No sabría decir cuándo llegó él ni cuándo se fue el que estaba antes. En este edificio las mudanzas caben en el maletero de un taxi y suelen hacerse los lunes por la mañana temprano. Todo lo que sé es que una tarde comencé a oír su tos de noviembre resonando en una habitación vacía al otro lado del tabique. Nunca había estado en su piso, pero sabía que era exactamente igual que el mío. La misma distribución, los mismos metros. El mismo reducido espacio vital, pequeño, gemelo; pared con pared. El mismo parquet desgastado, el mismo gotelé; el mismo paisaje desde la ventana, la misma calle de una sola dirección.
Es lo que tienen estos estudios construidos como celdas de régimen abierto. Fotocopias, simetrías, rectángulos en paralelo donde traer amantes de estraperlo y novias de pueblo los sábados de carnaval. Estrecha orilla de piedra donde acabar después de un naufragio y un pasado a medio enterrar. Un lugar para estrenar una ciudad y un contrato temporal y en donde siempre se está de paso hasta que la suerte o el viento cambien de dirección. Una comunidad sin reuniones de propietarios, tartas de bienvenida ni fiestas de despedida.
Una puerta de contrachapado, un armario empotrado en la entrada, cocina americana a la izquierda, un salón-dormitorio diáfano, un sofá-cama plegable en un rincón y tan sólo una puerta entre las cuatro paredes: la del cuarto de baño. Fuera, un estrecho pasillo de largometraje, un enmoquetado corredor de la muerte con la condena de la vida imperfecta a ambos lados del recorrido en el que unos desconocidos bien educados, al cruzarse, se intercambian saludos de falsa cortesía sin mirarse a la cara. Y dentro un lugar en el que poder compartir todos los ruidos del vecino sin ser visto: la melodía polifónica del móvil, la música de la radio y las noticias del telediario. Las conversaciones, las carcajadas, los gritos y los insultos. Los prólogos de la locura; las ventosidades, los estornudos; los gemidos de placer y las puertas al cerrarse de golpe. Anónimos. Pesadillas. Flores frescas y sueños de verano. Bilis, venenos y agua no potable. Tormentas, mar en calma. Rutinas y vidas sin nombres.
No sabía desde cuándo estaba él allí. Tan sólo que una noche oí llamar a su timbre y descubrí su sonido. Oí el crujir de los muelles de su sofá-cama al levantarse y sus siete pasos hasta su puerta. Después nada. Oí el mismo ruido que hizo mi sofá-cama y mis siete pasos hasta mi puerta y justo en ese momento oí el ruido de su interruptor de la luz al apagarse. Después el silencio. Me asomé al catalejo de la mirilla de mi puerta y descubrí la imagen borrosa y parcial de una mujer parada frente a su puerta esperando a que él la abriera. Pero él no se movió. La contemplé quieta durante un tiempo impreciso flotando en el aire turbio y empañado de aquel ojo de pez. La vi acercarse a su puerta y volver a llamar al timbre. Una llamada larga y desesperada como un mensaje en una botella. Un ruido agudo, una súplica metálica y física sin un solo fonema. Y al otro lado del tabique el silencio elocuente del que niega y aguanta la respiración como si estuviera escondido bajo el agua. Convertido en muñeco de cera sin un parpadeo y con el ojo derecho pegado a la mirilla contemplando el rostro de ella y el amor extraviado en otra guerra y en otra isla remota. En un lugar muy lejos de esta orilla de piedra donde de repente se hizo el silencio.
La ví desaparecer en un instante, justo después de que levantara el brazo en un nuevo intento de volver a llamar o en un gesto incompleto de despedida y rendición. La vi desaparecer y dejar el pasillo vacío sin el rastro de un perfume o un porvenir. Dejé de verla y entonces oí los siete pasos de él cruzar el salón-dormitorio y llegar hasta la ventana y detenerse allí. Los mismos siete pasos que di yo hasta el mismo lugar al otro lado del escuálido tabique. Se quedó quieto como yo, esperando; mirando por la ventana con la luz apagada hasta que ella apareció y la vimos de espaldas marcharse caminando calle arriba sin volver la vista atrás. Y entonces sí, sólo entonces él rompió el silencio y pude oír con toda claridad el ruido que expresa sin necesidad de palabras el dolor y la derrota humana.
Una puerta de contrachapado, un armario empotrado en la entrada, cocina americana a la izquierda, un salón-dormitorio diáfano, un sofá-cama plegable en un rincón y tan sólo una puerta entre las cuatro paredes: la del cuarto de baño. Fuera, un estrecho pasillo de largometraje, un enmoquetado corredor de la muerte con la condena de la vida imperfecta a ambos lados del recorrido en el que unos desconocidos bien educados, al cruzarse, se intercambian saludos de falsa cortesía sin mirarse a la cara. Y dentro un lugar en el que poder compartir todos los ruidos del vecino sin ser visto: la melodía polifónica del móvil, la música de la radio y las noticias del telediario. Las conversaciones, las carcajadas, los gritos y los insultos. Los prólogos de la locura; las ventosidades, los estornudos; los gemidos de placer y las puertas al cerrarse de golpe. Anónimos. Pesadillas. Flores frescas y sueños de verano. Bilis, venenos y agua no potable. Tormentas, mar en calma. Rutinas y vidas sin nombres.
No sabía desde cuándo estaba él allí. Tan sólo que una noche oí llamar a su timbre y descubrí su sonido. Oí el crujir de los muelles de su sofá-cama al levantarse y sus siete pasos hasta su puerta. Después nada. Oí el mismo ruido que hizo mi sofá-cama y mis siete pasos hasta mi puerta y justo en ese momento oí el ruido de su interruptor de la luz al apagarse. Después el silencio. Me asomé al catalejo de la mirilla de mi puerta y descubrí la imagen borrosa y parcial de una mujer parada frente a su puerta esperando a que él la abriera. Pero él no se movió. La contemplé quieta durante un tiempo impreciso flotando en el aire turbio y empañado de aquel ojo de pez. La vi acercarse a su puerta y volver a llamar al timbre. Una llamada larga y desesperada como un mensaje en una botella. Un ruido agudo, una súplica metálica y física sin un solo fonema. Y al otro lado del tabique el silencio elocuente del que niega y aguanta la respiración como si estuviera escondido bajo el agua. Convertido en muñeco de cera sin un parpadeo y con el ojo derecho pegado a la mirilla contemplando el rostro de ella y el amor extraviado en otra guerra y en otra isla remota. En un lugar muy lejos de esta orilla de piedra donde de repente se hizo el silencio.
La ví desaparecer en un instante, justo después de que levantara el brazo en un nuevo intento de volver a llamar o en un gesto incompleto de despedida y rendición. La vi desaparecer y dejar el pasillo vacío sin el rastro de un perfume o un porvenir. Dejé de verla y entonces oí los siete pasos de él cruzar el salón-dormitorio y llegar hasta la ventana y detenerse allí. Los mismos siete pasos que di yo hasta el mismo lugar al otro lado del escuálido tabique. Se quedó quieto como yo, esperando; mirando por la ventana con la luz apagada hasta que ella apareció y la vimos de espaldas marcharse caminando calle arriba sin volver la vista atrás. Y entonces sí, sólo entonces él rompió el silencio y pude oír con toda claridad el ruido que expresa sin necesidad de palabras el dolor y la derrota humana.
La extraordinaria fotografía es de Andi.
http://andiphoto.blogspot.com/
Texto de Jorge del Frago.
2 comentarios:
Muy bueno, como de costumbre. Mi más cordial enhorabuena, Jorge.
Un abrazo
a veces los numeros nos pierden... porque el siete esta siempre tan presente?
Me ha gustado tu escrito
Misk
Publicar un comentario