sábado, 11 de diciembre de 2010

Capitanas


Ediciones Traspiés, dentro de su colección de relatos ilustrados “Vagamundos”, ha publicado este “Agua quieta” de Cristina Grande, con ilustraciones de Esperanza Campos. Estos pequeños libros de “Vagamundos” son hermosas joyas que se merecen no pasar desapercibidas entre toda esa multitud de papel descafeinado y colorista que adorna las librerías. Y lo merece porque son libros-objeto extraordinarios en el uniformado mundo editorial; libros ilustrados por los que reconozco que siento debilidad -como aquella maravillosa “Guía de hoteles inventados” de Óscar Sipán y Óscar Sanmartín- hermosas joyas que en este caso de “Agua quieta” reúne sobre el mismo papel los breves y emotivos textos de Cristina y los artísticos grabados de Esperanza. Hermoso y pequeño relicario de papel donde Cristina guarda sus recuerdos familiares junto a los dibujos nacidos de sus palabras. Blanco y negro, tinta y papel reflejándose, mirándose uno en el otro, haciéndose compañía mutuamente.
Y este “Agua quieta” tiene además para mí el valor añadido de haberme permitido descubrir a una Cristina Grande diferente a la que conocía de antes. De aquella narradora fría y cortante, áspera y dura de “Novia parapente” y “Dirección noche” a una Cristina esta vez más humana, más vulnerable, más de carne y hueso. Cristina, de casa Franco de Lanaja; Cristina, tierna y melancólica que guarda en esta hermosa joya editada en Granada los paisajes, los olores y las flores de los Monegros de Huesca. Los recuerdos de su familia y ese tiempo y esa patria irrenunciable que llamamos infancia. Esa patria con la que, incluso estando en Escocia o desterrados en un poblachón manchego, soñamos. Verde de los campos, olivos, tomillo en flor, rabanizas entre las vides, romero y ontina. Y yo, que soy un sentimental irremediable, me veo reflejado en esas largas tardes de verano, comparto con ella esos recuerdos de la casa de los abuelos. Palabras que se guardan en la falsa de la memoria; viajes de vuelta con un huerto, una despensa, cajas de fruta y botes de conservas dentro del maletero del coche. Excursiones, acónitos azules, amapolas amarillas, ríos y truchas, congostos y valles; montes grises y de superficie arrugada, como la piel de los elefantes. Fincas que se heredan y no se venden, almendros y heladas, árboles inútiles que siguen plantados para recordarnos algo. Olores de noviembre, crisantemos, membrillo, nueces con miel para merendar, castañas asadas. Partidas de cartas para pasar las interminables tardes de invierno.
“Agua quieta” es casa, es familia y recuerdos. Pero sobre todo es el recuerdo imborrable de una abuela coqueta y con sentido del humor que fumaba cigarrillos turcos, llevaba zapatos de tacón y se teñía el pelo de negro por llevar la contraria. Su muerte y su huella, el vacío palpable y doloroso de su ausencia.
Y el mañana como esas capitanas, esas extrañas plantas que después de muertas, después de rodar y rodar empujadas por el cierzo se quedan quietas y renacen, silenciosas, cuando el viento cesa.

Cristina Grande. “Agua quieta” Ediciones Traspiés. Colección Vagamundos. Granada, 2010.

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