso, y tú me besabas y yo…
¿Te acuerdas, verdad?
Era un juego de niños y nosotros lo hacíamos siempre aunque ya hubiéramos cumplido los cuarenta. Un juego inocente para pedirle deseos imposibles al futuro, para conjurar el destino adverso; hacer trampas olvidándonos de las líneas de la mano, sus islas, cortes y fracturas. Un juego cuando todavía existían los pozos, las fuentes y las monedas; las velas y las tartas de cumpleaños. Y nosotros jugábamos siempre por si acaso fuera posible; porque no teníamos nada que perder y sí quizás un deseo que conseguir.
¿Te acuerdas, verdad?
Claro que te acuerdas.
Tienes una pestaña en el pómulo. Me acerco hasta dejar el calor de mi aliento quemando tus párpados. La atrapo entre la pinza de mis dedos sin notar los gestos mecánicos de tu respiración ni el temblor de tu piel a mi contacto. La contemplo pegada en la yema del índice y miro tus labios lívidos, tu inmovilidad absoluta. Llave maestra de un sortilegio, antídoto mágico. Pido en voz baja un deseo sencillo; un ruego; un imposible, una mentira: la rotación inversa de la tierra; la vida retrocediendo veinticuatro horas atrás.
Y cerrando los ojos soplo con todas mis fuerzas.
Texto de Jorge del Frago
3 comentarios:
Todos hemos visto a cierto tipo con capa dando vueltas hasta marearse en aquella película... ;)
Me ha gustado el relato, mi enhorabuena para Jorge.
genial
Sensacional, absolutamente redondo.
Ovación mientras cae el telón.
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